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Tema 1 Teatro español del XVIII, Apuntes de Idioma Español

Asignatura: Teatro Español: Siglos XVIII-XXI, Profesor: , Carrera: Lengua y Literatura Españolas, Universidad: UNED

Tipo: Apuntes

2014/2015

Subido el 12/12/2015

luis_fern_ndez_imaz
luis_fern_ndez_imaz 🇪🇸

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¡Descarga Tema 1 Teatro español del XVIII y más Apuntes en PDF de Idioma Español solo en Docsity! Tema l EL TEATRO EN EL SIGLO XVIII 1. Contextos histórico y cultural. 2. Vida escénica. 3. Corriente tradicionalista. 4. Corriente innovadora. 1. CONTEXTOS HISTÓRICO Y CULTURAL 1.1. Contexto histórico Al iniciarse el siglo XVIII moría, sin descendencia, Carlos II, el Hechizado. El último rey de la dinastía de los Austrias nombró heredero a su sobrino, Felipe de Borbón, frente a las aspiraciones del archiduque Carlos de Austria, lo que ocasionó la guerra de Sucesión a la corona española (1702-1714). En 1701, hacía su entrada en Madrid el primer rey de la nueva dinastía. Implantándose y consolidándose la influencia francesa. Aunque esta influencia se había iniciado en el siglo XVII en autores como Gracián y Quevedo (en lo literario) o Lope de Vega y Calderón de la Barca (en lo teatral), será en el XVIII donde alcance un auge significativo. Bajo Felipe V, a imitación francesa, se funda la Biblioteca Nacional, así como las Reales Academias, como la RAE en 1713 o la Academia de la Historia, en 1738. Le siguen los reinados de Femando VI y Carlos III, durante los cuales, muy especialmente en el reinado del último, se produce un proceso de modernización de España. En el reinado de Carlos IV se inicia, en general, un retroceso, pese a que Godoy intentara seguir fomentando los ideales ilustrados. 1.2. Contexto cultural El imperio español tras alcanzar en el terreno cultural una cima jamás lograda, comienza su declive en el XVIII. La sociedad española se dividirá en dos: los reformistas, ilustrados o novatores que propugnaban, a través del cultivo de la razón y de la crítica de la tradición, el progreso de España, en consonancia con lo europeo; y los más conservadores, anclados en las costumbres, y encabezados por los defensores de sus privilegios (la nobleza y la Iglesia). Los intentos de los reformistas sucumbieron ante los dicterios conservadores, sobre todo tras el triunfo de la Revolución francesa, que vieron a los ilustrados como «peligrosos revolucionarios». Esta división se reflejará en la cultura. Aunque durante las primeras décadas de la centuria siguieron perviviendo las formas artísticas y literarias del Barroco, en el XVIII sobresale el movimiento intelectual de la Ilustración, que daría una nueva estética, la del Neoclasicismo, a la literatura, el teatro, la arquitectura y en otras artes. En el siglo XVIII florecieron en España, junto a producciones mediocres, una serie de grandes intelectuales de gran realce, pero comparados con los intelectuales de la cultura francesa de la Encyclopédie, la balanza se inclina hacia estos últimos. Estamos ante una centuria en la que, al menos, una inmensa minoría cultivó una amplia y sólida cultura y gracias a la política del Despotismo Ilustrado la educación del pueblo, como un servicio público, inició su andadura, pese a todas sus imperfecciones y escasos logros. Aunque persistiera un pesado lastre tradicionalista y conservador en todos los órdenes. 1.2.1. La Ilustración La Ilustración será un movimiento intelectual, basado en la sustitución de la tradición por la razón. El empirismo británico, nacido en el siglo XVII, con John Locke e Isaac Newton , unido al fervor intelectual de los franceses Montesquieu y Voltaire, desembocaría en la Enciclopedia, una empresa editorial para popularizar los conocimientos a la luz de la razón. En España se impuso un modo particular del movimiento ilustrado al hacer convivir la razón, la crítica ante el pasado, con la tradición cristiana de la mano del padre Feijóo que supo unir la renovación profunda con la continuación tradicional en su Teatro crítico universal. Asimismo, encontramos otras figuras como Mayans, Jovellanos, Luzán. En suma, los valores enciclopédicos se impusieron y como consecuencia de ello nació en España un género nuevo en esta centuria, el ensayo. 1.2.2. El Neoclasicismo Todo movimiento estético nace en contraposición al anterior. Así el Neoclasicismo, basado en los postulados de la Ilustración, se enfrentó al Barroco cargado de efectividad y complejidad; el nuevo arte, por influencia francesa e italiana, vuelve sus ojos a los clásicos, a los griegos y latinos (capitaneados por Aristóteles), e impone, por lo tanto, un modo de crear basado: • En la razón, frente a la fantasía exacerbada del Barroco. • En la utilidad y en la consecución de un fin didáctico: enseñar deleitando (axioma de Horacio). • En la imitación de la naturaleza. • En la separación de los géneros artísticos. • En la aplicación de las tres unidades: acción, tiempo y lugar. Estos —y otros— principios, en el ámbito de la literatura, quedaron plasmados en la Poética de Ignacio de Luzán. 1.2.3. Inicios del Romanticismo A finales de siglo se inicia el paso del Neoclasicismo al Romanticismo. 2. VIDA ESCÉNICA El teatro español no iba a ser ajeno a estos postulados. La actividad escénica inicia un resurgimiento en el Renacimiento (siglo XVI) y llega a su cima en el Siglo de Oro. Nuestro teatro clásico, paralelamente a nuestra literatura áurea (Cervantes, Góngora, Quevedo, etc.), con una serie de figuras destacadas (Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Moreto, Rojas, Zorrilla y tantos otros), se equipara con la actividad teatral de otros países como: el teatro isabelino, de Inglaterra, con William Shakespeare; el teatro clásico francés, con Moliere, Corneille o Racine o el teatro italiano con la Commedia dell´Arte y la ópera. El teatro en esta época era casi la única diversión popular. Por otra parte, los espacios teatrales cambian. Los corrales de comedias aunque se siguiesen utilizando, fueron sustituidos por teatros a la italiana. En Madrid, el corral de comedias de la Cruz, se convirtió en coliseo como el del Príncipe. El de los Caños del Peral se reestructuraría y quedaría destinado al teatro musical, el que sería el Teatro Real. El teatro, tanto en la creación, como en las puestas en escena, discurrirá durante el siglo XVIII, fundamentalmente, por dos grandes vías: • La que sigue la senda del teatro barroco (la tradicionalista). • La que promueve la nueva estética neoclásica (la innovadora). Además de una tercera, la del inicio del Romanticismo. En síntesis, en el teatro del XVIII aparecen dos concepciones distintas del arte escénico: de un lado, los nuevos dramaturgos que importan formas y contenidos del teatro francés e italiano, como dan muestra tanto Ignacio de Luzán, en su Poética, como el refundidor Cañizares o Nicolás Fernández de Moratín; y de otro, los defensores de la tradición teatral española, como Vicente García de la Huerta con Raquel (1766) o el sainetista Ramón de la Cruz. Aunque la división es válida pedagógicamente, sin embargo en esta última corriente, pese a sus postulados, se infiltran ciertos aires renovadores, como es el caso del sainetista. De nuevo, se enfrentan tradicionalismo y modernidad, triunfando la primera modalidad. 3. CORRIENTE TRADICIONALISTA Esta corriente se da durante la primera mitad de la centuria y es continuación del teatro del XVII. Pero, frente a la grandeza del teatro áureo, al seguir manteniendo sus postulados hizo que autores y obras careciesen de entidad. Y aunque se siguiesen representando piezas clásicas, la mayoría eran de los epígonos de esta corriente, a los que criticaría Leandro Fernández de Moratín . Los dramaturgos recurren a complicaciones en las historias y a un complejo aparato escénico, con el fin de que el público, cansado ya del teatro anterior, no abandonase las salas. Y así sucedió. Diferentes modalidades teatrales se dieron en la centuria: • Las comedias históricas. • Las comedias de magia. • Las comedias de santos y autos sacramentales. • Y otras modalidades. Aunque dramatúrgicamente fuese un fracaso, fue la triunfadora tanto en la creación como en las puestas en escena durante mucho tiempo. Entre los creadores más destacados figuran los madrileños Antonio de Zamora y José de Cañizares. Por otra parte, una modalidad, que tendrá un vigor inusitado, será la del teatro breve, convirtiendo los géneros menores áureos (entremeses) en sainetes, piezas cortas que retratan tipos, costumbres, ambientes y lenguaje de época y que provocan la intensa risa. A partir de 1780, se suprime el entremés, que solía representarse durante el primer intermedio de la comedia, y se impone el sainete como género nuevo, entre la segunda y la tercera jornadas de la obra, o como fin de fiesta. El público rechazaba los sainetes «conceptuosos y exquisitos» del siglo XVII y buscaba aires nuevos, como se da cuenta en Sainete para empezar (1770), de Ramón de la Cruz. El deseo de los Ilustrados —Aranda, Jovellanos, Leandro Fernández de Moratín— de abolir obras que no propugnasen una enseñanza moral (se llegaron a prohibir autos sacramentales, comedias y obras clásicas como La vida es sueño), y a recomendar las que fomentasen las ideas de verdad y virtud fracasó, tanto por el boicot de los actores, como por el gusto del gran público. El espectador popular se alejaba del teatro serio y sesudo, gustando más de obras como las comedias de magia o los sainetes de don Ramón de la Cruz. Todo ello duraría hasta que se impuso la comedia de corte moratiniano, con El sí de las niñas, y, después, con el drama romántico. Al público, que es el que acude a los teatros, había que darle gusto y, en este caso, la mayoría de los autores siguieron el aserto. Don Ramón de la Cruz fue el dramaturgo que sobresalió en el cultivo del género, con cerca de 400 sainetes. Este tipo de teatro tuvo una gran relevancia en la vida teatral española. A lo largo de todo el siglo encontramos más de «Solo escribió cinco comedias: El viejo y la niña (1790), El barón (estrenada en 1803), La mojigata (escrita en 1791 y estrenada en 1804), El sí de las niñas (estrenada con éxito clamoroso en 1806) y La comedia nueva o El café (1792). En ellas aplicó las reglas neoclásicas que exigían respetar la unidad de tiempo, de lugar y de acción, así como el decoro o buen gusto, en busca siempre de la verosimilitud escénica: decorados, vestuario, interpretación no afectada de los actores, ensayos... Sus comedias pretendían educar, deleitando, al público burgués, con la denuncia de algunos males de su sociedad como los matrimonios desiguales, la hipocresía religiosa, la necesidad de educación, los falsos poetas, los pedantes... A partir de 1806 no volvió a escribir ninguna pieza original, pero refundió obras de Moliere como La escuela de los mandos o El médico a palos, y fue el primero en España en traducir el Hamlet de Shakespeare. Moratín consiguió crear una nueva comedia, que era “imitación en diálogo en verso o en prosa de un suceso ocurrido en un lugar y en pocas horas entre personas particulares y con la que resultan puestos en ridículo los vicios y errores comunes en la sociedad y recomendadas la verdad y la virtud”». La comedia nueva o el café: «Trata, precisamente, sobre el mundo teatral. La pieza parece “una crítica teatral dramatizada”, porque en ella se censuran las obras de autores como Comella, que triunfaban en los escenarios. En La comedia nueva don Eleuterio espera en un café el éxito de su obra, que acaba de estrenarse. Don Hermógenes, un pedante, le ha convencido de que es un gran dramaturgo y el infeliz ha invertido todo su dinero en aquella empresa pensando que triunfará y podrá casar a su hermana con aquel genio de las letras. Toda la acción transcurre en el tiempo que tarda en representarse El cerco de Viena. Mientras esperan la reacción del público, muestra los delirios de grandeza de unos, las críticas a los "eruditos a la violeta” de otros, y, sobre todo, conocemos el mundo teatral de su época. Transcurre en un solo espacio y en tan solo dos horas, la peripecia no es muy teatral y sus contenidos son muy críticos. Su tema central es el teatro. No en vano se trata de un asunto del que se han ocupado innumerables escritores desde los orígenes del arte teatral». 5. EL ARTE ESCÉNICO EN EL SIGLO XVIII 5.1. Los espacios teatrales Los espacios para la representación siguen siendo los mismos que en épocas anteriores, aunque algunos evolucionarán. Por ejemplo, coexisten los corrales de comedias con los coliseos de los reales sitios, pero encontramos representaciones en espacios cotidianos como plazas, iglesias, e incluso en el ámbito rural en los claros de los bosques y las eras, dando lugar al denominado teatro popular 5.1.1 Espacios rurales En estos espacios representan compañías de la legua o formadas por personas que actúan sólo cuando les llaman para festejar las fiestas patronales, por ejemplo. Estos lugares se caracterizan por su condición plural, pues sólo ocasionalmente se convierten en escenarios. En ellos el cómico ha de adaptar su representación a las condiciones abiertas del espacio. Sobre la plaza, por ejemplo, se levantaba un tablado que podía cubrirse parcialmente de telas, tafetanes y telones; la escenografía y el moblaje son mínimos, como correspondía a las limitaciones económicas y al tipo de obra presentadas: loas, pastoradas, autos, farsas. Como en el caso de los autos sacramentales (prohibidos en 1765), también en las representaciones populares se encuentran escenarios itinerantes, espacios en los que el público y los actores han de moverse a lo largo de un itinerario que dota de valor simbólico a las diferentes paradas teatrales. Esto, propio de épocas anteriores siguió vigente en el XVIII como manifestación de la resistencia contra la corriente ilustrada. Todavía en 1787, José Mariano Beristáin se quejaba de que en las catedrales españolas se representaban durante Navidad piezas y farsas que, a su parecer, denigraban los misterios de la fe. El diarista ofrece el panorama de un lugar público y popular de representación, como son las diversas catedrales a las que se hace llegar el folleto pero también sucedía esto en iglesias de pequeñas localidades, y transmite el tipo de texto y el tono que regía la sociabilidad del momento, así como el tenor de las obras representadas. Tanto el tono burlesco como el lugar de representación indican las actitudes del público popular ante el espectáculo y hacia lo sagrado. El testimonio de Beristáin refleja una realidad viva en el «siglo de la Ilustración», que solemos olvidar frente a la consideración prioritaria de los aspectos renovadores y reformistas. 5.1.2 Espacios particulares También siguió representándose en universidades, colegios y conventos, lo mismo que en casas particulares. Éstas últimas funciones, las denominadas particulares, podían patrocinarlas los gremios o realizarse en los teatros de los palacios, es decir, en locales pequeños y cerrados. Actuaban cómicos profesionales, pero también intervenían aficionados. Eran una muestra pública del poder y riqueza de las familias y grupos que las pagaban, y pudo haber sido una manera de intentar dirigir y controlar el desarrollo artístico, pero esto sólo puede decirse de Olavide, Samaniego y pocos más. Pablo de Olavide en Sevilla, el duque de Hijar , la duquesa de Alba y la condesa-duquesa de Benavente en Madrid son algunos de sus patrocinadores, del que Ramón de la Cruz nos ha dejado testimonio, en La Junta de aficionados y en La comedia casera, lo mismo que Comella en La señorita irresoluta o la función casera (1796). En estos sainetes se señala que había colas para desempeñar todas las ocupaciones: galanes, damas, graciosos, tramoyistas, poetas, carpintero, guitarrista, sastre y apuntador. Había corrales de comedia en casi todas las ciudades españolas. Los más famosos y los más estudiados son los de Madrid: el de la Cruz y el del Príncipe. A ellos se añadió a partir de 1708 el de los Caños del Peral, que desde 1718, se dedicó a dar funciones de ópera italiana. Los Caños del Peral tuvo una vida accidentada: entre 1746 y 1766 permaneció cerrado. Ese año el conde de Aranda impulsa los bailes de disfraces y los conciertos, que se dieron allí hasta 1773. Posteriormente, el Ayuntamiento intentó ofrecer óperas, ya que la compañía de ópera de los reales sitios estaba desocupada, al encontrarse la corte en El Pardo. Apenas se ofrecieron títulos entre 1776 y 1777, año en que se volvió a cerrar hasta que en 1786 se abrió concediéndose a los Hospitales el privilegio de celebrar funciones operísticas. Ese año se restauró y ajustó a los cánones clásicos. Esta situación perduró hasta la muerte de Carlos III en 1788, en que se cerraron todos los teatros. Se demolió el teatro en 1817, y sus restos se emplearon para construir la Casa de la Carnicería de la Plaza Mayor. La construcción de este teatro fue el primer paso para acabar con el sistema de corrales, introduciendo esquemas asentados en otros países y en los reales sitios. Los corrales, todos similares entere sí, estaban ubicados en los patios de casas, eran rectangulares y abiertos. Los de la Cruz y del Príncipe funcionaban ya en el Siglo de Oro. El primero se reedificó entre 1737 y 1743, se le dio techumbre fija, se mejoró la iluminación y se introdujeron otras mejoras, aunque no se pensó en el espacio necesario para las representaciones, pues continuó con un pequeño escenario. El Teatro del Príncipe se restauró entre 1744 y 1745. Con esta obra, el corral se convirtió en moderno coliseo de estilo francés. En 1802 sufrió un incendio que acabó con él. Las obras que se llevaron a cabo en estos teatros los convirtieron en coliseos, ya que se acabó con la estructura del corral, a pesar de que las costumbres, de actores y público, seguían siendo las mismas que en el espacio del corral. Todas estas mejoras propiciadas por el conde de Aranda, no dieron los resultados previstos, y así, tras su paso por el Consejo, el interés por mantener unos teatros dignos disminuyó, hasta la llegada del corregidor Armona que hasta 1792 trabajó en pro del arte escénico. Sin embargo, las críticas al estado de los teatros se daban por entonces. Así autores ilustrados como Jovellanos en su Memoria o Moratín en su informe dirigido a Juan Mora les, nuevo corregidor, y escritores considerados contrarios al clasicismo, como Co mella desde su Diario de las Musas, protestan en los noventa por la situación en que se encuentran los locales. Si las críticas de los primeros se cen tran sobre todo en aspectos de limpieza, decoro, representación de la dignidad na cional y hacen observaciones generales sobre la declamación, Comella se ocupa de los aspectos técnicos de la puesta en escena. 5.1.5 El público, entradas, distribución social Aunque se mejoró lo externo, las reformas no alcanzaron a la interpretación, ni a la actitud de los públicos. El público continuaba con sus costumbres y actitudes, ordenado de modo similar como lo estaba en la época de los corrales: frente al escenario, bancos, luneta y patio con los mosqueteros de pie; al fondo del teatro, la cazuela, palco ancho donde se colocaban las mujeres. A derecha e izquierda, las gradas, que tenían una fila de asientos corridos o barandilla y en la parte superior lo que se llamaba corredor. Encima, tres pisos con los llamados aposentos, más caros, que solían ocupar nobles y adinerados, siendo el palco primero el del Ayuntamiento. Estos palcos recibían su nombre según el piso en el que se encontraran (desde principales los del primer piso, hasta desvanes los del último); y arriba, la tertulia, para clérigos. La luneta, formada por varias filas de asientos, estaba en la parte delantera del patio. La entrada se pagaba en dos veces. La primera, en la puerta, para las localidades baratas del patio. Las otras localidades, desde los bancos de patio en adelante, se adquirían pagando un suplemento en una «mesa» posterior. Los palcos, aposentos y balcones podían alquilarse por temporadas. El teatro cobraba precios distintos según la pieza: «comedia de teatro» o «comedia sencilla». El precio de las entradas era elevado lo que lleva a algunos expertos a plantearse lo difícil que sería el acceso del público poco pudiente. Pero, por otro lado, son muchas las noticias que hablan, a menudo desde la crítica, de la considerable presencia en los teatros de lo que unas veces se llama vulgo, otras público, otras apasionados, etc. Que Jovellanos propusiera en su Memoria la subida de los precios para evitar la entrada de esta clase de público lo atestigua así, lo mismo que muchos otros ejemplos. La actitud de todo el público, a pesar de la guardia que custodiaba el orden en el teatro, era participativa respecto de lo que veía y manifestaba su opinión sin complejos o «participaba» en la representación declamando, pidiendo que se repitiera algún pasaje, etc. Esto molestaba a quienes entendían el teatro como una obra de arte, y un instrumento educativo, y que buscaban conseguir el efecto de la «ilusión escénica». El que gran parte del público estuviera de pie contribuía al alboroto, así Jovellanos sugirió sentar al público como medida para mejorar el espectáculo, que se completaba con el encarecimiento de las entradas. Esta idea se repitió hasta que la Junta de Reforma de Teatros, a finales de siglo, procedió a la subida de precios. La medida, lo mismo que muchos sainetes, pone de relieve que, a pesar de las dificultades económicas, los plebeyos y menestrales asistían al teatro, situación con la que se quería acabar. Por lo que se refiere a sentar al público, hay que recordar que sólo lo consiguió Isidoro Máiquez, que numeró los asientos, prohibió vender comida y bebida y fue capaz de introducir otras mejoras en la escena. La Ilustración se caracterizó por querer integrar a la población en los procesos de civilización que llevaban a la modernidad. Como parte de estos procesos, muchas conductas, hasta entonces naturales y normales, empezaron a criticarse y a verse como propias de mala educación. Todo esto llegó al teatro, como el sainete de Ramón de la Cruz La civilización, Esta perspectiva chocaba con la consideración en que las autoridades tenían al teatro: medio de reforma y educación. La reforma de la literatura y de los escritores acabó alcanzando a los actores. Para que el teatro fuese esa escuela de moral que se pretendía había que cambiar los textos y, por consiguiente, había que lograr que los autores abandonaran su antigua estética. Por su parte, era necesario que los que iban a representar esos nuevos textos adoptaran maneras más acordes con los nuevos tiempos. Esa reivindicación que suele verse como exclusiva de una minoría ilustrada, se dio también desde la órbita del teatro. El actor García Parra reivindicaba lo honroso de su profesión. Así, desde la misma gente del teatro, tanto como desde el gobierno, se pusieron en marcha distintas iniciativas para mejorar la situación de los representantes. Conviene recordar que esta actitud contraria a la profesión cómica no era exclusiva de España. Al actor se le aplaudía en el coliseo pero era un apestado en sociedad. Legalmente, los cómicos sólo consiguieron estatuto de igualdad cuando las Cortes de 1812 los equipararon a los demás ciudadanos, pero ni aun así lograron consideración social. Baste recordar que sólo cuando en 1830 se creó el Conservatorio de Música y Declamación de María Cristina, se les concedió el tratamiento de «don». 5.2.2. La formación de los cómicos y la interpretación Los actores aprendían su oficio de forma práctica, viendo sobre el escenario a aquellos que representaban. Hasta la segunda mitad del siglo no se comenzó a hablar de escuelas de interpretación. Dado que se trabajó en espacios abiertos, al aire libre, en lugares donde no había iluminación y donde no había silencio, al comediante no le quedó más remedio que realizar su trabajo de un modo exagerado: hablando alto, independientemente del contenido emocional del pasaje, y gesticulando para ser visto y para hacerse notar entre sus compañeros, pues estos no abandonaran el escenario. Los cómicos se especializaban en determinados papeles, y así unos eran galanes, otras damas, otros vejetes, otros graciosos, según la tradición de la comedia del Siglo de Oro. Este hecho daba pie a que el actor pudiera interpretar sin apenas conocer su texto, además tenía la ayuda del apuntador. Pero la preocupación por mejorar la profesión nació casi con los orígenes del teatro. Son muchos los testimonios; centrándonos en España, desde la Edad Media, pero sobre todo desde el Siglo de Oro, se reflexiona sobre las condiciones que debe reunir un actor, insistiendo en su buena memoria, en su vistoso aspecto físico, en su desenvoltura y buen recitar, así como en la naturalidad de la representación. El debate en el siglo XVIII se va a enriquecer con nuevos elementos, porque el cómico deberá saber leer y escribir, como recuerda Ramón de la Cruz en La cómica inocente, de 1780, pero también saber conmover al espectador y habrá de poseer otros conocimientos complementarios. Todos los que proponen planes de reforma —Jovellanos, Nifo, Moratín, Diez González, Urquijo— hablan de que los cómicos han de aprender historia, geografía, lengua, dicción, declamación, esgrima, canto, baile. Todos estos requisitos llevaban aparejada la conciencia de la dignidad y utilidad del actor y la responsabilidad que tenía ante la sociedad, a la que se quería educar. La reforma de la profesión cómica iba en paralelo con el proceso de civilización de la sociedad, sin embargo apenas se contó con los que iban a ser reformados, y esto fue una de las causas del fracaso de las reformas, a menudo propuestas por personas que sólo conocían el teatro desde fuera o que valoraban más al autor que al actor. La idea de la reforma se canalizó a menudo desde el establecimiento de escuelas dramáticas, como la del conde de Aranda, que dirigió Louis Reynaud y más tarde Clavijo. Tanto Aranda como Olavide intentaron dar un giro a la organización teatral española mediante el cambio de repertorio, y mediante la transformación del modelo interpretativo, que debía ser el francés. Aunque no lo consiguieron, sembraron algunas simientes que fructificaron más adelante. En este panorama de propuesta de reformas y escuelas, Jovellanos presenta algunas peculiaridades. Él era partidario de abrir escuelas en los teatros particulares. Por otro lado, reconociendo la necesidad de reformar el gremio, considera que muchos desempeñan su trabajo mejor de lo que cabía esperar, a la vista de las condiciones en que lo realizan. Matiza que, por lo general, hacen bien los «caracteres bajos» que están cercanos a su condición, mientras que no sucede lo mismo con los altos y pide premios y ayudas para aquellos cómicos que desempeñen cabalmente su trabajo, además de ocupaciones dignas para los que deban jubilarse y hubieran trabajado con corrección sus papeles. En definitiva, medidas tendentes a dignificar la profesión de actor. Los actores, por lo general, desdeñaron los proyectos de escuela y repitieron que el suyo es un «ejercicio» que se aprende con la práctica. Será en 1831 cuando se inaugure la Escuela de Declamación en el Conservatorio de María Cristina, creado el año anterior, y por él pasarán como maestros muchos de los más famosos actores; pero hasta ese momento los cómicos no contarán con un centro en el que aprender su arte. Durante las representaciones, los cómicos estaban sobre el escenario, les correspondiera o no intervenir en la escena. Por otra parte, puesto que apenas se ensayaba y no había un director, no había tampoco ajuste en el tono de las voces, ni éstas se acordaban a los papeles ni emociones que habían de transmitir. Estos defectos eran destacados por los críticos en sus reseñas, mientras que a la mayoría del público era lo que le gustaba. Pero las críticas iban en demanda de una interpretación natural, y como se indicó más arriba, también desde los actores se pedía la reforma y hubo un grupo de cómicos que a pesar de las críticas interpretaron de un modo natural. La naturalidad en la interpretación se vio en el siglo XVIII como influjo «galo- clásico», sin embargo, era una reivindicación de parte de los actores españoles desde los tiempos de Lope de Rueda. Al llegar al XVIII se complica con otros elementos y se le añade un componente emocional y sentímental propio de la época y de parte de la producción literaria de entonces. Uno de los que insistió en esta línea fue Francisco Mariano Nifo De esta manera resulta normal que los cómicos recurrieran a la improvisación, a las «morcillas» que introducían para suplir las lagunas de memoria, y al apuntador, así los públicos oían dos veces la obra, una en boca de los actores y otra en la del apuntador. Éste se convierte, desde su posición y dada su presencia constante, en una especie de maestro de ceremonias. Si consideramos que era él quien ensayaba con los actores, no parece muy descabellado suponer que, quizá, también pudiera te ner «voz y voto», junto con el primer galán, a la hora de disponer sobre el escena rio a los actores. De alguna manera, desde su posición, podía contribuir a establecer algo parecido a esa unidad de tono, que raramente se lograba y anhelaban mu chos. Pocos fueron los que se pararon a reflexionar por escrito sobre la puesta en escena; uno de ellos fue, en 1768, el dramaturgo Antonio Rezano Imperial, autor de un Desengaño de los engaños en que viven los que ven y ejecutan las comedias. Tratado sobre la cómica, parte principal en la representación. 5.3. La escenografía: tramoyas, iluminación, música, etc. Farinelli dejó algunas noticias sobre el caudal de tramoyas y pinturas que se empleaban en la realización de las óperas en el Buen Retiro, y también proporcionó datos sobre los músicos, comparsas y demás elementos necesarios para la representación. El tramoyista se ocupaba además de cuidar del coliseo y era el encargado de comprar todo lo necesario para poner en pie las decoraciones. Por la descripción, parece que las ocupaciones del tramoyista estaban cercanas a las de un guarda o administrador, más que a la actuación artística propiamente dicha. Por lo que respecta a los pintores que trabajaban en los teatros de los reales sitios, de su cuidado era hacer los diseños de las mutaciones de las óperas, lo que acordaban con el tramoyista y con Farinelli, la iluminación de las mutaciones y todo lo que tenía que ver con bastidores y telones. Junto a éstos estaban dos sastres, que tenían un grupo de ayudantes y mante nían el vestuario que había en el teatro, además era responsabilidad suya vestir a los cantantes y que cada virtuoso y comparsa se presentara con la propiedad nece saria. Los teatros de los reales sitios, en especial los del Buen Retiro y Aranjuez, te nían un grupo de doscientas personas para hacer de extras o comparsas. El encargado o sobrestante reunía los necesarios, siempre bajo la indicación de Farinelli, y se ocupaba de prepararlos para su papel. Cuando Farinelli dejó el cargo y Carlos III ocupó a Aranda en la gestión de los teatros, cambiaron tanto las obras como el tipo de montajes, prefiriendo trabajos de menor envergadura. En los teatros públicos el panorama era diferente. Pero las mejoras en los escenarios permitieron pasar de los telones a las perspectivas escénicas, lo que sólo se logró tras cerrarlos. Esto implicó también cambios en la iluminación. En 1777 José Antonio Armona dotó a las compañías de un «Reglamento sobre las obligaciones del autor y del guardarropa», en el que destinaba a las dos compañías de Madrid unas cantidades para mejorar las condiciones de representación. Con las cantidades que recibiría el primero, había de «servir todo lo necesario» para el teatro. Por lo que respecta al guardarropa, su obligación era «el alumbrado de la punta del tablado» y trasladar de la casa del autor al teatro lo que se requiriera para la representación. Estos cambios cayeron pronto en desuso y así es posible volver a encontrar protestas ya desde la década de los ochenta por las malas maneras en los montajes. No obstante también encontramos noticias que ensalzan los avances en la pintura de telones, en el logro de los efectos de la perspectiva y señalan como positivo el uso de la maquinaria al servicio de los efectos de verosimilitud sobre las tablas. Lo cierto es que se habían dado pasos para dignificar los locales y para mejorar la representación. Cada vez más la verosimilitud, la ilusión escénica, la satisfacción por una declamación correcta dependía del interés personal de los que participaban en el montaje, puesto que había más medios para su realización. Por un lado, a finales de siglo, las corrientes literarias y filosóficas predisponían hacia un gusto más sentimental, de manera que el cómico había de interpretar de una manera interiorizada; por otro, se procuraba una literatura de lo que sucedía alrededor, de costumbres, lo que requería del cómico una declamación natural. Al mismo tiempo, se continuaban representando piezas del teatro clásico español y espectaculares, lo que exigía un modo interpretativo más exagerado. Junto a esto, según el tipo de obra a la que se enfrentara la compañía, había que proponer una escenografía u otra, pero siempre lo más proporcionada a la acción, tanto en los vestidos como en las decoraciones y música. Las referencias a la deficiente decoración y a la inadecuada vestimenta son continuas, pero sobre la iluminación y la música se tienen menos testimonios y suelen ser más generales. Puesto que una parte de lo que se representaba era muy visual, se hacía necesario insistir en los efectos de luz, trabajando con «luz artificial». Esta parte era muy importante, como demuestran los gastos de cera y sebo. No sólo había que iluminar el teatro en las partes del público, sino también sobre la escena. Mientras no se techaron los corrales, apenas había efectos lumínicos en el escenario, pues la luz del sol lo evitaba. Fue al cerrarse los teatros cuando se pudo producir efectos de iluminación. Los testimonios sobre música suelen referirse a la que se empleaba en las tonadillas, melólogos y sainetes y al descaro de las cantantes. La música era un elemento muy atractivo para el público, como ya recordara Lope de Vega en su Arte nuevo, y los cómicos le daban gran importancia, hasta el punto de que había en las compañías actrices especializadas en canto, que no actuaban. La composición en forma de «cuatro» era muy frecuente —cuatro personajes que cantaban— y se empleaba a menudo como elemento de transición o para pasar de una mutación a otra. A menudo se empleaba música para disimular el ruido de las máquinas durante las mutaciones, pero más frecuente era que hubiera pasajes musicales en diferentes momentos de las piezas; no era sólo un adorno, pues se insertaba en la acción.
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