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El feminismo
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124 AMELIA VALCÁRCEL
hasta que a su vez no se produjo el adecuado contexto de ideas. Hace
falta haber llegado al siglo XVII y que se esté presentando en el panora-
ma una noción como la nueva de individuo que se plantea en la filosofía
política barroca: el individuo que es abstracto y carece de cualquier de-
terminación. Sólo entonces cabe decir que tales individuos abstractos
deben de existir en la legislación, también encarnados en las prácticas
morales, en los cuerpos civiles, en las costumbres... Esto es el funda-
mento de la democracia y el feminismo, el individuo abstracto de la
filosofía política liberal. Ese individuo que es esencialmente libre y que,
por serlo, es igual a todos los demás individuos.
El feminismo como tal es uno de los pilares más fuertes de una
democracia, y una democracia cuando funciona es feminista, y cuando
no lo es, se le puede reprochar: no puede mantenerse sorda ante la acu-
sación de que está ejerciendo una discriminación deliberada sobre tal
punto o en tal parte, Sin embargo, si un pensamiento o movimiento se
opone a una de las dominaciones menos puesta en cuestión y más
ancestrales, es fácil suponer que no va a ser recibido con albricias y
aplausos. La filosofía política del primer liberalismo lockeano convivía
con la esclavitud, con tensiones, naturalmente, pero con ajustes tam-
bién: los individuos libres e iguales, más o menos, son...los amos. Para
los demás la teoría no es conveniente, Del mismo modo, la individuali-
dad, la libertad y la igualdad no rezan para las mujeres, ni siquiera para
las afortunadas madres, hijas y esposas de los privilegiados.
Ningún sistema de dominación disfruta con ser puesto en trance de
abrogarse, ni los que lo mantienen se alegran de que por fin se ilegalice.
Los amos de una situación, y a veces también los que la padecen, no
suelen congratularse de que se la ponga en peligro. No sucede que ante
la luz de la clara razón exclamen: «¡Que gozo sentimos al ver que no nos
creéis ni superiores, ni excelentes, ni sabios, ni siquiera maravillosos...
gozo sólo paralelo a que nos pongais ante el reto de creer que no hemos
tenido razón en manteneros siempre en una posición inferior y humilla-
da!». Y tampoco ocurre que, encantados de saberlo, cambien magnánima-
mente de usos. Quien parece poner en peligro un orden no obtiene de
ello palmas y alfombras rojas. Demócratas y feministas tuvieron eríti-
cos y enemigos virulentos. Pero el feminismo, dado que ponía en cues-
tión algo considerado privado, la sumisión sexual y doméstica, fue ata-
cado por los moralistas e ignorado, aparentemente, por la política. Ob-
vio es decir que no todos los demócratas eran feministas, aunque sí to-
das y todos los feministas eran demócratas. El feminismo, que es un hijo
no querido del racionalismo y la Ilustración, quiso siempre convertir en
público, en objeto de leyes y acuerdos, lo que sus enemigos querían a
El feminismo 127
mano, asistimos a la emergencia de un nuevo discurso, un nuevo para-
digma. La antropología como un saber de la diferencia se inicia en el
XIX y a finales del mismo siglo encontramos antropólogos de primera
magnitud, de los cuales casi ninguno de ellos desdeña estudiar, (justa-
mente más bien les divierte por si existe un diferencial notable), la dife-
rencia de reparto de tareas y funciones entre varones y mujeres en las
diversas culturas que son objeto de estudio. La diferencia en el reparto
del espacio, la diferencia en los usos del tiempo, la diferencia en el len-
guaje, la diferencia de jerarquía atribuida a las producciones según quien
las haga, etc... Todo ello se convierte en parte del estudio normal de la
antropología. Cuando Margaret Mead estudia en qué consiste ser ado-
lescente en Samoa nos cuenta también esto. Conocer esas diferencias es
parte del punto de vista normalizado de la antropología cultural,
¿Dónde está eso que se denomina «género» y que sea distinto de
este estudio? Todos los trabajos de antropología cuentan con ello como
una parte importante. Incluso los estudios de antropología de los setenta
y los ochenta del siglo XX, cuando afirman que «el punto de vista
antropológico» no debe ser limitado a los pueblos «así llamados primi-
tivos» y emprenden la antropología de las sociedades urbanas comple-
Jas, relatan estas diferencias y muchas más. La antropología reclama
como parte de su campo no sólo la cultura materia, los sistemas de caza,
recolección, danzas y ritos, sino el conjunto completo de la cultura, sis-
temas de parentesco, producciones, intercambios comerciales e inter-
cambios rituales, sistema de señalación en el cuerpo de la jerarquía,
marcas del cuerpo en varones y mujeres diferenciables, matrimonios,
etc... Los estudios de antropología de campo tienen siempre la preten-
sión de exhaustividad: dar el mapa completo de lo que sucede en el lugar
seleccionado. En ese sentido, si la perspectiva llamada «de género» in-
cluyera exclusivamente ver en qué relación se encuentran los sexos en
un momento dado en una cultura dada, éste sería un punto de vista más
parcial que aquél que incluyera eso y además todo lo demás. Sería «el
género» un sesgo singular, parcial, de una investigación.
Gender es un anglicismo introducido en el castellano, que la gente
se resiste a utilizar!. No hay una traducción de gender y realmente nues-
| Cristina Alberdi, por ejemplo, lo utilizó en la la expresión «violencia del gé-
nero» en El Pais y varias cartas y tribunas, incluida la del defensor del lector del diario,
lo pusieron en solfa: ¿qué es eso del género, aparte de un barbarismo?, ¿qué rayos
significa?, ¿será la violencia de los varones sobre las mujeres?, y ¿de qué género?, ¿de
género violento? Lo cierto es que el significado de gender no coincide con lo que se
quiere decir en castellano con género.
128 AMELIA VALCÁRCEL
tro término género no se corresponde con gender, sino que tiene un uso
distinto. Hay pues un debate abierto en el uso exlusivamente terminoló-
gico. Pero no se limita a él. Puede existir este debate de si el castellano
admite o no o la traslación de gender y, por mi parte, mantengo que cabe
hacerla porque ello depende mucho de otros factores extralingúísticos,
pero no es ese debate el que me resulta significativo. Voy a la cosa en sí:
¿Cuál es la diferencia entre women studies, gender studies, feminist
studies? Para no alimentar equívocos adelanto que me importa por lo
general poco saber si las romanas cosían con la mano izquierda o con la
derecha, o si una vez que realizaban las tortas frumentales las llevaban a
Vesta o si, en especiales circunstancias, las llevaban también a Venus.
Toda esta erudición, que existe, me parece encantadora, pero, por lo
común, impertinente. Sólo la tengo por digna de consideración si entre
esos datos y rasgos encuentro algo que sea determinante, alguna rela-
ción, algo que propicie un significado más general. Si un rasgo, que
parece a primera vista episódico, resultare que no es casual, porque se
corresponde con tal modo de acción y busca tal fin o interés, entonces
cambio completamente mi disposición. Y en los gender studies la mez-
cla ocurre. En ellos muchas veces también el esencialismo tiene su pla-
za. Y debo también honradamente adelantar que el discurso esencialista
me aburre soberanamente. A fin de poner el alma sobre la mesa, debo
confesar que ni siquiera estoy convencida de que exista una cosa lluma-
da el alma femenina, dotada de una tópica distinta del alma en general,
ya exista el alma general o exista solamente el alma masculina suplan-
tándola. Y menos aún creo que esa tópica se exprese de una forma tal y
tan propia que debamos participar en desentrañarla mediante análisis
especiales que sólo a ella le convienen.
El rollo discursivo esencialista ya lo escuché en mi infancia tanto
tiempo que, encontrarlo ahora vestido de otra manera, no me hace gra-
cia. Estoy desgraciadamente prisionera de la universalidad, y de mis
prisiones cortísimas no me puedo liberar. Á veces nos pasan Cosas así.
No sólo que se me explique en qué consiste la esencia femenina no me
dice absolutamente nada, sino que agravo mi culpa: entre Miguel de
Cervantes y Virginia Woolf, si tuviera que elegir, me gusta más Miguel
de Cervantes. Supongo que estoy perdida. Por tales limitaciones. todo lo
que en los gender y hasta en los women studies tenga que ver con llamar
«sesgo de género» a rasgos epocales y prácticas que la antropología
sabe estudiar mejor, o con ceñirse exclusivamente a «la conciencia fe-
menina», no me parece adecuado como objeto de estudio. Ahora bien,
pudiera ser que, porque precisamente el feminismo ha tenido fuertes
enemigos, hubiera tenido que trasvestirse y tomar otros nombres para
El feminismo 129
ser aceptado. Encuentro que bastantes investigaciones «de género» son
en realidad filosofía política, social y moral feminista. La palabra prohi-
bida u objeto de rechazo no aparece, pero sí se presenta la panoplia com-
pleta de análisis y conceptos que el feminismo ha utilizado y utiliza. En
ese caso debo entender las circunstancias de su ocultación.
Y aún existe otro caso, menos estudiado y reflexionado todavía, que
justifica ampliamente muchos de esos trabajos y hasta un cierto esencia-
lismo: a lo largo del proceso de paridad la conciencia de un «nosotras»
surge como un agregado necesario de la acción y los logros consegui-
dos. Este precipitado toma diversas formas, pero cierto esencialismo lo
acompaña siempre. Y ése también debe ser admitido y analizado. Pero,
pese a todo esto, el universalismo, mantengo, es el fundamento esencial
del feminismo.
Puede existir un universalismo excluyente. Es más, ha existido. Una
democracia que se entienda como tal, pero que excluya completamente
al sexo femenino de cualquier posición de autoridad, prestigio o poder.
¿En qué consiste la lucha del Sufragismo durante un siglo? A medida
que la democracia va dando sus primeros pasos durante el siglo XIX
demuestra que es absolutamente excluyente. ¿Cuál es el argumento
sufragista? Que no hay principio de equidad e imparcialidad, de igual-
dad modulada como universalidad, puesto que no se puede excluir a
nadie en razón de su sexo de todo aquello a lo que como ser humano
tenga derecho. Las mujeres son, somos, humanos. ¿Cuál es la respuesta
del orden excluyente? El gran conglomerado argumentativo y explicati-
vo que conocemos como misoginia romántica. ¿Quién os ha dicho a las
mujeres que sois seres humanos? No lo sois. Estáis a medio camino
entre la naturaleza y la humanidad. Sois otra cosa, inferior o superior a
lo meramente humano, pero, en todo caso, otra cosa. Que seais seres
humanos normalizables es una falsa concepción que os equivoca: varo-
nes y mujeres no son iguales, sino, por diferentes, complementarios. La
ley o la costumbre no pueden ni deben mermar esa complementariedad,
para mantener la cual es muy útil que no voteis y que os esté prohibido
el acceso a las instituciones eductaivas medias y superiores.
Estamos hablando de un orden excluyente que ha producido efec-
tos, no de una broma. Los segmentos completos de cultura y de alta
cultura, beligerantes, no son ninguna broma. ¿Cómo la palabra «femi-
nista» va a tener buen crédito? Ha sido denostada tanto por el tradicio-
nalismo como por la democracia excluyente. Ya el siglo XVIII, tras la
grande y extensa polémica feminista que lo recorre, contra las diversas
vindicaciones feministas, sigue por el contrario la doctrina de Rousseau:
la democracia ha de existir, pero ha de ser democracia excluyente. El
132 AMELIA VALCÁRCEL.
Una mujer puede a todo título decir «Yo soy un hombre», con indepen-
dencia de que el uso consagre también en nuestra lengua el solapamiento
y esta afirmación resulte para algunos confusa. Con la misma propiedad
idiomática, en la propia ontología que el idioma forma, una mujer puede
dejar de afirmar de sí misma «Yo soy un hombre», pero lo es. Siempre
se puede precisar que oponer «los hombres» y «las mujeres» es un uso
impropio; es correcto «los varones» y «las mujeres», porque hombres
somos todos. Y en latín ocurre exactamente lo mismo con «homo»,
«mulier» y «vir», Sin embargo el problema no es idiomático.
Cuando Lévi-Strauss estudia a los yanomamis y escribe «aquel día
todo el pueblo se marchó por la mañana, cogieron las canoas y subieron
río arriba. Nos quedamos completamente solos con las mujeres y los
niños», nos dice en qué cree. Cree que «todo el pueblo» son los varones;
la otra mitad del pueblo, la que se había quedado, era como si no se
hubiera quedado porque no es significativa. Esto es el falso universalis-
mo, por poner un ejemplo trivial, pero de uso continuado en la lengua
corriente.
Tales frecuentes solapamientos indican que el universalismo aún
existe con sesgo de género. Eso que llamo ahora género y que, en efecto,
es un barbarismo, (que probablemente se acabará importando), es la for-
ma corriente del androcentrismo. Nuestra cultura es androcéntrica de
modo que relaciona primariamente con el varón todo lo que es propio
del común de la especie, del mismo modo que dota de exclencia a lo que
sea peculiar por viril. «Género» no en sí mismo diferente de lo que Hegel
llamó Sittlichkeir en La Fenomenología del Espíritu, sin cambiarlo en
nada pertinente. Lo que afirma Hegel es que es un acaso el nacer varón
o mujer, un acaso del orden de la naturaleza, pero que la dimorfia en la
especie humana está siempre significada: pertenecer a uno de los sexos
hace que un individuo esté bajo una normativa específica, la de uno o la
de otro, pues no hay normativa intermedia; por lo tanto el sexo es una
dimensión ética, no un hecho natural. Ejemplifica esto Hegel con un
comentario de la Antígona de Sófocles. La tragedia muestra, en su aná-
lisis, no sólo la relación entre los sexos, el género, en la Grecia clásica,
sino también los límites de la misma forma de conciencia griega. Pues
bien, otro tanto sucede con las pretensiones del concepto de género cuan-
do es manejado por la teoría feminista.
El género es un eje explicativo que no se limita a constatar las dife-
rencias que la jerarquía sexual introduce en las relaciones de sujeto a
sujeto, ni en aquellas de cada sujeto con su colectivo de referencia, sino
que se extiende también a las relaciones genéricas en ellas mismas y al
mundo que conforman. Porque una cosa es la jerarquía entre los sexos y
El feminismo 133
otra cosa es el poder. Los separamos sólo analíticamente porque en gran-
des tramos son lo mismo. En principio no hemos de suponer que la natu-
raleza del poder cambie según quien lo detente. Si la naturaleza del poder
fuera homogénea, como pensó Maquiavelo, siempre igual en todos los
tiempos, igual resultaría que el príncipe se llamara Juan que Juana. Por
esta hipótesis imaginamos que la naturaleza del poder es tal que no depen-
de de quien lo detente. Imaginemos que hay otra distinta: que la jerarquía
siempre connote masculinamente. Que las pocas Juanas habidas hayan
debido ser Juanes o tener que lamentarlo si no lo supieron hacer,
En nuestro mundo, el acceso de una cantidad significativa de muje-
res a puestos de relevancia en el poder político público ¿cambia significa-
tivamente el poder? Los feminismos dan a esta cuestión diferentes res-
puestas y, en vista de ello, yo prefiero esta otra pregunta: la presencia
significativa de mujeres en puestos de relieve ¿cambia significativamente
la jerarquía sexual? En otros términos ¿es el género un eje explicativo
que justo aparece cuando está a punto de desaparecer? Y ¿cómo lo hará,
por anulación de características o por proliferación paródica? Son cues-
tiones éstas que el feminismo postmoderno se plantea en la actualidad
para las que no hay respuestas unánimes. En todo caso pienso que, cuan-
do esa presencia femenina en el poder sea numéricamente más signifi-
cativa que ahora lo es, sin duda alguna tendrá incidencia en la compleja
y total estructura genérica; sin embargo y por el momento no es tan
significativa. Estoy convencida de que lo será en los próximos veinte
años y por una razón muy simple: el sobreexceso de cualificación feme-
nina. En la actualidad, en nuestro tipo social y político (sociedades in-
dustriales avanzadas con democracias estables y coberturas mínimas
amplias), considerada la ratio por sexos, el colectivo completo de las
mujeres menores de cincuenta años tiene mayor formación que el colec-
tivo homólogo de varones. En esas condiciones seguir manteniendo la
exclusión es complicado. Nunca imposible, sólo complicado. Y no sólo
por las organizadas presiones de las afectadas, sino porque, cualesquie-
ra que sean, se apoyan en el fundamento mismo de este orden nuestro,
de nuevo el universalismo. ¿Por qué? Porque la democracia es una
meritocracia y no se puede desfundamentar ella misma por la sistemáti-
ca práctica del desprecio de sexo. Pero una cosa es que esto sea «casi»
de sentido común y otra que nadie padezca mientras eso resuelva. La
presencia femenina en el poder es todavía muy escasa y esos ámbitos
son resistentes y hasta resistenciales. Si en este momento hay determi-
nado acceso a puestos de toma de decisión en el poder político público,
pequeño, ¿qué sucede en el poder económico? ¿yy en el saber y la autori-
dad? ¿y en la creatividad?
134 AMELIA VALCÁRCEL
Se ponen grandes esperanzas en el poder público y generalmente
con razón; el poder político en particular es, dentro de nuestros poderes,
el que está más sujeto a controles. Es, además y en general, un poder
bastante apetecido pues, aun sujeto a controles, siempre hay bastantes
descontrolados que creen que en su caso sabrán sortearlos. Es un poder
por así decir, abierto a la ambición corriente. Es legítimo y, sin embargo,
permite a algunos favorecer sus propios fines mientras lo sirven; algu-
nos, par ejemplo, llevan ideas y proyectos en la cabeza cuando acceden
al poder político, esto es, fines...; otros calculan cómo forrarse, forrarse
un poco más...: a veces incluso piensan en cómo forrarse más todavía.
Esa posibilidad de cumplir fines propios hace que sea el político un po-
der muy apetecido, en ocasiones, por algún tipo de gente, no precisa-
mente devota del bien común, ni de las normas de cortesía, Esto viene a
que si alguien tiene poder político público en un escenario en el que
todavía la depredación está bien vista, la especie femenina cae al primer
envite, aunque sea depredadora. Etología pura: el individuo peor se que-
da con el centro del aparato a la menor señal de que la veda se abre...
Sólo cuando una democracia es muy sólida, está consolidada y guarda
controles morales fuertes por parte de la sociedad civil sobre aquellos
que ejercen los cargos públicos —y esto pudiera estar conectado también
con un sistema económico menos depredador=, entonces adviene el or-
den que permite que los mansos hereden la tierra, pues la propia idea de
democracia no es otra cosa. No hay que ser pesimista irredenta para
calcular que falta todavía un buen trecho. De modo que al feminismo le
interesa promover la paridad en los poderes, comenzando por el públi-
co, para cambiar lo indeseable de la misma jerarquía sexual y, en el
camino, se tropieza con la democracia imperfecta. ¿Qué hacer?
Exigir y obtener la paridad en cualquier caso. Si bien la capacidad
de corromper que puede tener un depredador es muy grande, y pese a
que la mujer depredadora existe, la paridad mejora por lo general la
decencia de lo público. Por lo común una depredadora en política casi
siempre forma parte de una familia carismática que lleva depredando
bastante tiempo y a ella le viene por genealogía directa. Otras redes con
similares aficiones no suelen gustar de la presencia de mujeres por co-
optación.
Las finanzas no están sometidas al mismo orden de lo público. Si un
banco, por ejemplo, obtiene beneficios desmedidos, o pone a otro banco
en estado de no competir, sólo hay que lener en cuenta la legislación
económica; mientras no la contravenga, está operando con su dinero, es
completamente libre de hacerlo. Sin embargo, el Estado está operando
con el nuestro. El dinero con el que opera el Estado es público, es de