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Orientación Universidad
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Texto discursivo de letras que puede ser útil para mejorar el vocabulario, Guías, Proyectos, Investigaciones de Alfabetización Informacional

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Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones

2016/2017

Subido el 27/02/2023

ludmimariatorres
ludmimariatorres 🇦🇷

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¡Descarga Texto discursivo de letras que puede ser útil para mejorar el vocabulario y más Guías, Proyectos, Investigaciones en PDF de Alfabetización Informacional solo en Docsity! 2 ¿Q U É ES LA LITERATURA, Y QUÉ IMPORTA LO QUE SEA? ¿Qué es la literatura? Uno pensaría que esa ha de ser una cuestión central en la teoría literaria, pero en realidad no pa­ rece haber importado demasiado. ¿Por qué razón? Al parecer hay sobre todo dos razones. ¡En primer lugar, dado que la propia teoría entremezcla ideas de la filosofía, la lingüística, la historia, la teoría política y el psicoanálisis, ¿por qué habríamos de preocupamos de si los textos que leemos son literarios o no? Los estudiantes y los profesores de litera­ tura tienen hoy a su alcance una larga serie de proyectos de investigación sobre los que escribir y leer — «imágenes de la mujer a principios del siglo XX» , por poner un ejemplo— que dan cabida con igual derecho a textos tanto literarios como no literarios. Se pueden estudiar las novelas de Virginia Woolf, la narración de los casos clínicos de Freud o incluso esos dos ám­ bitos, y no parece que la distinción sea crucial para el método. No se trata de que todos los textos sean de algún modo igua­ les: algunos se consideran más ricos, más poderosos, ejem­ plares, revolucionarios o fundamentales, por las razones que sean. Pero ambas obras, las literarias y las no literarias, pue­ den estudiarse conjuntamente y con métodos parejos. Literariedad fuera de la literatura En segundo lugar, la distinción no es crucial porque diversas obras de teoría hayan descubierto lo que podríamos llamar, simplificando al máximo, la «literariedad» de numerosos fenó­ menos no literarios. .Muchos de los rasgos que con frecuen­ cia se han tenido por literarios resultan ser también fundamen­ tales en discursos y prácticas no literarios. Por ejemplo, en las discusiones recientes sobre la naturaleza de la comprensión his­ tórica, se ha tomado como modelo el análisis de la compren­ sión de una narración. Un historiador no ofrece propiamente explicaciones equiparables a las leyes científicas con valor pre- dictivo; no puede mostrar que si X se da conjuntamente con Y, entonces indefectiblemente pasará Z. Lo que hace, más bien, es mostrar cómo un hecho condujo a otro, qué produjo que estallara una guerra mundial y no por qué tenía que esta­ llar. El modelo subyacente a la explicación histórica es, por tanto, la lógica de la narración: la manera en que las narracio­ nes muestran que algo ocurre, al engranar la situación inicial, el desarrollo y el resultado de modo que adquieran sentido. El modelo de inteligibilidad histórica es, en resumen, el de la narración literaria. Los que gustamos de leer y escuchar relatos podemos determinar con facilidad si la trama tiene sentido y es coherente, o si la historia ha quedado sin final. Si tanto la narrativa histórica como la literaria se caracterizan por los mismos modelos de lo que tiene sentido y lo que es­ tructura una historia, entonces deja de parecer un problema teórico urgente la distinción entre ambas. Asimismo, la teoría ha insistido en la importancia crucial que en muchos textos no literarios —ya se trate de las narra­ ciones freudianas de casos clínicos o de obras de discusión filosófica— tienen recursos retóricos como la metáfora, que se creía definitoria de la literatura, pero solía concebirse como me­ ramente ornamental en otros tipos de discurso. Al mostrar cómo una figura retórica puede dar forma al pensamiento en discursos no literarios, los teóricos han demostrado la profun­ da literariedad de esos textos supuestamente no literarios, com­ plicando así la separación entre lo literario y lo no literario. Sin embargo, el mismo hecho de referirnos al descubri­ miento de la «literariedad» de fenómenos no literarios para describir esta situación indica que la noción de literatura con­ tinúa desempeñando un determinado papel que debemos desentrañar. ratura considerada en sus relaciones con las instituciones socia­ les. Pero incluso si nos limitamos a los dos últimos siglos, la categoría de literatura escapa a nuestra definición: ¿acaso ciertas obras que hoy consideramos literatura —poemas sin rima ni metro aparente, escritos en el lenguaje propio de la conversación ordinaria— hubieran cumplido los requisitos para que Madame de Staél los calificara de «literatura»? Y de­ beríamos dar entrada en nuestras consideraciones a las cultu­ ras no europeas, lo que complica todavía más la cuestión. Uno siente la tentación de abandonar y concluir que es literatura lo que una determinada sociedad considera literatura; un con­ junto de textos que los árbitros de esa cultura reconocen como pertenecientes a la literatura. Desde luego, una conclusión como esta es totalmente insatisfactoria. No resuelve la cuestión, sólo la desplaza; en lugar de preguntarnos qué es la literatura, debemos pregun­ tarnos ahora qué es lo que nos impulsa (a nosotros, o a los miembros de otra sociedad) a tratar algo como literatura. Sin embargo, lo mismo ocurre en otras categorías, que no se refie­ ren a propiedades específicas sino sólo a los criterios, varia­ bles, de cada grupo social. Tómese por ejemplo una pregun­ ta como «¿Qué es una mala hierba?». ¿Existe una esencia de la «malayerbidad», un algo especial, un no sé qué, que las malas hierbas comparten y que las distingue de las otras plan­ tas? Quien con su mejor voluntad se haya puesto a escardar un jardín sabe cuánto cuesta distinguir una mala hierba de las otras plantas, y se preguntará cuál es el secreto. ¿Qué puede ser? ¿Cómo se reconoce una mala hierba? Bien, el secreto es que no hay secreto. Las malas hierbas son sencillamente plan­ tas que los jardineros no quieren que crezcan en su jardín. Quien tenga curiosidad por ellas perderá el tiempo si busca la naturaleza botánica de la «malayerbidad», las característi­ cas físicas o formales que hacen que una planta sea una mala hierba. En lugar de eso hay que emprender estudios históri­ cos, sociológicos y quizá psicológicos sobre los tipos de planta que se consideran indeseables por parte de diferentes grupos en diferentes lugares. Quizá la literatura es como las malas hierbas. Pero esta respuesta no elimina la pregunta; la reformula de nuevo: ¿qué elementos de nuestra cultura entran en juego cuando trata­ mos un texto como literatura? Tratar textos como literatura Supongamos que nos encontramos con una frase como la siguiente: We dance round in a ring and suppose, But the Secret sits in the middle and knows. (Bailamos en círculo y suponemos, Pero el Secreto sabe, sentado en el centro.) Bueno, ¿de qué se trata, y cómo lo sabemos? Dependerá en gran parte de dónde encontremos este texto. Si aparece en el apartado de horóscopo de un periódico, no será más que una redacción inusualmente enigmática; pero si tiene valor de ejemplo, como en esta ocasión, podemos indagar las diversas posibilidades que nos ofrecen los usos corrientes del lengua­ je. ¿Es quizá una adivinanza, y nos toca adivinar el Secreto? O tal vez se trate de publicidad de un producto nuevo, el Secreto, pues es frecuente que la publicidad recurra a la rima — «Winston tastes good, like a cigarette should», «Recuérda­ lo: con agua sólo cueces, con Avecrem enriqueces»— y se ha ido volviendo progresivamente más enigmática, para intentar impactar a un público cada vez cansado. Aun así, esta frase parece desligada de todo contexto práctico imaginable, in­ cluida la venta de un producto. Si añadimos que el texto rima y que, tras las dos primeras palabras, sigue un esquema rít­ mico regular de alternancia de sílabas átonas y tónicas (round- in-a-ríng-and-sup-póse), surge la posibilidad de que este texto pueda ser poesía, una muestra de literatura. Algo no cuadra del todo, sin embargo; lo que origina la posibilidad de que estemos ante un texto literario es que no tiene utilidad práctica evidente, pero ¿podemos conseguir ese mismo efecto si sacamos otras frases del contexto en que se clarifica su función? Tomemos una frase de un libro de ins­ trucciones, un prospecto, un anuncio, un periódico, y escri­ bámosla aislada sobre el papel: Agítese enérgicamente y déjese reposar cinco minutos. ¿Es literatura? ¿Lo he convertido en literatura al sacarlo del contexto práctico de unas instrucciones? Tal vez sí, pero no está muy claro que lo haya logrado. Parece que nos falta algo: la frase no tiene recursos que nos permitan trabajar so­ bre ella. Para que fuera literatura necesitaríamos, acaso, in­ ventar un título cuya relación con el «verso» creara problemas y obligara a ejercitar la imaginación: «El secreto», por ejem­ plo, o «La esencia de la compasión». No obstante, sería bastante más fácil sí la frase sonara algo así como «Una nube de azúcar al alba, en la almohada», que parece tener más oportunidades de ser literatura, pues no puede ser nada más que una imagen, lo que invita a un cier­ to tipo de atención, invita a pensar. Eso sucede con los textos en los que la relación entre forma y contenido puede dar que pensar. En esta perspectiva, la frase que abre un libro de filo­ sofía como el de W. O. Quine, From a Logical Point of View, podría ser considerada un poema: Una cosa extraña sobre el problema ontológico es su sencillez. Dispuesta en la página en esas tres líneas y rodeada de intimidatorios márgenes de silencio, la frase puede despertar una forma de atención que podríamos llamar «literaria»: un interés por las palabras, por cómo se relacionan entre sí, qué implican, y especialmente un interés por saber cómo se rela­ cionan lo dicho y la manera en que se dice. Es decir, por es­ tar escrita de esa manera, la frase parece capaz de responder a la idea moderna de poema y al tipo de atención que se aso­ vención fundamental: los participantes cooperan unos con otros y, por tanto, se comprometen a intercambiarse infor­ mación relevante para la conversación. Si le pregunto a al­ guien si Manuel es un buen estudiante y me responde que «suele ser puntual», interpretaré la respuesta presuponiendo que mi interlocutor coopera conmigo y que lo que me dice es relevante; de modo que no me quejaré de que no me haya res­ pondido, sino que entenderé que la respuesta está implícita y se quiere decir que, aparte de la puntualidad, poco más se puede añadir de positivo sobre Manuel como estudiante. Mientras no se demuestre lo contrario, un hablante presupo­ ne que la persona con la que habla coopera con él. En cuanto a la narración literaria, considerémosla parte de una clase mayor de textos, los «textos expositivos narra­ tivos»; la relevancia de estos enunciados no depende de la información que aportan a su oyente o lector, sino de su «ex- plicabilidad». Tanto si explicamos una anécdota a un amigo como si escribimos una novela para la posteridad, lo que ha­ cemos es muy diferente de lo que se hace, por ejemplo, al tes­ tificar en un juicio: intentamos crear una historia que «valga la pena» para el oyente; que tenga algún tipo de finalidad o de sentido, que divierta o entretenga. Lo que distingue a los textos literarios de otros textos expositivos igualmente narra­ tivos es que han superado un proceso de selección: han sido publicados, reseñados e impresos repetidamente, de modo que un lector se acerca a ellos con la seguridad de que a otros antes que a él les ha parecido que estaban bien construidos y «valían la pena». Por tanto, en la comunicación literaria, el principio de cooperación está «hiperprotegido». Nos hare­ mos cargo de las oscuridades o irrelevancias manifiestas que encontremos, sin suponer que carecen de sentido. El lector presupone que las dificultades que le causa el lenguaje litera­ rio tienen una intención comunicativa y, en lugar de imaginar que el hablante o el escritor no está cooperando en la comu­ nicación (como podríamos pensar en otros contextos), se esforzará por interpretar esos elementos que incumplen las convenciones de la comunicación eficiente integrándolos en un objetivo comunicativo superior. La «literatura» es una eti­ queta institucionalizada que nos permite esperar razonable­ mente que el resultado de nuestra esforzada lectura «valdrá la pena»; y gran parte de las características de la literatura se deriva de la voluntad de los lectores de prestar atención y ex­ plorar las ambigüedades, en lugar de correr a preguntar «¿qué quieres decir con eso?».) La literatura, podríamos concluir, es un acto de habla o un suceso textual que suscita ciertos tipos de atención. Contrasta con otras clases de actos de habla, como es el transmitir infor­ mación, preguntar o hacer una promesa. En la mayoría de ca­ sos, lo que como lectores nos impele a tratar algo como litera­ tura es, sencillamente, que lo encontramos en un contexto que lo identifica como tal: en un libro de poemas, en un apartado de una revista o en los anaqueles de librerías y bibliotecas. Una incógnita pendiente Nos queda todavía una incógnita por resolver. ¿Hay acaso maneras especiales de manejar el lenguaje que nos indiquen que lo que leemos es literatura? ¿O, por el contrario, cuando sabemos que algo es literatura le prestamos una atención di­ ferente a la que damos a los periódicos y, en resultas, encon­ tramos significados implícitos y un manejo especial del len­ guaje? La respuesta más factible es que se dan ambos casos; a veces el objeto tiene características que lo hacen literario y otras veces es el contexto literario el que motiva la decisión. Que el lenguaje esté estructurado de forma rigurosa no es su­ ficiente para convertir un texto en literario; no hay ningún texto más estructurado que la guía de teléfonos... Y no po- "demos tampoco convertir el primer texto que se nos ocurra en literario con solo aplicarle ese calificativo; no puedo tomar mi viejo manual de química y leerlo como una novela. Por una parte, entonces, la literatura no es un mero mar­ co en el que quepa cualquier forma de lenguaje, y no todas las frases que dispongamos en un papel como si fueran un poe­ ma lograrán funcionar como literatura. A su vez, no obstante, la literatura es más que un uso particular del lenguaje, pues muchas obras no hacen ostentación de esa supuesta diferen­ cia; funcionan de un modo especial porque reciben una aten­ ción especial. Nos las vemos con una estructura complicada. Las dos perspectivas se superponen parcialmente, se entrecruzan, pero no parece que se derive una síntesis. Podemos pensar que las obras literarias son un lenguaje con rasgos y propiedades dis­ tintivas, o que son producto de convenciones y una particular manera de leer. Ninguna de las dos perspectivas acoge satis­ factoriamente a la otra, y tenemos que conformamos con saltar de una a otra. Apuntaré a continuación cinco consideraciones que la teoría ha propuesto sobre la naturaleza de la literatura: en cada una partimos de un punto de vista razonable, pero al final debemos hacer concesiones a las otras propuestas. La naturaleza de la literatura 1. La literatura trae «a primer plano» el lenguaje Se suele decir que la «literariedad» reside sobre todo en la organización del lenguaje, en una organización particular que lo distingue del lenguaje usado con otros propósitos. La lite­ ratura es un lenguaje que trae «a primer plano» el propio len­ guaje; lo rarifica, nos lo lanza a la cara diciendo «¡Mírame! ¡Soy lenguaje!», para que no olvidemos que estamos ante un lenguaje conformado de forma extraña. La poesía, de modo quizá más evidente que los otros géneros, organiza el sonido corriente del lenguaje de forma que lo percibamos. Veamos el comienzo de un soneto de Miguel Hernández: Tu corazón, una naranja helada con un dentro sin luz de dulce miera y una porosa vista de oro: un fuera venturas prometiendo a la mirada. .1 determinados aspectos de la literatura que se consideran esenciales. Leer un texto como literatura, nos dicen estas iproximaciones, es mirar ante todo la organización del len­ guaje; no es leerlo como expresión de la psique del autor o como reflejo de la sociedad que lo ha producido. 3. La literatura es ficción Una de las razones por las que el lector presta una atención diferente a la literatura es que su enunciado guarda una rela­ ción especial con el mundo; una relación que denominamos «ficcional». La obra literaria es un suceso lingüístico que pro­ yecta un mundo ficticio en el que se incluyen el emisor, los participantes en la acción, las acciones y un receptor implíci­ to (conformado a partir de las decisiones de la obra sobre qué se debe explicar y qué se supone que sabe o no sabe el re­ ceptor). Las obras literarias se refieren a personajes ficticios y no históricos (Emma Bovary, Huckleberry Finn, el capitán Alatriste), pero la ficcionalidad no se limita a los personajes y los acontecimientos. Los elementos «deícticos» del lenguaje (elementos de orientación, cuya referencia depende de la situación de enunciación), como los pronombres (yo, tú) o los adverbios de tiempo y lugar (aquí, allá, arriba, hoy, ayer, mañana), funcionan de un modo particular en las obras litera­ rias. ¡El ahora de un poema («Agora que sé d’amor me metéis monja», como dice la canción tradicional) no se refiere al ins­ tante en que se compuso el poema o se publicó por primera vez, sino al tiempo interno del poema, propio del mundo fic­ ticio de lo narrado. Y el «yo» que aparece en un poema, como el de Lorca «Y que yo me la llevé al río / creyendo que era mozuela», es también ficcional; se refiere al yo que dice el poema, que puede ser muy diferente del individuo empírico, Federico García Lorca. (Puede haber vínculos muy estrechos entre lo que le sucede al yo poético o al yo narrador y lo que le haya sucedido al escritor en un momento de su vida. Pero un poema de un escritor viejo puede presentarse en la voz de un yo poético joven y viceversa. Y, de forma más evidente en el caso de la novela, el narrador, el personaje que dice «yo» al par que cuenta la historia, puede tener experiencias y ex­ presar opiniones muy diferentes de las de sus autores.) En la ficción, la relación entre lo que dice el yo ficcional y lo que piensa el autor real es siempre materia de debate. Lo mismo sucede con la relación entre los sucesos ficticios y las circuns­ tancias del mundo. El discurso no ficcional acostumbra a in­ tegrarse en un contexto que nos aclara cómo tomarlo: un ma­ nual de instrucciones, un informe periodístico, la carta de una ONG. Sin embargo, el concepto de ficción deja abierta, ex­ plícitamente, la problemática de sobre qué trata en verdad la obra ficcional. La referencia al mundo no es tanto una pro­ piedad de los textos literarios como una función que la inter­ pretación le atribuye. Si quedo con alguien para cenar «en el Hard Rock Café, mañana, a las diez», él o ella entenderán que es una invitación concreta e identificarán la referencia espacial y temporal según el contexto de la enunciación («mañana» será por ejemplo el 14 de junio de 2003, «las diez» son las diez de la noche, hora peninsular). Pero cuando el poeta Ben Jon- son escribe un poema «Invitando a un amigo a cenar», la fic- cionalidad del poema conlleva que su relación con el mundo esté sujeta a interpretaciones: el contexto del mensaje es lite­ rario y hay que decidir si consideramos que el poema caracte­ riza sobre todo la actitud de un emisor ficcional, si bosqueja un modo de vida pretérito o si sugiere que la amistad y los pla­ ceres humildes son esenciales para la felicidad humana. ¿Cómo interpretar Hamlet? Entre otras cosas, deberemos decidir si creemos que trata, pongamos, de los problemas de los príncipes daneses o bien del dilema del hombre del Rena­ cimiento que experimenta cambios en la concepción del yo; o si quizá habla de las relaciones en general de los hombres con su madre, o tal vez afronta la cuestión de cómo una represen­ tación (incluyendo una representación literaria) afecta a la manera en que damos sentido a nuestra experiencia. Hay re­ ferencias a Dinamarca a lo largo y ancho de la obra, pero eso no significa que sea necesario leer Hamlet como una obra sobre Dinamarca; esa es una decisión interpretativa. Podemos relacionar la obra con el mundo en diferentes niveles. La fic- cionalidad de la literatura separa el lenguaje de otros contextos en los que recurrimos al lenguaje, y deja abierta a interpreta­ ción la relación de la obra con el mundo.; 4. La literatura es un objeto estético Las tres características de la literatura que hemos visto hasta aquí —los niveles suplementarios de la organización lingüís­ tica, la separación de los contextos prácticos de enunciación y la relación ficcional con el mundo— se pueden agrupar bajo el encabezamiento de «función estética del lenguaje». Esté­ tica es el nombre tradicional de la teoría del arte, que ha debatido por ejemplo si la belleza es una propiedad objetiva de las obras de arte o si se trata de una respuesta subjetiva de los espectadores, o también cómo se relaciona lo bello con lo bueno y lo verdadero. Para Immanuel Kant, el teórico principal de la estética moderna en Occidente, recibe el nombre de «estético» el in­ tento de salvar la distancia entre el mundo material y el espi­ ritual, entre el mundo de las fuerzas y las magnitudes y el mundo de los conceptos. Un objeto estético, como podría ser una pintura o una obra literaria, ilustra la posibilidad de reu­ nir lo material y lo espiritual gracias a su combinación de for­ ma sensorial (colores, sonidos) y contenido espiritual (ideas). Una obra literaria es un objeto estético porque, con las otras funciones comunicativa^ en principio puestas entre parénte­ sis o suspendidas, conduce al lector a considerar la interrela- ción de forma y contenido. Los objetos estéticos, para Kant y otros teóricos, tienen una «finalidad sin finalidad». Su construcción tiene una fi­ nalidad; se los organiza para que todas sus partes cooperen para lograr un fin. Pero esa finalidad es la propia obra de arte, el placer de la creación o el placer ocasionado por la obra, no una finalidad externa. En la práctica, esto supone que consi­ Whale for Jesús» trata en realidad de los adhesivos. La inter- textualidad y la autorreflexividad de la literatura, por tanto, no son un rasgo distintivo, sino el llevar a primer plano cier­ tos aspectos del uso del lenguaje y ciertas cuestiones sobre la representación que se pueden observar también en otros textos. ¿Propiedades o consecuencias? En los cinco casos hemos encontrado la situación que men­ cionábamos más arriba: estamos ante lo que podemos descri­ bir como propiedades de las obras literarias, ante caracterís­ ticas que las señalan como literarias, pero que podrían ser consideradas igualmente resultado de haber prestado al tex­ to determinado tipo de atención; otorgamos esta función al lenguaje cuando lo leemos como literatura. Ninguna de estas perspectivas, se diría, puede englobar al resto para convertir­ se en la perspectiva exhaustiva. ¡Los rasgos propios de la lite­ ratura no se pueden reducir ni a propiedades objetivas ni a meras consecuencias del modo en que enmarcamos el lengua­ je. Hay para ello una razón fundamental, que ya vimos en los pequeños experimentos mentales al comienzo de este capítulo: el lenguaje se resiste a los marcos que le imponemos. Es difí­ cil convertir el pareado «We dance round in a ring...» en un horóscopo de periódico, o la instrucción «Agítese enérgica­ mente» en un poema que agite nuestro ánimo. Al tratar algo como literatura, al buscar esquemas rítmicos o coherencia, el lenguaje se nos resiste; tenemos que trabajar en él, trabajar jun­ to a él. En definitiva, la «literariedad» de la literatura podría residir en la tensión que genera la interacción entre el material lingüístico y lo que el lector, convencionalmente, espera que sea la literatura: Pero lo afirmo no sin precaución, pues en las cinco aproximaciones anteriores se ha visto que todos los ras­ gos identificados como características importantes de la litera­ tura han acabado por no ser un rasgo definitorio, ya que se observa que funcionan por igual en otros usos del lenguaje. Las funciones de la literatura Al comienzo de este capítulo decíamos que la teoría literaria de los últimos veinte años no ha concentrado sus análisis en la diferencia entre las obras literarias y no literarias. Lo que han emprendido los teóricos es una reflexión sobre la litera­ tura como categoría social e ideológica, sobre las funciones políticas y sociales que se creía que realizaba ese algo llamado «literatura». En la Inglaterra del siglo XIX , la literatura surgió como una idea de extraordinaria importancia, un tipo especial de escritura encargado de diversas funciones. Se convirtió en un sujeto de instrucción en las colonias del Imperio Británi­ co, con la misión de que los nativos apreciaran la grandeza de Inglaterra y se comprometieran, como partícipes agradecidos, en una empresa civilizadora de alcance histórico. En la metró­ poli debía contrarrestar el egoísmo y el materialismo fomen­ tados por la nueva economía capitalista, ofreciendo valores alternativos a las clases medias y los aristócratas y despertan­ do el interés de los trabajadores por la cultura que, material­ mente, los relegaba a una posición subordinada. De una ta­ cada, la literatura iba a enseñar la apreciación desinteresada del arte, despertar un sentimiento de grandeza de la patria, generar compañerismo entre las clases y, en última instancia, funcionar como sustituto de la religión, que ya no parecía ca­ paz de mantener unida a la sociedad. Cualquier conjunto de textos que pueda conseguir todo eso sería, desde luego, muy especial. ¿Qué hay en la literatura para que se pudiera pensar que hacía todo eso? En ella en­ contramos algo a la vez fundamental y singular: ejemplaridad. Una obra literaria es, paradigmáticamente —tomemos Ham- let—, la historia de un personaje ficticio: se presenta, en cier­ ta medida, como ejemplar (si no fuera así, ¿por qué la leería­ mos?), pero a la vez se resiste a definir el ámbito de alcance de esa ejemplaridad; de aquí la facilidad con la que lectores y crí­ ticos hablan de la «universalidad» de la literatura. La estruc­ tura de la obra literaria es tal que resulta más sencillo tomar el texto como si nos hablara de la «condición humana» en gene­ ral que especificar qué categorías más específicas son las que describe o ilumina. ¿Hamlet trata sólo de los príncipes, de los hombres del Renacimiento, de los jóvenes introspectivos, o de las personas cuyo padre muere en circunstancias oscuras? Todas esas respuestas parecen insuficientes; resulta más senci­ llo no responder y aceptar implícitamente, con ello, una posi­ ble universalidad. En su particularidad, las novelas, los poemas y las obras de teatro declinan explorar de qué son un ejemplo, a la vez que invitan al lector a implicarse en los pensamientos y concepciones del narrador y sus personajes. Sin embargo, la combinación de una propuesta universa- lizable con el hecho de que la literatura se dirige a todos los que leen la lengua en que ha sido escrita ha desarrollado una potente función nacional. Benedict Anderson, en su libro Co­ munidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la expan­ sión del nacionalismo, una obra de historia política que ha ejercido influencia como teoría, ha defendido que las obras literarias —particularmente la novela— ayudaron a crear co­ munidades nacionales al postular una amplia comunidad de lectores y apelar a ella; esta comunidad es limitada, pero en principio abierta a todos los que pueden leer la lengua. «La ficción», escribe Anderson, «se filtra callada y continuada­ mente en la realidad, creando esa notoria confianza de la co­ munidad en el anonimato que es el hito de las naciones mo­ dernas». Presentar a los personajes, narradores, argumentos y temas de la literatura inglesa como potencialmente univer­ sales es promover una comunidad imaginaria, abierta pero limitada, a la cual se invita a que aspiren, por ejemplo, los súbditos de las colonias británicas. De hecho, cuanto más se acentúa la universalidad de la literatura, ésta puede desarro­ llar en mayor medida una función nacional: reivindicar la uni­ versalidad de la visión del mundo que nos ofrece Jane Austen convierte a Inglaterra, sin duda, en un lugar muy especial, que muestra las normas del gusto y la conducta y, ante todo, los escenarios éticos y las circunstancias sociales en los que se re­ suelven las cuestiones de moral y se forma la personalidad. ratura se ha considerado peligrosa: impulsa a cuestionar la autoridad y las convenciones sociales. Platón expulsó a los poetas de su república ideal, porque sólo podían causar daño; y las novelas han tenido la fama durante mucho tiempo de crear insatisfacción en los lectores para con la vida que han heredado y despertarles el anhelo de algo nuevo, ya sea la vida en la gran ciudad, el amor o la revolución. Al hacer posible que nos identifiquemos con gente de nuestra clase, sexo, raza, nación o edad, los libros promueven un compañerismo que disuade de la lucha; pero también pueden transmitir con vi­ vacidad una sensación de injusticia que posibilite el progreso social. Históricamente, se ha atribuido a la literatura la capa­ cidad de producir cambios: La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, fue un best-seller en su día y ayudó a extender la repugnancia por la esclavitud que hizo posible la guerra civil americana. En el capítulo 8 volveremos sobre las cuestiones de la identificación y sus efectos: ¿qué papel desempeña la identi­ ficación del lector con los personajes o narradores? De mo­ mento, notemos sobre todo la complejidad y diversidad de la literatura en cuanto institución y práctica social. Después de todo, estamos ante una institución que se funda en la posi­ bilidad de decir todo lo imaginable. Esto es esencial en li­ teratura: frente a cualquier ortodoxia, cualquier creencia o cualquier valor, la literatura puede imaginar una ficción di­ ferente y monstruosa, burlarse, parodiar. Desde las novelas del Marqués de Sade, que pretendían averiguar qué ocurri­ ría en un mundo en el que las acciones correspondieran a una naturaleza entendida como apetencia inmoderada, hasta Los versos satánicos de Salman Rushdie, que ha causado tan­ to escándalo por su uso de nombres y motivos sagrados en un contexto de sátira y parodia, la literatura ha sido siempre la posibilidad de exceder ficcionalmente lo que se ha escrito o pensado con anterioridad. Cualquier idea que tenga senti­ do, la literatura puede convertirla en sinsentido, dejarla atrás, transformarla de modo que cuestione su legitimidad y ade­ cuación. La literatura ha sido la actividad de una elite cultural y lo que se ha denominado en ocasiones «capital cultural»: apren­ der literatura es una inversión en cultura que se rentabilizará de diversas maneras, por ejemplo ayudándonos a integrarnos entre personas de un estatus social más elevado. Pero la lite­ ratura no puede reducirse a esta función social conservado­ ra: provee escasamente de «valores familiares», pero muestra la seducción de toda clase de crímenes, como la revuelta de Satán contra Dios en El Paraíso perdido de Milton o el asesi­ nato de una vieja por Raskólnikov en Crimen y castigo de Dostoiesvki. Nos impele a resistirnos a los valores capitalis­ tas, a los aspectos prácticos de ganar y gastar. La literatura es tanto el ruido como la información de la cultura. Es una fuer­ za de entropía a la vez que capital cultural. Es escritura, exi­ ge una lectura y compromete al lector en los problemas del significado. La paradoja de la literatura La literatura es una institución paradójica, porque crear lite­ ratura es escribir según fórmulas existentes (crear algo que tiene el aspecto de un soneto o que sigue las convenciones de la novela), pero es también contravenir esas convenciones, ir más allá de ellas. La literatura es una institución que vive con la evidenciación y la crítica de sus propios límites, con la ex­ perimentación de qué sucederá si uno escribe de otra mane­ ra. Por tanto literatura es a la vez sinónimo de lo plenamente convencional —el corazón disputa con la razón, una doncella es hermosa y un caballero es valiente— y de lo rupturista, en que el lector debe esforzarse por crear cualquier mínimo sen­ tido, como en Finnegans Wake de Joyce o en este fragmento del «Galimatazo» de Lewis CarroD: Brillaba, brumeando negro, el sol; agiliscosos giroscaban los limazones banerrando por las váparas lejanas; mimosos se fruncían los borogobios mientras el momio rantas murgiflaba...'1 La pregunta de qué es literatura no surge, según sugerí más arriba, porque se tema confundir una novela con un es­ tudio histórico o el horóscopo semanal con un poema. Ocu­ rre más bien que los críticos y teóricos tienen la esperanza de que, al definir de una manera concreta la literatura, adquie­ ran valor los métodos críticos que ellos consideran más perti­ nentes y lo pierdan los que no tienen en cuenta esos rasgos su­ puestamente fundamentales y distintivos de la literatura. En el contexto de la teoría reciente, esta pregunta tiene impor­ tancia porque ha desvelado la literariedad de toda clase de textos. Pensar la literariedad, entonces, es mantener ante no­ sotros, como recursos para el análisis de esos discursos, ciertas prácticas que la literatura suscita: la suspensión de la exigen­ cia de inteligibilidad inmediata, la reflexión sobre qué impli­ can nuestros medios de expresión y la atención a cómo se producen el significado y el placer. 4. Es el famoso «Jabberwocky» de Alicia a través del espejo (en tra­ ducción de Jaime Ojeda, Alianza, Madrid, 1973, p. 46). El original inglés empieza: « ’Twas brillig, and the slithy toves / Did gyre and gimble in the wabe: / AJI mimsy were the borogoves, / And the mome raths outgrabe...». (N. del t.)
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