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Orientación Universidad
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Texto filosófico Rawls, Resúmenes de Filosofía

Texto sobre la teoria del levantamiento del velo de Rawls

Tipo: Resúmenes

2022/2023

Subido el 06/11/2023

Barbara0312
Barbara0312 🇪🇸

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¡Descarga Texto filosófico Rawls y más Resúmenes en PDF de Filosofía solo en Docsity! John Rarh, Peor de la Jura ” VI. EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN EN LOS dos capítulos precedentes he considerado los principios de justicia para las instituciones. Ahora deseo considerar los principios de deber y de obligación natural que se aplican a los individuos. En las dos primeras sec- ciones se examinan las razones por las que habrían de ser elegidos estos principios en la posición original, y el papel que desempeñan en la consecu- ción de una cooperación social estable. Incluyo también una breve conside- ración acerca de las promesas y el principio de fidelidad. Sin embargo, en su mayor parte, estudiaré las implicaciones de estos principios sobre la teoría del deber y la obligación política en un marco constitucional. Éste parece el mejor modo de explicar su sentido y su contenido en la búsqueda de una teoría de la justicia. En concreto, se hace un examen del problema de la des- obediencia civil, conectado con el problema de la regla de la mayoría, y los motivos de la obediencia a leyes injustas. Se contrasta la desobediencia civil con otras formas de incumplimiento, tales como la objeción de conciencia, a fin de destacar su papel especial en la estabilización de un régimen demo- crático casi justo. 51. ARGUMENTOS PARA LOS PRINCIPIOS DEL DEBER NATURAL En un capítulo anterior ($$ 18-19) he descrito brevemente los principios del deber y la obligación natural que se aplican a las personas. Hemos de con- siderar ahora por qué habrían de ser elegidos estos principios en la posición original. Son parte esencial de una concepción del derecho: definen nues- tros lazos institucionales y cómo se produce nuestra dependencia de los demás. La concepción de la justicia como imparcialidad estará incompleta hasta que se hayan explicado estos principios. Desde el punto de vista de la teoría de la justicia, el deber natural más im- portante es el de apoyar y fomentar las instituciones justas. Este deber tiene dos partes: en primer lugar, hemos de obedecer y cumplir nuestro cometido en las instituciones justas cuando éstas existan y se nos apliquen; y en segun- do lugar, hemos de facilitar el establecimiento de acuerdos justos cuando éstos no existan, al menos cuando pueda hacerse con poco sacrificio de nues- tra parte. De ello se sigue que, si la estructura básica de la sociedad es justa, o todo lo justa que es razonable esperar dadas las circunstancias, todos tienen un deber natural de hacer lo que se les exige. Todos están obligados, inde- 306 308 INSTITUCIONES más probablemente maximice el balance neto (o el promedio) de satisfacción. La elección del principio de utilidad como norma para las personas nos lle- va a direcciones contrarias. Para evitar este conflicto, es necesario, al menos cuando la persona ocupa una posición institucional, elegir un principio que concuerde de modo apropiado con los dos principios de justicia, Sólo en si- tuaciones no institucionales es compatible el punto de vista utilitario con los acuerdos que ya han sido tomados. Aunque el principio de utilidad pue- de ocupar un lugar en ciertos contextos debidamente circunscritos, se recha- za como descripción general del deber y la obligación. Lo más sencillo, por tanto, es usar los dos principios de la justicia como parte de la concepción del derecho para las personas. Podemos definir el de- ber natural de la justicia como el que apoya y promueve los acuerdos que satisfacen estos principios; de este modo, obtenemos un principio que con- cuerda con los criterios para las instituciones. Pero todavía existe el proble- ma de si las partes en la posición original no actuarían mejor si hiciesen que la exigencia de obedecer instituciones injustas estuviese condicionada a cier- tos actos voluntarios, como el haber aceptado los beneficios de estos acuerdos, o haber prometido, o haberse comprometido a atenerse a ellos. A primera vis- ta, un principio con una condición de esta índole, parece más concorde con la idea contractual con su énfasis en el libre consentimiento y la protección de la libertad. Pero, de hecho, no se gana nada con esta condición. En vista del orden lexicográfico de los dos principios, el cumplimiento exhaustivo de las libertades iguales ya está garantizado. No es necesario exponer con más pro- fundidad el, argumento sobre esta idea. Además, las partes tienen todas las razones para asegurar la estabilidad de las instituciones justas, y el modo más fácil y más directo de hacerlo es aceptar la exigencia de apoyarlas y obe- decerlas, cualesquiera que sean nuestros actos voluntarios. Estas observaciones pueden reforzarse recordando el anterior análisis de los bienes públicos ($ 42). Hemos apuntado que en una sociedad bien orde- nada el conocimiento público de que los ciudadanos tienen un efectivo senti- do de la justicia es una gran fuerza social, que tiende a estabilizar los acuerdos justos. Aun cuando se resuelva el problema del aislamiento, y ya existan esquemas justos en gran escala para producir bienes públicos, hay dos clases de tendencias que conducen a la inestabilidad. Desde el punto de vista del propio interés, cada persona se ve tentada a eludir su parte. En todo caso se beneficia del bien público, y aun cuando el valor social marginal de su tribu- tación es mayor que el del dinero marginal gastado en sí mismo, sólo una pequeña fracción del mismo redunda en su beneficio. Estas tendencias derivadas del propio interés conducen a la inestabilidad de la primera clase. Pero como aun cuando con un sentido de la justicia se predica en cumpli- miento de los hombres con una aventura cooperativa, con base en la creencia de que los demás cumplirán consu parte, los ciudadanos pueden ser tenta- EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 309 dos a no contribuir cuando creen, o sospechan con razón, que otros también lo evitan. Estas tendencias, derivadas de las sospechas respecto a la honradez de los demás, conducen a la inestabilidad de la segunda clase. Esta inestabi- lidad es particularmente fuerte cuando es peligroso adherirse a las normas cuando los demás no lo hacen así. Es esta dificultad la que vicia los tratados de desarme; dadas unas circunstancias de mutuo recelo, incluso los hom- bres justos son condenados a una situación de hostilidad permanente. Como hemos visto, el problema de la seguridad es mantener la estabilidad supri- miendo las tentaciones de la primera clase, y como esto se hace por medio de instituciones públicas, desaparecen también las de la segunda clase, al menos en una sociedad bien ordenada, El sentido de estas observaciones es que fundamentar nuestros nexos po- líticos en un principio de obligación complicaría el problema de la seguri- dad. Los ciudadanos no estarían atados ni siquiera a una constitución, aunque fuese justa, a menos que hubiesen aceptado e intentasen continuar aceptan- do sus beneficios. Además, esta aceptación debe ser, de algún modo, volunta- ría. Pero, ¿qué quiere decir esto? Es difícil encontrar una justificación plau- sible en el caso del sistema político en el que nacemos y comenzamos muestras vidas? Pero, aun si pudiera ofrecerse tal justificación, los ciudadanos se preguntarían unos a otros si realmente estaban obligados, o lo creían así. La pública convicción de que todos están sujetos a acuerdos justos sería menos firme, y se haría necesaria una mayor confianza en los poderes coercitivos del soberano para alcanzar la estabilidad. Pero no hay razón alguna para correr estos riesgos. Por tanto, las partes en la posición original actúan me- jor cuando reconocen el deber natural de la. justicia. Dado el valor de un sentido de la justicia público y efectivo, es importante que el principio que define los derechos de las personas sea sencillo y claro y asegure la estabi- lidad de Jos acuerdos justos. Supongo, por tanto, que se convendría en el deber natural de la justicia en lugar del principio de la utilidad, y que desde el punto de vista de la teoría de la justicia, es la exigencia fundamental para las personas. Los principios de obligación, aunque compatibles con esta teoría, no son alternativas posibles, sino que desempeñan un papel comple- mentario. . Hay, por supuesto, otros deberes naturales. Algunos los he mencionado antes ($ 19). En vez de considerarlos todos, sería más instructivo examinar unos cuantos casos, comenzando con el deber de mutuo respeto, al que no mé he referido aún. Éste es el deber de mostrar a una persona el respeto que se le debe en cuanto ser moral, es decir, en cuanto a que tiene un sentido de la 2 No acepto la totalidad de la argumentación de Hume en "Of the Original Contract", pero creo que es váfida su aplicación, en líneas generales, a los deberes políticos de los ciudadanos. Véase Essays: Moral, Political, and Literary, ed. T. H. Creen y T. H. Grose (Londres, 1875), vol. i, pp. 450-432, 310 INSTITUCIONES justicia y una concepción del bien (tal vez en algunos casos estos rasgos estén solamente en potencia; véase $ 77), pero dejaré por el momento este problema. El mutuo respeto se muestra de diferentes maneras: mediante nuestra voluntad de contemplar la situación de los demás desde su punto de vista, desde la perspectiva de su concepción del bien, y en nuestra disposi- ción a exponer la razón de nuestras acciones cuando éstas afectan los intere- ses de los demás.* : Estas dos maneras corresponden a los dos aspectos de la personalidad moral. Cuando se hace necesario exponer nuestras razones a quienes corres- ponda, han de ofrecerse de buena fe, en la creencia de que son razones sóli- das, definidas por una concepción de la justicia mutuamente aceptable, que toma en consideración el bien de todos. Así, respetar a otro como persona moral es tratar de comprender sus aspiraciones e intereses desde su punto de vista y exponerle las consideraciones que lo capacitan a aceptar los límites puestos a su conducta. Ya que otros desean, supongámoslo asi, regular sus acciones sobre la base de principios que todos aceptarían, esta persona debe estar informada de los fundamentos de estos límites. El respeto se demues- tra también mediante la anuencia a hacer pequeños favores y actos de cor- tesía, no porque tengan algún valor material, sino porque son expresión apropiada de nuestra conciencia de los sentimientos y aspiraciones de los demás. La razón por la que ha de reconocérse este deber es que si bien las partes en la posición original no tienen interés en los intereses de los demás, saben que en la sociedad necesitan asegurarse la estimación de sus miem- bros, Su áutorrespeto y la confianza en el valor de su propio sistema de fi- nes no pueden soportar la indiferencia, ni mucho menos el desprecio de los demás. Todos se benefician al vivir en una sociedad donde se estima el deber de mutuo respeto. El costo para el propio interés es menor, en comparación con la defensa del sentido de la propia valía. Razones similares apoyan los demás deberes naturales. Consideremos, por ejemplo, el deber de ayuda mutua. Kant sugiere, y otros también lo han hecho, que el motivo para proponer este deber es que pueden producirse situaciones en las que necesitaremos la ayuda de los demás, y el no recono- cer este principio nos privaría de su asistencia.* Aunque en situaciones espe- ciales se nos exige que hagamos cosas que no redundan en nuestro propio beneficio, probablemente saldremos ganando a la larga en circunstancias normales. En cada caso, la ventaja para la persona que necesita nuestra ayu- 3 Acerca del concepto de respeto, véase B. A. O. Williams, "The Idea of Equality," Philosophy, Politics, and Sociely, Segunda Serie, ed. Peter Laslett y W. G. Runciman (Basil Blackwell, Oxford, 1962), pp. 118 ss. * Véase The Foundations ofthe Metaphysics of Moráis, Academy Edition, vo). 4, p. 423. Un exa- men más completo se encuentra en La metafísica de la moral, pt. n (Tugendiekre), $ 30, vol. 6, pp. 451 ss. Kant advierte aquí que el deber de beneficiencia (como él lo llama) ha de ser público, es decir, una ley universal. Véase $ 23, nota 8. EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 313 les" y "teniendo en cuenta todas las circunstancias", indican hasta qué pun- to un juicio está basado en todo el sistema de principios. Un principio con- siderado aisladamente no ofrece una declaración general que siempre baste para establecer cómo debamos actuar cuando se cumplan las condiciones del antecedente. En cambio, los primeros principios singularizan los rasgos pertinentes de las situaciones morales, de modo que la ejemplificación de estos rasgos presta su apoyo, ofrece una razón, para hacer un cierto juicio ético. El juicio correcto depende de todos los rasgos pertinentes como son identificados y forjados por una concepción completa del derecho. Pretende- mos haber examinado cada uno de los aspectos del caso cuando decimos que algo es nuestro deber teniendo en cuenta todas Jas cosas, o cuando damos a entender que conocemos (o tenemos razones para creer) la respuesta a esta amplia investigación. Por contraste, al hablar de cierto requerimiento como deber, siendo otras cosas iguales (el llamado deber prima facie) indicamos que sólo hemos tenido en cuenta ciertos principios, que estamos emitiendo un juicio basándonos únicamente en una subparte del extenso esquema de razo- nes. No señalaré habitualmente la distinción entre que algo sea el deber de una persona (o la obligación) siendo iguales otras cosas, y el que sea su deber teniendo en cuenta las circunstancias. Normalmente podemos basarnos en el contexto para deducir su significado. Creo que estas observaciones expresan lo esencial de los conceptos de Ross acerca del deber prima facie. Lo importante es que condiciones como: "siendo iguales otras cosas" y "teniendo en cuenta las circunstancias” (y por supues- to prima facie), no funcionan como frases aisladas, y mucho menos como predicados de las acciones, sino que expresan una relación entre frases o pro- posiciones, una relación entre juicio y sus motivos, 0, como he dicho antes, expresan la relación entre un juicio y una parte o el todo del sistema de prin- cipios que define sus motivos. Esta interpretación tolera lo que indica la noción de Ross, ya que él la expone como medio de plantear los primeros principios de modo que permitan que las razones que definen apoyen lí- neas opuestas de acción en casos concretos, como tan a menudo lo hacen, sin meternos en una contradicción. Una doctrina tradicional, atribuida a Kant, según cree Ross, es dividir los principios que se aplican a las personas en dos grupos, los de obligación perfecta e imperfecta, y después clasificar los de la primera clase como lexicográficamente anteriores a los de la segunda clase. No sólo es falso, en general, que las obligaciones imperfectas (como, por ejemplo, la beneficencia) deben ceder siempre ante las perfectas (como, por ejemplo, la de fidelidad), pero no tenemos respuesta cuando las obligacio- S Sigo aquí a Donald Davidson, "How is Weakness of the Will Possible?", en Mora! Concepts, ed. Joel Feinberg (Oxford University Press, Londres, 1969), p. 109, Todo el análisis contenido en las pp. 105-110 es pertinente aquí. 314 INSTITUCIONES nes perfectas entran en conflicto.” Quizá la teoría de Kant permita una sali- da, pero, en cualquier caso, dejo de lado este problema. Es conveniente, por tanto, usar aquí la noción de Ross. Estas observaciones no aceptan su idea de que los primeros principios son evidentes, Esta tesis se refiere al modo en que son conocidos estos principios, y la clase de derivación que admiten. Este problema es independiente de cómo concuerdan los principios conjun- tados en un sistema de razones, y prestan su apoyo a juicios particulares del deber y la obligación. 52. ARGUMENTOS EN PRO DEL PRINCIPIO DE IMPARCIALIDAD Aunque hay varios principios de deber natural, todas las obligaciones se derivan del principio de imparcialidad' (como se establece en $ 18). Ha de recordarse que este principio sostiene que una persona está obligada a cum- plir su parte, especificada por las reglas de una institución cuando ha aceptado voluntariamente los beneficios del esquema institucional, o se ha beneficia- do de las oportunidades que ofrece para fomentar sus intereses, siempre que esta institución sea justa o imparcial, es decir, satisfaga los dos principios de justicia. Como he apuntado antes, la idea intuitiva consiste en que, cuando un grupo de personas se embarca en una aventura cooperativa mutuamente beneficiosa y así restringen voluntariamente su libertad, los que se han so- metido a estas restricciones tienen derecho a un trato similar por parte de aquellos que se han beneficiado de su sumisión.* No vamos a beneficiarnos de los esfuerzos cooperadores de los demás sin cumplir nuestra parte. No debe olvidarse que el principio de imparcialidad tiene dos partes: una de ellas expone cómo adquirimos las obligaciones, a saber, haciendo varias cosas voluntariamente, y otra que establece la condición de que la institución en cuestión ha de ser justa, si no de un modo perfecto sí todo lo justa que es razonable esperar en las circunstancias. El propósito de esta segunda cláusu- la es asegurar que las obligaciones sólo surjan si se satisfacen ciertas condi- ciones básicas. El aceptar, o consentir en instituciones claramente injustas no da lugar a obligación alguna. Es una creencia general que las promesas arrancadas son nulas ab initio, Pero, de modo similar, los acuerdos sociales in- justos son, en sí mismos, un tipo de extorsión, o aun de violencia, y el con- sentir en ellos no causa obligación. La razón de ello es que las partes en la posición original insistirían en que esto se considerase así. Antes de analizar la derivación de este principio, hay un aspecto prelimi- 7 Véase The Right and the Good, pp. 18 ss. y The Foundations of Ethics (The Clarendon Press, Oxford, 1939), pp. 173,187. 3 Estoy aquí en deuda con H. L. A. Hart, "Are There Any Natural Rights?" Philosophkal Review, vol. 64 (1955), pp. 183 ss. EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 345 nar que debe ser examinado. Puede objetarse que ya que los principios del deber natural están a muestro alcance, no hay necesidad alguna del princi- pio de imparcialidad. Las obligaciones pueden explicarse por el deber natu- ral de justicia, ya que cuando una persona se vale de un esquema institucio- nal, sus reglas se le aplican y se produce un deber de justicia. Seguramente este argumento es bastante sólido. Podemos explicar, si queremos, las obli- gaciones invocando el deber de justicia. Basta con considerar los actos volun- tarios como actos mediante los que se amplían libremente nuestros deberes naturales. Aunque no se nos aplica de antemano el esquema en cuestión, y a pesar de que no tenemos otro deber que el de no intentar destruir dicho esquema, hemos ampliado mediante nuestros actos las obligaciones del de- ber natural. Pero parece apropiado distinguir entre aquellas instituciones o aspectos de las mismas que se nos aplican inevitablemente, ya que nacemos en ellas y regulan el alcance de nuestra actividad, y aquellas que se nos apli- can porque hemos cometido libremente ciertos actos, como medio racional de conseguir nuestros fines. Por tanto, tenemos el deber natural de obedecer la constitución, o las leyes que regulan el derecho de propiedad (suponiendo que sean justas), mientras que tenemos la obligación de cumplir los deberes de un puesto que hemos logrado meritoriamente, O de seguir las reglas de las asociaciones o actividades en las que participamos. Á veces es razonable valorar de un modo diferente los deberes y las obligaciones, cuando entran en conflicto precisamente porque no se producen del mismo modo. Al me- nos en algunos casos, el hecho de que las obligaciones sean asumidas libre- mente, tiene que influir en su valoración cuando entran en conflicto con otras exigencias morales. También es verdad que los miembros mejor situa- dos de la sociedad más probablemente tendrán obligaciones políticas, inde- pendientemente de los deberes políticos, ya que son estas personas las más capaces de obtener puestos políticos, y de beneficiarse de las oportunidades que ofrece el sistema institucional y, por tanto, están más firmemente suje- tas al esquema de instituciones justas. "Para probar este hecho, y destacar el modo según el que se asumen libremente diferentes vínculos, es útil el princi-" pio de la imparcialidad. Este principio nos capacitaría a hacer una discrimi- nación mejor del deber y la obligación. Por tanto, el término "obligación” se reserva las exigencias morales que se derivan del principio de imparcialidad, mientras que las otras exigencias reciben el nombre de "deberes naturales". Ya que en las últimas secciones se menciona el principio de imparcialidad en conexión con los asuntos políticos, examinaré aquí su relación con las promesas. El principio de fidelidad no es sino un caso especial del principio de imparcialidad, aplicado a la práctica social de prometer. El argumento de esto comienza con la observación de que prometer es una acción definida por un sistema público de reglas. Estas reglas son un conjunto de convencio- nes constitutivas, como ocurre generalmente en el caso de las instituciones. 318 INSTITUCIONES aunque normalmente consideramos las exigencias morales como cargas que se nos imponen, a veces nos las autoimponemos deliberadamente para nuestro propio beneficio. Por tanto, la promesa es un acto cometido con la in- tención pública de incurrir deliberadamente en una obligación, cuya existen- cia en las actuales circunstancias beneficiará nuestros fines. Queremos que esta obligación exista, y que se sepa que existe, y queremos también que los demás sepan que reconocemos este vínculo e intentamos persistir en él. Ha- biendo incurrido en la práctica, estamos en la obligación de hacer lo que hemos prometido según el principio de imparcialidad. En este examen de cómo se usan las promesas (o del modo en que se ad- quiere un compromiso) para establecer y estabilizar formas de cooperación, he seguido en mucho a Prichard.'* Su tesis contiene todos los puntos esen- ciales, He supuesto siempre, así como él, que cada persona sabe, o al menos cree razonablemente, que las demás tienen un sentido de la justicia y, por tanto, un deseo normalmente eficaz de cumplir sus obligaciones bonafide. Sin esta confianza mutua nada se produce mediante palabras; sin embargo, en una sociedad bien ordenada este conocimiento está presente: cuando sus miem- bros hacen promesas hay un reconocimiento recíproco de su intención de someterse a una obligación, y una creencia común de que esta obligación será respetada. Son este reconocimiento recíproco y esta creencia común los que permiten la creación de un acuerdo y lo mantienen. No hay necesidad de comentar más hasta qué punto una concepción co- mún de la justicia (incluyendo los principios de imparcialidad y del deber natural) y. la creencia general en la disposición de actuar de acuerdo con ella, son un gran activo colectivo. He señalado ya las muchas ventajas que se obtienen desde el punto de vista del problema de la seguridad. Es igual- mente evidente que, habiendo confiado unas en otras, las personas pueden utilizar la aceptación pública de estos principios para ampliar el alcance y el valor de los esquemas de cooperación mutuamente beneficiosos. Desde el punto de vista de la posición original'es claramente racional por parte de los grupos convenir en el principio de imparcialidad. Este principio puede uti- lizarse para asegurar estas acciones por médios acordes con la libertad de elección, y sin multiplicar innecesariamente los requerimientos morales. Al mismo tiempo, dado el principio de imparcialidad, vemos por qué ha de existir la práctica de hacer promesas como. modo de establecer libremente una obligación, cuando esto es en ventaja de ambas partes. Tal solución va sin duda en interés común. Supongo que bastan estas consideraciones en favor del principio de imparcialidad. Antes de examinar eL problema del deber y la obligación política, haré 10 Véase H. A. Prichard, "The Obligation to Keep a Promise" (c. 1940) en Moral Obligation (The Clarendon Press, Oxford, 1949), pp. 169-179. EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 319 unas últimas consideraciones. En primer lugar, tal como lo muestra el exa- men de las promesas, la doctrina contractual sostiene que de la mera exis- tencia de instituciones no se derivan exigencias morales; incluso la regla de hacer promesas no da Jugar por sí misma a una obligación moral. Para con- siderar las obligaciones fiduciarias, hemos de tomar como premisa el prin- cipio de imparcialidad. Así, junto con la mayoría de las teorías éticas, la jus- ticia como imparcialidad sostiene que los deberes y las obligaciones naturales sólo se producen en virtud de principios éticos. Estos principios son los que serían elegidos en la posición original. Conjuntamente con los hechos perti- nentes de las actuales circunstancias, son estos criterios los que determinan nuestros deberes y obligaciones, y dilucidan lo que cuenta como razones mo- rales. Una razón moral (sólida) es un hecho identificado por uno o varios de estos principios, como base de un juicio. La decisión moral correcta es aque- lla que mejor concuerda con los dictados de este sistema de principios, cuan- do se aplica a todos los hechos que considera pertinentes. Por tanto, la ra- zón identificada por un principio puede ser apoyada, anulada o rechazada por razones identificadas por uno o varios de estos principios. Supongo, sin embargo, que de la totalidad de los hechos, supuestamente de un modo in- definido, se selecciona un número finito de principios como los que afectan cualquier caso concreto, de manera que todo el sistema nos capacita para obtener un juicio, tomado todo en cuenta. Por contraste, las exigencias institucionales y, en general, las que se deri- van de las prácticas sociales, pueden ser evaluadas por medio de las reglas existentes y de su interpretación. Por ejemplo, como ciudadanos nuestros de- beres y obligaciones legales los establece la ley, hasta el punto donde se le puede conocer. Las normas que se aplican a. los jugadores en un juego de- penden de las reglas de este juego. El que estas exigencias estén conectadas con los deberes y las obligaciones morales es otra cuestión. Esto es asi inclu- so si las normas utilizadas por los jueces y por otros que interpretan y aplican la ley se parecen a los principios del derecho y de la justicia o son idénticos a ellos. Puede ocurrir, por ejemplo, que en una sociedad bien ordenada los dos principios de justicia sean empleados por los tribunales para interpretar aquellas partes de la constitución que regulan la libertad de pensamiento y de conciencia y que garantizan una protección justa por parte de las leyes.'* Aunque es claro que en este caso si la ley satisface sus propias normas esta- mos moralmente obligados siendo iguales otras cosas, a obedecerla, son di- ferentes los problemas relativos a lo que la léy demanda y lo que la justicia exige. La tendencia a combinar la regla de prometer y el principio de fideli- dad (como caso especial derivado del principio de imparcialidad) es espe- 1 Para lo referente a este punto, véase Ronald Dworkin, "The Model of Rules", University of Chicago Law Revieiv, vol, 35 (1967), esp. pp. 21-29 320 INSTITUCIONES cialmente intensa. A primera vista parecen ser la misma cosa, pero una está definida por las convenciones constitutivas existentes, mientras que el otro tiene su explicación en los principios que serían elegidos en la posición ori- ginal. De este modo, por tanto, podemos distinguir dos clases de normas. Los términos "deber" y "obligación" son utilizados en el contexto de ambas partes, pero las ambigiiedades contenidas en este uso deben ser fáciles de resolver. Por último, me gustaría observar que el anterior examen del principio de fidelidad responde al problema planteado por Prichard. Él se preguntaba có- mo es posible, sin recurrir a una promesa anterior o a un acuerdo de cumplir acuerdos posteriores, explicar el hecho de que, pronunciando ciertas palabras (utilizando una convención), nos veamos obligados a hacer algo, especial- mente cuando la acción por la que quedamos obligados se ejecuta públi- camente con la intención, que deseamos que los demás conozcan, de producir esta obligación, o como lo expresó Prichard: ¿qué es eso, implícito en los acuer- dos bonafide, que se parece a un acuerdo de cumplir acuerdos posteriores, y que, estrictamente hablando, no puede serlo ya que tal acuerdo no se ha ce- lebrado?!? La existencia de una práctica justa de hacer promesas como sis- tema de reglas públicas constitutivas, y el principio de imparcialidad bastan para una teoría de las obligaciones fiduciarias. Y ninguno implica la existen- cia de un acuerdo anterior de cumplir otros acuerdos. La adopción del princi- pio de imparcialidad es puramente hipotética; sólo necesitamos que este principio sea reconocido. Por lo demás, una vez que suponemos que está en vigor una práctica justa de hacer promesas, sea establecida como fuere, el principio de imparcialidad basta para obligar a aquellos que se benefician de él, dadas las condiciones apropiadas ya descritas. Por tanto, lo que corres- ponde a ese algo que Prichard considera un acuerdo previo pero que no lo es, es la justa práctica de dar nuestra palabra juntamente con el acuerdo hipo- tético sobre el principio de imparcialidad. Desde luego, otra teoría ética podría derivar este principio sin utilizar el concepto de la posición original. Por el momento, no es necesario mantener que los vínculos fiduciarios no pue- dan explicarse de algún otro modo, Por el contrario, lo que quiero demostrar es que, aunque la justicia como imparcialidad utiliza la noción de acuerdo original, es capaz de dar una respuesta satisfactoria al problema de Prichard. 53, EL DEBER DE OBEDECER A UNA LEY INJUSTA No es difícil explicar por qué hemos de obedecer leyes justas, promulgadas con una constitución justa. En este caso, los principios del deber natural y el 1 Véase "The Obligation to Keep a Promise", pp. 172,178 ss. EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 323 situación cercana a la justicia, normalmente tenemos la obligación de obede- cer leyes injustas. Aunque algunos autores han puesto en duda esta idea, creo que la mayoría la aceptaría. Sólo unos cuantos consideran que cualquier desviación de la justicia, por pequeña que sea, anula el deber de obedecer Jas normas actuales. ¿Cómo explicar este hecho? Como el deber de justicia y el principio de imparcialidad presuponen que las instituciones son justas, se hace necesaria otra explicación. !* Ahora bien, podemos responder a esta pre- gunta si postulamos una sociedad casi justa, en la que existe un régimen constitucional viable, que satisface, en mayor o menor grado, los principios de la justicia. Supongo así que, en su mayor parte, el sistema social está bien ordenado, aunque no perfectamente, ya que en este caso no se produciría el problema de la obediencia a leyes y programas injustos. Según estas suposi- ciones, la consideración anterior acerca de una constitución justa como ejem- plo de justicia procesal imperfecta ($ 31) ofrece una respuesta. Ha de recordarse que en la convención constitucional, el objetivo de las par- tes es encontrar entre las diferentes constituciones justas (aquellas que satis- facen el principio de libertad igual) la que mejor conduzca a una legislación justa y eficaz, en vista de los hechos generales acerca de la sociedad en cues- tión. La constitución se considera como un procedimiento justo aunque im- perfecto, proyectado, en tanto lo permiten las circunstancias, para asegurar un resultado justo. Es imperfecto porque no hay proceso político factible que garantice que las leyes promulgadas de acuerdo con él serán justas. En los asuntos políticos no puede lograrse una justicia procesal perfecta, Además, el proceso constitucional debe basarse en gran parte en alguna forma de vo- tación. Supongo que alguna alteración de la regla de mayorías adecuadamen- te fijada es una necesidad práctica. Sin embargo, las' mayorías (o coaliciones de minorías) están sujetas a cometer errores, si no por falla de conocimiento o de juicio, como resultado de enfoques limitados y egoístas. No obstante, nuestro deber natural de apoyar las instituciones justas nos obliga a obede- cer las leyes y los programas injustos o, al menos, a no oponernos a ello por medios ilegales, en tanto estas leyes y programas no excedan ciertos límites de injusticia. Si se nos exige defender una constitución justa, hemos de acep- tar uno de sus principios esenciales, el de la regla de mayorías. En un Esta- do casi justo, tenemos normalmente el deber de obedeoer leyes injustas en virtud de nuestro deber de apoyar una constitución justa. Dado el modo de ser de las personas, hay muchas ocasiones en que este deber entrará en juego. La doctrina contractual nos Jleva a preguntarnos si aceptariamos una nor- 1 No señalé este hecho en mi ensayo "Legal Obligation and the Duty of Fair Play" en Law and Phitosophy, ed. Sidney Hook (New York University Press, Nueva York, 1964). En esta sección he intentado compensar este defecto. La idea sostenida aquí difiere en que el deber natural de justicia es generalmente el principio fundamental del deber político, mientras que el principio de imparcialidad ocupa un lugar secundario. 324 INSTITUCIONES ma constitucional que nos exigiese obedecer leyes que nosotros considera- mos injustas. Podríamos preguntarnos: ¿cómo es posible que siendo libres podamos aceptar racionalmente un procedimiento que puede ir en contra de nuestra propia opinión, y dar efecto a la de los demás?'* Una vez que consi- deramos el punto de vista de la convención constitucional, la respuesta es bastante clara. En primer lugar, entre el limitado número de procedimientos factibles que siquiera tienen alguna oportunidad de ser aceptados no hay ninguno que decida siempre en nuestro favor, y en segundo lugar, el con- sentir en uno de estos procedimientos es preferible a que no se logre ningún tipo de acuerdo. La situación es análoga a la de la posición original en la que los grupos desechan toda esperanza de oportunismo egoísta: esta alternati- va es el mejor candidato de cada persona (o el segundo mejor, dejando de lado la limitación de la generalidad), pero puede ser, obviamente, inacepta- ble para otros. De modo similar, si bien en la etapa de la convención consti- tucional las partes confían en los principios de justicia, deben hacerse con- cesiones unos a otros para lograr un régimen constitucional. Aun con la mejor de las intenciones, sus opiniones acerca de la justicia tienen que cho- car. Al elegir una constitución, y al adoptar alguna forma de la regla de la mayoría, los grupos aceptan los riesgos de sufrir los defectos del sentido de la justicia de los demás para obtener las ventajas de un procedimiento legisla- tivo eficaz. No hay otro modo de producir un régimen democrático. No obstante, cuando adoptan el principio de mayorías, las partes acuerdan desechar las leyes injustas sólo en ciertas condiciones. En términos genera- les, a la larga, la carga de la injusticia sería más o menos uniformemente distribuida entre los diferentes grupos de la sociedad, y las penalidades de los problemas injustos no serían demasiado pesadas. Por tanto, el problema de la obediencia es problemático para las minorías permanentes que han su- frido la injusticia durante muchos años. No se nos exige, ciertamente, que con- sintamos en la pérdida de nuestras libertades básicas, ya que esta exigencia no podría haber estado inmersa en el significado que se le da al deber de justicia en la posición original, ni concordaría con la idea que se tiene de los derechos de la mayoría en la convención constitucional. En lugar de ello, so- metemos nuestra conducta a la autoridad democrática, sólo hasta el punto en que se hace necesario, para compartir equitativamente las imperfeccio- nes inevitables de un sistema constitucional, Aceptar estas cargas supone reconocer y estar dispuestos a trabajar dentro de los límites impuestos por las circunstancias de la vida humana. En vista de ello, tenemos un deber na- tural de urbanidad, consistente en no invocar los errores de los programas sociales como excusa para no obedecerlos, ni explotar las inevitables lagu- M4 La metáfora de ser libre y aun sin cadenas está tomada de la revisión crítica de 1. M. D. Little, hecha por K. J. Arrow en Social Cholee and Individual Valúes, publicada en The Journal of Political Economy, vol. 60 (1952), p. 431. Mis observaciones en este aspecto siguen a Little. EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 325 ñas de las normas para promover nuestros intereses. El deber de urbanidad impone la aceptación de los defectos de las instituciones, y cierta modera- ción al beneficiarnos de ellos. Sin cierto reconocimiento de este deber, la fe y la confianza mutua están expuestas a desaparecer. Por tanto, en un estado próximo a la justicia, existe normalmente el deber (y para algunos también la obligación) de obedecer las leyes injustas, mientras no excedan ciertos grados de injusticia. Esta conclusión no es mucho más brillante que la que afirma nuestro deber de obedecer las leyes justas. Nos lleva, sin embargo, un paso más lejos, ya que cubre un más vasto campo de situaciones y, lo que es más importante, da cierta idea de las preguntas que han de hacerse para averiguar cuál es nuestro deber político. 54. EL STATUS DE LA REGLA DE MAYORÍAS Es evidente, a partir de las observaciones anteriores, que el procedimiento de la regla de mayorías, aunque definido y delimitado, ocupa un lugar se- cundario como mecanismo procesal. La justificación se basa directamente en los fines políticos que la constitución trata de alcanzar y, por tanto, en los dos principios de justicia. He supuesto que alguna forma de la regla de mayorías ofrece su justificación como el mejor medio disponible de garantizar una legislación justa y efectiva. Es compatible con una libertad justa ($ 36) y po- see cierta naturalidad, ya que si se permite una regla de minorías no hay un criterio obvio para seleccionar quién ha de decidir, y se viola la igualdad. Una parte fundamental del principio de mayorías es que el procedimiento satis- faga las condiciones básicas de la justicia. En este caso, las condiciones son las de la libertad política: libertad de palabra y de reunión, libertad de tomar parte en los sucesos públicos, de influir por medios constitucionales en el curso de la legislación y la garantía del justo valor de estas libertades. Cuan- do desaparece esta base no se satisface el primer principio de la justicia. Aun cuando esté presente, no hay certeza de que se promulgue una legislación justa, P No sirve, por tanto, la idea de que lo que desea la mayoría es correcto, de hecho ninguna de las concepciones tradicionales de la justicia ha sostenido esta doctrina, manteniendo, por el contrario, que el resultado de la votación 15 Para un examen más profundo de la regla de mayorías, véase el artículo de Herbert McCloskey, "The Fallacy of Majority Rule", Journal afPolitics, vol. n (1949), y J. R. Pennock, Li- beral Democracy (Rinehart, Nueva York, 1950), pp. 112-114, 117 es. Para algunos de los rasgos atractivos del principio de mayoría, considerados desde la perspectiva de la elección social, véa= se A, K. Sen, Collective Choice and Social Welfare (Holden-Day, San Francisco, 1970), pp. 68-70, 71-73, 161-186. Lo malo de este procedimiento es que permitiría mayorías clclicas. Pero el de- fecto primordial desde el punto de vista de la justicia, es que permite la violación de la libertad. Véase también Sen, pp. 79-83, 87-89, donde se discute su paradoja del liberalismo. 308 INSTITUCIONES marnos, al juicio correcto; no seguiré, sin embargo, con este problema. Lo más importante aquí es que el procedimiento idealizado es parte de la teoría de la justicia. He mencionado algunos de sus rasgos para dilucidar hasta cierto grado su significación. Cuanto más definida sea nuestra concepción de este procedimiento, suponiendo que se Jleva a cabo en condiciones ideales, más firme será la guía que la secuencia de cuatro etapas ofrezca a nuestras refle- xiones. Tenemos, entonces, una idea más precisa de cómo han de establecer- se las leyes y los programas a la luz de los hechos generales de la sociedad. A menudo, podemos darle un sentido intuitivo al problema de cuál será el resultado de las deliberaciones en la etapa legislativa, cuando estas delibera- ciones son conducidas adecuadamente. El procedimiento ideal se aclara observando cómo contrasta con el proce- so de un mercado ideal. Dando por supuesto que se mantienen las suposi- ciones clásicas relativas a la competencia perfecta, y que no hay economías o antieconomías externas, se obtiene como resultado una configuración eco- nómica eficiente. El mercado ideal es un procedimiento perfecto con respec- to a la eficiencia. Un rasgo peculiar del proceso de mercado ideal, a diferencia del proceso político ideal dirigido por legisladores racionales e imparciales, es que el mercado obtiene un resultado eficiente, aun cuando todos busquen su propia ventaja; desde luego, así es como se comportan normalmente los agentes económicos. Al vender o al comprar para maximizar su satisfacción o sus beneficios, los consumidores y las empresas no emiten un juicio acer- ca de cuál es la configuración económica más feliz, dada la distribución inicial de activos. En cambio, intentan llevar a cabo'sus fines en tanto lo permitan las normas, y cualquier juicio que emitan será siempre desde su punto de vista. Es el sistema en su totalidad, por así decirlo, el que establece un juicio de la eficiencia, derivándose este juicio de las diferentes fuentes de informa- ción proporcionadas por las actividades de las empresas y los consumido- res. El sistema ofrece una respuesta aun cuando las personas no tengan opi- nión alguna acerca del problema, y aunque a menudo no sepan siquiera lo que significa. Por tanto, a pesar de ciertas semejanzas entre los mercados y las eleccio- nes, el proceso del mercado ideal y el proceso legislativo ideal son diferentes en aspectos decisivos. Fueron planeados para conseguir diferentes fines: el primero se dirige a la eficiencia y el segundo, en lo posible, a la justicia. Mien- tras que el mercado ideal es un procedimiento perfecto con vistas a sus ob- jetivos, hasta la legislatura ideal es un procedimiento imperfecto. Parece no haber medio de caracterizar un procedimiento factible garantizado para lo- grar una legislación justa. Una consecuencia de esto es que mientras un ciu- dadano puede estar obligado a obedecer a las medidas apropiadas, no se le pide que considere justos estos programas, y sería un error por su parte pre- tender someter su juicio a votación. Pero en un perfecto sistema de mercado, EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 329 un agente económico, en tanto tiene alguna opinión, supondrá seguramente que el resultado es eficiente. Aunque el consumidor o la empresa no hayan conseguido todo lo que desean, han de reconocer que, dada la distribución inicial, se ha alcanzado una situación eficiente. Pero no puede exigirse un re- conocimiento similar en el proceso legislativo referente a los problemas de la justicia; pues, aunque, por supuesto, las actuales constituciones han de ser designadas, en lo posible, para tomar las mismas determinaciones que el pro- ceso legislativo ideal, en la práctica están expuestas a resultar insuficientes. Esto no sólo se debe a que, como ocurre en los mercados, no se adecúan a su imagen ideal, sino también a que esta imagen es la de un procedimiento imperfecto. Una constitución justa debe basarse de alguna manera en que los ciudadanos y los legisladores adopten. un punto de vista más amplio y ejerzan su buen juicio al aplicar los principios de justicia, Parece que no hay manera de impedirles adoptar un punto de vista restringido o interesado para regular el proceso de modo que conduzca a un resultado justo. Al me- nos por ahora no existe una teoría acerca de las constituciones justas, que con- sidere que éstas son procesos que conducen a una legislación justa que corresponda a la teoría de los mercados competitivos como procedimientos que produzcan con eficiencia, y esto parece implicar que la aplicación de la teoria económica al auténtico proceso constitucional tiene graves limitacio- nes, en la medida en que la conducta política es afectada por el sentido que las personas tienen de la justicia, como tiene que ocurrir en toda sociedad via- ble, y la legislación justa es el primer fin social ($ 76). Ciertamente la teoría económica no embona con el procedimiento ideal.!* Estas observaciones son confirmadas por un último contraste. En el pro- ceso ideal de mercado se le da cierto valor a la intensidad del deseo. Una per- sona puede gastar la mayor parte de su ingreso en las cosas que más desea y, de este modo, junto con otros compradores, fomenta el uso de los recursos en las formas que prefiere. El mercado permite hacer unos reajustes fina- mente graduados, como respuesta al equilibrio total de preferencias y al rela- tivo predominio de ciertos deseos. No hay nada que concuerde con esto en el proceso legislativo ideal. Cada legislador racional ha de votar su opinión acerca de cuáles leyes y programas se adoptan mejor a los principios de jus- ticia. No se da un valor especial a aquellas opiniones que se sustentan con mayor confianza, oa los votos de aquellos que si supiesen que están en mi- noría, ello les causaría un profundo desagrado ($ 37). Desde luego tal regla 1 Acerca de la teoria económica de la democracia, véase J. A. Sehumpeter, Cnpitalism, Socklism and Democracy, 3* ed. (Harper and Brothers, Nueva York, 1950), caps. 21-23, y Anthony Downs, An Economic Tliecory of Democracy (Harper and Brothers, Nueva York, 1957). La concepción plu- ralista de la democracia, en tanto que la rivalidad entre intereses diversos se concibe como ele- mento regulador del proceso político, puede ser objeto dé similar objeción. Véase R. A. Dahl, A Preface to Democratic Theory (University of Chicago Press, Chicago, 1956), y más recientemente, Phtralist Democracy m the United Si«fes.(Rand McNally, Chicago, 1967). 330 INSTITUCIONES de votación es concebible, pero no hay motivos para adoptarla en el procedi- miento ideal. Incluso entre personas racionales e imparciales, no son aque- Has que tienen más confianza en su opinión las que más, probablemente, ten- drán razón, Algunas pueden ser más sensibles que otras a las complejidades del caso. Al definir el criterio para conseguir una legislación justa, hemos de acentuar el valor de los juicios colectivos obtenidos cuando cada persona, en condiciones ideales, hace todo lo posible por aplicar los principios correctos. La intensidad del deseo o la fuerza de la convicción no proceden cuando se plantean problemas de justicia. Dejemos aquí las múltiples diferencias entre el proceso legislativo ideal y el proceso ideal de mercado. Ahora deseo observar el uso del procedimiento de la regla de mayorías como medio de lograr una solución política. Como he- mos visto, la regla de mayorías se aplica como el medio más factible de al- canzar ciertos fines antes definidos por los principios de justicia. Algunas veces, sin embargo, estos principios no son claros o definidos sobre lo que re- quieren. Esto no siempre se debe a que su evidencia sea complicada o ambi- gua, o difícil de examinar o evaluar. La naturaleza misma de los principios puede dejar abierta una serie de opciones, en vez de elegir una alternativa en particular. La tasa de ahorro, por ejemplo, se especifica sólo dentro de cier- tos límites; la idea fundamental del principio del ahorro justo es la de ex- cluir ciertos extremos. Con el tiempo, al aplicar el principio de la diferencia deseamos incluir en las perspectivas de los menos aventajados el bien pri- mario del respeto propio; y hay muchos medios de tomar en consideración este valor de acuerdo con el principio de la diferencia. La profundidad con la que se consideren este bien y otros relacionados con él en el índice general ha de decidirse en vista de los rasgos generales de la sociedad particular y por lo que sus miembros menos favorecidos desean racionalmente, como se ve desde la etapa legislativa, En casos como éste, los principios de justicia establecen unos límites en que debe estar la tasa de ahorro o la importancia dada al autorrespeto, pero no dice en qué parte de esta diversidad debe re- caer la elección. En estas situaciones se aplica el principio de decisión política: si la ley ac- tualmente votada está, en tanto podemos saberlo, dentro de la gama de las que pueden ser favorecidas por legisladores racionales que intentan seguir conscientemente los principios de la justicia, entonces la decisión de la ma- yoría es prácticamente obligatoria aunque no definitiva. Estamos ante una situación de justicia procesal casi pura. Debemos basarnos en el curso real del análisis en la etapa legislativa para seleccionar un programa político den- tro de los límites permitidos. Estos casos no son ejemplos de justicia procesal perfecta, ya que el resultado no define literalmente el resultado correcto. Ocurre simplemente que aquellos que están en desacuerdo con la decisión to- mada no pueden establecer su argumento de modo convincente en el mar- EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 333 puestos a aceptar. En otros casos no hay medio de violar directamente la po- lítica de un gobierno, como cuando concierne a asuntos extranjeros, o afecta otra parte del país. Una segunda glosa es que el acto de desobediencia civil es considerado contrario a la ley, al menos en el sentido de que los implica- dos en él no están presentando simplemente un cargo de prueba para una de- cisión constitucional, sino que están dispuestos a oponerse a la ley aun cuando ésta sea sostenida. Desde luego, en un régimen constitucional los tribunales pueden acabar por ponerse de parte de los disidentes, y declarar la ley o la politica rechazada por anticonstitucional. Ocurre a menudo que existe cierta incertidumbre acerca de si el acto del disidente será declarado ilegal o no, pero esto sólo es un elemento complicador. Quienes utilizan la desobediencia civil para protestar contra leyes injustas no están dispuestos a desistir de su protesta en caso de que los tribunales no estén de acuerdo con ellos, por mucho que les hubiese agradado la decisión opuesta. Ha de tenerse también en cuenta que la desobediencia civil es un acto polí- tico, no sólo en el sentido de que va dirigido a la mayoría que ejerce el po- der político, sino también porque es un acto guiado y justificado por prin- cipios políticos, es decir, por los principios de justicia que regulan la constitución y en general las instituciones sociales. Al justificar la desobe- diencia civil no apelamos a principios de moral personal o a doctrinas religio- sas, aunque éstas puedan coincidir y apoyar nuestras demandas, y huelga decir que la desobediencia civil no pueda basarse únicamente en un interés individual o colectivo. Por el contrario, invocamos la concepción de la justi- cia, comúnmente compartida, que subyace en el orden político. Se supone que en un régimen democrático razonablemente justo hay una concepción pú- blica de la justicia, por referencia a la cual los ciudadanos regulan sus asun- tos políticos e interpretan la constitución. La violación persistente y delibe- rada de los principios básicos de esta concepción en cualquier periodo prolongado, especialmente la infracción de las libertades iguales fundamen- tales, invita a la sumisión oa la resistencia. Al cometer desobediencia civil, una minoría obliga a la mayoría a considerar si desea que así interprete su actuación, o si, en vista del sentido comú de la justicia, desea reconocer las legítimas pretensiones de la minoría. Otro punto es que la desobediencia civil es un acto público. No sólo se di- rige a principios públicos, sino que se comete en público. Se da a conocer abiertamente y con el aviso necesario, y no es encubierto o secreto. Podemos compararla a un discurso público, y, siendo una forma de petición, una ex- presión de convicción política profunda y consciente, tiene lugar en el foro público. Por esta razón, entre otras, la desobediencia civil no es violenta. Tra- ta de no emplear la violencia, especialmente contra personas, no por una aversión de principio al uso de la fuerza, sino porque es expresión final del propio caso. La participación en actos violentos que probablemente causa- 334 INSTITUCIONES rían heridas y daños es incompatible con la desobediencia civil como medio de reclamación. Cualquier violación a las libertades civiles de los demás tiende a oscurecer la calidad de desobediencia civil del propio acto. A ve- ces, si el recurso falla en su propósito, se podrá pensar en resistencia violen- ta ulteriormente. Sin embargo, la desobediencia civil consiste en dar voz a convicciones conscientes y profundas; mientras que advierten y aperciben, no son en sí una amenaza. La desobediencia civil es no violenta por otra razón. Expresa la desobe- diencia a la ley dentro de los límites de la fidelidad a la ley, aunque está en el límite externo de la misma.?' Se viola la ley, pero la fidelidad a la ley que- da expresada por la naturaleza pública y no violenta del acto, por la volun- tad de aceptar las consecuencias legales de la propia conducta.” Esta fidelidad a la ley ayuda a probar a la mayoría que el acto es políticamente consciente y sincero, y que va dirigido al sentido de la justicia de la colectividad. Ser completamente sinceros y no violentos es dar prueba de la propia sinceridad, ya que no es fácil convencer a los demás de que nuestros actos son de con- ciencia, e incluso a veces no estamos seguros de ello nosotros mismos. No ca- be duda de que es posible imaginar un sistema legal en el que la creencia consciente de que la ley es injusta sea aceptada como justificación de la des- obediencia, Hombres de gran probidad, cor plena confianza unos en otros, pueden hacer que tal sistema funcione, pero, tal y como suceden las cosas, ese esquema probablemente será inestable, incluso en un estado próximo a la justicia. Debemos pagar un precio por convencer a los demás de que nues- tras acciones tienen, según nuestra opinión bien considerada, una base mo- ral suficiente en las convicciones políticas de la comunidad. La desobediencia civil ha sido definida de modo que cabe entre la pro- testa legal y la creación de casos de prueba por una parte, y el rechazo cons- ciente y las diferentes formas de resistencia por la otra. En esta diversidad de posibilidades representa esa forma de disensión en el límite de la fideli- dad a la ley. Así entendida, la desobediencia civil es claramente distinta de Ja acción militante y la obstrucción; se aparta mucho de la resistencia violen- tamente organizada. El militante, por ejemplo, se opone mucho más profun- damente al sistema político vigente, no lo acepta como casi justo o razonable, 21 Para un examen más completo de este punto, véase Charles Fried, "Moral Causation", Harvard Law Reviezv, vol. 77 (1964), pp. 1268 ss. Por la aclaración de la noción de acción militante, estoy en deuda con Gerald Loev. 2 Quienes definen la desobediencia civil en forma más amplia podrían no acertar esta des- cripción. Véase, por ejemplo, Zinn, Disobedience and Democracy, pp. 27-31, 39, 119 ss. Más aún, él niega que la desobediencia civil tenga que ser no-violenta. Ciertamente, uno no acepta el castigo como justo, es decir, como merecido por un acto injustificado. En cambio, se está dis- puesto a sufrir las consecuencias legales en atención a Ja fidelidad a la ley, lo que es muy dife- rente. Hay aquí cierto espacio, ya que la definición permite que la acusaciónpueda ser impug- nada ante el tribunal, si esto es apropiado. Pero hay un punto más allá del cual la disensión deja de ser desobediencia civil tal como se define aquí. EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 335 o bien cree que difiere ampliamente de sus principios declarados o que persi- gue una errónea concepción de la justicia. Mientras que su acción es cons- ciente, según sus propias convicciones, no apela al sentido de justicia de la mayoría (de aquellos que tienen un poder político efectivo), pues cree que su sentido de la justicia es erróneo, o sin ningún efecto. En cambio, intenta, a través de actos militantes de perturbación, resistencia y similares, atacar la concepción prevaleciente de Ja justicia, o provocar un movimiento en la di- rección deseada. Por lo tanto, el militante puede intentar evadir las sancio- nes, ya que no está dispuesto a aceptar las consecuencias legales de su viola- ción de la ley. Esto no sólo sería ponerse en manos de unas fuerzas en las que no confía, sino expresar también un reconocimiento de la legitimidad de la constitución a la que se opone. En este sentido, la acción militante no está den- tro de los límites de la fidelidad a la ley, sino que representa una oposición más profunda al orden legal. Se considera que la estructura básica es tan in- justa o difiere tanto de sus ideales declarados, que hemos de allanar el cami- no a un cambio radical o incluso revolucionario; y esto debe hacerse tratando de despertar en las personas una conciencia de las reformas fundamentales que han de hacerse. Aunque en determinadas circunstancias la acción mili- tante y otras clases de resistencia estén justificadas, no consideraré, sin em- bargo, estos casos. Como he dicho antes, mi propósito es limitado: definir un concepto de la desobediencia civil y comprender su papel en un régimen constitucional casi justo. . 56. LA DEFINICIÓN DE RECHAZO DE CONCIENCIA Aunque he distinguido la desobediencia civil del rechazo de conciencia, he de explicar esta última noción. Ha de reconocerse, sin embargo, que separar estas dos ideas es dar una definición más restringida que la tradicional de la desobediencia civil, ya que es costumbre considerar la desobediencia civil en un sentido más amplio que el de cualquier desobediencia a la ley por razo- nes conscientes, al menos cuando no es encubierta ni presupone el uso de la fuerza. El ensayo de Thoreau es característico del significado tradicional, si no definitivo. La utilidad del sentido más restringido quedará más clara una vez que se examine la definición del rechazo de conciencia. El rechazo de conciencia consiste en desobedecer un mandato legislativo más o menos directo, o una orden administrativa. Es rechazo ya que se nos da una orden, y, dada la naturaleza de la situación, su aceptación por nuestra parte es conocida por las autoridades. Un ejemplo típico es la negativa de 2 Véase Henry David Thoreau, "Civil Disobedience" (1848), reimpreso por M. A. Bedau (ed), Civil Disobedience, pp. 27-48. Para un examen critico, véanse las observaciones de Bedau, pp. 15-26, 338 INSTITUCIONES ros elementos comunes. Aunque hay casos verdaderamente claros de cada uno, el contraste entre ambos se considera como medio de elucidar la inter- pretación de la desobediencia civil, y del papel que ocupa en una sociedad democrática. Dada la naturaleza de este modo de actuar como clase espe- cial de apelación política, habitualmente no se justifica, hasta que se hayan dado otros pasos dentro del marco legal. Por el contrario, esta exigencia falla a menudo en casos obvios de objeción de conciencia. En una sociedad libre, nadie puede ser obligado, como lo fueron los primeros cristianos, a celebrar actos religiosos que violaban la libertad igual, como tampoco ha de obedecer un soldado órdenes intrínsecamente perversas mientras recurre a una autori- dad superior. Estas observaciones conducen al problema de la justificación. 57. JUSTIFICACIÓN DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL Con estas salvedades en mente, consideraré las circunstancias en que se jus- tifica la desobediencia civil. En gracia a la sencillez, limitaré el análisis a las instituciones domésticas y, por tanto, a las injusticias internas de una socie- dad dada. La naturaleza algo estrecha de esta restricción será un poco miti- gada considerando el problema contrastante del rechazo de conciencia en conexión con la ley moral como se aplica a la guerra, Comenzaré establecien- do las condiciones que parecen razonables para cometer una desobediencia civil, y después conectaré estas condiciones más sistemáticamente con el lu- gar que ocupa la desobediencia civil en un estado próximo a la justicia. La enumeración de estas condiciones ha de tomarse como una simple presun- ción; sin duda, habrá situaciones en que no puedan darse estas condiciones y se hagan necesarios otros argumentos para la desobediencia civil. El primer punto se refiere a las clases de daños que son objetos apropia- dos de la desobediencia civil. Si consideramos tal desobediencia como un ac- to político dirigido al sentido de justicia de la comunidad, entonces parece razonable, siendo iguales otras cosas, limitarla a casos clara y gravemente in- justos y, preferiblemente, a aquellos casos que suponen un obstáculo para suprimir otras injusticias. Por esta razón, hay una presunción en favor de restringir la desobediencia civil a graves infracciones del primer principio de justicia, del principio de libertad igual, y a violaciones manifiestas de la se” gunda parte del segundo principio, el principio de justa igualdad de opor- tunidades. Desde luego, no siempre es fácil decir cuándo se satisfacen estos principios; si consideramos que garantizan las libertades básicas, a menudo es obvio que estas libertades no están siendo respetadas; después de todo, imponen ciertas exigencias estrictas que han de ser visiblemente expresadas en las instituciones. Así, cuando a ciertas minorías se les niega el derecho á votar oa ocupar un cargo en el gobierno, o a poseer una propiedad oa des- EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 339 plazarse de un sitio a otro, o cuando ciertos grupos religiosos son reprimi- dos y a otros se les niegan diversas oportunidades, estas injusticias pueden ser obvias para todos. Están públicamente incorporadas en la práctica reco- nocida, si no en la letra, de los acuerdos sociales, La demostración de estos errores no presupone un examen bien informado de los efectos institucio- nales. Por el contrario, las infracciones del principio de diferencia son más difi- ciles de reconocer. Hay a menudo una gran variedad de opiniones conflictivas, aunque racionales, acerca de si se satisface o no este principio. La razón de ello es que se aplica en primer lugar a las instituciones y medidas económi- cas y sociales. La elección entre ellas depende de creencias teóricas y especu- lativas así como de una plétora de información estadística o de otra clase, unido todo ello a un juicio agudo y una clara intuición. En vista de las com- plejidades de estos problemas, es difícil precisar la influencia del propio interés y del prejuicio, y aun si podemos hacerlo en muestro propio caso, es otra cosa convencer a los demás de nuestra buena fe. Por tanto, a menos que las leyes fiscales fueran destinadas a atacar o disminuir una igual liber- tad básica, no serán normalmente protestadas pór medio de la desobediencia civil. Apelar a la concepción pública de la justicia no es lo bastante claro. Me- jor es dejar la resolución de eso al proceso político, siempre que las liberta- des básicas indispensables están aseguradas. En este caso se puede llegar a un compromiso razonable. Por tanto, la violación del principio de libertad igual es el objetivo más apropiado de la desobediencia civil. Este principio define el status de igual ciudadanía en un régimen constitucional y se en- cuentra en la base del orden político. Cuando se acata en su totalidad, se supo- ne que las otras injusticias, aunque posiblemente persistentes e importan- tes, no se saldrán de todo control. Hay una última condición para la desobediencia civil: podemos suponer que los llamados a la mayoría política se han hecho de buena fe y han fra- casado. No han servido los medios legales de reparación. Así, por ejemplo, los partidos políticos existentes se han mostrado indiferentes a las demandas de la minoría o se han mostrado renuentes a atenderlos. Se han desdeñado los intentos de revocar las leyes, y las protestas y manifestaciones legales han sido vanas. Como la desobediencia civil es un último recurso, debemos estar seguros de que es necesaria. Nótese, sin embargo, que no se ha dicho que los medios legales se hayan agotado; en todo caso, pueden repetirse las apelaciones normales; la libertad de palabra siempre es posible. Pero, si las ao- ciones pasadas han demostrado que la mayoría permanece impasible o apática, puede suponerse razonablemente que cualquier otro intento será es- téril, y se satisface así una segunda condición para la desobediencia civil justificada. Esta condición es, sin embargo, una suposición. Puede ser que ha- ya casos tan extremos que no exista el deber de utilizar sólo, en primer lugar, 340 INSTITUCIONES los medios legales de la oposición política. Si, por ejemplo, la legislatura decretase alguna escandalosa violación a la libertad, como prohibir la reli- gión de una minoría débil e indefensa, seguramente no esperaríamos que tal secta se opondría a la ley con los procedimientos políticos normales. En realidad, hasta la desobediencia civil puede ser demasiado tenue una vez que la mayoría quedase convicta de propósitos caprichosamente injustos y abiertamente hostiles. La tercera y última condición que consideraré puede ser bastante compli- cada, Se deriva de que, mientras las dos condiciones precedentes a menudo bastan para justificar la desobediencia civil, éste no siempre es el caso. En determinadas circunstancias el deber natural de justicia puede exigir cierta moderación. Esto podemos comprobarlo del modo siguiente: si una determi- nada minoría está justificada cuando incurre en desobediencia civil, entonces cualquier otra minoría en circunstancias similares también estaría justificada. Utilizando las dos condiciones anteriores como normas en circunstancias si- milares, podemos decir que, siendo iguales otras cosas, dos minorías están igualmente justificadas al recurrir a la desobediencia civil si han sufrido durante el mismo periodo el mismo grado de injusticia, y si sus apelaciones políticas, igualmente sinceras y normales no han prosperado. Es, sin embar- go, concebible aunque improbable, que haya muchos grupos con una justi- ficación igual (en el sentido expuesto) para incurrir en desobediencia civil; pero si todos actuasen de este modo, de ello resultaría un grave desorden que podría minar la eficacia de una constitución justa. Supongo aquí que hay un límite dentro del cual puede llevarse a cabo la desobediencia civil sin pro- ducir un rompimiento del respeto a la ley y a la constitución, con consecuen- cias lamentables para todos. Existe también un límite superior a la capacidad de los tribunales públicos para tratar tales formas de disensión; la apelación que los grupos civilmente desobedientes desean hacer puede ser deforma- da, y perderse de vista su primitiva intención de apelar al sentido de jus- ticia de la mayoría. Por una de estas razones o por ambas, la eficacia de la desobediencia civil como forma de protesta declina más allá de cierto pun- to; y los que piensan en ella deben considerar estos límites. La solución ideal, desde un punto de vista teórico, sería una alianza polí- tica cooperativa de las minorías, para regular el nivel general de disidencia. Pues consideremos la naturaleza de esta situación: hay muchos grupos, cada uno de ellos con iguales derechos para cometer desobediencia civil. Además, todos desean ejercer este derecho, con igual intensidad en cada caso. Pero si todos lo hacen así, puede producirse un daño duradero a la constitución justa, a la que cada uno reconoce un deber natural de justicia. Cuando hay muchas demandas igualmente fundamentadas, que en conjunto exceden de límites permitidos, ha de adoptarse algún plan justo, de modo que todas sean consideradas equitativamente. En los casos sencillos de demandas de bie- EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 343 Estas obligaciones tienen gran importancia, y limitan de diferentes maneras las posibilidades de actuación de las personas, pero son diferentes de la obli- gación de obedecer una constitución justa. Mis consideraciones acerca de la desobediencia civil se refieren exclusivamente al deber de justicia; un último examen dará cuenta de la posición que ocupan estas otras exigencias. 58. JUSTIFICACIÓN DEL RECHAZO DE CONCIENCIA Al examinar la justificación de la desobediencia civil, he supuesto, por razo- nes de simplicidad, que las leyes y programas protestados se referían a asun- tos nacionales. Es natural que nos preguntemos cómo se aplica la teoría del deber político a la política exterior; para ello es necesario extender la teoría de la justicia al derecho internacional. Trataré de indicar cómo puede hacer- se esto, Para precisar las ideas, consideraré brevemente la justificación de la negativa por razones de conciencia a participar en ciertos actos de guerra, o a servir en las fuerzas armadas, Supondré que esta negativa se base en prin- cipios políticos y no en principios religiosos o de otra clase; es decir, los principios que se citan como justificación son los relativos a la concepción de la justicia que subyacen en la constitución. El problema, por tanto, es el de relacionar los justos principios políticos que regulan la conducta de los Es- tados con la doctrina contractual y explicar, desde este punto de vista, la base moral del derecho internacional. Supongamos que ya hemos deducido los principios de la justicia, tal y co- mo se aplican a la sociedad (como unidades) y a la estructura básica. Imagi- nemos también que se han adoptado los diferentes principios del deber na- fural y de la obligación que se aplican a las personas. De este-modo, las personas en la posición original han aceptado los principios del derecho tal como se aplican a su propia sociedad y a sí mismos como miembros de ella. Llegados a este punto, podemos ampliar la interpretación de la posición ori- ginal y considerar que los grupos son representativos de las diferentes na- ciones que han de elegir conjuntamente los principios fundamentales que diluciden las reivindicaciones conflictivas entre los Estados. Siguiendo la : concepción de la situación inicial, supongo que estos grupos representa- fivos están privados de diferentes tipos de información. Aunque saben que representan a diferentes naciones, viviendo cada una en las circunstancias normales de la vida humana, no saben nada de las circunstancias particula- res de su propia sociedad, su poder y su fuerza en comparación con otras na- ciones, ni tampoco saben qué lugar ocupan en su propia sociedad. Asimis- mo, las partes contratantes, en este caso representativas de los Estados, sólo Sienen permitido el conocimiento necesario para hacer una elección racional al proteger sus intereses, pero no el que se necesita para que los más afortu- 344 INSTITUCIONES nados de ellos puedan beneficiarse de su especial situación. Esta posición original es justa entre las naciones, ya que anula las contingencias y las pre- disposiciones del destino histórico. La justicia entre Estados queda determi- nada por los principios que serían elegidos en la posición original, interpreta- da de este modo. Estos principios, son principios políticos, ya que gobiernan las medidas políticas respecto a otras naciones. Sólo puedo dar una indicación acerca de los principios que serían recono- cidos; pero, en todo caso, no habria sorpresas, pues creo que los principios elegidos serían bastante conocidos.?” El principio básico de la ley de las na- ciones es un principio de igualdad. Los pueblos independientes, organizados en estados, tienen ciertos derechos fundamentales iguales. Este principio es análogo al de los derechos iguales de los ciudadanos en un régimen consti- tucional. Una consecuencia de esta igualdad de las naciones es el principio de autodeterminación, el derecho de un pueblo a determinar sus propios asuntos sin la intervención de potencias extranjeras. Otra consecuencia sería el derecho a la defensa propia para repeler un ataque, que incluye el derecho a formar alianzas defensivas para protegerlo. Otro principio es el de que han de respetarse los tratados, siempre que concuerden con los demás princi- pios que gobiernan las relaciones de los Estados. Por tanto, los tratados de autodefensa debidamente interpretados serían obligatorios, pero los acuer- dos de cooperación en un ataque injustificado se evitan ab imitio. Estos principios definen cuándo una nación tiene una causa justa para la guerra, o.según la frase tradicional: yus ad bellum. Pero hay también princi- pios que regulan los medios de que puede valerse una nación para empren- der la guerra, su jus in bello. Incluso en una guerra justa, hay ciertas for- mas de violencia que son estrictamente inadmisibles, y cuando el derecho de un país a la guerra es dudoso o incierto, los límites a los medios que puede usar son tanto más severos. Los actos permisibles en una guerra de legítima defensa, cuando son necesarios, pueden ser rigurosamente excluidos cuan- do la situación es más dudosa. El objeto de la guerra es una paz justa y, por tanto, los medios empleados no deben destruir la posibilidad de la paz, o alentar un desprecio a la vida humana que ponga en peligro nuestra seguri- dad y la de los demás. La conducta de la guerra ha de ser limitada, y ajustar- se a este fin. Los representantes de los Estados reconocerán que su interés nacional, contemplado desde la posición original, resulta favorecido cuan- do se reconocen estas limitaciones a los medios de guerra, y ello se debe a % Véase J, L. Brierly, The laiv of Nations, 6* ed. (The Clarendon Press, Oxford, 1963), esp= caps, iv-v. Esta obra contiene todo lo que aquí precisamos. 2% Para un examen más reciente, véase Paul Ramsey, War and the Christian Conscience (The Duke University Press, Durham, N. C, 1961); y también R. B. Potter, War and Moral Discourse (John Knox Press, Richmond, Va., 1969). Este último contiene un ensayo bibliográfico muy útil, pp. 87-123. EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 345 que el interés nacional de un Estado justo queda definido por los principios de justicia que ya se han reconocido. Por tanto, esa nación intentará, sobre todo, mantener y conservar sus instituciones justas, y las condiciones que las hicieron posibles; no la mueve el deseo de poder mundial ni de gloria nacio- nal, ni emprenderá una guerra con propósitos de beneficio económico o ad- quisición de otros territorios. Estos fines son contrarios a la concepción de justicia que define el interés legítimo de una sociedad, por mucho que haya predominado en la conducta de los Estados. Dando por aceptadas estas con- sideraciones, parece razonable suponer que se escogerían las prohibiciones tradicionales que incorporan esos deberes naturales que protegen la vida humana. Si el rechazo de conciencia en tiempo de guerra recurre a estos principios, se basa en una concepción política y no necesariamente en ideas religiosas o de cualquier otro tipo. Aunque esta forma de negación puede no ser un acto político, ya que no tiene lugar en el foro público, sí está basada en la mis- ma teoría de la justicia que subyace en la constitución y rige su interpreta- ción. Además, el orden legal mismo reconoce en forma de tratados la vali- dez de al menos algunos de estos principios del derecho internacional. Por tanto, si a un soldado se le ordena participar en ciertos actos de guerra ¡líci- tos, puede negarse a ello si razonable y conscientemente cree que se violan los principios que se aplican a la conducta en la guerra. Puede objetar que su deber natural de no hacerse agente de una injusticia grave y maligna para otro, pesa más que su deber de obediencia. No puedo analizar aquí qué cons- tituye una violación manifiesta de estos principios. Basta observar que cier- tos casos nos son perfectamente conocidos. El punto fundamental es que la justificación cita los principios políticos que pueden ser acreditados por la doctrina contractual. Puede desarrollarse creo yo, la teoría de la justicia para explicar este caso. : Una cuestión un tanto distinta es la de si debemos incorporarnos a las fuerzas armadas durante una guerra en particular. La respuesta probable- mente depende del objeto de la guerra y de cómo se lleve a cabo. Suponga- mos, para definir la situación, que la conscripción está en vigor, y que la persona ha de considerar si debe cumplir con su deber legal de hacer el ser- vicio militar. Pero supondré que como la conscripción es drástica con las libertades básicas del ciudadano, no puede justificarse por ninguna nece- sidad menos apremiante, que la derivada de la seguridad nacional.” En una sociedad bien ordenada (o en una casi justa) estas necesidades están de- terminadas por el fin de mantener las instituciones justas. La conscripción sólo es permisible si se hace necesaria para la defensa de la libertad misma, 2 Estoy en deuda con R. G. Albritton por la clarificación de ésta y otras materias contenidas en este párrafo. 348 INSTITUCIONES | La fuerza de este llamado depende de la concepción democrática de la so- ciedad como sistema de cooperación entre iguales. Si consideramos de otro modo la sociedad, esta forma de protesta puede estar fuera de lugar. Por ejemplo, si creemos que la ley fundamental ha de reflejar el orden de la natu- raleza, y si se supone que el soberano gobierna por derecho divino, como lugarteniente elegido de Dios, entonces sus subditos sólo poseen el derecho de los suplicantes. Pueden defender su causa, pero no pueden desobedecer en caso de que su petición sea denegada, ya que el hacerlo así sería rebe- larse contra la legítima y última autoridad moral (y no simplemente legal). Esto no quiere decir que el soberano no pueda incurrir en error, sino sólo que la situación no ha de ser corregida por sus subditos. Una vez interpretada la sociedad como esquema de cooperación entre personas iguales, las perso- nas dañadas por graves injusticias no tienen que someterse. La desobedien- cia civil (lo mismo que la objeción de conciencia) es uno de los recursos esta- bilizadores del sistema constitucional, aunque sea, por definición, un recurso ilegal. Junto con acciones tales como elecciones libres y regulares, y un poder judicial independiente, facultado para interpretar la constitución (no ne- cesariamente la escrita), la desobediencia civil, utilizada con la debida mo- deración y sano juicio, ayuda a mantener y reforzar Jas instituciones justas. El rechazar la injusticia dentro de los límites de la fidelidad a la ley sirve para evitar las divergencias con la justicia, y para corregirlas cuando se pro- duzcan. Una disposición general a participar en la desobediencia civil justi- ficada introduce cierta estabilidad en una sociedad bien ordenada, o al me- nos en una sociedad casi justa. Es necesario contemplar esta doctrina desde el punto de vista de las per- sonas en la posición original. Existen dos problemas interrelacionados que han de considerarse. El primero consiste en que, habiendo elegido los prin- cipios para las personas, éstas han de establecer las directrices para evaluar la fuerza de los deberes y de las obligaciones naturales y en particular, la fuerza del deber de obedecer una constitución justa, y uno de sus procedi- mientos básicos, el de la regla de mayorías. El segundo problema es encon- trar unos principios razonables para tratar las situaciones injustas, o las si- tuaciones en las que la obediencia a los principios justos es solamente parcial. Parece que, dadas las suposiciones que caracterizan una sociedad casi justa, los grupos aceptarían las presunciones (previamente discutidas) que especifican cuándo está justificada la desobediencia civil. Los grupos re- conocerían que estas normas establecen cuándo es apropiada esta forma de disidencia. El hacer esto indicaría el peso del deber natural de justicia en un caso especial importante, y tendería a favorecer la realización de la justicia por medio de la sociedad, reforzando la autoestimación personal por toda la sociedad, así como el respeto a los demás. Tal como lo destaca la doctrina contractual, los principios de justicia son los principios de cooperación vo- EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 349 Iuntaria entre iguales. El negarle a alguien la justicia es también negarse a reconocerle como igual (alguien ante quien estaríamos dispuestos a limitar nuestras acciones por principios que elegiríamos en una situación de igual- dad que es justa), o manifestar nuestra voluntad a explotar las contingen- cias de la fortuna natural y de la casualidad en nuestro propio beneficio. En uno u otro caso la injusticia deliberada invita a la sumisión o a la resistencia. La sumisión produce el desprecio de aquellos que perpetúan la injusticia y confirma su intención, mientras que la resistencia rompe los lazos de la co- munidad. Si, después de un periodo decente para hacer las apelaciones polí- ticas razonables en forma normal los ciudadanos tuviesen que expresar su inconformidad por medio de la desobediencia civil, cuando haya infraccio- nes de la libertades básicas, parece que estas libertades quedarian más se- guras y no menos seguras. Por tanto, las partes aceptarían las condiciones que definen la desobediencia civil justificada, como medio de establecer, den- tro de los límites de la fidelidad a la ley, un último recurso para mantener la estabilidad de una constitución justa. Aunque este modo de acción es, estric- tamente hablando, contrario a la ley, es un medio moral correcto de mante- ner un régimen constitucional. En un examen más extenso se supone que puede darse la misma explica- ción para las condiciones que justifican la objeción de conciencia (suponien- do, de nuevo, que el contexto sea el de un Estado casi justo). Sin embargo, no discutiremos aquí tales condiciones. Me gustaría, por el contrario, subrayar que la teoría constitucional sobre la desobediencia civil descansa exclusiva» mente sobre una concepción de la justicia; hasta los rasgos de publicidad y de no violencia se explican también sobre esta base, y lo mismo ocurre con la explicación acerca de la objeción de conciencia, aunque ello requiere una elaboración más depurada de la doctrina contractual. En ningún caso se ha hecho referencia a otros principios que a los políticos; las concepciones reli- giosas o pacifistas no son fundamentales. Aunque quienes participan en la desobediencia civil son impulsados a menudo por tales convicciones, no hay una conexión necesaria entre éstas y la desobediencia civil, ya que esta forma de acción política puede interpretarse como medio de apelar al sentido de jus- ticia de la comunidad. Es una invocación de los principios reconocidos de cooperación entre iguales. Siendo una apelación a la base moral de la vida cí- vica, es un acto político y no religioso, que se basa en los principios de justi- cia de sentido común que los hombres se exigen unos a otros, y no en afir- maciones de fe religiosa y de amor que no pueden exigir que sean aceptadas por todos. Con esto, no quiero decir que las concepciones no políticas no tengan validez; de hecho, pueden ratificar nuestros juicios y apoyar muestro modo de actuar por medios que sabemos justos. Sin embargo, no son estos principios, sino los principios de justicia los términos fundamentales de la cooperación social entre personas libres e iguales, los que subyacen en la 350 INSTITUCIONES constitución. Tal como ha sido definida la desobediencia civil, no requiere una base sectaria, sino que se deriva de la concepción pública de la justicia que caracteriza a una sociedad democrática. Entendida de este modo, la concep- ción de la desobediencia civil es una parte de la teoría del libre gobierno. Una diferencia entre el constitucionalismo medieval y el moderno es que en el primero la supremacía de la ley no estaba asegurada por controles ins- titucionales establecidos. El freno al gobernante que en sus juicios y edictos se oponía al sentido de justicia de la comunidad estaba limitado en su ma- yor parte al derecho de resistencia por toda o una parte de la sociedad. Hasta este derecho, sin embargo, parece no haber sido interpretado como un acto de la comunidad; en el caso de un soberano injusto, simplemente se le depo- nía.” Por tanto, en la Edad Media se carecía de las ideas básicas del actual gobierno constitucional, la idea de un soberano con una autoridad final y la institucionalización de su autoridad a través de elecciones, parlamentos y otras formas constitucionales. Ahora bien, del mismo modo que la moderna teoría del gobierno constitucional se edifica sobre la medieval, la teoría de la desobediencia civil complementa la concepción puramente legal de demo- cracia constitucional. Intenta formular las bases sobre las que se puede des- obedecer a una autoridad democráticamente legítima, por medios que, aun- que reconocidamente contrarios a la ley, expresan no obstante una fidelidad a la ley y una apelación a los principios políticos fundamentales de un régi- men democrático. Por tanto, a las formas legales del constitucionalismo po- demos añadir ciertos tipos de protesta ilegal que no violan los objetivos de una constitución democrática, en vista de los principios que guían a los disi- dentes. Lo que he intentado mostrar es cómo estos principios pueden ser jus- tificados por la doctrina contractual. Algunos pueden objetar esta teoría de la desobediencia civil diciendo que es un tanto irreal. Presupone que la mayoría tiene un sentido de la justicia; y puede objetarse que los sentimientos morales no tienen excesiva fuerza política. Lo que mueve a los hombres son diversos intereses: el afán de po- der, prestigio, riqueza etc. Aunque son fértiles en argumentos morales para apoyar sus exigencias, entre una situación y otra sus opiniones no encajan en una concepción coherente de la justicia. Por el contrario, sus opiniones son piezas ocasionales calculadas para promover ciertos tipos de intereses. Sin duda hay mucho de verdad en esta idea, y en algunas sociedades es más cierto que en otras. Pero la cuestión fundamental es la fuerza relativa de las tendencias que se oponen al sentido de justicia y saber si este sentido de la justicia es tan fuerte que pueda ser invocado de modo eficaz, Algunos breves comentarios aclararán estas consideraciones. En primer * Véase J. H. Franklin, ed., Conslilulionalism and Resistancein the Síxteenth Century(Pogasus» Nueva York, 1969), en la introducción, pp. 11-15. EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 353 ca de la justicia, y una explicación de la aplicación de sus principios a los pro- blemas sociales. Hasta cierto punto, es mejor que la ley y su interpretación sean fijadas, a que sean fijadas correctamente. Por tanto, puede objetarse que la anterior explicación no determina quién ha de decir cuándo se dan las circunstancias que justifican la desobediencia civil, lo que invita a la anarquía, alentando a todos a decidir por sí mismos ya abandonar la interpretación pública de los principios políticos. La réplica a esta objeción es que cada quien ha de tomar su propia decisión, pues aunque, las personas suelen pedir ayu- da y consejo, y aceptan las indicaciones de aquellos que poseen autoridad cuando les parece razonable, siempre son responsables de sus actos. No pode- mos eludir nuestra responsabilidad y trasmitir a los demás nuestra carga de la culpa. Esto es cierto en cualquier teoría acerca del deber y la obligación política que sea compatible con los principios de una constitución democrá- tica. El ciudadano es autónomo, y sin embargo es responsable de lo que ha- ce ($ 78). Si normaJmente consideramos que hemos de obedecer la ley, ello se debe a que nuestros principios políticos normalmente nos llevan a esta con- clusión. En un estado próximo a la justicia hay una presunción en favor de la obediencia, en ausencia de graves razones para lo contrario. Las muchas de- cisiones libres y razonadas de las personas se adaptan conjuntamente en un régimen político ordenado. Pero aunque cada quien haya de decidir por sí solo si las circunstancias justifican la desobediencia civil, de allí no se sigue que cada quien puede decidir como le plazca. No hemos de tomar nuestras decisiones considerando nuestros intereses personales, o nuestras lealtades políticas estrechamente in- terpretadas. Para actuar autónoma y responsablemente, el ciudadano debe atender a los principios políticos que subyacen y guían la interpretación de la constitución. Debe averiguar cómo han de ser aplicados estos principios en las circunstancias presentes. Si después de la debida consideración, llega a la conclusión de que la desobediencia civil está justificada y actúa conforme a ello, estará actuando por motivos de conciencia, y aunque pueda incurrir en un error, no habrá hecho su simple voluntad. La teoría del deber y la obli- gación política nos permite establecer estas distinciones. Hay aquí ciertos paralelos con las conclusiones y las interpretaciones ge- nerales de las ciencias. También allí son todos autónomos y sin embargo responsables. Hemos de evaluar las teorías y las hipótesis a la luz de la evi- dencia, mediante principios públicamente reconocidos. Cierto que hay obras que hacen autoridad, pero éstas resumen el consenso de muchas personas, que deciden por sí mismas. La ausencia de una autoridad final que decida, y la de una interpretación oficial que todos deben aceptar no origina confusión, sino que es una condición necesaria para el avance teórico. Los iguales que aceptan y aplican principios razonables no necesitan un superior ya estable- cido. A Ja pregunta de ¿quién ha de decidir?, la respuesta es: han de decidir 354 INSTITUCIONES todos, preguntándose a sí mismos. Con sensatez, urbanidad y buena fortina> a menudo se logra el resultado deseado. Por tanto, en una sociedad democrática, se reconoce que cada ciudadano es responsable de su interpretación de los principios de justicia, y de su con'- ducta a la luz de estos principios. No puede haber una interpretación legal o socialmente aprobada de estos principios que siempre nos obligue moral- mente, ni aunque provenga de un tribunal supremo o de la legislatura. En realidad, cada agencia constitucional, la legislatura, el ejecutivo y los tribuna- les ofrecen su propia interpretación de la constitución, y los ideales políti- cos que la imbuyan.** Aunque un tribunal tenga la última palabra en la solu- ción de un caso concreto, no es inmune a las influencias políticas que pueden exigir una revisión de su interpretación de la constitución. El tribunal expo- ne su doctrina con razones y argumentos; su concepción de la constitución ha de persuadir a la mayoría de los ciudadanos de su verdad. El último tri- bunal de apelación no es un tribunal, ni el ejecutivo, ni la asamblea legisla- tiva, sino el electorado en su totalidad. Los que incurren en desobediencia civil apelan a este cuerpo. No hay peligro de anarquía en tanto haya sufi- cientes acuerdos activos entre las concepciones de justicia de los ciudada- nos y se respeten las condiciones necesarias para recurrir a la desobediencia civil. El que los hombres puedan llegar a tal acuerdo y respetar estos límites cuando se mantienen las libertades políticas fundamentales, es algo implíci- to en un régimen democrático. No hay medio de evitar por completo el peli- gro de una lucha divisoria, como tampoco podemos desechar la posibilidad de una profunda controversia científica. Empero, si la desobediencia civil jus* tincada parece amenazar la concordia cívica, la responsabilidad no recae ert los que protestan, sino en aquellos cuyo abuso de poder y de autoridad jus” tífica tal oposición, porque emplear el aparato coercitivo del Estado para man- tener instituciones manifiestamente injustas es una forma de fuerza ilegiti- ma a la que los hombres tienen derecho a resistir. Con estas observaciones hemos llegado al final de nuestro análisis del contenido de los principios de justicia. A lo largo de toda esta parte he trata- do de describir un esquema de instituciones que satisfaga estos principios! y de indicar cómo surgen los deberes y las obligaciones. Todo ello es necesa* rio para ver si la teoría de la justicia aquí planteada concuerda con nuestros juicios considerados y los proyecta de un modo aceptable. Necesitamos com- probar si define una concepción política viable y si nos ayuda a enfocar nues- tras reflexiones sobre los problemas morales más pertinentes y básicos. La explicación en esta parte aún es sumamente abstracta, pero espero haber de< do alguna guía sobre cómo se aplican en la práctica los principios de justiciáí 34 Para una exposición de esta idea, con la que me encuentro en deuda, véase A. M. Bickel, The Least Dangerous Branch (Bobb Merrill, Nueva York, 1962), esp. caps, v y vi
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