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Texto transcripción de Homero la odisea, Transcripciones de Lengua y Literatura

Hola cómo están todos Uwu los amo amo a mi novia

Tipo: Transcripciones

2023/2024

Subido el 17/06/2024

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¡Descarga Texto transcripción de Homero la odisea y más Transcripciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! 1 Homero La Odisea 2 Canto I: Concilio de los dioses. Exhortación de Atenea a Telémaco. 1 Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el Ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras. ¡Insensatos! Comiéronse las vacas de Helios, hijo de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa, hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas. 11 Ya en aquel tiempo los que habían podido escapar de una muerte horrorosa estaban en sus hogares, salvos de los peligros de la guerra y del mar; y solamente Odiseo, que tan gran necesidad sentía de restituirse a su patria y ver a su consorte, hallábase detenido en hueca gruta por Calipso, la ninfa veneranda, la divina entre las deidades, que anhelaba tomarlo por esposo. 16 Con el transcurso de los años llegó por fin la época en que los dioses habían decretado que volviese a su patria, a Ítaca, aunque no por eso debía poner fin a sus trabajos, ni siquiera después de juntarse con los suyos. Y todos los dioses le compadecían, a excepción de Poseidón, que permaneció constantemente irritado contra el divinal Odiseo hasta que el héroe no arribó a su tierra. 22 Mas entonces habíase ido aquél al lejano pueblo de los etíopes —los cuales son los postreros de los hombres y forman dos grupos, que habitan respectivamente hacia el ocaso y hacia el orto de Hiperión— para asistir a una hecatombe de toros y de cordero. Mientras aquel se deleitaba presenciando el festín, congregáronse las otras deidades en el palacio de Zeus Olímpico. 28 Y fue el primero en hablar el padre de los hombres y de los dioses, porque en su ánimo tenía presente al ilustre Egisto, a quien dio muerte el preclaro Orestes Agamenonida. Acordándose de él, dijo a los inmortales estas palabras: 32 —¡Oh Dioses! ¡De qué modo culpan los mortales a los númenes! Dicen que las cosas malas les vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras infortunios no decretados por el destino. Así ocurrió a Egisto que, oponiéndose a la voluntad del hado casó con la mujer legítima del Atrida, y mató a éste cuando tornaba a su patria, no obstante que supo la terrible muerte que padecería luego. Nosotros mismos le habíamos enviado a Hermes, el vigilante Argifontes, con el fin de advertirle que no matase a aquél ni pretendiera a su esposa; pues Orestes Atrida tenía que tomar venganza no bien llegara a la juventud y sintiese el deseo de volver a su tierra. Así se lo declaró Hermes; mas no logró persuadirlo, con ser tan excelente el consejo, y ahora Egisto lo ha pagado todo junto. 44 Respondióle Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —¡Padre nuestro, cronida, el más excelso de los que imperan! Aquél yace en la tumba por haber padecido una muerte muy justificada. ¡Así perezca quien obre de semejante modo! Pero se me parte el corazón a causa del prudente y desgraciado Odiseo, que, mucho tiempo ha, padece penas lejos de los suyos, en una isla azotada por las olas, en el centro del mar; isla poblada de árboles, en la cual tiene su mansión una diosa, la hija del terrible Atlante de aquel que conoce todas las profundidades del ponto y sostiene las grandes columnas que separan la tierra y el cielo. La hija de este dios retiene al infortunado y afligido Odiseo, no cejando en su propósito de embelesarlo con tiernas y seductoras palabras para que olvide a Ítaca; mas Odiseo, que está deseoso de ver el humo de su país natal, ya de morir siente anhelos, ¿Y a ti, Zeus 5 la población, mas sin duda lo impiden las deidades, poniendo obstáculos a su retorno; que el divinal Odiseo no desapareció aún de la tierra, pues vive y está detenido en el vasto ponto, en una isla que surge entre las olas, desde que cayó en poder de hombres crueles y salvajes que lo retienen a su despecho. Voy ahora a predecir lo que ha de suceder, según los dioses me lo inspiran en el ánimo y yo creo que ha de verificarse porque no soy adivino ni hábil intérprete de sueños: aquel no estará largo tiempo fuera de su patria, aunque lo sujeten férreos vínculos; antes hallará algún medio para volver, ya que es ingenioso en sumo grado. 206 Mas, ¡ea! habla y dime con sinceridad si eres el hijo del propio Odiseo. Eres pintiparado a él así en la cabeza como en los bellos ojos; y bien lo recuerdo, pues nos reuníamos a menudo antes de que se embarcara para Troya, adonde fueron los príncipes argivos en las cóncavas naves. Desde entonces ni yo he visto a Odiseo ni él a mi. 213 Contestóle el prudente Telémaco: —Voy a hablarte oh huésped, con gran sinceridad. Mi madre afirma que soy hijo de aquél, y no sé más; que nadie consiguió conocer por sí su propio linaje. ¡Ojalá que fuera vástago de un hombre dichoso que envejeciese en su casa, rodeado de sus riquezas!; mas ahora dicen que desciendo, ya que me lo preguntas, del más infeliz de los mortales hombres. 221 Replicóle Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —Los dioses no deben de haber dispuesto que tu linaje sea oscuro, cuando Penelopea te ha parido cual eres. Mas, ea, habla y dime con franqueza: ¿Qué comida, qué reunión es esta y qué necesidad tienes de darla? ¿Se celebra convite o casamiento? que no nos hallamos evidentemente en un festín a escote. Paréceme que los que comen en el palacio con tal arrogancia ultrajan a alguien; pues cualquier hombre sensato se indignaría al presenciar sus muchas torpezas. 230 Contestóle el prudente Telémaco: —¡Huésped! Ya que tales cosas preguntas e inquieres, sabe que esta casa hubo de ser opulenta y respetada en cuanto aquel varón permaneció en el pueblo. Mudóse después la voluntad de los dioses, quienes, maquinando males, han hecho de Odiseo el más ignorado de todos los hombres; que yo no me afligiera de tal suerte si acabara la vida entre sus compañeros en el país de Troya o en brazos de sus amigos luego que terminó la guerra, pues entonces todos los aqueos le habrían erigido un túmulo y hubiese dejado a su hijo una gloria inmensa. Ahora desapareció sin fama, arrebatado por las Harpías; su muerte fue oculta e ignota; y tan sólo me dejó pesares y llanto. Y no me lamento y gimo únicamente por él, pues los dioses me han enviado otras funestas calamidades. Cuantos próceres mandan en las islas, en Duliquio, en Same y en la selvosa Zacinto, y cuantos imperan en la áspera Ítaca, todos pretenden a mi madre y arruinan nuestra casa. Mi madre ni rechaza las odiosas nupcias ni sabe poner fin a tales cosas, y aquellos comen y agotan mi hacienda, y pronto acabarán conmigo mismo. 252 Contestóle Atenea muy indignada: —¡Oh dioses! ¡Qué falta no te hace el ausente Odiseo, para que ponga las manos en los desvergonzados pretendientes! Si volviera y se mostrara ante el portal de esta casa, con su yelmo, su escudo y sus dos lanzas, como la primera vez que le vi en la mía, bebiendo y recreándose, cuando volvió de Efira, del palacio de Ilo Mermérida —allá fue Odiseo en su velera nave por un veneno mortal con que pudiese teñir las broncíneas flechas; pero Ilo, temeroso de los sempiternos dioses, no se lo procuró y entregóselo mi padre, que le quería muchísimo;— si, pues, mostrándose tal, se encontrara Odiseo con los pretendientes, fuera corta la vida de éstos y bien amargas sus nupcias. Mas está puesto en manos de los dioses si ha de volver y tomar venganza en su palacio, y te exhorto a que desde luego medites como arrojarás de aquí a los pretendientes. Ea, óyeme, si te place, y presta atención a mis palabras. Mañana convoca en el ágora a los héroes aqueos, háblales a todos y sean testigos las propias deidades. Intima a los 6 pretendientes que se separen, yéndose a sus casas; y si a tu madre el ánimo le mueve a casarse, vuelve al palacio de su muy poderoso padre y allí dispondrán las nupcias y le aparejarán una dote tan cuantiosa como debe llevar una hija amada. También a ti te daré un prudente consejo, por si te decidieras a seguirlo: Apresta la mejor embarcación que hallares, con veinte remeros; ve a preguntar por tu padre, cuya ausencia se hace ya tan larga, y quizá algún mortal te hablará del mismo o llegará a tus oídos la fama que procede de Zeus y es la que más difunde la gloria de los hombres. Trasládate primeramente a Pilos e interroga al divinal Néstor; y desde allí ve a Esparta, al rubio Menelao, que ha llegado el potrero de los argivos de broncíneas corazas. Si oyeres decir que tu padre vive y ha de volver, súfrelo todo un año más, aunque estés afligido; pero si te participaren que ha muerto y ya no existe, retorna sin dilación a la patria, erígele un túmulo, hazle las muchas exequias que se le deben, y búscale a tu madre un esposo. Y así que hayas ejecutado y llevado a cumplimiento todas estas cosas, medita en tu mente y en tu corazón cómo matarás a los pretendientes en tu palacio: si con dolo o a la descubierta; porque es preciso que no andes en niñerías, que ya no tienes edad para ello. ¿Por ventura no sabes cuánta gloria ha ganado ante los hombres el divinal Orestes desde que hizo perecer al matador de su padre, al doloso Egisto, que le había muerto a su ilustre progenitor? También tú, amigo, ya que veo que eres gallardo y de elevada estatura, sé fuerte para que los venideros te elogien. Y yo me voy hacia la velera nave y los amigos, que ya deben de estar cansados de esperarme. Cuida de hacer cuanto te dije y acuérdate de mis consejos. 306 Respondióle el prudente Telémaco: —¡Oh, forastero! Me dices estas cosas de una manera tan benévola, como un padre a su hijo, que nunca jamás podré olvidarlas. Pero, ¡ea! aguarda un poco, aunque tengas prisa por irte, y después que te bañes y deleites tu corazón, volverás alegremente a tu nave, llevándote un regalo precioso, muy beIlo, para guardarlo como presente mío, que tal es la costumbre a seguir con los huéspedes amados. 314 Contestóle Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —No me detengas, oponiéndote a mi deseo de irme en seguida. El regalo con que tu corazón quiere obsequiarme, me lo entregarás a la vuelta para que me lo lleve a mi casa: escógelo muy hermoso y será justo que te lo recompense con otro semejante. 319 Diciendo así, partió Atenea, la de ojos de lechuza: fuese la diosa volando como un pájaro, después de infundir en el espíritu de Telémaco valor y audacia, y de avivarle aún más la memoria de su padre. Telémaco, considerando en su mente lo ocurrido, quedóse atónito, porque ya sospechó que había hablado con una deidad. Y aquel varón, que parecía un dios, se fue en seguida hacia los pretendientes. 325 Ante éstos, que le oían sentados y silenciosos, cantaba el ilustre aedo la vuelta deplorable que Palas Atenea había deparado a los aqueos cuando partieron de Troya. 328 La discreta Penelopea, hija de Icario oyó de lo alto de la casa la divinal canción, que le llegaba al alma; y bajó por la larga escalera, pero no sola, pues la acompañaban dos esclavas. Cuando la divina entre las mujeres llegó a donde estaban los pretendientes, detúvose junto a la columna que sostenía el techo sólidamente construido, con las mejillas cubiertas por espléndido velo y una honrada doncella a cada lado. Y arrasándosele los ojos de lágrimas, hablóle así al divinal aedo: 337 —¡Femio! Pues que sabes otras muchas hazañas de hombres y de dioses, que recrean a los mortales y son celebradas por los aedos, cántales alguna de las mismas sentado ahí, en el centro, y óiganla todos silenciosamente y bebiendo vino, pero deja ese canto triste que constantemente me angustia el corazón en el pecho, ya que se apodera de mí un pesar grandísimo que no puedo olvidar. ¡Tal es la persona de quien padezco soledad 7 por acordarme siempre de aquel varón cuya fama es grande en la Hélade y en el centro de Argos! 345 Replicóle el prudente Telémaco: —¡Madre mía! ¿Por qué quieres prohibir al amable aedo que nos divierta como su mente se lo sugiera? No son los aedos los culpables, sino Zeus, que distribuye sus presentes a los varones de ingenio del modo que le place. No ha de increparse a Femio porque canta la suerte aciaga de los dánaos, pues los hombres alaban con preferencia el canto más nuevo que llega a sus oídos. Resígnate en tu corazón y en tu ánimo a oir ese canto, ya que no fue Odiseo el único que perdió en Troya la esperanza de volver; hubo otros muchos que también perecieron. Mas, vuelve ya a tu habitación, ocúpate en las labores que te son propias, el telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se apliquen al trabajo, y de hablar nos cuidaremos los hombres y principalmente yo, cuyo es el mando en esta casa. 360 Volvióse Penelopea, muy asombrada, a su habitación, revolviendo en el ánimo las discretas palabras de su hijo. Y así que hubo subido con las esclavas a lo alto de la casa, lloró a Odiseo, su caro consorte, hasta que Atenea, la de ojos de lechuza, le infundió en los párpados el dulce sueño. 365 Los pretendientes movían alboroto en la obscura sala y todos deseaban acostarse con Penelopea en su mismo lecho. Mas el prudente Telémaco comenzó a decirles: 368 —¡Pretendientes de mi madre que os portáis con orgullosa insolencia! Gocemos ahora del festín y cesen vuestros gritos; pues es muy hermoso escuchar a un aedo como este tan parecido por su voz a las propias deidades. Al romper el alba, nos reuniremos en el ágora para que yo os diga sin rebozo que salgáis del palacio: disponed otros festines y comeos vuestros bienes, convidándoos sucesiva y recíprocamente en vuestras casas. Mas si os pareciese mejor y más acertado destruir impunemente los bienes de un solo hombre, seguid consumiéndolos; que yo invocaré a los sempiternos dioses, por si algún día nos concede Zeus que vuestras obras sean castigadas, y quizás muráis en este palacio sin que nadie os vengue. 381 Así dijo: y todos se mordieron los labios, admirándose de que Telémaco les hablase con tanta audacia. 383 Pero Antínoo, hijo de Eupites, le repuso diciendo: —¡Telémaco! Son ciertamente los mismos dioses quienes te enseñan a ser grandílocuo y a arengar con audacia, mas no quiera el Cronión que llegues a ser rey de Ítaca, rodeada por el mar, como te corresponde por el linaje de tu padre. 388 Contestóle el prudente Telémaco: —¡Antínoo! ¿Te enojarás acaso por lo que voy a decir? Es verdad que me gustaría serlo, si Zeus me lo concediera. ¿Crees por ventura que el reinar sea la peor desgracia para los hombres? No es malo ser rey, porque su casa se enriquece pronto y su persona se ve más honrada. Pero muchos príncipes aqueos, entre jóvenes y ancianos viven en Ítaca, rodeada por el mar: reine cualquiera de ellos, ya que murió el divinal Odiseo, y yo seré señor de mi casa y de los esclavos que éste adquirió para mí, como botín de guerra. 399 Respondióle Eurímaco, hijo de Polibo: —¡Telémaco! Está puesto en mano de los dioses cuál de los aqueos ha de ser el rey de Ítaca, rodeada por el mar; pero tú sigue disfrutando de tus bienes, manda en tu palacio y jamás, mientras Ítaca sea habitada, venga hombre alguno a despojarte de tus riquezas contra tu querer. Y ahora, óptimo Telémaco, deseo preguntarte por el huésped. ¿De dónde vino tal sujeto? ¿De qué tierra se gloria de ser? ¿En qué país se hallan su familia y su patria? ¿Te ha traído noticias de la vuelta de tu padre o ha llegado con el único propósito de cobrar alguna deuda? ¿Cómo se levantó y se 10 Odiseo, aguardad, para instar mis bodas, que acabe este lienzo (no sea que se me pierdan inútilmente los hilos), a fin de que tenga sudario el héroe de Laertes cuando le sorprenda la Parca de la aterradora muerte. ¡No se me vaya a indignar alguna de las aqueas del pueblo, si ve enterrar sin mortaja a un hombre que ha poseído tantos bienes!» 103 Así dijo, y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Desde aquel instante pasaba el día labrando la gran tela, y por la noche, tan luego como se alumbraba con las antorchas, deshacía lo tejido. De esta suerte logró ocultar el engaño y que sus palabras fueran creídas por los aqueos durante un trienio; mas, así que vino el cuarto año y volvieron a sucederse las estaciones, nos lo reveló una de las mujeres, que conocía muy bien lo que pasaba, y sorprendímosla cuando destejía la espléndida tela. Así fue como, mal de su grado, se vio en la necesidad de acabarla. 111 Oye, pues, lo que te responden los pretendientes, para que lo alcance tu ingenio y lo sepan también los aqueos todos. Haz que tu madre vuelva a su casa, y ordénale que tome por esposo a quien su padre le aconseje y a ella le plazca. Y si atormentare largo tiempo a los aqueos, confiando en las dotes que Atenea le otorgó en tal abundancia (ser diestra en labores primorosas, gozar de buen juicio y valerse de astucias que jamás hemos oído decir que conocieran las anteriores aqueas Tiro, Alcmena y Micene, la de hermosa diadema, pues ninguna concibió pensamientos semejantes a los de Penelopea), no se habrá decidido por lo más conveniente, ya que tus bienes y riquezas serán devorados mientras siga con las trazas que los dioses le infundieron en el pecho. Ella ganará ciertamente mucha fama, pero a ti te quedará tan sólo la añoranza de los copiosos bienes que hayas poseído: y nosotros ni volveremos a nuestros negocios, ni nos llevaremos a otra parte, hasta que Penelopea no se haya casado con alguno de los aqueos. 129 Contestóle el prudente Telémaco: —¡Antínoo! No es razón de que eche de mi casa, contra su voluntad, a la que me dio el ser y me ha criado. Mi padre quizás esté vivo en otra tierra, quizás haya muerto; pero me será gravoso haber de restituir a Icario muchísimas cosas si voluntariamente le envío mi madre. Y entonces no sólo padeceré infortunios a causa de la ausencia de mi padre, sino que los dioses me causarán otros; pues mi madre, al salir de la casa, imprecará las odiosas Erinies y caerá sobre mi la indignación de los hombres. Jamás, por consiguiente, daré yo semejante orden. Si os indigna el ánimo de lo que ocurre, salid del palacio, disponed otros festines y comeos vuestros bienes, convidándoos sucesiva y recíprocamente en vuestras casas. Pero si os parece mejor y más acertado destruir impunemente los bienes de un solo hombre, seguid consumiéndolos; que yo invocaré a los sempiternos dioses por si algún día nos concede Zeus que vuestras obras sean castigadas, y quizás muráis en este palacio sin que nadie os vengue. 146 Así habló Telémaco; y el largovidente Zeus envióle dos águilas que echaron a volar desde la cumbre de un monte. Ambas volaban muy juntas, con las alas extendidas, y tan rápidas como el viento; y al hallarse en medio de la ruidosa ágora anduvieron volteando ligeras, batiendo las tupidas alas; miráronles a todos a la cabeza como presagio de muerte, desgarráronse con las uñas la cabeza y el cuello, y se lanzaron hacia la derecha por cima de las casas y a través de la ciudad. Quedáronse todos los presentes muy admirados de ver con sus propios ojos las susodichas aves y pensaban en sus adentros que fuera lo que tenía que suceder; cuando el anciano héroe Haliterses Mastórida, el único que se señalaba entre los de su edad en conocer los augurios y explicar las cosas fatales, les arengó con benevolencia, diciendo: 161 —Oíd, itacenses lo que os voy a decir, aunque he de referirme de un modo especial a los pretendientes. Grande es el infortunio que a estos les amenaza, porque Odiseo 11 no estará mucho tiempo alejado de los suyos, sino que ya quizás se halla cerca y les apareja a todos la muerte y el destino; y también les ha de venir daño a muchos de los que moran en Ítaca que se ve de lejos. Antes de que así ocurra, pensemos cómo les haríamos cesar de sus demasías, o cesen espontáneamente, que fuera lo más provechoso para ellos mismos. Pues no lo vaticino sin saberlo, sino muy enterado; y os aseguro que al héroe se le ha cumplido todo lo que yo le declaré, cuando los argivos se embarcaron para Ilión y fuese con ellos el ingenioso Odiseo. «Díjele entonces que, después de pasar muchos males y de perder sus compañeros tornaría a su patria en el vigésimo año sin que nadie le conociera»; y ahora todo se va cumpliendo. 177 Respondióle Eurímaco, hijo de Polibo: —¡Oh, anciano! Vuelve a tu casa y adivínales a tus hijos lo que quieras, a fin de que en lo sucesivo no padezcan ningún daño, mas en estas cosas sé yo vaticinar harto mejor que tu. Muchas aves se mueven debajo de los rayos del sol, pero no todas son agoreras; Odiseo murió lejos de nosotros, y tu debieras haber perecido con él y así no dirías tantos vaticinios ni incitarías al irritado Telémaco, esperando que mande algún presente a tu casa. Lo que ahora voy a decir se cumplirá: si tú, que conoces muchas cosas antiquísimas, engañares con tus palabras a ese hombre más mozo y le incitaras a que permanezca airado, primeramente será mayor su aflicción, pues no por las predicciones le será dable proceder de otra suerte; y a ti, oh anciano, te impondremos una multa para que te duela el pagarla y te cause grave pesar. Yo mismo, delante de todos vosotros, daré a Telémaco un consejo: ordene a su madre que vuelva a la casa paterna y allí le dispondrán las nupcias y le aparejarán una dote tan cuantiosa como debe llevar una hija amada. No creo que hasta entonces desistamos los jóvenes aqueos de nuestra laboriosa pretensión, porque no tememos absolutamente a nadie, ni siquiera a Telémaco a pesar de su facundia; ni nos curamos de la vana profecía que nos haces y por la cual has de sernos aún más odioso. Sus bienes serán devorados de la peor manera, como hasta aquí sin que jamás se le resarza el daño, en cuanto ella entretenga a los aqueos con diferir la boda. Y nosotros, esperando día tras día, competiremos unos con otros por sus eximias prendas y no nos dirigiremos a otras mujeres que nos pudieran convenir para casarnos. 208 Contestóle el prudente Telémaco: —¡Eurímaco y cuantos sois ilustres pretendientes! No os he de suplicar ni arengar más acerca de esto, porque ahora ya están enterados los dioses y los aqueos todos. Mas, ea, aprestadme una embarcación muy velera y veinte compañeros que me abran camino acá y acullá del ponto. Iré a Esparta y a la arenosa Pilos a preguntar por el regreso de mi padre, cuya ausencia se hace ya tan larga; y quizás algún mortal me hablará de él o llegará a mis oídos la fama que procede de Zeus y es la que más difunde la gloria de los hombres. Si oyere decir que mi padre vive y ha de volver, lo sufriré todo un año más, aunque estoy afligido; pero si me participaren que ha muerto y ya no existe, regresaré sin dilación a la patria, le erigiré un túmulo, le haré las muchas exequias que se le deben, y a mi madre, le buscaré un esposo. 224 Cuando así hubo hablado, tomó asiento. Entonces levantóse Méntor, el amigo del preclaro Odiseo (éste, al embarcarse, le había encomendado su casa entera para que los suyos obedeciesen al anciano y él se lo guardara todo y lo mantuviese en Pie) y benévolo les arengó del siguiente modo: 229 —Oíd, itacenses, lo que os voy a decir. Ningún rey que empuñe cetro sea benigno, ni blando, ni suave, ni ocupe la mente en cosas justas; antes, al contrario, obre siempre con crueldad y lleve a cabo acciones nefandas; ya que nadie se acuerda del divinal Odiseo entre los ciudadanos sobre los cuales reinaba con blandura de padre. Y no aborrezco 12 tanto a los orgullosos pretendientes por la violencia con que proceden, llevados de sus malos intentos (pues si devoran la casa de Odiseo, ponen en aventura sus cabezas y creen que el héroe ya no ha de volver), como me indigno contra la restante población al contemplar que permanecéis sentados y en silencio, sin que intentéis, sin embargo de ser tantos, refrenar con vuestras palabras a los pretendientes, que son pocos. 242 Respondióle Leócrito Evenórida: —¡Méntor perverso e insensato! ¡Qué dijiste! ¡Incitarles a que nos hagan desistir! Dificultoso les sería, y hasta a un número mayor de hombres, luchar con nosotros para privarnos de los banquetes. Pues si el mismo Odiseo de Ítaca, viniendo en persona, encontrase a los ilustres pretendientes comiendo en el palacio y resolviera en su corazón echarlos de su casa, no se alegraría su esposa de que hubiese vuelto, aunque mucho lo desea, porque allí mismo recibiría el héroe indigna muerte si osaba combatir con tantos varones. En verdad que no has hablado como debías. Mas, ea, separaos y volved a vuestras ocupaciones. Méntor y Haliterses, que siempre han sido amigos de Telémaco por su padre, le animarán para que emprenda el viaje; pero se me figura que, permaneciendo quieto durante mucho tiempo, oirá en Ítaca las noticias que vengan y jamás hará semejante viaje. 257 Así dijo, y al punto disolvió el ágora. Dispersáronse todos para volver a sus respectivas casas y los pretendientes enderezaron su camino a la morada del divinal Odiseo. 260 Telémaco se alejó hacia la playa y, después de lavarse las manos en el espumoso mar, oró a Atenea, diciendo: 262 —¡Oyeme, oh numen que ayer viniste a mi casa y me ordenaste que fuese en una nave por el obscuro ponto en busca de noticias del regreso de mi padre, cuya ausencia se hace ya tan larga! A todo se oponen los aqueos y en especial los en mal hora ensoberbecidos pretendientes. 267 Así dijo rogando. Acercósele Atenea, que había tomado el aspecto y la voz de Méntor, y le dijo estas aladas palabras: 270 —¡Telémaco! No serás en lo sucesivo ni cobarde ni imprudente, si has heredado el buen ánimo que tu padre tenía para llevar a su término acciones y palabras; si así fuere, el viaje no lo harás en vano, ni quedará por hacer. Mas, si no eres hijo de aquél y de Penelopea, no creo que llegues a efectuar lo que anhelas. Contados son los hijos que se asemejan a sus padres, los más salen peores, y tan solamente algunos los aventajan. Pero tú, como no serás en lo futuro ni cobarde ni imprudente, ni te falta del todo la inteligencia de Odiseo, puedes concebir la esperanza de dar fin a tales obras. No te dé cuidado, pues, lo que resuelvan o mediten los insensatos pretendientes; que éstos ni tienen cordura ni practican la justicia, y no saben que se les acerca la muerte y la negra Parca para que todo, acaben en un mismo día. 285 Ese viaje que anhelas no se diferirá largo tiempo: soy tan amigo tuyo por tu padre, que aparejaré una velera nave y me iré contigo. Vuelve a tu casa, mézclate con los pretendientes y ordena que se dispongan provisiones en las oportunas vasijas, echando el vino en ánforas y la harina, que es la sustentación de los hombres, en fuertes pellejos; y mientras tanto juntaré, recorriendo la población, a los que voluntariamente quieran acompañarte. Muchas naves hay, entre nuevas y viejas, en Ítaca rodeada por el mar: después de registrarlas, elegiré para ti la que sea mejor y luego que esté equipada la entregaremos al anchuroso ponto. 296 Así habló Atenea, hija de Zeus: y Telémaco no demoró mucho tiempo después que hubo escuchado la voz de la deidad. Fuese a su casa con el corazón afligido, y halló a los soberbios pretendientes que desollaban cabras y asaban puercos cebones en el recinto 15 Canto III: Telémaco viaja a Pilos para informarse sobre su padre. 1 Ya el sol desamparaba el hermosísimo lago, subiendo al broncíneo cielo para alumbrar a los inmortales dioses y a los mortales hombres sobre la fértil tierra; cuando Telémaco y los suyos llegaron a Pilos, la bien construida ciudad de Neleo, y hallaron en la orilla del mar a los habitantes, que inmolaban toros de negro pelaje al que sacude la tierra, al dios de cerúlea cabellera. Nueve asientos había, y en cada uno estaban sentados quinientos hombres y se sacrificaban nueve toros. Mientras los pilios quemaban los muslos para el dios, después de probar las entrañas, los de Ítaca tomaron puerto, amainaron las velas de la bien proporcionada nave, ancláronla y saltaron en tierra. Telémaco desembarcó precedido por Atenea. Y la deidad de ojos de lechuza rompió el silencio con estas palabras: 14 —¡Telémaco! Ya no te cumple mostrar vergüenza en cosa alguna, habiendo atravesado el ponto con el fin de saber noticias de tu padre: qué tierra lo tiene oculto y qué suerte le ha cabido. Ea, ve directamente a Néstor, domador de caballos, y sepamos qué guarda allá en su pecho. Ruégale tú mismo que sea veraz, y no mentirá, porque es muy sensato. 21 Repuso el prudente Telémaco: —¡Méntor! ¿Cómo quieres que yo me acerque a él, cómo puedo ir a saludarle? Aun no soy práctico en hablar con discreción y da vergüenza que un joven interroge a un anciano. 25 Díjole Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —¡Telémaco! Discurrirás en tu mente algunas cosas y un numen te sugerirá las restantes pues no creo que tu nacimiento y tu crianza se haya efectuado contra la voluntad de los dioses. 29 Cuando así hubo hablado, Palas Atenea caminó a buen paso y Telémaco fue siguiendo las pisadas de la deidad. Llegaron adonde estaba la junta de los varones pilios en los asientos: allí se había sentado Néstor con sus hijos y a su alrededor los compañeros preparaban el banquete, ya asando carne, ya espetándola en los asadores. Y apenas vieron a los huéspedes, adelantáronse todos juntos, los saludaron con las manos y les invitaron a sentarse. Pisístrato Nestórida fue el primero que se les acercó, y asiéndolos de la mano, los hizo sentar para el convite en unas blancas pieles, sobre la arena del mar, cerca de su hermano Trasimedes y de su propio padre. En seguida dioles parte de las entrañas echó vino en una copa de oro y ofreciéndosela a Palas Atenea, hija de Zeus que lleva la égida, así le dijo: 43 —¡Forastero! Eleva tus preces al soberano Poseidón, ya que al venir acá os habéis encontrado con el festín que en su honor celebramos. Mas tan pronto como hicieres la libación y hubieres rogado, como es justo, dale a ése la copa de dulce vino para que lo libe también, pues supongo que ruega asimismo a los inmortales; ya que todos los hombres están necesitados de los dioses. Pero por ser el más joven —debe de tener mis años— te daré primero a ti la áurea copa. 51 En diciendo esto, púsole en la mano la copa de dulce vino. Atenea holgóse de ver la prudencia y la equidad del varón que le daba la copa de oro a ella antes que a Telémaco. Y al punto hizo muchas súplicas al soberano Poseidón. 55 —¡Oyeme, Poseidón, que circundas la tierra! No te niegues a llevar a cabo lo que ahora te pedimos. Ante todas cosas llena de gloria a Néstor y a sus vástagos; dales a los pilios grata recompensa por tan ínclita hecatombe y concede también que Telémaco y yo no nos vayamos sin lograr el intento que nos trajo en la veloz nave negra. 62 Tal fue su ruego, y ella misma cumplió lo que acababa de pedir. Entregó en seguida la hermosa copa doble a Telémaco, y el caro hijo de Odiseo oró de semejante 16 manera. Asados ya los cuartos delanteros, retirándolos, dividiéronlos en partes y celebraron un gran banquete. Y cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Néstor, el caballero gerenio, comenzó a decirles: 69 —Esta es la ocasión más oportuna para interrogar a los huéspedes e inquirir quiénes son, ahora que se han saciado de comida. «¡Forasteros! ¿Quienes sois? ¿De dónde llegasteis, navegando por húmedos caminos? ¿Venís por algún negocio o andáis por el mar, a la ventura, como los piratas que divagan, exponiendo su vida y produciendo daño a los hombres de extrañas tierras?» 75 Respondióle el prudente Telémaco, muy alentado, pues la misma Atenea le infundió audacia en el pecho para que preguntara por el ausente padre y adquiriera gloriosa fama entre los hombres: 79 —Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Preguntas de dónde somos. Pues yo te lo diré. Venimos de Ítaca, situada al pie del Neyo, y el negocio que nos trae no es público, sino particular. Ando en pos de la gran fama de mi padre, por si oyere hablar del divino y paciente Odiseo, el cual según afirman, destruyo la ciudad troyana combatiendo contigo. De todos los que guerrearon contra los teucros sabemos dónde padecieron deplorable muerte; pero el Cronión ha querido que la de aquél sea ignorada: nadie puede indicarnos claramente dónde pereció, ni si ha sucumbido en el continente, por mano de enemigos, o en el piélago, entre las ondas de Anfitrite. Por esto he venido a abrazar tus rodillas, por si quisieras contarme la triste muerte de aquél, ora la hayas visto con tus ojos, ora te la haya relatado algún peregrino, que muy sin ventura le parió su madre. Y nada atenúes por respeto o compasión que me tengas; al contrario, entérame bien de lo que hayas visto. Yo te lo ruego: si mi padre, el noble Odiseo, te cumplió algún día la palabra que te hubiese dado, o llevó a su término una acción que te hubiera prometido, allá en el pueblo de los troyanos donde tantos males padecisteis los aqueos; acuérdate de ello y dime la verdad de lo que te pregunto. 102 Respondióle Néstor, el caballero gerenio: —¡Oh amigo! Me traes a la memoria calamidades que en aquel pueblo padecimos los aqueos, indomables por el valor, unas veces vagando en las naves por el sombrío ponto hacia donde nos llevaba Aquileo en busca de botín y otras combatiendo alrededor de la gran ciudad del rey Príamo. Allí recibieron la muerte, los mejores capitanes: allí yace el belicoso Ayante; allí, Aquileo; allí, Patroclo, consejero igual a los dioses; allí, mi amado hijo fuerte y eximio, Antíloco, muy veloz en el correr y buen guerrero. Padecimos, además, muchos infortunios. ¿Cuál de los mortales hombres podría referirlos totalmente? Aunque, deteniéndote aquí cinco o seis años, te ocuparas en preguntar cuántos males padecieron allá los divinos aqueos, no te fuera posible saberlos todos; sino que, antes de llegar al término, cansado ya, te irías a tu patria tierra. Nueve años estuvimos tramando cosas malas contra ellos y poniendo a su alrededor asechanzas de toda clase y apenas entonces puso fin el Cronión a nuestros trabajos. Allí no hubo nadie que en prudencia quisiese igualarse con el divinal Odiseo, con tu padre, que entre todos descollaba por sus ardides de todo género, si verdaderamente eres tú su hijo, pues me he quedado atónito al contemplarte. Semejantes son, asimismo, tus palabras a las suyas y no se creería que un hombre tan joven pudiera hablar de modo tan parecido. Nunca Odiseo y yo estuvimos discordes al arengar en el ágora o en el consejo; sin que, teniendo el mismo ánimo, aconsejábamos con inteligencia y prudente decisión a los argivos para que todo fuese de la mejor manera. 130 Mas tan pronto como después de haber destruido la excelsa ciudad de Príamo, nos embarcamos en las naves y una deidad dispersó a los aqueos, Zeus tramó en su mente 17 que fuera luctuosa la vuelta de los argivos; que no todos habían sido sensatos y justos, y a causa de ello les vino a muchos una funesta suerte por la perniciosa cólera de la deidad de ojo de lechuza, hija del prepotente padre, la cual suscitó entre ambos Atridas gran contienda. Llamaron al ágora a los aqueos, pero temeraria e inoportunamente —fue al ponerse el sol y todos comparecieron cargados de vino—, y expusiéronle las razones de haber congregado al pueblo. Menelao exhortó a todos los aqueos a que pensaran en volver a la patria por el ancho dorso del mar; cosa que desplugo totalmente a Agamenón pues quería detener al pueblo y aplacar con sacras hecatombes la terrible cólera de Atenea. ¡Oh necio! ¡No alcanzaba que no había de convencerla, porque no cambia de súbito la mente de los sempiternos dioses! así ambos, después de altercar con duras palabras, seguían en pie; y los aqueos, de hermosas grebas, se levantaron, produciéndose un vocerío inmenso, porque uno y otro parecer tenían sus partidarios. Aquella noche la pasamos revolviendo en nuestra inteligencia graves trazas los unos contra los otros, pues ya Zeus nos aparejaba funestas calamidades. Al descubrirse la aurora, echamos las naves al mar divino y embarcamos nuestros bienes y las mujeres de estrecha cintura. La mitad del pueblo se quedó allí con el Atrida Agamenón, pastor de hombres; y los restantes nos hicimos a la mar, pues un numen calmó el ponto, que abunda en grandes cetáceos. No bien llegamos a Ténedos, ofrecimos sacrificios a los dioses con el anhelo de tornar a nuestras casas, pero Zeus aún no tenía ordenada la vuelta y suscitó, ¡oh cruel!, una nueva y perniciosa disputa. Y los que acompañaban a Odiseo, rey prudente y sagaz, se volvieron en los corvos bajeles para complacer nuevamente a Agamenón Atrida. Pero yo, con las naves que juntas me seguían, continué huyendo porque entendí que alguna divinidad meditaba causarnos daño. Huyó también el belicoso hijo de Tideo con los suyos, después de incitarlos a que le siguieran, y juntósenos algo más tarde el rubio Menelao, el cual nos encontró en Lesbos mientras deliberábamos acerca de la larga navegación que nos esperaba, a saber, si pasaríamos por cima de la escabrosa Quíos, hacia la isla de Psiria, para dejar esta última a la izquierda, o por debajo de la primera a lo largo del ventoso Mimante. Suplicamos a la divinidad que nos mostrase alguna señal y nos la dio ordenándonos que atravesáramos el piélago hacia la Eubea, a fin de que huyéramos lo antes posible del infortunio venidero. Comenzó a soplar un sonoro viento, y las naves, surcando con gran celeridad el camino abundante en peces, llegaron por la noche a Geresto: allí ofrecimos a Poseidón buen número de perniles de toro por haber hecho la travesía del dilatado piélago. 180 Ya era el cuarto día cuando los compañeros de Diomedes Tidida, domador de caballos, se detuvieron en Argos con sus bien proporcionadas naves; pero yo tomé la rota de Pilos y nunca me faltó el viento desde que un dios lo envió para que soplase. Así vine, hijo querido, sin saber nada, ignorando cuáles aqueos se salvaron y cuáles perecieron. Mas, cuanto oí referir desde que torné a mi palacio lo sabrás ahora, como es justo; que no debo ocultarte nada. Dicen que han llegado bien los valerosos mirmidones a quienes conducía el hijo ilustre del magnánimo Aquileo, que asimismo aportó con felicidad Filoctetes, hijo preclaro de Peante; y que Idomeneo llevó a Creta todos sus compañeros que escaparon de los combates, sin que el mar le quitara ni uno solo. Del Atrida vosotros habréis oído contar, aunque vivís tan lejos, cómo vino y cómo Egisto le aparejó una deplorable muerte. Pero de lamentable modo hubo de pagarlo. ¡Cuán bueno es para el que muere dejar un hijo! así Orestes se ha vengado del matador de su padre, del doloso Egisto, que le había muerto a su ilustre progenitor. También tú, amigo, ya veo eres gallardo y de elevada estatura, sé fuerte para que los venideros te elogien. 201 Contestóle el prudente Telémaco: —¡Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! 20 lenguas al fuego, pusiéronse de pie e hicieron libaciones. Ofrecidas éstas y habiendo bebido cuanto desearan, Atenea y el deiforme Telémaco quisieron retirarse a la cóncava nave. Pero Néstor los detuvo reprendiéndolos con estas palabras: 346 —Zeus y los otros dioses inmortales nos libren de que vosotros os vayáis de mi lado para volver a la velera nave, como si os fuerais de junto a un varón que carece de ropa; del lado de un pobre, en cuya casa no hay mantos ni gran cantidad de colchas para que él y sus huéspedes puedan dormir blandamente. Pero a mí no me faltan mantos ni lindas colchas. Y el caro hijo de Odiseo no se acostará ciertamente en las tablas de su bajel mientras yo viva o queden mis hijos en el palacio para alojar a los huéspedes que a mi casa vengan. 356 Díjole Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —Bien hablaste, anciano querido, y conviene que Telémaco te obedezca porque es lo mejor que puede hacer. Iráse, pues, contigo para dormir en tu palacio, y yo volveré al negro bajel a fin de animar a los compañeros y ordenarles cuanto sea oportuno. Pues me glorio de ser entre ellos el más anciano, que todos los hombres que vienen con nosotros por amistad son jóvenes y tienen los mismos años que el magnánimo Telémaco. Allí me acostaré en el negro y cóncavo bajel, y al rayar el día, me llegaré a los magnánimos caucones en cuyo país he de cobrar una deuda antigua y no pequeña; y tú, puesto que Telémaco ha venido a tu casa, envíale en compañía de un hijo tuyo y dale un carro, y los corceles que sean más ligeros en el correr y mejores por su fuerza. 371 Dicho esto, partió Atenea la de los ojos de lechuza, cual si fuese águila; y pasmáronse todos al contemplarlo. Admiróse también el anciano cuando lo vio con sus propios ojos y, asiendo de la mano a Telémaco, pronunció estas palabras: 375 —¡Amigo! No temo qué, ya que de tan joven te acompañan y guían los propios dioses. Pues esa deidad no es otra, de la que poseen olímpicas moradas, que la hija de Zeus, la gloriosísima Tritogenea, la que también honraba a tu esforzado padre entre los argivo. Mas tu, oh reina, sénos propicia y danos gloria ilustre a mi, a mis hijos, y a mi venerable consorte; y te sacrificaré una novilla añal de espaciosa frente, que jamás hombre alguno haya domado ni uncido al yugo, inmolándola en tu honor después de verter oro alrededor de sus cuernos. 385 Así dijo rogando, y le oyó Palas Atenea. Néstor, el caballero gerenio, se puso al frente de sus hijos y de sus yernos, y con ellos se encaminó al hermoso palacio. Tan pronto como llegaron a la ínclita morada del rey, sentáronse por orden en sillas y sillones. De allí a poco mezclábales el viejo una cratera de dulce vino el cual había estado once años en una tinaja que abrió, la despensera; mezclábalo, pues, el anciano y, haciendo libaciones, rogaba fervientemente a la hija de Zeus, que lleva la égida. 395 Hechas las libaciones y habiendo bebido todos cuanto les plugo, fueron a recogerse a sus respectivas casas; pero Néstor, el caballero gerenio, hizo que Telémaco, el caro hijo del divinal Odiseo se acostase allí, en torneado lecho, debajo del sonoro pórtico, y que a su lado durmiese el belicoso Pisístrato, caudillo de los hombres, que era en el palacio el único hijo que se conservaba mozo. Y Néstor durmió, a su vez, en el interior de la excelsa morada, donde se hallaba la cama en que su esposa, la reina, le aderezó el lecho. 404 Mas apenas se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, levantóse de la cama Néstor, el caballero gerenio, y fue a tomar asiento en unas piedras muy pulidas, blancas, lustrosas por el aceite, que estaban ante el elevado portón y en ellas se sentaba anteriormente Neleo, consejero igual a los dioses; pero ya éste, vencido por la Parca, se hallaba en el Hades, y entonces quien ocupaba aquel sitio era Néstor, el caballero 21 gerenio, el protector de los aqueos, cuya mano empuñaba el cetro. En torno suyo juntáronse los hijos, que iban saliendo de sus habitaciones —Equefrón, Estratio, Perseo, Areto, Trasimedes igual a un dios, y el héroe Pisístrato, que llegó el sexto—, y juntos acompañaron al deiforme Telémaco y le hicieron sentar cerca del anciano. Entonces comenzó a decirles Néstor, el caballero gerenio: 418 —¡Hijos amados! Cumplid pronto mi deseo, para que sin tardar me haga propicia a Atenea, la cual acudió visiblemente al opíparo festín que celebramos en honor del dios. Ea, uno de vosotros vaya al campo para que el vaquero traiga con la mayor prontitud una novilla; encamínese otro al negro bajel del magnánimo Telémaco y conduzca aquí a todos los compañeros sin dejar mas que dos; y mande otro al orífice Laerces que venga a verter el oro alrededor de los cuernos. Los demás permaneced reunidos y decid a las esclavas que están dentro de la ínclita casa, que preparen un banquete y saquen asientos, leña y agua clara. 430 Así habló, y todos se dispusieron a obedecerle. Vino del campo la novilla, llegaron de junto a la velera y bien proporcionada nave los compañeros del magnánimo Telémaco; presentóse el broncista trayendo en la mano las broncíneas herramientas —el yunque, el martillo y las bien construidas tenazas—, instrumentos de su oficio con los cuales trabajaba el oro; compareció Atenea para asistir al sacrificio; y Néstor, el anciano jinete, dio el oro, y el artífice, después de prepararlo, lo vertió alrededor de los cuernos de la novilla para que la diosa se holgase de ver tal adorno. Estratio y el divinal Equefrón trajeron la novilla asiéndola por las astas; Areto salió de su estancia con un lebrillo floreado, lleno de agua para lavarse, en una mano, y una cesta con la mola en la otra; el intrépido Trasimedes se presentó empuñando aguda segur para herir la novilla; Perseo sostenía el vaso para recoger la sangre; y Néstor, el anciano jinete, comenzó a derramar el agua y a esparcir la mola, y ofreciendo las primicias, oraba con gran fervor a Atenea y arrojaba en el fuego los pelos de la cabeza de la víctima. 447 Hecha la plegaria y esparcida la mola, aquel hijo de Néstor, el magnánimo Trasimedes, dio desde cerca un golpe a la novilla y le cortó con la segur los tendones del cuello, dejándola sin fuerzas; y gritaron las hijas y nueras de Néstor, y también su venerable esposa, Eurídice, que era la mayor de las hijas de Clímeno. Seguidamente alzaron de la espaciosa tierra a la novilla, sostuviéronla en alto y degollóla Pisístrato, príncipe de hombres. Tan pronto como la novilla se desangró y los huesos quedaron sin vigor, la descuartizaron, cortáronle luego los muslos, haciéndolo según el rito, y, después de pringarlos con grasa por uno y otro lado y de cubrirlos con trozos de carne, el anciano los puso sobre la leña encendida y los roció de vino tinto. Cerca de él, unos mancebos tenían en sus manos asadores de cinco puntas. Quemados los muslos, probaron las entrañas, y sin parar dividieron lo restante en pedazos muy pequeños, lo atravesaron con pinchos y lo asaron, sosteniendo con sus manos las puntiagudas varillas. 465 En esto lavaba a Telémaco la bella Policasta, hija menor de Néstor Nelida. Después que lo hubo lavado y ungido con pingüe aceite, vistióle un hermoso manto y una túnica, y Telémaco salió del baño, con el cuerpo parecido al de los inmortales, y fue a sentarse junto a Néstor, pastor de pueblos. 470 Asados los cuartos delanteros, retiráronlos de las llamas, y sentándose todos, celebraron el banquete. Varones excelentes se levantaban a escanciar el vino en áureas copas. Y una vez saciado el deseo de comer y de beber, Néstor, el caballero gerenio, comenzó a decirles: 475 —Ea, hijos míos, aparejad caballos de hermosas crines y uncidlos al carro, para 22 que Telémaco pueda llevar a término su viaje. 477 Así dijo, y ellos le escucharon y obedecieron unciendo prestamente al carro los veloces corceles. La despensera les trajo pan, vino y manjares como los que suelen comer los reyes, alumnos de Zeus. Subió Telémaco al magnífico carro y tras él Pisístrato Nestórida, príncipe de hombres, quien empuñó las riendas y azotó a los caballos para que arrancasen. Y éstos volaron gozosos hacia la llanura, dejando atrás la excelsa ciudad de Pilos y no cesando en todo el día de agitar el yugo. 487 Poníase el sol y las tinieblas empezaban a ocupar los caminos, cuando llegaron a Feras, a la morada de Diocles, hijo de Orsíloco, a quien había engendrado Alfeo. Allí durmieron aquella noche, pues Diocles les dio hospitalidad. 491 Mas, apenas se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, uncieron los corceles, subieron al labrado carro y guiáronlo por el vestíbulo y el pórtico sonoro. Pisístrato azotó a los corceles, para que arrancaran, y éstos volaron gozosos. Y habiendo llegado a una llanura que era un trigal, en seguida terminaron el viaje: ¡con tal rapidez los condujeron los briosos caballos! Y el sol se puso y las tinieblas ocuparon todos los caminos. Canto IV: Telémaco viaja a Esparta para informarse sobre su padre. 1 Apenas llegaron a la vasta y cavernosa Lacedemonia, fuéronse derechos a la mansión del glorioso Menelao y halláronle con muchos amigos, celebrando el banquete de la doble boda de su hijo y de su hija ilustre. A ésta la enviaba el hijo de Aquileo, el que rompía filas de guerreros; pues allá en Troya prestó su asentimiento y prometió entregársela, y los dioses hicieron que por fin las nupcias se llevasen al cabo. Mandábala, pues, con caballos y carros, a la ínclita ciudad de los mirmidones donde aquél reinaba. Y al propio tiempo casaba con una hija de Aléctor, llegada de Esparta, a su hijo, el fuerte Megapentes, que ya en edad madura había procreado en una esclava; pues a Helena no le concedieron las deidades otra prole que la amable Hermíone, la cual tenía la belleza de la áurea Afrodita. 15 Así holgaban en celebrar el festín dentro del gran palacio de elevada techumbre, los vecinos y amigos del glorioso Menelao. Un divinal aedo estábales cantando al son de la cítara y, tan pronto como tocaba el preludio, dos saltadores hacían cabriolas en medio de la muchedumbre. 20 Entonces fue cuando los dos jóvenes, el héroe Telémaco y el preclaro hijo de Néstor, detuvieron los corceles en el vestíbulo del palacio. Violes, saliendo del mismo, el noble Eteoneo, diligente servidor del ilustre Menelao, y fuese por la casa a dar la nueva al pastor de hombres. Y, en llegando a su presencia, le dijo estas aladas palabras: 26 —Dos hombres acaban de llegar, oh Menelao alumno de Zeus. Dos varones que se asemejan a los descendientes del gran Zeus. Dime si hemos de desuncir sus veloces corceles o enviarlos a alguien que les dé amistoso acogimiento. 30 Replicóle, poseído de vehemente indignación, el rubio Menelao: —Antes no eras tan simple, Eteoneo Boetoida; mas ahora dices tonterías como un muchacho. También nosotros, hasta que logramos volver acá, comimos frecuentemente en la hospitalaria mesa de otros varones; y quiera Zeus librarnos de la desgracia para en adelante. Desunce los caballos de los forasteros y hazles entrar a fin de que participen del banquete. 37 Así dijo. Eteoneo salió corriendo del palacio y llamó a otros diligentes servidores 25 183 Así dijo, y a todos les excitó el deseo del llanto. Lloraba la argiva Helena, hija de Zeus, lloraban Telémaco y el Atrida Menelao; y el hijo de Néstor no se quedó con los ojos muy enjutos de lágrimas, pues le volvía a la memoria el irreprensible Antíloco a quien había dado muerte el hijo ilustre de la resplandeciente la Aurora. Y, acordándose del mismo, pronunció estas aladas palabras: 190 —¡Atrida! Decíanos el anciano Néstor siempre que en palacio se hablaba de ti, conversando los unos con los otros, que en prudencia excedes a los demás mortales. Pues ahora pon en práctica, si posible fuere, este mi consejo. Yo no gusto de lamentarme en la cena; pero, cuando apunte la Aurora, hija de la mañana, no llevaré a mal que se llore a aquel que haya muerto en cumplimiento de su destino, porque tan sólo esta honra les queda a los míseros mortales: que los suyos se corten las cabelleras y surquen con lágrimas las mejillas. También murió mi hermano, que no era ciertamente el peor de los argivos; y tu le debiste de conocer —yo ni estuve allá, ni llegué a verle— y dicen que descollaba entre todos, así en la carrera como en las batallas. 203 Respondióle el rubio Menelao: —¡Amigo! Has hablado como lo hiciera un varón sensato que tuviese más edad. De tal padre eres hijo, y por esto te expresas con gran prudencia. Fácil es conocer la prole del hombre a quien el Cronión tiene destinada la dicha desde que se casa o desde que ha nacido: como ahora concedió a Néstor constantemente, todos los días, que disfrute de placentera vejez en el palacio y que sus hijos sean discretos y sumamente hábiles en manejar la lanza. Pongamos fin al llanto que ahora hicimos, tornemos a acordarnos de la cena, y dennos agua a las manos. Y en cuanto aparezca la Aurora no nos faltarán palabras a Telémaco y a mí para que juntos conversemos. 216 Así hablo. Dioles aguamanos Asfalión, diligente servidor del glorioso Menelao, y acto continuo echaron mano a las viandas que tenían delante. 219 Entonces Helena, hija de Zeus, ordenó otra cosa. Echó en el vino que estaban bebiendo una droga contra el llanto y la cólera, que hacía olvidar todos los males. Quien la tomare, después de mezclarla en la cratera, no logrará que en todo el día le caiga una sola lágrima en las mejillas, aunque con sus propios ojos vea morir a su madre y a su padre o degollar con el bronce a su hermano o a su mismo hijo. Tan excelentes y bien preparadas drogas guardaba en su poder la hija de Zeus por habérselas dado la egipcia Polidamna, mujer de Ton, cuya fértil tierra produce muchísimas, y la mezcla de unas es saludable y la de otras nociva. Allí cada individuo es un médico que descuella por su saber entre todos los hombres, porque vienen del linaje de Peón. Y Helena, al punto que hubo echado la droga, mandó escanciar el vino y volvió a hablarles de esta manera: 235 —¡Atrida Menelao alumno de Zeus, y vosotros, hijos de nobles varones! En verdad el dios Zeus, como lo puede todo, ya nos manda bienes, ya nos envía males; comed ahora, sentados en esta sala y deleitaos con la conversación, que yo os diré cosas oportunas. No podría narrar ni referir todos los trabajos del paciente Odiseo y contaré tan sólo esto, que el fuerte varón ejecutó y sobrellevó en el pueblo troyano donde tantos males padecisteis los aqueos. Infirióse vergonzosas heridas, echóse a la espalda unos viles andrajos, como si fuera un siervo, y se entró por la ciudad de anchas calles donde sus enemigos habitaban. Así, encubriendo su persona, se transfiguró en otro varón, en un mendigo, quien no era tal ciertamente junto a las naves aqueas. Con tal figura penetró en la ciudad de Troya. Todos se dejaron engañar y yo sola le reconocí e interrogué, pero él con sus mañas se me escabullía. Mas cuando lo hube lavado y ungido con aceite, y le entregué un vestido, y le prometí con firme juramento que a Odiseo no se le descubriría a los troyanos hasta que llegara nuevamente a las tiendas y a las veleras naves, entonces me refirió todo lo que tenían 26 proyectado los aqueos. Y después de matar con el bronce de larga punta a buen número de troyanos, volvió a los argivos, llevándose el conocimiento de muchas cosas. Prorrumpieron las troyanas en fuertes sollozos, y a mí el pecho se me llenaba de júbilo porque ya sentía en mi corazón el deseo de volver a mi casa y deploraba el error en que me había puesto Afrodita cuando me condujo allá, lejos de mi patria, y hube de abandonar a mi hija, el tálamo y un marido que a nadie le cede ni en inteligencia ni en gallardía. 265 Respondióle el rubio Menelao: —Sí, mujer, con gran exactitud lo has contado. Conocí el modo de pensar y de sentir de muchos héroes, pues llevo recorrida gran parte de la tierra; pero mis ojos jamás pudieron dar con un hombre que tuviera el corazón de Odiseo, de ánimo paciente. ¡Qué no hizo y sufrió aquel fuerte varón en el caballo de pulimentada madera, cuyo interior ocupábamos los mejores argivos para llevar a los troyanos la carnicería y la muerte! Viniste tú en persona —pues debió de moverte algún numen que anhelaba dar gloria a los troyanos— y te seguía Deífobo semejante a los dioses. Tres veces anduviste alrededor de la hueca emboscada tomándola y llamando por su nombre a los más valientes dánaos; y, al hacerlo, remedabas la voz de las esposas de cada uno de los argivos. Yo y el Tidida, que con el divinal Odiseo estábamos en el centro, te oímos cuando nos llamaste y queríamos salir o responder desde dentro, mas Odiseo lo impidió y nos contuvo a pesar de nuestro deseo. Entonces todos los demás hijos de los aqueos permanecieron en silencio y sólo Anticlo deseaba responderte con palabras, pero Odiseo le tapó la boca con sus robustas manos y salvó a todos los aqueos con sujetarle continuamente hasta que te apartó de allí Palas Atenea. 290 Respondióle el prudente Telémaco: —¡Atrida Menelao, alumno de Zeus, príncipe de hombres! Más doloroso es que sea así, pues ninguna de estas cosas le libró de una muerte deplorable, ni la evitara aunque tuviese un corazón de hierro. Mas, ea, mándanos a la cama para que, acostándonos, nos regalemos con el dulce sueño. 296 Así dijo. La argiva Helena mandó a las esclavas que pusieran lechos debajo del pórtico, los proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen por encima colchas, y dejasen en ellos afelpadas túnicas para abrigarse. Las doncellas salieron del palacio con hachas encendidas y aderezaron las camas, y un heraldo acompañó a los huéspedes. Así se acostaron en el vestíbulo de la casa el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor; mientras que el Atrida durmió en el interior de la excelsa morada y junto a él Helena la de largo peplo, la divina sobre todas las mujeres. 306 Mas, al punto que apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, Menelao, valiente en el combate, se levantó de la cama, púsose sus vestidos, colgose al hombro la aguda espada, calzó sus blancos pies con hermosas sandalias y parecido a un dios, salió de la habitación, fue a sentarse junto a Telémaco, llamóle y así le dijo: 312 —¡Héroe Telémaco! ¿Qué necesidad te ha obligado a venir aquí, a la divina Lacedemonia, por el ancho dorso del mar? ¿Es algún asunto del pueblo o propio tuyo? Dímelo francamente. 315 Respondióle el prudente Telémaco: —¡Atrida Menelao, alumno de Zeus, príncipe de hombres! he venido por si me pudieras dar alguna nueva de mi padre. Consúmese todo lo de mi casa y se pierden las ricas heredades: el palacio está lleno de hombres malévolos que, pretendiendo a mi madre y portándose con gran insolencia, matan continuamente las ovejas de mis copiosos rebaños y los flexípedes bueyes de retorcidos cuernos. Por tal razón vengo a abrazar tus rodillas, por si quisieras contarme la triste muerte de aquél, ora la hayas visto con tus ojos, ora la hayas oído referir a algún peregrino, que muy sin ventura lo parió su madre. Y nada atenúes por respeto o compasión que me tengas; 27 al contrario, entérame bien de lo que hayas visto. Yo te lo ruego: si mi padre, el noble Odiseo, te cumplió algún día su palabra o llevó a cabo alguna acción que te hubiese prometido, allá en el pueblo de los troyanos donde tantos males padecisteis los aqueos, acuérdate de la misma y dime la verdad de lo que te pregunto. 332 Y el rubio Menelao le contestó indignadísimo: —¡Oh, dioses! En verdad que pretenden dormir en la cama de un varón muy esforzado aquellos hombres tan cobardes. Así como una cierva acostó sus hijuelos recién nacidos en la guarida de un bravo león y fuése a pacer por los bosques y los herbosos valles, y el león volvió a la madriguera y dio a entrambos cervatillos indigna muerte: de semejante modo también Odiseo les ha de dar a aquéllos vergonzosa muerte. Ojalá se mostrase, ¡oh padre Zeus, Atenea, Apolo!, tal como era cuando en la bien constituida Lesbos se levantó contra el Filomelida, en una disputa, y luchó con él, y lo derribó con ímpetu, de lo cual se alegraron todos los aqueos: si, mostrándose tal, se encontrara Odiseo con los pretendientes, fuera corta la vida de éstos y las bodas se les volverían muy amargas. Pero en lo que me preguntas y suplicas que te cuente, no querría apartarme de la verdad ni engañarte; y de cuantas cosas me refirió el veraz anciano de los mares, no te calleré ni ocultaré ninguna. 351 Los dioses me habían detenido en Egipto, a pesar de mi anhelo de volver acá, por no haberles sacrificado hecatombes perfectas; que las deidades quieren que no se nos vayan de la memoria sus mandamientos. Hay en el alborotado ponto una isla, enfrente del Egipto, que la llaman Faro y se halla tan lejos de él cuanto puede andar en todo el día una cóncava embarcación si la empuja sonoro viento. Tiene la isla un puerto excelente para fondear, desde el cual echan al ponto las bien proporcionadas naves, después de hacer aguada en un manantial profundo. Allí me tuvieron los dioses veinte días, sin que se alzaran los vientos favorables que soplan en el mar y conducen los bajeles por su ancho dorso. Ya todos los bastimentos se me iban agotando y también menguaba el ánimo de los hombres; pero me salvó una diosa que tuvo piedad de mí: Idotea, hija del fuerte Proteo, el anciano de los mares; la cual, sintiendo conmovérsele el corazón, se me hizo encontradiza mientras vagaba solo y apartado de mis hombres, que andaban continuamente por la isla pescando con corvos anzuelos, pues el hambre les atormentaba el vientre. Paróse Idotea y díjome: 371 —¡Forastero! ¿Eres así tan simple e inadvertido? ¿O te abandonas voluntariamente y te huelgas de pasar dolores, puesto que, detenido en la isla desde largo tiempo, no hallas medio de poner fin a semejante situación a pesar de que ya desfallece el ánimo de tus amigos? 375 Así habló, y le respondí de este modo: —Te diré, sea cual fueres de las diosas, que no estoy detenido por mi voluntad; sino que debo de haber pecado contra los inmortales que habitan el anchuroso cielo. Mas revélame —ya que los dioses lo saben todo— cual de los inmortales me detiene y me cierra el camino, y cómo podré llegar a la patria, atravesando el mar en peces abundoso. 382 Así le hablé. Contestóme al punto la divina entre las diosas: —¡Oh, forastero! voy a informarte con gran sinceridad. Frecuenta este sitio el veraz anciano de los mares, el inmortal Proteo egipcio, que conoce las honduras de todo el mar y es servidor de Poseidón: dicen que es mi padre, que fue él quien me engendró. Si, poniéndote en asechanza, lograres agarrarlo de cualquier manera, te diría el camino que has de seguir, cuál será su duración y cómo podrás restituirte a la patria, atravesando el mar en peces abundoso. Y también te relataría, oh alumno de Zeus, si deseares saberlo, lo malo o lo bueno que haya ocurrido en tu casa desde que te ausentaste para hacer este viaje largo y dificultoso. 394 Así dijo; y le contesté diciendo: —Enséñame tú misma la asechanza que he de 30 tramoyas. Y se llevó al héroe, que nada sospechaba acerca de la muerte que le habían preparado, diole de comer y le quitó la vida como se mata a un buey junto al pesebre. No quedó ninguno de los compañeros del Atrida que con él llegaron, ni se escapó ninguno de los de Egisto, sino que todos fueron muertos en el palacio. 538 Así dijo: Sentí destrozárseme el corazón y, sentado en la arena, lloraba y no quería vivir ni contemplar ya la lumbre del sol. Mas, cuando me harté de llorar y de revolcarme por el suelo, hablóme así el veraz anciano de los mares: 543 —No llores, oh hijo de Atreo, mucho tiempo y sin tomar descanso, que ningún remedio se puede hallar. Pero haz por volver lo antes posible a la patria tierra y hallarás a aquel vivo aun; y, si Orestes se te adelantara y lo matase, llegarás para el banquete fúnebre. 548 Así se expresó. Regocíjeme en mi corazón y en mi ánimo generoso, aunque me sentía afligido, y hablé al anciano con estas aladas palabras: 551 —Ya sé de éstos. Nómbrame el tercer varón, aquel que, vivo aun, hállase detenido en el anchuroso ponto, o quizá haya muerto. Pues, a pesar de que estoy triste, deseo tener noticias suyas. 555 Así le dije, y me respondió en el acto: —Es el hijo de Laertes, el que tiene en Ítaca su morada. Le vi en una isla y echaba de sus ojos abundantes lágrimas: está en el palacio de la ninfa Calipso, que le detiene por fuerza, y no le es posible llegar a su patria tierra porque no dispone de naves provistas de remos ni de compañeros que le conduzcan por el ancho dorso del mar. Por lo que a ti se refiere, oh Menelao, alumno de Zeus, el hado no ordena que acabes la vida y cumplas tu destino en Argos, país fértil de corceles, sino que los inmortales te enviarán a los campos Elíseos, al extremo de la tierra, donde se halla el rubio Radamantis —allí los hombres viven dichosamente, allí jamás hay nieve, ni invierno largo, ni lluvia, sino que el Océano manda siempre las brisas del Céfiro, de sonoro soplo, para dar a los hombres más frescura—, porque siendo Helena tu mujer, eres para los dioses el yerno de Zeus. 570 Cuando esto hubo dicho, sumergióse en el agitado ponto. Yo me encaminé hacia los bajeles, con mis divinales compañeros, y mi corazón revolvía muchas trazas. Así que hubimos llegado a mi embarcación y al mar, aparejamos la cena; vino muy pronto la divina noche y nos acostamos en la playa. Y al punto que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, echamos las bien proporcionadas naves en el mar divino y les pusimos sus mástiles y velas; después, sentáronse mis compañeros ordenadamente en los bancos y comenzaron a batir con los remos el espumoso mar. Volví a detener las naves en el Egipto, río que las celestiales lluvias alimentan, y sacrifiqué cumplidas hecatombes. Aplacada la ira de los sempiternos dioses, erigí un túmulo a Agamenón para que su gloria fuera inextinguible. En acabando estas cosas emprendí la vuelta y los inmortales concediéronme próspero viento y trajéronme con gran rapidez a mi querida patria. 587 Mas, ea, quédate en el palacio hasta que llegue la undécima o duodécima aurora y entonces te despediré, regalándote como espléndidos presentes tres caballos y un carro hermosamente labrado; y también tengo de darte una magnífica copa para que hagas libaciones a los inmortales dioses y te acuerdas de mí todos los días. 593 Respondióle el prudente Telémaco: —¡Atrida! No me detengas mucho tiempo. Yo pasaría un año a tu lado, sin sentir soledad de mi casa ni de mis padres —pues me deleita muchísimo oír tus palabras y razones—; mas deben de aburrirse mis compañeros en la divina Pilos y hace mucho que me detienes. El don que me hagas consista en algo que se pueda guardar. Los corceles no pienso llevarlos a Ítaca, sino que los dejaré para tu ornamento, ya que reinas sobre un gran llano en que hay mucho loto, juncia, trigo, espelta y 31 blanca cebada muy lozana. Ítaca no tiene lugares espaciosos donde se pueda correr, ni prado alguno, que es tierra apta para pacer cabras y más agradable que las que nutren caballos. Las islas, que se inclinan hacia el mar, no son propias para la equitación ni tienen hermosos prados, e Ítaca menos que ninguna. 609 Así dijo. Sonrióse Menelao, valiente en la pelea, y acariciándole con la mano, le habló de esta manera: 611 —¡Hijo querido! Bien se muestra en lo que hablas la noble sangre de que procedes. Cambiaré el regalo, ya que puedo hacerlo, y de cuantas cosas se guardan en mi palacio voy a darte la más bella y preciosa. Te haré el presente de una cratera labrada, toda de plata con los bordes de oro, que es obra de Hefesto y diómela el héroe Fédimo rey de los sidonios, cuando me acogió en su casa al volver yo a la mía. Tal es lo que deseo regalarte. 620 Así éstos conversaban. Los convidados fueron llegando a la mansión del divino rey: unos traían ovejas, otros confortante vino; y sus esposas, que llevaban hermosas cintas, enviáronles el pan. De tal suerte se ocupaban, dentro del palacio, en preparar la comida. 625 Mientras tanto solazábanse los pretendientes ante el palacio de Odiseo, tirando discos y jabalinas en el labrado pavimento donde acostumbraban ejecutar sus insolentes acciones. Antínoo estaba sentado y también el deiforme Eurímaco, que eran los príncipes de los pretendientes y sobre todos descollaban por su bravura. Y fue a buscarlos Noemón, hijo de Fronio; el cual, dirigiéndose a Antínoo, interrogóle con estas palabras: 632 —¡Antínoo! ¿Sabemos, por ventura, cuándo Telémaco volverá de la arenosa Pilos? Se fue en mi nave y ahora la necesito para ir a la vasta Elide, que allí tengo doce yeguas de vientre y sufridos mulos aún sin desbravar, y traería alguno de estos para domarlo. 638 Así dijo; y quedáronse atónitos porque no se figuraban que Telémaco hubiese tomado la rota de Pilos, la ciudad de Neleo, sino que estaba en el campo, viendo las ovejas, o en la cabaña del porquerizo. 641 Mas al fin Antínoo, hijo de Eupites, contestóle diciendo: —Habla con sinceridad. ¿Cuándo se fué y qué jóvenes le siguieron? ¿Son mancebos de Ítaca escogidos o quizás hombres asalariados y esclavos suyos? Pues también pudo hacerlo de semejante manera. Refiéreme asimismo la verdad de esto, para que yo me entere: ¿te quitó la negra nave por fuerza y mal de tu agrado, o se la diste voluntariamente cuando fue a hablarte? 648 Noemón, hijo de Fronio, le respondió de esta guisa: —Se la di yo y de buen grado. ¿Qué hiciera cualquier pidiéndosela un varón tan ilustre y lleno de cuidados? Difícil hubiera sido negársela. Los mancebos que le acompañan son los que más sobresalen en el pueblo, entre nosotros, y como capitán vi embarcarse a Méntor o a un dios que en todo le era semejante. Mas de una cosa estoy asombrado: ayer, cuando alboreaba la aurora, vi aquí al divinal Méntor y entonces se embarcó para ir a Pilos. 657 Dicho esto fue Noemón a la casa de su padre. Indignáronse en su corazón soberbio Antínoo y Eurimaco; y los demás pretendientes se sentaron con ellos, cesando de jugar. Y ante todo, habló Antínoo hijo de Eupites, que estaba afligido y tenía las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego: 663 —¡Oh dioses! ¡Gran proeza ha ejecutado orgullosamente Telémaco con ese viaje! ¡Y decíamos que no lo llevaría a efecto! Contra la voluntad de muchos se fue el niño, habiendo logrado botar una nave y elegir a los mejores del pueblo. De aquí en adelante comenzará a ser un peligro para nosotros; ojalá que Zeus le aniquile las fuerzas, antes que llegue a la flor de la juventud. Mas, ea, facilitadme ligero bajel y veinte compañeros, y le armaré una emboscada cuando vuelva, acechando su retorno en el estrecho que separa a 32 Ítaca de la escabrosa Samos, a fin de que le resulte funestísima la navegación que emprendió para saber noticias de su padre. 673 Así les dijo. Todos lo aprobaron, exhortándole a ponerlo por obra y levantándose, se fueron en seguida al palacio de Odiseo. 675 No tardó Penelopea en saber los intentos que los pretendientes formaban en secreto, porque se lo dijo el heraldo Medonte, que oyó lo que hablaban desde el exterior del patio mientras en este urdían la trama. Entró, pues, en la casa para contárselo a Penelopea; y ésta, al verle en el umbral, le habló diciendo: 681 —¡Heraldo! ¿Con qué fin te envían los ilustres pretendientes? ¿Acaso para decir a las esclavas del divino Odiseo que suspendan el trabajo y les preparen el festín? Ojalá dejaran de pretenderme y de frecuentar esta morada, celebrando hoy su postrera y última comida. Oh, vosotros, los que, reuniéndoos a menudo, consumís los muchos bienes que constituyen la herencia del prudente Telémaco: ¿no oísteis decir a vuestros padres cuando erais todavía niños, de qué manera los trataba Odiseo, que a nadie hizo agravio ni profirió en el pueblo palabras ofensivas, como suelen hacer los divinales reyes, que aborrecen a unos hombres y aman a otros? Jamás cometió aquél la menor iniquidad contra hombre alguno: y ahora son bien patentes vuestro ánimo y vuestras malvadas acciones, porque ninguna gratitud mostráis a los beneficios. 696 Entonces le respondió Medonte, que concebía sensatos pensamientos: —Fuera ese, oh reina, el mal mayor. Pero los pretendientes fraguan ahora otro más grande y más grave, que ojalá el Cronión no lleve a término. Intentan matar a Telémaco con el agudo bronce, al punto que llegue a este palacio, pues ha ido a la sagrada Pilos y a la divina Lacedemonia en busca de noticias de su padre. 703 Así dijo. Penelopea sintió desfallecer sus rodillas y su corazón, estuvo un buen rato sin poder hablar, llenáronsele de lágrimas sus ojos y la voz sonora se le cortó. Mas al fin hubo de responder con estas palabras: 707 —¡Heraldo! ¿Por que se fue mi hijo? Ninguna necesidad tenía de embarcarse en las naves de ligero curso, que sirven a los hombres como caballos por el mar y atraviesan la grande extensión del agua. ¿Lo hizo acaso para que ni memoria quede de su nombre entre los mortales? 711 Le contestó Medonte, que concebía sensatos pensamientos: —Ignoro si le incitó alguna deidad o fue únicamente su corazón quien le impulsó a ir a Pilos para saber noticias de la vuelta de su padre, y tampoco sé cuál suerte le haya cabido. 715 En diciendo esto, fuese por la morada de Odiseo. Apoderóse de Penelopea el dolor, que destruye los ánimos, y ya no pudo permanecer sentada en la silla, habiendo muchas en la casa: sino que se sentó en el umbral del labrado aposento y lamentábase de tal modo que movía a compasión. En torno suyo plañían todas las esclavas del palacio, así las jóvenes, como las viejas. Y díjoles Penelopea, mientras derramaba abundantes lágrimas: 722 —Oídme, amigas; pues que el Olímpico me ha dado más pesares que a ninguna de las que conmigo nacieron y se criaron: anteriormente perdí un egregio esposo que tenía el ánimo de un león y descollaba sobre los dánaos en toda clase de excelencias, varón ilustre cuya fama se difundía por la Hélade y en medio de Argos; y ahora las tempestades se habrán llevado del palacio a mi hijo querido, sin gloria y sin que ni siquiera me enterara de su partida. ¡Crueles! ¡A ninguna de vosotras le vino a las mientes hacerme levantar de la cama, y supisteis con certeza cuando aquél se fue a embarcar en la cóncava y negra nave! Pues, a llegar a mis oídos que proyectaba ese viaje quedárase en casa, por deseoso que estuviera de partir, o me hubiese dejado muerta en el palacio. Vaya alguna a llamar 35 a la divina Lacedemonia en busca de noticias de su padre. 21 Respondióle Zeus, que amontona las nubes: —¡Hija mía! ¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes! ¿No formaste tú misma ese proyecto: que Odiseo, al tornar a su tierra, se vengaría de aquéllos? Pues acompaña con discreción a Telémaco, ya que puedes hacerlo, a fin de que se restituya incólumne a su patria y los pretendientes que están en la nave tengan que volverse. 28 Dijo, y dirigiéndose a Hermes, su hijo amado, hablóle de esta suerte: —¡Hermes! Ya que en lo demás eres tú el mensajero, ve a decir a la ninfa de hermosas trenzas nuestra firme resolución —que el paciente Odiseo torne a su patria— para que el héroe emprenda el regreso sin ir acompañado ni por los dioses ni por los mortales hombres: navegando en una balsa hecha con gran número de ataduras, llegará en veinte días y padeciendo trabajos a la fértil Esqueria, a la tierra de los feacios, que por su linaje son cercanos a los dioses; y ellos le honrarán cordialmente como a una deidad, y le enviarán en un bajel a su patria tierra, después de regalarle bronce, oro en abundancia, vestidos, y tantas cosas como jamás sacara de Troya si llegase indemne y habiendo obtenido la parte de botín que le correspondiese. Dispuesto está por la Parca que Odiseo vea a sus amigos y llegue a su casa de alto techo y a su patria. 43 Así dijo. El mensajero Argifontes no fue desobediente; al punto ató a sus pies los áureos divinos talares, que le llevaban sobre el mar y sobre la tierra inmensa con la rapidez del viento, y tomó la vara con la cual adormece los ojos de los hombres que quiere o despierta a los que duermen. Teniéndola en las manos, el poderoso Argifontes emprendió el vuelo y, al llegar a la Pieria, bajó del éter al ponto y comenzó a volar rápidamente sobre las olas, como la gaviota que, pescando peces en los grandes senos del mar estéril, moja en el agua del mar sus tupidas alas: tal parecía Hermes mientras volaba por encima del gran oleaje. 55 Cuando hubo arribado a aquella isla tan lejana, salió del violáceo ponto, saltó en tierra, prosiguió su camino hacia la vasta gruta donde moraba la ninfa de hermosas trenzas, y hallóla dentro. Ardía en el hogar un gran fuego, y el olor del hendible cedro y de la tuya, que en él se quemaban, difundíase por la isla hasta muy lejos; mientras ella, cantando con voz hermosa, tejía en el interior con lanzadera de oro. Rodeando la gruta, había crecido una verde selva de chopos, álamos y cipreses olorosos donde anidaban aves de luengas alas: búhos, gavilanes y cornejas marinas, de ancha lengua, que se ocupaban en cosas del mar. 68 Allí mismo, junto a la honda cueva, extendíase una viña floreciente, cargada de uvas; y cuatro fuentes manaban muy cerca la una de la otra, dejando correr en varias direcciones sus aguas cristalinas. Veíanse en contorno verdes y amenos prados de violetas y apio; y, al llegar allí, hasta un inmortal se hubiese admirado, sintiendo que se le alegraba el corazón. 75 Detúvose el Argifontes a contemplar aquello; y después de admirarlo, penetró en la ancha gruta, y fue conocido por Calipso, la divina entre las diosas, desde que a ella se presentó —que los dioses inmortales se reconocen mutuamente aunque vivan apartados—; pero no halló al magnánimo Odiseo, que estaba llorando en la ribera, donde tantas veces, consumiendo su ánimo con lágrimas, suspiros y dolores, fijaba los ojos en el ponto estéril y derramaba copioso llanto. Y Calipso, la divina entre las diosas, hizo sentar a Hermes en espléndido y magnífico sitial, y preguntóle de esta suerte: 87 —¿Por qué, oh Hermes, el de la áurea vara, venerable y caro, vienes a mi morada? Antes no solías frecuentarla. Di que deseas, pues mi ánimo me impulsa a ejecutarlo si de mí depende y es ello posible. Pero sígueme, a fin de que te ofrezca los 36 dones de la hospitalidad. 92 Habiendo hablado de semejante modo, la diosa púsole delante una mesa, que había llenado de ambrosía y mezcló el rojo néctar. Allí bebió y comió el mensajero de Argifontes. Y cuando hubo cenado y repuesto su ánimo con la comida, respondió a Calipso con estas palabras: 97 —Me preguntas, oh diosa, a mi, que soy dios, por qué he venido. Voy a decírtelo con sinceridad, ya que así lo mandas. Zeus me ordenó que viniese, sin que yo lo deseara: ¿quién pasaría de buen grado tanta agua salada que ni decirse puede, mayormente no habiendo por ahí ninguna ciudad en que los mortales hagan sacrificios a los dioses y les inmolen selectas hecatombes? Mas no le es posible a ningún dios ni traspasar ni dejar sin efecto la voluntad de Zeus, que lleva la égida. Dice que está contigo un varón, que es el más infortunado de cuantos combatieron alrededor de la ciudad de Príamo durante nueve años y, en el décimo, habiéndola destruido, tornaron a sus casas; pero en la vuelta ofendieron a Atenea, y la diosa hizo que se levantara un viento desfavorable e hinchadas olas. En estas hallaron la muerte sus esforzados compañeros; y a él trajéronlo acá el viento y el oleaje. Y Zeus te manda que a tal varón le permitas que se vaya cuanto antes; porque no es su destino morir lejos de los suyos, sino que la Parca tiene dispuesto que los vuelva a ver, llegando a su casa de elevada techumbre y a su patria tierra. 116 Así dijo. Estremecióse Calipso, la divina entre las diosas, y respondió con estas aladas palabras: 118 —Sois, oh dioses, malignos y celosos como nadie, pues sentís envidia de las diosas que no se recatan de dormir con el hombre a quien han tomado por esposo. Así, cuando la Aurora de rosáceos dedos arrebató a Orión le tuvisteis envidia vosotros los dioses, que vivís sin cuidados, hasta que la casta Artemis, la de trono de oro, lo mató en Ortigia alcanzándole con sus dulces flechas. Asimismo, cuando Deméter, la de hermosas trenzas, cediendo a los impulsos de su corazón, juntóse en amor y cama con Yasión en una tierra noval labrada tres veces, Zeus, que no tardó en saberlo, mató al héroe hiriéndole con el ardiente rayo, y así también me tenéis envidia, oh dioses, porque está conmigo un hombre mortal; a quien salvé cuando bogaba solo y montado en una quilla, después que Zeus le hendió la nave, en medio del vinoso ponto, arrojando contra la misma el ardiente rayo. Allí acabaron la vida sus fuertes compañeros; mas a él trajéronlo acá el viento y el oleaje. Y le acogí amigablemente, le mantuve y díjele a menudo que le haría inmortal y libre de la vejez por siempre jamás. Pero, ya que no le es posible a ningún dios ni transgredir ni dejar sin efecto la voluntad de Zeus, que lleva la égida, váyase aquél por el mar estéril, si ése le incita y se lo manda; que yo no le he de despedir —pues no dispongo de naves provistas de remos, ni puedo darle compañeros que le conduzcan por el ancho dorso del mar—, aunque le aconsejaré de muy buena voluntad, sin ocultarle nada, para que llegue sano y salvo a su patria tierra. 145 Replicóle el mensajero Argifontes: —Despídele pronto y teme la cólera de Zeus; no sea que este dios, irritándose, se ensañe contra ti en lo sucesivo. 148 En diciendo esto, partió el poderoso Argifontes; y la veneranda ninfa, oído el mensaje de Zeus, fuese a buscar al magnánimo Odiseo. Hallóle sentado en la playa, que allí se estaba, sin que sus ojos se secasen del continuo llanto, y consumía su dulce vida suspirando por el regreso; pues la ninfa ya no le era grata. Obligado a pernoctar en la profunda cueva, durmiendo con la ninfa que le quería sin que él la quisiese, pasaba el día sentado en las rocas de la ribera del mar y consumiendo su ánimo en lágrimas, suspiros y dolores, clavaba los ojos en el ponto estéril y derramaba copioso llanto. Y, pasándose cerca 37 de él, díjole de esta suerte la divina entre las diosas: 160 —¡Desdichado! No llores más ni consumas tu vida pues de muy buen grado dejaré que partas. Ea, corta maderos grandes; y, ensamblándolos con el bronce, forma una extensa balsa y cúbrela con piso de tablas, para que te lleve por el obscuro ponto. Yo pondré en ella pan, agua y el rojo vino, regocijador del ánimo, que te librarán de padecer hambre; te daré vestidos y te mandaré próspero viento, a fin de que llegues sano y salvo a tu patria tierra si lo quieren los dioses que habitan el anchuroso cielo; los cuales me aventajan, así en trazar designios como en llevarlos a término. 171 Así dijo. Estremecióse el paciente divinal Odiseo y respondió con estas aladas palabras: 173 —Algo revuelves en tu pensamiento, oh diosa, y no por cierto mi partida, al ordenarme que atraviese en una balsa el gran abismo del mar, tan terrible y peligroso que no lo pasarán fácilmente naves de buenas proporciones, veleras, animadas por un viento favorable que les enviara Zeus. Yo no subiría en la balsa, mal de tu grado, si no te resolvieras a prestarme firme juramento de que no maquinarás causarme ningún otro pernicioso daño. 180 —Así habló. Sonrióse Calipso, la divina entre las diosas; y, acariciándole con la mano, le dijo estas palabras: 182 —Eres en verdad injusto, aunque no sueles pensar cosas livianas, cuando tales palabras te has atrevido a proferir. Sépalo ahora la Tierra y desde arriba el anchuroso Cielo y el agua corriente de la Estix —que es el juramento mayor y más terrible para los bienaventurados dioses—: no maquinaré contra ti ningún pernicioso daño, y pienso y he de aconsejarte cuanto para mi misma discurriera si en tan grande necesidad me viese. Mi intención es justa, y en mi pecho no se encierra un ánimo férreo sino compasivo. 192 Cuando así hubo hablado, la divina entre las diosas echó a andar aceleradamente y Odiseo fue siguiendo las pisadas de la deidad. Llegaron a la profunda cueva la diosa y el varón, éste se acomodó en la silla de donde se había levantado Hermes, y la ninfa sirvióle toda clase de alimentos, así comestibles como bebidas, de los que se mantienen los mortales hombres. Luego sentóse ella enfrente del divino Odiseo, y sirviéronle las criadas ambrosía y néctar. Cada uno echó mano a las viandas que tenía delante; y, apenas se hubieron saciado de comer y de beber, Calipso, la divina entre las diosas, rompió el silencio y dijo: 203 —¡Laertíada del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Así, pues, ¿deseas irte en seguida a tu casa y a tu patria tierra? Sé, esto no obstante, dichoso. Pero si tu inteligencia conociese los males que habrás de padecer fatalmente antes de llegar a tu patria, te quedaras conmigo, custodiando esta morada, y fueras inmortal, aunque estés deseoso de ver a tu esposa, de la que padeces soledad todos los días. Yo me jacto de no serle inferior ni en el cuerpo ni en el natural, que no pueden las mortales competir con las diosas ni por su cuerpo ni por su belleza. 214 Respondióle el ingenioso Odiseo: —¡No te enojes conmigo, veneranda deidad! Conozco muy bien que la prudente Penelopea te es inferior en belleza y en estatura; siendo ella mortal y tú inmortal y exenta de la vejez. Esto no obstante, deseo y anhelo continuamente irme a mi casa y ver lucir el día de mi vuelta. Y si alguno de los dioses quisiera aniquilarme en el vinoso ponto, lo sufriré con el ánimo que llena mi pecho y tan paciente es para los dolores; pues he padecido mucho así en el mar como en la guerra, y venga este mal tras de los otros. 225 Así habló. Púsose el sol y sobrevino la obscuridad. Retiráronse entonces a lo más hondo de la profunda cueva; y allí muy juntos hallaron en el amor contentamiento. 40 la tierra, alzó una oleada tremenda, difícil de resistir, alta como un techo, y empujóla contra el héroe. De la suerte que impetuoso viento revuelve un montón de pajas secas, dispersándolas por este y por el otro lado; de la misma manera desbarató la ola los grandes leños de la balsa. Pero Odiseo asió una de las tablas y se puso a caballo en ella; desnudóse los vestidos que la divinal Calipso le había regalado, extendió prestamente el velo debajo de su pecho y se dejó caer en el agua boca abajo, con los brazos abiertos, deseoso de nadar. Vióle el poderoso dios que sacude la tierra y, moviendo la cabeza, habló de semejante modo: 377 —Ahora que has padecido tantos males, vaga por el ponto hasta que llegues a juntarte con esos hombres, alumnos de Zeus. Se me figura que ni aun así te parecerán pocas tus desgracias. 380 Dicho esto, picó con el látigo a los corceles de hermosas crines y se fue a Egas, donde posee ínclita morada. 382 Entonces Atenea, hija de Zeus, ordenó otra cosa. Cerró el camino a los vientos, y les mandó que se sosegaran y durmieran; y, haciendo soplar el rápido Bóreas, quebró las olas hasta que Odiseo, del linaje de Zeus, librándose de la muerte y de las Parcas, llegase a los feacios, amantes de manejar los remos. 388 Dos días con sus noches anduvo errante el héroe sobre las densas olas, y su corazón presagióle la muerte en repetidos casos. Mas, tan luego como la Aurora, de hermosas trenzas, dio principio al tercer día, cesó el vendaval, reinó sosegada calma y Odiseo pudo ver, desde lo alto de una ingente ola y aguzando mucho la vista, que la tierra se hallaba cerca. Cuan grata se les presenta a los hijos la vida de un padre que estaba postrado por la enfermedad y padecía graves dolores, consumiéndose desde largo tiempo a causa de la persecución de horrendo numen, si los dioses le libran felizmente del mal: tan agradable apareció para Odiseo la tierra y el bosque. Nadaba pues, esforzándose por asentar el pie en tierra firme; mas, así que estuvo tan cercano a la orilla que hasta ella hubieran llegado sus gritos, oyó el estrépito con que en las peñas se rompía el mar. Bramaban las inmensas olas, azotando horrendamente la árida costa, y todo estaba cubierto de salada espuma; pues allí no había puertos, donde las naves se acogiesen, ni siquiera ensenadas, sino orillas abruptas, rocas y escollos. Entonces desmayaron las rodillas y el corazón de Odiseo, y el héroe, gimiendo, a su magnánimo espíritu así le hablaba: 408 —¡Ay de mi! Después que Zeus me concedió que viese inesperada tierra, y acabe de surcar este abismo, ningún paraje descubro por donde consiga salir del espumoso mar. Por defuera hay agudos peñascos a cuyo alrededor braman las olas impetuosamente, y la roca se levanta lisa; y aquí es el mar tan hondo que no puedo afirmar los pies para librarme del mal. No sea que, cuando me disponga a salir, ingente ola me arrebate y de conmigo en el pétreo peñasco; y me salga en vano mi intento. Mas, si voy nadando, en busca de una playa o de un puerto de mar, temo que nuevamente me arrebate la tempestad y me lleve al ponto, abundante en peces, haciéndome proferir hondos suspiros; o que una deidad incite contra mi algún monstruo marino, como los que cría en gran abundancia la ilustre Anfitrite; pues sé que el ínclito dios que bate la tierra está enojado conmigo. 424 Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón, una oleada lo llevó a la áspera ribera. Allí se habría desgarrado la piel y roto los huesos, si Atenea, la deidad de ojos de lechuza, no le hubiese sugerido en el ánimo lo que llevó a efecto: lanzóse a la roca, la asió con ambas manos y, gimiendo, permaneció adherido a ella hasta que la enorme ola hubo pasado. De esta suerte la evitó; mas, al refluir, dióle tal acometida, que lo echó en el ponto y bien adentro. Así como el pulpo, cuando lo sacan de su escondrijo, lleva 41 pegadas en los tentáculos muchas pedrezuelas; así, la piel de las fornidas manos de Odiseo se desgarró y quedó en las rocas, mientras le cubría inmensa ola. Y allí acabara el infeliz Odiseo contra lo dispuesto por el hado, si Atenea, la deidad de los ojos de lechuza, no le inspirara prudencia. Salió a flote y, apartándose de las olas que se estrellan con estrépito en la ribera, nadó a lo largo de la orilla, mirando a la tierra, por si hallaba alguna playa que las olas batieran oblicuamente o algún puerto de mar. Mas como llegase, nadando, a la boca de un río de hermosa corriente el lugar parecióle muy a propósito por carecer de rocas y formar un reparo contra el viento. Y conociendo que era un río que desbalagaba, suplicóle así en su corazón: 445 —¡Oyeme, oh soberano, quienquiera que seas! Vengo a ti, tan deseado, huyendo del ponto y de las amenazas de Poseidón. Es digno de respeto aun para los inmortales dioses el hombre que se presenta errabundo, como llego ahora a tu corriente y a tus rodillas después de pasar muchos trabajos. ¡Oh, rey, apiádate de mi, ya que me glorio de ser tu suplicante! 451 Así dijo. En seguida suspendió el río su corriente, apaciguó las olas, mandó la calma delante de sí y salvó a Odiseo en la desembocadura. El héroe dobló entonces las rodillas y los fuertes brazos, pues su corazón estaba fatigado de luchar con el mar. Tenía Odiseo todo el cuerpo hinchado, de su boca y de su nariz manaba en abundancia el agua del mar y, falto de aliento y de voz, quedóse tendido y sin fuerzas porque el terrible cansancio le abrumaba. 458 Cuando ya respiró y recobró el ánimo en su corazón, desató el velo de la diosa y arrojólo en el río, que corría hacia el mar: llevóse el velo una ola grande en la dirección de la corriente y pronto Ino lo tuvo en sus manos. Odiseo se apartó del río, echóse al pie de unos juncos, besó la fértil tierra y, gimiendo, a su magnánimo espíritu así le hablaba: 465 —¡Ay de mi! ¿Qué no padezco? ¿Qué es lo que al fin me va a suceder? Si paso la molesta noche junto al río, quizás la dañosa helada y el fresco rocío me acaben y exhale yo el último aliento a causa de mi debilidad; y una brisa glacial viene del río antes de rayar el alba. Y si subo al collado y me duermo entre los espesos arbustos de la selva umbría, como me dejen el frío y el cansancio y me venga dulce sueño, temo ser presa y pasto de las fieras. 474 Después de meditarlo, se le ofreció como mejor el último lance. Fuese, pues, a la selva que halló cerca del agua, en un altozano, y metióse debajo de dos arbustos que habían nacido en un mismo lugar y eran un acebuche y un olivo. Ni el húmedo soplo de los vientos pasaba por entre ambos, ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni la lluvia los penetraba del todo: tan espesos y entrelazados habían crecido. Debajo de ellos se introdujo Odiseo y al instante aparejóse con sus manos ancha cama, pues había tal abundancia de serojas que bastaran para abrigar a dos o tres hombres en lo más fuerte del invierno por riguroso que fuese. Mucho holgó de verlas el paciente divinal Odiseo, que se acostó en medio y se cubrió con multitud de ellas. 488 Así como el que vive en remoto campo y no tiene vecinos, esconde un tizón en la negra ceniza para conservar el fuego y no tener que ir a encenderlo a otra parte; de esta suerte se cubrió Odiseo con la hojarasca. Y Atenea infundióle en los ojos dulce sueño y le cerró los párpados para que cuanto antes se librara del penoso cansancio. 42 Canto VI: Odiseo y Nausícaa. 1 Mientras así dormía el paciente y divinal Odiseo, rendido del sueño y del cansancio, Atenea se fue al pueblo y a la ciudad de los feacios, los cuales habitaron antiguamente en la espaciosa Hiperea, junto a los Ciclopes, varones soberbios que les causaban daño porque eran más robustos. De allí los sacó Nausítoo, semejante a un dios: condújolos a Esqueria, lejos de los hombres industriosos, donde hicieron morada; construyó un muro alrededor de la ciudad, edificó casas, erigió templos a las divinidades y repartió los campos. Mas ya entonces, vencido por la Parca, había bajado al Hades y reinaba Alcínoo cuyos consejos eran inspirados por los propios dioses; y al palacio de éste enderezó Atenea, la deidad de ojos de lechuza, pensando en la vuelta del magnánimo Odiseo. Penetró la diosa en la estancia labrada con gran primor en que dormía una doncella parecida a las inmortales por su natural y por su hermosura: Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo; junto a ella, a uno y otro lado de la entrada, hallábanse dos esclavas a quienes las Cárites habían dotado de belleza, y las magníficas hojas de la puerta estaban entornadas. Atenea se lanzó, como un soplo de viento, a la cama de la joven; púsose sobre su cabeza y empezó a hablarle, tomando el aspecto de la hija de Diamante, el célebre marino, que tenía la edad de Nausícaa y érale muy grata. De tal suerte transfigurada, dijo Atenea, la de ojos de lechuza: 25 —¡Nausícaa! ¿Por qué tu madre te parió tan floja? Tienes descuidadas las espléndidas vestiduras y está cercano tu casamiento en el cual has de llevar lindas ropas, dando parte también a los que te conduzcan; que así se consigue gran fama entre los hombres y se huelgan el padre y la veneranda madre. Vayamos, pues, a lavar tan luego como despunte la aurora, y te acompañaré y ayudaré para que en seguida lo tengas aparejado todo; que no ha de prolongarse mucho tu doncellez, puesto que ya te pretenden los mejores de todos los feacios, cuyo linaje es también el tuyo. Ea, insta a tu ilustre padre para que mande prevenir antes de rayar el alba las mulas y el carro en que llevarás los cíngalos, los peplos y los espléndidos cobertores. Para ti misma es mejor ir de este modo que no a pie, pues los lavaderos se hallan a gran distancia de la ciudad. 41 Cuando así hubo hablado Atenea, la de ojos de lechuza, fuese al Olimpo, donde dicen que está la mansión perenne y segura de las deidades, a la cual ni la agitan los vientos, ni la lluvia la moja, ni la nieve la cubre —pues el tiempo es allí constantemente sereno y sin nubes—, y en cambio la envuelve esplendorosa claridad: en ella disfrutan perdurable dicha los bienaventurados dioses. Allí se encaminó, pues, la de ojos de lechuza tan luego como hubo aconsejado a la doncella. 48 Pronto llegó la Aurora, la de hermoso trono, y despertó a Nausícaa, la del lindo peplo; y la doncella, admirada del sueño, se fue por el palacio a contárselo a sus progenitores, al padre querido y a la madre, y a entrambos los halló dentro: a ésta sentada junto al fuego, con las siervas, hilando lana de color purpúreo; y a aquél, cuando iba a salir para reunirse en consejo con los ilustres príncipes pues los más nobles feacios le habían llamado. Detúvose Nausícaa muy cerca de su padre y así le dijo: 57 —¡Padre querido! ¿No querrías aparejarme un carro alto, de fuertes ruedas, en el cual lleve al río, para lavarlos, los hermosos vestidos que tengo sucios? A ti mismo te conviene llevar vestiduras limpias, cuando con los varones más principales deliberas en el consejo. Tienes, además, cinco hijos en el palacio: dos ya casados, y tres que son mancebos florecientes y cuantas veces van al baile quieren llevar vestidos limpios; y tales cosas están a mi cuidado. 66 Así dijo, pues dióle vergüenza nombrar las florecientes nupcias a su padre. Mas 45 son de Zeus y un exiguo don que se les haga les es grato. Así, pues, esclavas, dadle de comer y de beber al forastero, y lavadle en el río, en un lugar que esté resguardado del viento. 211 Así dijo. Detuviéronse las esclavas y, animándose mutuamente, hicieron sentar a Odiseo en un lugar abrigado, conforme a lo dispuesto por Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo; dejaron cerca de él un manto y una túnica para que se vistiera; entregáronle, en ampolla de oro, líquido aceite y le invitaron a lavarse en la corriente del río. Y entonces el divinal Odiseo les habló diciendo: 218 —¡Esclavas! Alejaos un poco a fin de que lave de mis hombros el sarro del mar y me unja después con el aceite, del cual mucho ha que mi cuerpo se ve privado. Yo no puedo tomar el baño ante vosotras, pues haríaseme vergüenza ponerme desnudo entre jóvenes de hermosas trenzas. 223 Así dijo. Ellas se apartaron y fueron a contárselo a Nausícaa. Entre tanto el divinal Odiseo se lavaba en el río quitando de su cuerpo el sarro del mar que le cubría la espalda y los anchurosos hombros, y se limpiaba la cabeza de la espuma que en ella había dejado el mar estéril. Mas después que, ya lavado, se ungió con el pingüe aceite y se puso los vestidos que la doncella, libre aún, le había dado, Atenea, hija de Zeus, hizo que pareciere más alto y más grueso, y que de su cabeza colgaran ensortijados cabellos que a flores de jacinto semejaban. Y así como el hombre experto, a quien Hefesto y Palas Atenea enseñaron artes de toda especie, cerca de oro, la plata y hace lindos trabajos, de semejante modo Atenea difundió la gracia por la cabeza y por los hombros de Odiseo. Este, apartándose un poco, se sentó en la ribera del mar y resplandecía por su gracia y hermosura. Admiróse la doncella y dijo a las esclavas de hermosas trenzas: 239 —Oid, esclavas de níveos brazos, lo que os voy a decir: no sin la voluntad de los dioses que habitan en el Olimpo, viene ese hombre a los deiformes feacios. Al principio se me ofreció como un fulano despreciable, pero ahora se asemeja a los dioses que poseen el anchuroso cielo. ¡Ojalá a tal varón pudiera llamársele marido, viviendo acá: ojalá le pluguiere quedarse con nosotros! Mas, oh esclavas, dadle de comer y de beber al forastero. 247 Así dijo. Ellas la escucharon y obedecieron llevándole alimentos y bebida. Y el paciente divinal Odiseo bebió y comió ávidamente, pues hacía mucho tiempo que estaba en ayunas. 251 Entonces Nausícaa, la de los níveos brazos, ordenó otras cosas: puso en el hermoso carro la ropa bien doblada, unció las mulas de fuertes cascos, montó ella misma y, llamando a Odiseo, exhortóle de semejante modo: 255 —Levántate ya, oh forastero, y partamos para la población; a fin de que te guíe a la casa de mi discreto padre, donde te puedo asegurar que verás a los más ilustres de todos los feacios. Pero procede de esta manera, ya que no me pareces falto de juicio: mientras vayamos por el campo, por terrenos cultivados por el hombre, anda ligeramente con las esclavas detrás de las mulas y el carro, y yo te enseñaré el camino por donde se sube a la ciudad que está cercada por alto y torreado muro y tiene a uno y otro lado un hermoso puerto de boca estrecha adonde son conducidas las corvas embarcaciones, pues hay estancias seguras para todas. Junto a un magnífico templo de Poseidón se halla el ágora, labrada con piedras de acarreo profundamente hundidas: allí guardan los aparejos de las negras naves, las gúmenas y los cables, y aguzan los remos; pues los feacios no se cuidan de arcos ni de aljabas, sino de mástiles y de remos de navío, bien proporcionados con los cuales atraviesan alegres el espumoso mar. Ahora quiero evitar sus amargos dichos; no sea que alguien me censure después —que hay en la población hombres insolentísimos— u 46 otro peor hable así al encontrarnos: 276 «¿Quién es ese forastero tan alto y tan hermoso que sigue a Nausícaa? ¿Donde lo halló? Debe de ser su esposo. Quizá haya recogido a un hombre de lejanas tierras que iría errante por haberse extraviado de su nave, puesto que no los hay en estos contornos; o por ventura es un dios que, accediendo a sus repetidas instancias, descendió del cielo y lo tendrá consigo todos los días. Tanto mejor si ella fue a buscar marido en otra parte y menosprecia el pueblo de los feacios, en el cual la pretenden muchos e ilustres varones.» 285 Así dirán y tendré que sufrir tamaños ultrajes. Y también yo me indignaría contra la que tal hiciera; contra la que, a despecho de su padre y de su madre todavía vivos, se juntara con hombres antes de haber contraído público matrimonio. 289 Oh forastero, entiende bien lo que voy a decir, para que pronto logres de mi padre que te dé compañeros y te haga conducir a tu patria. Hallarás junto al camino un hermoso bosque de álamos, consagrado a Atenea, en el cual mana una fuente y a su alrededor se extiende un prado: allí tiene mi padre un campo y una viña floreciente, tan cerca de la ciudad que puede oírse el grito que en ésta se de. Siéntate en aquel lugar y aguarda que nosotras, entrando en la población lleguemos al palacio de mi padre. Y cuando juzgues que ya habremos de estar en casa, encamínate también a la ciudad de los feacios y pregunta por la morada de mi padre, del magnánimo Alcínoo; la cual es fácil de conocer y a ella te guiará hasta un niño, pues las demás casas de los feacios son muy diferentes de la del héroe Alcínoo. 303 Después que entrares en el palacio y en el patio del mismo, atravesarás la sala rápidamente hasta que llegues adonde mi madre, sentada al resplandor del fuego del hogar, de espaldas a una columna, hila lana purpúrea, cosa admirable de ver, y tiene detrás de ella a las esclavas. Allí también, cerca del hogar, se levanta el trono en que mi padre se sienta y bebe vino como un inmortal. Pasa por delante de él y tiende los brazos a las rodillas de mi madre, para que pronto amanezca el alegre día de tu regreso a la patria por lejos que ésta se halle. Pues si mi madre te fuere benévola, puedes concebir la esperanza de ver a tus amigos y de llegar a tu casa bien labrada y a tu patria tierra. 316 Diciendo así, arreó con el lustroso azote las mulas, que dejaron al punto la corriente del río, pues trotaban muy bien y alargaban el paso en la carrera. Nausícaa tenía las riendas, para que pudiesen seguirla a pie las esclavas y Odiseo y aguijaba con gran discreción a las mulas. 321 Poníase el sol cuando llegaron al magnífico bosque consagrado a Atenea. Odiseo se quedó en él y acto seguido suplicó de esta manera a la hija del gran Zeus: 324 —¡Oyeme hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Atiéndeme ahora, ya que nunca lo hiciste cuando me maltrataba el ínclito dios que bate la tierra. Concédeme que, al llegar a los feacios, me reciban éstos como amigo y de mí se apiaden. 328 Así dijo rogando y le oyó Palas Atenea. Pero la diosa no se le apareció aún, porque temía a su tío paterno, quien estuvo vivamente irritado contra el divinal Odiseo, en tanto el héroe no arribó a su patria. 47 Canto VII: Odiseo en el palacio de Alcínoo. 1 Mientras así rogaba el paciente divinal Odiseo, la doncella era conducida a la ciudad por las vigorosas mulas. Apenas hubo llegado a la ínclita morada de su padre, paró en el umbral; sus hermanos, que se asemejaban a los dioses, pusiéronse a su alrededor, desengancharon las mulas y llevaron los vestidos adentro de la casa; y ella se encaminó a su habitación, donde encendía fuego la anciana Eurimedusa de Apira, su camarera, a quien en otro tiempo habían traído de allá en las corvas naves y elegido para ofrecérsela como regalo a Alcínoo, que reinaba sobre todos los feacios y era escuchado por el pueblo cual si fuese un dios. Esta fue la que crió a Nausícaa, de níveos brazos, en el palacio; y entonces le encendía fuego y le aparejaba cena. 14 En aquel punto levantábase Odiseo, para ir a la ciudad; y Atenea, que le quería bien, envolvióle en copiosa nube: no fuera que alguno de los magnánimos feacios, saliéndole al camino, le zahiriese con palabras y le preguntase quién era. Mas, al entrar el héroe en la agradable población, se le hizo encontradiza Atenea, la deidad de ojos de lechuza, transfigurada en joven doncella que llevaba un cántaro, y se detuvo delante de él. Y el divinal Odiseo le dirigió esta pregunta: 22 —¡Oh hija! ¿No Podrías llevarme al palacio de Alcínoo que reina sobre estos hombres? Soy un forastero que, después de padecer mucho, he llegado acá, viniendo de lejos, de una tierra apartada; y no conozco a ninguno de los hombres que habitan esta ciudad y estos campos. 27 Respondióle Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —Yo te mostraré, oh forastero venerable, el palacio de que hablas, pues esta cerca de la mansión de mi eximio padre. Anda sin desplegar los labios, y te guiaré en el camino; pero no mires a los hombres ni les hagas preguntas, que ni son muy sufridos con los forasteros ni acogen amistosamente al que viene de otro país. Aquéllos, fiando en sus rápidos bajeles, atraviesan el gran abismo del mar por concesión de Poseidón, que sacude la tierra; y sus embarcaciones son tan ligeras como las alas o el pensamiento. 37 Cuando así hubo dicho, Palas Atenea caminó a buen paso y Odiseo fue siguiendo las pisadas de la diosa. Y los feacios ínclitos navegantes, no cayeron en la cuenta de que anduviese por la ciudad y entre ellos porque no lo permitió Atenea, la terrible deidad de hermosas trenzas, la cual, usando de benevolencia cubrióle con una niebla divina. Atónito contemplaba Odiseo los puertos, las naves bien proporcionadas, las ágoras de aquellos héroes y los muros grandes, altos, provistos de empalizadas, que era cosa admirable de ver. Pero, no bien llegaron al magnífico palacio del rey, Atenea, la deidad de ojos de lechuza, comenzó a hablarle de esta guisa: 48 —Este es, padre huésped, el palacio que me pediste te mostrara. Hallarás en él a los reyes alumnos de Zeus, celebrando un banquete; pero vete adentro y no se turbe tu ánimo, que el hombre, si es audaz, es más afortunado en lo que emprende, aunque haya venido de otra tierra. Entrado en la sala, hallarás primero a la reina, cuyo nombre es Arete, y procede de los mismos ascendientes que engendraron al rey Alcínoo. En un principio, engendraron a Nausítoo el dios Poseidón, que sacude la tierra, y Peribea, la más hermosa de las mujeres, hija menor del magnánimo Eurimedonte, el cual había reinado en otro tiempo sobre los orgullosos Gigantes. Pero éste perdió a su pueblo malvado y pereció él mismo; y Poseidón tuvo en aquélla un hijo, el magnánimo Nausítoo, que luego imperó sobre los feacios. Nausítoo engendró a Rexénor y a Alcínoo; mas, estando el primero recién casado y sin hijos varones, fue muerto por Apolo, el del arco de plata, y dejó en el palacio una sola 50 linaje como los Ciclopes y la salvaje raza de los Gigantes. 207 Respondióle el ingenioso Odiseo: —¡Alcínoo! Piensa otra cosa, pues no soy semejante ni en cuerpo ni en natural a los inmortales que poseen el anchuroso cielo, sino a los mortales hombres: puedo equipararme por mis penas a los varones de quienes sepáis que han soportado más desgracias, y contaría males aun mayores que los suyos si os dijese cuantos he padecido por la voluntad de los dioses. Mas dejadme cenar, aunque me siento angustiado; que no hay cosa tan importuna como el vientre, que nos obliga a pensar en él aun hallándonos muy afligidos o con el ánimo lleno de pesares como me veo yo ahora, nos incita siempre a comer y a beber, y en la actualidad me hace echar en olvido los trabajos que he padecido, mandándome que lo sacie. Y vosotros daos prisa, así que se muestre la aurora, y haced que yo, oh desgraciado, vuelva a mi patria, no obstante lo mucho que he padecido. No se me acabe la vida sin ver nuevamente mis posesiones, mis esclavos y mi gran casa de elevado techo. 226 Así dijo. Todos aprobaron sus palabras y aconsejaron que al huésped se le llevase a la patria, ya que era razonable cuanto decía. Hechas las libaciones y habiendo bebido todos cuanto les plugo, fueron a recogerse en sus respectivas moradas; pero el divinal Odiseo se quedó en el palacio y a par de él sentáronse Arete y el deiforme Alcínoo, mientras las esclavas retiraban lo que había servido para el banquete. Arete, la de los níveos brazos, fue la primera en hablar, pues, contemplando los hermosos vestidos de Odiseo, reconoció el manto y la túnica que había labrado con sus siervas. Y en seguida habló al héroe con estas aladas palabras: 237 —¡Huésped! Primeramente quiero preguntarte yo misma: ¿Quién eres y de que país procedes? ¿Quién te dio esos vestidos? ¿No dices que llegaste vagando por el ponto? 240 Respondióle el ingenioso Odiseo: —Difícil sería, oh reina, contar menudamente mis infortunios, pues me los enviaron en gran abundancia los dioses celestiales; mas te hablaré de aquello de lo que me preguntas e interrogas. Hay en el mar una isla lejana, Ogigia, donde mora la hija de Atlante, la dolosa Calipso, de lindas trenzas, deidad poderosa que no se comunica con ninguno de los dioses ni de los mortales hombres; pero a mi, oh desdichado, me llevó a su hogar algún numen después que Zeus hendió con el ardiente rayo mi veloz nave en medio del vinoso ponto. Perecieron mis esforzados compañeros, mas yo me abracé a la quilla del corvo bajel, anduve errante nueve días y en la décima y obscura noche lleváronme los dioses a la isla Ogigia, donde mora Calipso, de lindas trenzas, terrible diosa; ésta me recogió, me trató solicita y amorosamente, me mantuvo y díjome a menudo que me haría inmortal y exento de la senectud para siempre, sin que jamás lograra llevar la persuasión a mi ánimo. Allí estuve detenido siete años y regué incesantemente con lágrimas las divinales vestiduras que me dio Calipso. Pero cuando vino el año octavo, me exhortó y me invitó a partir; sea a causa de algún mensaje de Zeus, sea porque su mismo pensamiento hubiese variado. Envióme en una balsa hecha con buen número de ataduras, me dio abundante pan y dulce vino, me puso vestidos divinales y me mandó favorable y plácido viento. Diecisiete días navegué, atravesando el ponto; al décimoctavo pude divisar los umbrosos montes de vuestra tierra y a mi, oh infeliz, se me alegró el corazón. Mas aún había de encontrarme con grandes trabajos que me suscitaría Poseidón, que sacude la tierra: el dios levantó vientos contrarios, impidiéndome el camino, y conmovió el mar inmenso; de suerte que las olas no me permitían a mi, que daba profundos suspiros, ir en la balsa, y ésta fue desbaratada muy pronto por la tempestad. Entonces nadé, atravesando el abismo, hasta que el viento y el agua me acercaron a vuestro país. Al salir del mar, la ola me hubiese estrellado contra la tierra firme, arrojándome a unos peñascos y a un lugar funesto; pero 51 retrocedí nadando y llegué a un río, paraje que me pareció muy oportuno por carecer de rocas y formar como un reparo contra los vientos. Me dejé caer sobre la tierra cobrando aliento; pero sobrevino la divinal noche y me alejé del río, que las celestiales lluvias alimentan, me eché a dormir entre unos arbustos, después de haber amontonado serojas a mi alrededor, e infundióme un dios profundísimo sueño. Allí, entre las hojas y con el corazón triste, dormí toda la noche, toda la mañana y el mediodía; y al ponerse el sol dejóme el dulce sueño. Vi entonces a las siervas de tu hija jugando en la playa junto con ella, que parecía una diosa. La imploré y no le faltó buen juicio, como no era de esperar que demostrase en sus actos una persona joven que se hallara en tal trance, porque los mozos siempre se portan inconsiderablemente. Diome abundante pan y vino tinto, mandó que me lavaran en el río y me entregó estas vestiduras. Tal es lo que, aunque angustiado, deseaba contarte, conforme a la verdad de lo ocurrido. 298 Respondióle Alcínoo diciendo: —¡Huésped! En verdad que mi hija no tomó el acuerdo más conveniente; ya que no te trajo a nuestro palacio, con las esclavas habiendo sido la primera persona a quien suplicaste. 302 Contestóle el ingenioso Odiseo: —¡Oh héroe! No por eso reprendas a tan eximia doncella, que ya me invitó a seguirla con las esclavas; mas yo no quise por temor y respeto: no fuera que mi vista te irritara, pues somos muy suspicaces los hombres que vivimos en la tierra. 308 Respondióle Alcínoo diciendo: —¡Huésped! No encierra mi pecho corazón de tal índole que se irrite sin motivo, y lo mejor es siempre lo más justo. Ojalá, ¡por el padre Zeus, Atenea y Apolo!, que siendo cual eres y pensando como yo pienso, tomases a mi hija por mujer y fueras llamado yerno mío, permaneciendo con nosotros. Diérate casa y riquezas, si de buen grado te quedaras; que contra tu voluntad ningún feacio te ha de detener, pues eso disgustaría al padre Zeus. Y desde ahora decido, para que lo sepas bien, que tu viaje se haga mañana: en durmiéndote, vencido del sueño, los compañeros remarán por el mar en calma hasta que llegues a tu patria y a tu casa, o adonde te fuere grato, aunque esté mucho más lejos que Eubea; la cual dicen que se halla muy distante los ciudadanos que la vieron cuando llevaron al rubio Radamantis a visitar a Titio, hijo de la Tierra: fueron allá y en un solo día y sin cansarse terminaron el viaje y se restituyeron a sus casas. Tú mismo apreciarás cuán excelentes son mis naves y cuán hábiles los jóvenes en batir el mar con los remos. 329 Así dijo. Alegróse el paciente divinal Odiseo y, orando, habló de esta manera: 331 —¡Padre Zeus! Ojalá que Alcínoo lleve a cumplimiento cuanto ha dicho; que su gloria jamás se extinga sobre la fértil tierra y que logre yo volver a mi patria. 334 Así éstos conversaban. Arete, la de los níveos brazos, mandó a las esclavas que pusieron un lecho debajo del pórtico, lo proveyesen de hermosas colchas de púrpura, extendiesen por encima tapetes, y dejasen afelpadas túnicas para abrigarse. 339 Las doncellas salieron del palacio llevando en sus manos hachas encendidas, y en acabando de hacer diligentemente la cama, presentáronse a Odiseo y le llamaron con estas palabras: 342 —Levántate huésped, y vete a acostar, que ya está hecha tu cama. 344 Así dijeron, y le pareció grato dormir. De este modo el paciente divinal Odiseo durmió allí, en torneado lecho, debajo del sonoro pórtico. Y Alcínoo se acostó en el interior de la excelsa mansión, y a su lado la reina, después de aparejarle lecho y cama. 52 Canto VIII: Odiseo agasajado por los feacios. 1 No bien se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, levantáronse de la cama la sacra potestad de Alcínoo y Odiseo, del linaje de Zeus, asolador de ciudades. La sacra potestad de Alcínoo se puso al frente de los demás, y juntos se encaminaron al ágora que los feacios habían construido cerca de las naves. Tan luego como llegaron, sentáronse en unas piedras pulidas, los unos al lado de los otros; mientras Palas Atenea, transfigurada en heraldo del prudente Alcínoo, recorría la ciudad y pensaba en la vuelta del magnánimo Odiseo a su patria. Y la diosa, allegándose a cada varón, decíales estas palabras: 11 —¡Ea, caudillo, y príncipes de los feacios! Id al ágora para que oigáis hablar del forastero que no ha mucho llegó a la casa del prudente Alcínoo, después de andar errante por el ponto, y es un varón que se asemeja por su cuerpo a los inmortales. 15 Diciendo así, movíales el corazón y el ánimo. El ágora y los asientos llenáronse bien presto de varones que se iban juntando, y eran en gran número los que contemplaban con admiración al prudente hijo de Laertes, pues Atenea esparció mil gracias por la cabeza y los hombros de Odiseo e hizo que pareciese más alto y más grueso para que a todos los feacios les fuera grato, temible y venerable, y llevara a término los muchos juegos con que éstos habían de probarlo. Y no bien acudieron los ciudadanos, una vez reunidos todos, Alcínoo les arengó de esta manera: 26 —¡Oídme, caudillos y príncipes de los feacios, y os diré lo que en el pecho mi corazón me dicta! Este forastero, que no sé quién es, llegó errante a mi palacio —ya venga de los hombres de Oriente ya de los de Occidente— y nos suplica con mucha insistencia que tomemos la firme resolución de acompañarlo a su patria. Apresurémonos, pues, a conducirle, como anteriormente lo hicimos con tantos otros; ya que ninguno de los que vinieron a mi casa hubo de estar largo tiempo suspirando por la vuelta. 34 Ea, pues, echemos al mar divino una negra nave sin estrenar y escójanse de entre el pueblo los cincuenta y dos mancebos que hasta aquí hayan sido los más excelentes. Y, atando bien los remos a los bancos, salgan de la embarcación y aparejen en seguida un convite en mi palacio; que a todos lo he de dar muy abundante. Esto mando a los jóvenes; pero vosotros, reyes portadores de cetro, venid a mi hermosa mansión para que festejemos en la sala a nuestro huésped. Nadie se me niegue. Y llamad a Demódoco, el divino aedo a quien los númenes otorgaron gran maestría en el canto para deleitar a los hombres, siempre que a cantar le incita su ánimo. 46 Cuando así hubo hablado, comenzó a caminar: siguiéronle los reyes, portadores de cetro, y el heraldo fue a llamar al divinal aedo. Los cincuenta y dos jóvenes elegidos, cumpliendo la orden del rey, enderezaron a la ribera del estéril mar; y, en llegando a donde estaba la negra embarcación, echáronla al mar profundo, pusieron el mástil y el velamen, y ataron los remos con correas, haciéndolo todo de conveniente manera. Extendieron después las blancas velas, anclaron la nave donde el agua era profunda, y acto continuo se fueron a la gran casa del prudente Alcínoo. Llenáronse los pórticos, el recinto de los patios y las salas con los hombres que allí se congregaron; pues eran muchos, entre jóvenes y ancianos. Para ellos inmoló Alcínoo doce ovejas, ocho puercos de albos dientes y dos flexípedes bueyes: todos fueron desollados y preparados, y aparejóse una agradable comida. 62 Presentóse el heraldo con el amable aedo a quien la Musa quería extremadamente y le había dado un bien y un mal: privóle de la vista, pero le concedió el dulce canto. Pontónoo le puso en medio de los convidados una silla de clavazón de plata, arrimándola a 55 suave: 202 —Llegad a esta señal, oh jóvenes, y espero que pronto enviaré otro disco o tan lejos o más aun. Y en los restantes juegos, aquel a quien le impulse el corazón y el ánimo a probarse conmigo, venga acá —ya que me habéis encolerizado fuertemente—, pues en el pugilato, la lucha o la carrera, a nadie rehuso de entre todos los feacios a excepción del mismo Laodamante, que es mi huésped: ¿quien lucharía con el que le acoge amistosamente? Insensato y miserable es el que provoca en los juegos al que le ha recibido como huésped en tierra extraña, pues con ello a sí mismo se perjudica. 212 De los demás a ninguno rechazo ni desprecio, sino que mi ánimo es conocerlos y probarme con todos frente a frente; pues no soy completamente inepto para cuantos juegos se hallan en uso entre los hombres. Sé manejar bien el pulido arco, y sería quien primero hiriese a un hombre, si lo disparara contra una turba de enemigos, aunque gran número de compañeros estuviesen a mi lado, tirándoles flechas. El único que lograba vencerme, cuando los aqueos nos servíamos del arco allá en el pueblo de los troyanos, era Filoctetes; mas yo os aseguro que les llevo gran ventaja a todos los demás, a cuantos mortales viven actualmente y comen pan en el mundo, pues no me atreviera a competir con los antiguos varones —ni con Heracles, ni con Eurito ecaliense— que hasta con los inmortales contendían con el arco. Por ello murió el gran Eurito en edad temprana y no pudo llegar a viejo en su palacio: lo mató Apolo, irritado de que le desafiase a tirar con el arco. Tan sólo en el correr temería que alguno de los feacios me superara, pues me quebrantaron de deplorable manera muchísimas olas, no siempre tuve provisiones en la nave, y mis miembros están desfallecidos. 234 Así habló. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y solamente Alcínoo le contestó diciendo: 236 —¡Huésped! No nos desplacieron tus palabras, ya que con ellas te propusiste mostrar el valor que tienes, enojado de que ese hombre te increpase dentro del circo, siendo así que ningún mortal que pensara razonablemente pondría tacha a tu bravura. Mas ahora, presta atención a mis palabras, para que, cuando estés en tu casa y comiendo con tu esposa y tus hijos te acuerdes de nuestra destreza, puedas referir a algún otro héroe que obras nos asignó Zeus desde nuestros antepasados. No somos irreprensibles púgiles ni luchadores, sino muy ligeros en el correr y excelentes en gobernar las naves; y siempre nos placen los convites, la cítara, los bailes, las vestiduras limpias, los baños calientes y la cama. 250 Pero, ea danzadores feacios, salid los más hábiles a bailar; para que el huésped diga a sus amigos, al volver a su morada, cuánto sobrepujamos a los demás hombres en la navegación, la carrera, el baile y el canto. Y vaya alguno en busca de la cítara, que quedó en nuestro palacio, y tráigala presto a Demódoco. 256 Así dijo el deiforme Alcínoo. Levantóse el heraldo y fue a traer del palacio del rey la hueca cítara. Alzáronse también nueve jueces, que habían sido elegidos entre los ciudadanos y cuidaban de todo lo relativo a los juegos; y al instante allanaron el piso y formaron un ancho y hermoso corro. Volvió el heraldo y trajo la melodiosa cítara a Demódoco; éste se puso en medio, y los adolescentes hábiles en la danza, habiéndose colocado a su alrededor, hirieron con los pies el divinal circo. Y Odiseo contemplaba con gran admiración los rápidos y deslumbradores movimientos que con los pies hacían. 266 Mas el aedo, pulsando la cítara, empezó a cantar hermosamente los amores de Ares y Afrodita, la de bella corona: cómo se unieron a hurto y por vez primera en casa de Hefesto, y cómo aquel hizo muchos regalos e infamó el lecho marital del soberano dios. Helios, que vio el amoroso acceso, fue en seguida a contárselo a Hefesto; y éste, al oír la 56 punzante nueva, se encaminó a su fragua, agitando en lo íntimo de su alma ardides siniestros, puso encima del tajo el enorme yunque, y fabricó unos hilos inquebrantables para que permanecieran firmes donde los dejara. Después que, poseído de cólera contra Ares, construyó esta trampa, fuese a la habitación en que tenía el lecho y extendió los hilos en círculo y por todas partes alrededor de los pies de la cama y colgando de las vigas; como tenues hilos de araña que nadie hubiese podido ver, aunque fuera alguno de los bienaventurados dioses, por haberlos labrado aquél con gran artificio. Y no bien acabó de sujetar la trampa en torno de la cama, fingió que se encaminaba a Lemnos, ciudad bien construida, que es para él la más agradable de todas las tierras. No en balde estaba al acecho Ares, que usa áureas riendas; y cuando vio que Hefesto, el ilustre artífice, se alejaba, fuese al palacio de este ínclito dios, ávido del amor de Citerea, la de hermosa corona. Afrodita, recién venida de junto a su padre, el prepotente Cronión, se hallaba sentada; y Ares, entrando en la casa, tomóla de la mano y así le dijo: 292 «Ven al lecho, amada mía, y acostémonos; que ya Hefesto no está entre nosotros, pues partió sin duda hacia Lemnos y los sinties de bárbaro lenguaje» 295 Así se expresó; y a ella parecióle grato acostarse. Metiéronse ambos en la cama, y se extendieron a su alrededor los lazos artificiosos del prudente Hefesto, de tal suerte que aquéllos no podían mover ni levantar ninguno de sus miembros; y entonces comprendieron que no había medio de escapar. No tardó en presentárseles el ínclito Cojo de ambos pies, que se volvió antes de llegar a la tierra de Lemnos, porque Helios estaba en acecho y fue a avisarle. Encaminóse a su casa con el corazón triste, detúvose en el umbral y, poseído de feroz cólera, gritó de un modo tan horrible que le oyeron todos los dioses: 306 «¡Padre Zeus, bienaventurados y sempiternos dioses! Venid a presenciar estas cosas ridículas e intolerables: Afrodita, hija de Zeus, me infama de continuo, a mi, que soy cojo, queriendo al pernicioso Ares porque es gallardo y tiene los pies sanos, mientras que yo nací débil; mas de ello nadie tiene la culpa sino mis padres, que no debieron haberme engendrado. Veréis cómo se han acostado, en mi lecho y duermen, amorosamente unidos, y yo me angustio al contemplarlo. Mas no espero que les dure el yacer de este modo, ni siquiera breves instantes, aunque mucho se amen: pronto querrán entrambos no dormir, pero los engañosos lazos los sujetarán hasta que el padre me restituya íntegra la dote que le entregué por su hija desvergonzada. Que ésta es hermosa, pero no sabe contenerse.» Así dijo; y los dioses se juntaron en la morada de pavimento de bronce. Compareció Poseidón, que ciñe la tierra; presentóse también el benéfico Hermes; llegó asimismo el soberano Apolo, que hiere de lejos. Las diosas quedáronse, por pudor, cada una en su casa. Detuviéronse los dioses, dadores de los bienes, en el umbral; y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados númenes al ver el artificio del ingenioso Hefesto. Y uno de ellos dijo al que tenía más cerca: 329 «No prosperan las malas acciones y el más tardo alcanza al más ágil; como ahora Hefesto, que es cojo y lento, aprisionó con su artificio a Ares, el más veloz de los dioses que poseen el Olimpo; quien tendrá que pagarle la multa del adulterio.» 333 Así éstos conversaban. Mas el soberano Apolo, hijo de Zeus, habló a Hermes de esta manera: 335 «¡Hermes, hijo de Zeus, mensajero, dador de bienes! ¿Querrías, preso en fuertes vínculos, dormir en la cama con la áurea Afrodita?» 338 Respondióle el mensajero Argifontes: «¡Ojalá sucediera lo que has dicho, oh soberano Apolo, que hieres de lejos! ¡Envolviéranme triple número de inextricables vínculos, y vosotros los dioses y aun las diosas todas me estuvierais mirando, con tal que 57 yo durmiese con la áurea Afrodita!» 343 Así se expreso; y alzóse nueva risa entre los inmortales dioses. Pero Poseidón no se reía, sino que suplicaba continuamente a Hefesto, el ilustre artífice, que pusiera en libertad a Ares. Y, hablándole, estas aladas palabras le decía: 347 «Desátale, que yo te prometo que pagará, como lo mandas, cuanto sea justo entre los inmortales dioses.» 349 Replicóle entonces el ínclito Cojo de ambos pies: «No me ordenes semejante cosa, oh Poseidón que ciñes la tierra, pues son malas las cauciones que por los malos se prestan ¿Cómo te podría apremiar yo ante los inmortales dioses, si Ares se fuera suelto y, libre ya de los vínculos, rehusara satisfacer la deuda?» 354 Contestó Poseidón, que sacude la tierra: «Si Ares huyere, rehusando satisfacer la deuda, yo mismo te lo pagaré todo.» 357 Respondióle el ínclito Cojo de ambos pies: «No es posible, ni sería conveniente negarte lo que pides.» 359 Dicho esto, la fuerza de Hefesto les quitó los lazos. Ellos al verse libres de los mismos, que tan recios eran, se levantaron sin tardanza y fuéronse él a Tracia y la risueña Afrodita a Chipre y Pafos, donde tiene un bosque y un perfumado altar. Allí las Cárites la lavaron, la ungieron con el aceite divino que hermosea a los sempiternos dioses y le pusieron lindas vestiduras que dejaban admirado a quien las contemplaba. 367 Tal era lo que cantaba el ínclito aedo, y holgábase de oírlo Odiseo y los feacios, que usan largos remos y son ilustres navegantes. 370 Alcínoo mandó entonces que Halio y Laodamante bailaran solos, pues con ellos no competía nadie. Al momento tomaron en sus manos una linda pelota de color de púrpura, que les había hecho el habilidoso Pólibo; y el uno, echándose hacia atrás, la arrojaba a las sombrías nubes, y el otro, dando un salto, la cogía fácilmente antes de volver a tocar con sus pies el suelo. Tan pronto como se probaron en tirar la pelota rectamente, pusiéronse a bailar en la fértil tierra, alternando con frecuencia. Aplaudieron los demás jóvenes que estaban en el circo, y se promovió una recia gritería. Y entonces el divinal Odiseo habló a Alcínoo de esta manera: 382 —¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! Prometiste demostrar que vuestros danzadores son excelentes y lo has cumplido. Atónito me quedo al contemplarlos. 385 Así dijo. Alegróse la sacra potestad de Alcínoo y al punto habló así a los feacios, amantes de manejar los remos: 387 —¡Oíd, caudillos y príncipes de los feacios! Paréceme el huésped muy sensato. Ea, pues ofrezcámosle los dones de la hospitalidad, que esto es lo que cumple. Doce preclaros reyes gobernáis como príncipes la población y yo soy el treceno: traiga cada uno un manto bien lavado, una túnica y un talento de precioso oro; y vayamos todos juntos a llevárselo al huésped para que, al verlo en sus manos, asista a la cena con el corazón alegre. Y apacígüelo Euríalo con palabras y un regalo, porque no habló de conveniente modo. 398 Así les arengó. Todos lo aplaudieron, y poniéndolo por obra, enviaron a sus respectivos heraldos para que les trajeran los presentes. Y Euríalo respondió de esta suerte: 401 —¡Rey Alcínoo, el más preclaro de todos los ciudadanos! Yo apaciguaré al huésped, como lo mandas, y le daré esta espada de bronce, que tiene la empuñadura de plata y en torno suyo una vaina de marfil recién cortado. Será un presente muy digno de tal persona. 406 Diciendo así, puso en las manos de Odiseo la espada guarnecida de argénteos 60 melodiosa cítara, pues quizás lo que canta no les sea grato a todos los oyentes. Desde que empezamos la cena y se levantó el divinal aedo, el huésped no ha dejado de verter doloroso llanto; sin duda le vino al alma algún pesar. Mas, ea, cese aquél para que nos regocijemos todos, así los albergadores del huésped como el huésped mismo; que es lo mejor que se puede hacer, ya que por el venerable huésped se han preparado estas cosas, su conducción y los dones que le hemos hecho en demostración de aprecio. Como a un hermano debe tratar al huésped y al suplicante, quien tenga un poco de sensatez. Y así, no has de ocultar tampoco con astuto designio lo que voy a preguntarte, sino que será mucho mejor que lo manifiestes. Dime el nombre con que allá te llamaban tu padre y tu madre, los habitantes de la ciudad y los vecinos de los alrededores; que ningún hombre bueno o malo deja de tener el suyo desde que nace, porque los padres lo imponen a cuantos engendran. Nómbrame también tu país, tu pueblo y tu ciudad, para que nuestros bajeles, proponiéndose cumplir tu propósito con su inteligencia, te conduzcan allá pues entre los feacios no hay pilotos, ni sus naves están provistas de timones como los restantes barcos, sino que ya saben ellas los pensamientos y el querer de los hombres, conocen las ciudades y los fértiles campos de todos los países, atraviesan rápidamente el abismo del mar, aunque cualquier vapor o niebla las cubra, y no sienten temor alguno de recibir daño o de perderse; si bien oí decir a mi padre Nausítoo que Poseidón nos mira con malos ojos porque conducimos sin recibir daño a todos los hombres, y afirmaba que el dios haría naufragar en el obscuro ponto un bien construido bajel de los feacios, al volver de conducir a alguien, y cubriría la vista de la ciudad con una gran montaña. Así se expresaba el anciano, mas el dios lo cumplirá o no, según le plegue. 572 Ea, habla y cuéntame sinceramente por dónde anduviste perdido y a qué regiones llegaste especificando qué gentes y que ciudades bien pobladas había en ellas; así como también cuáles hombres eran crueles, salvajes e injustos, y cuáles hospitalarios y temerosos de los dioses. Dime por qué lloras y te lamentas en tu ánimo cuando oyes referir el azar de los argivos, de los dánaos y de Ilión. Diéronselo las deidades, que decretaron la muerte de aquellos hombres para que sirvieran a los venideros de asunto para sus cantos. ¿Acaso perdiste delante de Ilión algún deudo como tu yerno ilustre o tu suegro, que son las personas más queridas después de las ligadas con nosotros por la sangre y el linaje? ¿O fue, por ventura, un esforzado y agradable compañero, ya que no es inferior a un hermano el compañero dotado de prudencia? Canto IX: Odiseo cuenta sus aventuras: los cicones, los lotófagos, los cíclopes. 1 Respondióle el ingenioso Odiseo: —¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! En verdad que es linda cosa oír a un aedo como este, cuya voz se asemeja a la de un numen. No creo que haya cosa tan agradable como ver que la alegría reina en todo el pueblo y que los convidados, sentados ordenadamente en el palacio ante las mesas, abastecidas de pan y de carnes, escuchan al aedo, mientras el escanciador saca vino de la cratera y lo va echando en las copas. Tal espectáculo me parece bellísimo. Pero te movió el ánimo a desear que te cuente mis luctuosas desdichas, para que llore aún más y prorrumpa en gemidos. ¿Cuál cosa relataré en primer término, cuál en último lugar, siendo tantos los infortunios que me enviaron los celestiales dioses? Lo primero, quiero deciros mi nombre para que lo sepáis, y en adelante, después que me haya librado del día cruel, sea yo vuestro huésped, a pesar de vivir en una casa que esta muy lejos. Soy Odiseo Laertíada, tan 61 conocido de los hombres por mis astucias de toda clase; y mi gloria llega hasta el cielo. Habito en Ítaca que se ve a distancia: en ella está el monte Nérito, frondoso y espléndido, y en contorno hay muchas islas cercanas entre sí, como Duliquio, Same y la selvosa Zacinto. Ítaca no se eleva mucho sobre el mar, está situada la más remota hacia el Occidente —las restantes, algo apartadas, se inclinan hacia el Oriente y el Mediodía— es áspera, pero buena criadora de mancebos, y yo no puedo hallar cosa alguna que sea más dulce que mi patria. Calipso, la divina entre las deidades, me detuvo allá, en huecas grutas, anhelando que fuese su esposo; y de la misma suerte la dolosa Circe de Eea me acogió anteriormente en su palacio, deseando también tomarme por marido; ni aquélla ni ésta consiguieron infundir convicción a mi ánimo. No hay cosa más dulce que la patria y los padres, aunque se habite en una casa opulenta, pero lejana, en país extraño, apartada de aquellos. Pero voy a contarte mi vuelta, llena de trabajos, la cual me ordenó Zeus desde que salí de Troya. 39 Habiendo partido de Ilión, llevóme el viento al país de los cícones, a Ismaro: entré a saco la ciudad, maté a sus hombres y, tomando las mujeres y las abundantes riquezas, nos lo repartimos todo para que nadie se fuera sin su parte de botín. Exhorté a mi gente a que nos retiráramos con pie ligero, y los muy simples no se dejaron persuadir. Bebieron mucho vino y, mientras degollaban en la playa gran número de ovejas y de flexípedes bueyes de retorcidos cuernos, los cícones fueron a llamar a otros cícones vecinos suyos; los cuales eran más en número y más fuertes, habitaban el interior del país y sabían pelear a caballo con los hombres y aun a pie donde fuese preciso. Vinieron por la mañana tantos, cuantas son las hojas y flores que en la primavera nacen; y ya se nos presentó a nosotros, ¡oh infelices! el funesto destino que nos había ordenado Zeus a fin de que padeciéramos multitud de males. Formáronse, nos presentaron batalla junto a las veloces naves, y nos heríamos recíprocamente con las broncíneas lanzas. Mientras duró la mañana y fuese aumentando la luz del sagrado día, pudimos resistir su arremetida, aunque eran en superior número. Mas luego, cuando el sol se encaminó al ocaso, los cícones derrotaron a los aqueos, poniéndolos en fuga. Perecieron seis compañeros, de hermosas grebas, de cada embarcación, y los restantes nos libramos de la muerte y del destino. 62 Desde allí seguimos adelante con el corazón triste, escapando gustosos de la muerte aunque perdimos algunos compañeros. Mas no comenzaron a moverse los corvos bajeles hasta haber llamado tres veces a cada uno de los míseros compañeros que acabaron su vida en el llano, heridos por los cícones. Zeus, que amontona las nubes, suscitó contra los barcos el viento Bóreas y una tempestad deshecha cubrió de nubes la tierra y el ponto, y la noche cayó del cielo. Las naves iban de través, cabeceando, y el impetuoso viento rasgó las velas en tres o cuatro pedazos. Entonces las amainamos, pues temíamos nuestra perdición; y apresuradamente, a fuerza de remos, llevamos aquellas a tierra firme. Allí permanecimos constantemente echados dos días con sus noches, royéndonos el ánimo la fatiga y los pesares. Mas, al punto que la Aurora, de lindas trenzas, nos trajo el día tercero, izamos los mástiles, descogimos las blancas velas y nos sentamos en las naves, que eran conducidas por el viento y los pilotos. Y habría llegado incólume a la tierra patria, si la corriente de las olas y el Bóreas, que me desviaron al doblar el cabo de Malea no me hubieran obligado a vagar lejos de Citera. 82 Desde allí dañosos vientos lleváronme nueve días por el ponto, abundante en peces, y al décimo arribamos a la tierra de los lotófagos, que se alimentan con un florido manjar. Saltamos en tierra, hicimos aguada, y pronto los compañeros empezaron a comer junto a las veleras naves. 87 Y después que hubimos gustado los alimentos y la bebida, envié algunos 62 compañeros —dos varones a quienes escogí e hice acompañar por un tercero que fue un heraldo— para que averiguaran cuáles hombres comían el pan en aquella tierra. Fuéronse pronto y juntáronse con los lotófagos, que no tramaron ciertamente la perdición de nuestros amigos; pero les dieron a comer loto, y cuantos probaron este fruto, dulce como la miel, ya no querían llevar noticias ni volverse; antes deseaban permanecer con los lotófagos, comiendo loto, sin acordarse de volver a la patria. Mas yo los llevé por fuerza a las cóncavas naves y, aunque lloraban, los arrastré e hice atar debajo de los bancos. Y mandé que los restantes fieles compañeros entrasen luego en las veloces embarcaciones: no fuera que alguno comiese loto y no pensara en la vuelta. Hiciéronlo en seguida y, sentándose por orden en los bancos, comenzaron a batir con los remos el espumoso mar. 105 Desde allí continuamos la navegación con ánimo afligido, y llegamos a la tierra de los ciclopes soberbios y sin ley; quienes, confiados en los dioses inmortales, no plantan árboles, ni labran los campos, sino que todo les nace sin semilla y sin arada —trigo, cebada y vides, que producen vino de unos grandes racimos— y se lo hace crecer la lluvia enviada por Zeus. 112 No tienen ágoras donde se reúnan para deliberar, ni leyes tampoco, sino que viven en las cumbres de los altos montes, dentro de excavadas cuevas; cada cual impera sobre sus hijos y mujeres y no se entrometen los unos con los otros. 116 Delante del puerto, no muy cercana ni a gran distancia tampoco de la región de los ciclopes, hay una isleta poblada de bosque, con una infinidad de cabras monteses, pues no las ahuyenta el paso de hombre alguno ni van allá los cazadores, que se fatigan recorriendo las selvas en las cumbres de las montañas. No se ven en ella ni rebaños ni labradíos, sino que el terreno está siempre sin sembrar y sin arar, carece de hombres, y cría bastantes cabras. Pues los ciclopes no tienen naves de rojas proas, ni poseen artífices que se las construyan de muchos bancos —como las que transportan mercancías a distintas poblaciones en los frecuentes viajes que los hombres efectúan por mar, yendo los unos en busca de los otros—, los cuales hubieran podido hacer que fuese muy poblada aquella isla, que no es mala y daría a su tiempo frutos de toda especie, porque tiene junto al espumoso mar prados húmedos y tiernos y allí la vid jamás se perdiera. La parte inferior es llana y labradera; y podrían segarse en la estación oportuna mieses altísimas por ser el suelo muy pingüe. Posee la isla un cómodo puerto, donde no se requieren amarras, ni es preciso echar ancoras, ni atar cuerdas; pues, en aportando allí, se está a salvo cuanto se quiere, hasta que el ánimo de los marineros les incita a partir y el viento sopla. 140 En lo alto del puerto mana una fuente de agua límpida, debajo de una cueva a cuyo alrededor han crecido álamos. Allá pues, nos llevaron las naves, y algún dios debió de guiarnos en aquella noche obscura en la que nada distinguíamos, pues la niebla era cerrada alrededor de los bajeles y la luna no brillaba en el cielo, que cubrían los nubarrones. Nadie vio con sus ojos la isla ni las ingentes olas que se quebraban en la tierra, hasta que las naves de muchos bancos hubieron abordado. Entonces amainamos todas las velas, saltamos a la orilla del mar y, entregándonos al sueño, aguardamos que amaneciera la divina Aurora. 152 No bien se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, anduvimos por la isla muy admirados. En esto las ninfas, prole de Zeus que lleva la égida, levantaron montaraces cabras para que comieran mis compañeros. Al instante tomamos de los bajeles los corvos arcos y los venablos de larga punta, nos distribuimos en tres grupos, tiramos, y muy presto una deidad nos facilitó abundante caza. Doce eran las naves que me seguían y a cada una le correspondieron nueve cabras, apartándose diez para mí solo. Y ya todo el día hasta la puesta del sol, estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y 65 299 Entonces formé en mi magnánimo corazón el propósito de acercarme a él y, sacando la aguda espada que colgaba de mi muslo, herirle el pecho donde las entrañas rodean el hígado, palpándolo previamente; mas otra consideración me contuvo. Habríamos, en efecto, perecido allí de espantosa muerte, a causa de no poder apartar con nuestras manos el grave pedrejón que el Ciclope colocó en la alta entrada. Y así, dando suspiros, aguardamos que apareciera la divina Aurora. 307 Cuando se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, el Ciclope encendió fuego y ordeñó las gordas ovejas, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. Acabadas con prontitud tales faenas, echó mano a otros dos de los míos, y con ellos se aparejó el almuerzo. 312 En acabando de comer sacó de la cueva los pingües ganados, removiendo con facilidad el enorme pedrejón de la puerta; pero al instante lo volvió a colocar, del mismo modo que si a un carcaj le pusiera su tapa. 315 Mientras el Ciclope aguijaba con gran estrépito sus pingües rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando siniestras trazas, por si de algún modo pudiese vengarme y Atenea me otorgara la victoria. 318 Al fin parecióme que la mejor resolución sería la siguiente. Echada en el suelo del establo veíase una gran clava de olivo verde, que el Ciclope había cortado para llevarla cuando se secase. Nosotros, al contemplarla, la comparábamos con el mástil de un negro y ancho bajel de transporte que tiene veinte remos y atraviesa el dilatado abismo del mar: tan larga y tan gruesa se nos presentó a la vista. Acerquéme a ella y corté una estaca como de una braza, que di a los compañeros, mandándoles que la puliesen. No bien la dejaron lisa, agucé uno de sus cabos, la endurecí, pasándola por el ardiente fuego, y la oculté cuidadosamente debajo del abundante estiércol esparcido por la gruta. Ordené entonces que se eligieran por suerte los que, uniéndose conmigo deberían atreverse a levantar la estaca y clavarla en el ojo del Ciclope cuando el dulce sueño le rindiese. Cayóles la suerte a los cuatro que yo mismo hubiera escogido en tal ocasión, y me junté con ellos formando el quinto. 336 Por la tarde volvió el Ciclope con el rebaño de hermoso vellón, que venía de pacer, e hizo entrar en la espaciosa gruta a todas las pingües reses, sin dejar a ninguna dentro del recinto; ya porque sospechase algo, ya porque algún dios se lo ordenara. Cerró la puerta con el pedrejón que llevó a pulso, sentóse, ordeñó las ovejas y las baladoras cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. 343 Acabadas con prontitud tales cosas, agarró a otros dos de mis amigos y con ellos se aparejó la cena. Entonces lleguéme al Ciclope, y teniendo en la mano una copa de negro vino, le hablé de esta manera: 347 —Toma, Ciclope, bebe vino, ya que comiste carne humana, a fin de que sepas qué bebida se guardaba en nuestro buque. Te lo traía para ofrecer una libación en el caso de que te apiadases de mí y me enviaras a mi casa, pero tú te enfureces de intolerable modo. ¡Cruel! ¿Cómo vendrá en lo sucesivo ninguno de los muchos hombres que existen, si no te portas como debieras? 353 Así le dije. Tomó el vino y bebióselo. Y gustóle tanto el dulce licor que me pidió más: 355 —Dame de buen grado más vino y hazme saber inmediatamente tu nombre para que te ofrezca un don hospitalario con el cual huelgues. Pues también a los Ciclopes la fértil tierra les produce vino en gruesos racimos, que crecen con la lluvia enviada por Zeus; mas esto se compone de ambrosía y néctar. 66 360 Así habló, y volví a servirle el negro vino: tres veces se lo presenté y tres veces bebió incautamente. Y cuando los vapores del vino envolvieron la mente del Ciclope, díjele con suaves palabras: 364 —¡Ciclope! Preguntas cual es mi nombre ilustre y voy a decírtelo pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie; y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos. 368 Así le hablé; y enseguida me respondió con ánimo cruel: —A Nadie me lo comeré al último, después de sus compañeros, y a todos los demás antes que a él: tal será el don hospitalario que te ofrezca. 371 Dijo, tiróse hacia atrás y cayó de espaldas. Así echado, dobló la gruesa cerviz y vencióle el sueño, que todo lo rinde; salíale de la garganta el vino con pedazos de carne humana, y eructaba por estar cargado de vino. 375 Entonces metí la estaca debajo del abundante rescoldo, para calentarla, y animé con mis palabras a todos los compañeros; no fuera que alguno, poseído de miedo, se retirase. Mas cuando la estaca de olivo, con ser verde, estaba a punto de arder y relumbraba intensamente, fui y la saqué del fuego; rodeáronme mis compañeros, y una deidad nos infundió gran audacia. Ellos, tomando la estaca de olivo, hincáronla por la aguzada punta en el ojo del Ciclope; y yo, alzándome, hacíala girar por arriba. De la suerte que cuando un hombre taladra con el barreno el mástil de un navío, otros lo mueven por debajo con una correa, que asen por ambas extremidades, y aquél da vueltas continuamente; así nosotros, asiendo la estaca de ígnea punta, la hacíamos girar en el ojo del Ciclope y la sangre brotaba alrededor del ardiente palo. Quemóle el ardoroso vapor párpados y cejas, en cuanto la pupila estaba ardiendo y sus raíces crepitaban por la acción del fuego. Así como el broncista, para dar el temple que es la fuerza del hierro, sumerge en agua fría una gran segur o un hacha que rechina grandemente, de igual manera rechinaba el ojo del Ciclope en torno de la estaca de olivo. Dió el Ciclope un fuerte y horrendo gemido, retumbó la roca, y nosotros, amedrentados, huimos prestamente; mas él se arrancó la estaca, toda manchada de sangre, arrojóla furioso lejos de sí y se puso a llamar con altos gritos a los Ciclopes que habitaban a su alrededor, dentro de cuevas, en los ventosos promontorios. En oyendo sus voces, acudieron muchos, quién por un lado y quién por otro, y parándose junto a la cueva, le preguntaron qué le angustiaba: 403 —¿Por qué tan enojado, oh Polifemo, gritas de semejante modo en la divina noche, despertándonos a todos? ¿Acaso algún hombre se lleva tus ovejas mal de tu grado? ¿O, por ventura, te matan con engaño o con fuerza? 407 Respondióles desde la cueva el robusto Polifemo: —¡Oh, amigos! «Nadie» me mata con engaño, no con fuerza. 409 Y ellos le contestaron con estas aladas palabras: —Pues si nadie te hace fuerza, ya que estás solo, no es posible evitar la enfermedad que envía el gran Zeus, pero, ruega a tu padre, el soberano Poseidón. 413 Apenas acabaron de hablar, se fueron todos; y yo me reí en mi corazón de cómo mi nombre y mi excelente artificio les había engañado. El Ciclope, gimiendo por los grandes dolores que padecía, anduvo a tientas, quitó el peñasco de la puerta y se sentó a la entrada, tendiendo los brazos por si lograba echar mano a alguien que saliera con las ovejas; ¡tan mentecato esperaba que yo fuese! 420 Mas yo meditaba cómo pudiera aquel lance acabar mejor y si hallaría algún arbitrio para librar de la muerte a mis compañeros y a mí mismo. Revolví toda clase de engaños y de artificios, como que se trataba de la vida y un gran mal era inminente, y al fin 67 parecióme la mejor resolución la que voy a decir. Había unos carneros bien alimentados, hermosos, grandes, de espesa y obscura lana; y, sin desplegar los labios, los até de tres en tres, entrelazando mimbres de aquellos sobre los cuales dormía el monstruoso e injusto Ciclope: y así el del centro llevaba a un hombre y los otros dos iban a entre ambos lados para que salvaran a mis compañeros. 431 Tres carneros llevaban por tanto, a cada varón; mas yo viendo que había otro carnero que sobresalía entre todas las reses, lo así por la espalda, me deslicé al vedijudo vientre y me quedé agarrado con ambas manos a la abundantísima lana, manteniéndome en esta postura con ánimo paciente. Así, profiriendo suspiros, aguardamos la aparición de la divina Aurora. 437 Cuando se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, los machos salieron presurosos a pacer, y las hembras, como no se las había ordeñado, balaban en el corral con las tetas retesadas. Su amo, afligido por los dolores, palpaba el lomo a todas las reses que estaban de pie, y el simple no advirtió que mis compañeros iban atados a los pechos de los vedijudos animales. El último en tomar el camino de la puerta fue mi carnero, cargado de su lana y de mí mismo, que pensaba en muchas cosas. Y el robusto Polifemo lo palpó y así le dijo: 447 —¡Carnero querido! ¿Por qué sales de la gruta el postrero del rebaño? Nunca te quedaste detrás de las ovejas, sino que, andando a buen paso pacías el primero las tiernas flores de la hierba, llegabas el primero a las corrientes de los ríos y eras quien primero deseaba volver al establo al caer de la tarde; mas ahora vienes, por el contrario, el último de todos. Sin duda echarás de menos el ojo de tu señor, a quien cegó un hombre malvado con sus perniciosos compañeros, perturbándole las mentes con el vino. Nadie, pero me figuro que aun no se ha librado de una terrible muerte. ¡Si tuvieras mis sentimientos y pudieses hablar, para indicarme dónde evita mi furor! Pronto su cerebro, molido a golpes, se esparciría acá y acullá por el suelo de la gruta, y mi corazón se aliviaría de los daños que me ha causado ese despreciable Nadie. 461 Diciendo así, dejó el carnero y lo echó afuera. Cuando estuvimos algo apartados de la cueva y del corral, soltéme del carnero y desaté a los amigos. Al punto antecogimos aquellas gordas reses de gráciles piernas y, dando muchos rodeos, llegamos por fin a la nave. 466 Nuestros compañeros se alegraron de vernos a nosotros, que nos habíamos librado de la muerte, y empezaron a gemir y a sollozar por los demás. Pero yo haciéndoles una señal con las cejas, les prohibí el llanto y les mandé que cargaran presto en la nave muchas de aquellas reses de hermoso vellón y volviéramos a surcar el agua salobre. Embarcáronse en seguida y, sentándose por orden en los bancos, tornaron a batir con los remos el espumoso mar. 473 Y, en estando tan lejos cuanto se deja oír un hombre que grita, hablé al Ciclope con estas mordaces palabras: 475 —¡Ciclope! No debías emplear tu gran fuerza para comerte en la honda gruta a los amigos de un varón indefenso. Las consecuencias de tus malas acciones habían de alcanzarte, oh cruel, ya que no temiste devorar a tus huéspedes en tu misma morada; por eso Zeus y los demás dioses te han castigado. 480 Así le dije; y él, airándose más en su corazón, arrancó la cumbre de una gran montaña, arrojóla delante de nuestra embarcación de azulada proa, y poco faltó para que no diese en la extremidad del gobernalle. Agitóse el mar por la caída del peñasco y las olas, al refluir desde el ponto, empujaron la nave hacia el continente y la llevaron a tierra firme. 70 escapáronse con gran ímpetu todos los vientos. En seguida arrebató las naves una tempestad y llevólas al ponto: ellos lloraban, al verse lejos de la patria; y yo, recordando, medité en mi inocente pecho si debía tirarme del bajel y morir en el ponto, o sufrirlo todo en silencio y permanecer entre los vivos. Lo sufrí, quedéme en el barco y, cubriéndome, me acosté de nuevo. Las naves tornaron a ser llevadas a la isla Eolia por la funesta tempestad que promovió el viento, mientras gemían cuantos me acompañaban. 56 Llegados allá, saltamos en tierra, hicimos aguada, y a la hora empezamos a comer junto a las veleras naves. Mas, así que hubimos gustado la comida y la bebida, tomé un heraldo y un compañero y encaminándonos al ínclito palacio de Eolo, hallamos a éste celebrando un banquete con su esposa y sus hijos. Llegados a la casa, nos sentamos al umbral, cerca de las jambas; y ellos se pasmaron al vernos y nos hicieron estas preguntas: 64 —¿Cómo aquí, Odiseo? ¿Qué funesto numen te persigue? Nosotros te enviamos con gran recaudo para que llegases a tu patria y a tu casa, o a cualquier sitio que te pluguiera. 67 Así hablaron. Y yo, con el corazón afligido, les dije: —Mis imprudentes compañeros y un sueño pernicioso causáronme este daño; pero remediadlo vosotros, oh amigos, ya que podéis hacerlo. 70 Así me expresé, halagándoles con suaves palabras. Todos enmudecieron y, por fin, el padre me respondió: 72 ¡Sal de la isla y muy pronto, malvado más que ninguno de los que hoy viven! No me es permitido tomar a mi cuidado y asegurarle la vuelta a varón que se ha hecho odioso a los bienaventurados dioses. Vete noramala; pues si viniste ahora es porque los inmortales te aborrecen. 76 Hablando de esta manera me despidió del palacio, a mí, que profería hondos suspiros. Luego seguimos adelante, con el corazón angustiado. Y ya iba agotando el ánimo de los hombres aquel molesto remar, que a nuestra necesidad debíamos; pues no se presentaba medio alguno de volver a la patria. 80 Navegamos sin interrupción seis días con sus noches, y al séptimo llegamos a Telépilo de Lamos, la excelsa ciudad de Lestrigonia, donde el pastor, al recoger su rebaño, llama a otro que sale en seguida con el suyo. Allí un hombre que no durmiese, podría ganar dos salarios: uno, guardando bueyes: y otro, apacentando blancas ovejas. ¡Tan inmediatamente sucede al pastor del día el de la noche! 87 Apenas arribamos al magnífico puerto, el cual estaba rodeado de ambas partes por escarpadas rocas y tenía en sus extremos riberas prominentes y opuestas que dejaban un estrecho paso, todos llevaron a éste las corvas naves, y las amarraron en el cóncavo puerto, muy juntas, porque allí no se levantan olas grandes ni pequeñas y una plácida calma reina en derredor; mas yo dejé mi negra embarcación fuera del puerto, cabe a uno de sus extremos, e hice atar las amarras a un peñasco. Subí luego a una áspera atalaya y desde ella no columbré labores de bueyes ni de hombres, sino tan solo humo que se alzaba de la tierra. Quise enviar algunos compañeros para que averiguaran cuáles hombres comían el pan en aquella comarca; y designé a dos, haciéndoles acompañar por un tercero, que fue un heraldo. Fuéronse y siguiendo un camino llano por donde las carretas arrastraban la leña de los altos montes a la ciudad, poco antes de llegar a la población encontraron una doncella, la eximia hija del lestrigón Antífates, que bajaba a la fuente Artacia, de hermosa corriente, pues allá iban a proveerse de agua los ciudadanos. Detuviéronse y hablaron a la joven, preguntándole quién era el rey y sobre quiénes reinaba; y ella les mostró en seguida la elevada casa de su padre. Llegáronse entonces a la magnífica morada, hallaron dentro a la 71 esposa, que era alta como la cumbre de un monte, y cobráronle no poco miedo. La mujer llamó del ágora a su marido, el preclaro Antífates, y éste maquinó contra mis compañeros cruda muerte: agarrando prestamente a uno, aparejóse con su cuerpo la cena, mientras los otros dos volvían a los barcos en precipitada fuga. Antífates gritó por la ciudad y, al oírle acudieron de todos lados innumerables forzudos lestrigones, que no parecían hombres, sino gigantes, y desde las peñas tiraron pedruscos muy pesados; pronto se alzó en las naves un deplorable estruendo causado a la vez por los gritos de los que morían y por la rotura de los barcos: y los lestrigones, atravesando a los hombres como si fueran peces, se los llevaban para celebrar nefando festín. Mientras así los mataban en el hondísimo puerto, saqué la aguda espada que llevaba junto al muslo y corté las amarras de mi bajel de azulada proa. Acto continuo exhorté a mis amigos, mandándoles que batieran los remos para librarnos de aquel peligro; y todos azotaron el mar por el temor de la muerte. Con satisfacción huimos en mi nave desde las rocas prominentes al ponto mas las restantes se perdieron en aquel sitio todas juntas. 133 Desde allí seguimos adelante, con el corazón triste, escapando gustosamente de la muerte, aunque perdimos algunos compañeros. 135 Llegamos luego a la isla Eea, donde moraba Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz, hermana carnal del terrible Eetes: pues ambos fueron engendrados por el Helios, que alumbra a los mortales, y tienen por madre a Perse, hija del Océano. 140 Acercamos silenciosamente el barco a la ribera, haciéndolo entrar en un amplio puerto y alguna divinidad debió de conducirnos. Saltamos en tierra, permanecimos echados dos días con sus noches, y nos roían el ánimo el cansancio y los pesares. Mas al punto que la Aurora, de lindas trenzas, nos trajo el día tercero, tomé mi lanza y mi aguda espada y me fui prestamente desde la nave a una atalaya, por si conseguía ver labores de hombres mortales u oír su voz. Y, habiendo subido a una altura muy escarpada me paré y aparecióseme el humo que se alzaba de la espaciosa tierra, en el palacio de Circe, entre un espeso encinar y una selva. Al punto que divisé el negro humo, se me ocurrió en la mente y en el ánimo ir yo en persona a enterarme; mas, considerándolo bien, parecióme mejor regresar a la orilla, donde se hallaba la velera nave, disponer que comiesen mis compañeros y enviar a algunos para que se informaran. Emprendí la vuelta, y ya estaba a poca distancia del corvo bajel, cuando algún dios me tuvo compasión al verme solo, y me deparó en el camino un gran ciervo de altos cuernos; que desde el pasto de la selva bajaba al río para beber, pues el calor del sol le había entrado. Apenas se presentó, acertéle con la lanza en el espinazo, en medio de la espalda, de tal manera que el bronce lo atravesó de lleno en lleno. Cayó el ciervo, quedando tendido en el polvo, y perdió la vida. 164 Lleguéme a él y saquéle la broncínea lanza, poniéndola en el suelo; arranqué después varitas y mimbres, y formé una soga como de una braza, bien torcida de ambas partes, con la cual pudiera atar juntos los pies de la enorme bestia. Me la colgué al cuello y enderecé mis pasos a la negra nave, apoyándome en la pica; ya que no hubiera podido sostenerla en la espalda con solo la otra mano, por ser tan grande aquella pieza. Por fin la dejé en tierra, junto a la embarcación; y comencé a animar a mis compañeros acercándome a los mismos y hablándoles con dulces palabras: 174 —¡Amigos! No descenderemos a la morada de Hades aunque nos sintamos afligidos, hasta que no nos llegue el día fatal. Mas, ea, en cuanto haya víveres y bebida en la embarcación, pensemos en comer y no nos dejemos consumir por el hambre. 178 Así les dije; y, obedeciendo al instante mis palabras quitáronse la ropa con que se habían tapado allí en la playa del mar estéril, y admiraron el ciervo, pues era grandísimo 72 aquel bestión. Después que se hubieron deleitado en contemplarlo con sus propios ojos, laváronse las manos y aparejaron un banquete espléndido. 183 Y ya todo el día, hasta la puesta del sol, estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino. Cuando el sol se puso y llegó la noche nos acostamos en la orilla del mar. 187 Pero, no bien se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, reuní en junta a mis amigos y les hablé de esta manera: 189 —Oíd mis palabras compañeros, aunque padezcáis tantos males. ¡Oh amigos! Puesto que ignoramos dónde está el poniente y el sitio en que aparece la aurora, por dónde Helios que alumbra a los mortales desciende debajo de la tierra y por dónde vuelve a salir; examinemos prestamente si nos será posible tomar alguna resolución, aunque yo no lo espero. Desde escarpada altura he contemplado esta isla, que es baja y a su alrededor forma una corona el ponto inmenso y con mis propios ojos he visto salir humo de en medio de ella, por entre los espesos encinares y la selva. 198 Así dije. A todos se les quebraba el corazón acordándose de los hechos del legistrón Antífanes y de las violencias del feroz Ciclope, que se comían a los hombres, y se echaron a llorar ruidosamente, vertiendo abundantes lágrimas; aunque de nada les sirvió su llanto. 203 Formé con mis compañeros de hermosas grebas dos secciones, a las que di sendos capitanes; pues yo me puse al frente de una y el deiforme Euríloco mandaba la otra. Echamos suertes en broncíneo yelmo y, como saliera la del magnánimo Euríloco, partió con veintidós compañeros que lloraban, y nos dejaron a nosotros, que también sollozábamos. Dentro de un valle y en lugar vistoso descubrieron el palacio de Circe, construido de piedra pulimentada. En torno suyo encontrábanse lobos montaraces y leones, a los que Circe había encantado, dándoles funestas drogas; pero estos animales no acometieron a mis hombres, sino que, levantándose, fueron a halagarles con sus colas larguísimas. Bien así como los perros halagan a su amo siempre que vuelve del festín, porque les trae algo que satisface su apetito; de esta manera los lobos de uñas fuertes y los leones fueron a halagar a mis compañeros que se asustaron de ver tan espantosos monstruos. En llegando a la mansión de la diosa de lindas trenzas, detuviéronse en el vestíbulo y oyeron a Circe que con voz pulcra cantaba en el interior, mientras labraba una tela grande divinal y tan fina, elegante y espléndida, como son las labores de las diosas. 224 Y Polites, caudillo de hombres, que era para mi el mas caro y respetable de los compañeros, empezó a hablarles de esta manera: 226 —¡Oh amigos! En el interior está cantando hermosamente alguna diosa o mujer que labra una gran tela, y hace resonar todo el pavimento. Llamémosla cuanto antes. 229 Así les dijo; y ellos la llamaron a voces. Circe se alzó en seguida, abrió la magnífica puerta, los llamó y siguiéronla todos imprudentemente, a excepción Euríloco, que se quedó fuera por temor a algún daño. 233 Cuando los tuvo adentro, los hizo sentar en sillas y sillones, confeccionó un potaje de queso, harina y miel fresca con vino de Pramnio, y echó en él drogas perniciosas para que los míos olvidaran por entero la tierra patria. 237 Dióselo, bebieron, y, de contado, los tocó con una varita y los enserró en pocilgas. Y tenían la cabeza, la voz, las cerdas y el cuerpo como los puercos, pero sus mientes quedaron tan enteras como antes. Así fueron encerrados y todos lloraban; y Circe les echó, para comer, fabucos, bellotas y el fruto del cornejo, que es lo que comen los 75 378 —¿Por qué, Odiseo, permaneces así, como un mudo, y consumes tu ánimo, sin tocar la comida ni la bebida? Sospechas que haya algún engaño y has de desechar todo temor, pues ya te presté solemne juramento. 382 Así se expresó, y le repuse diciendo: —¡Oh, Circe! ¿Qué hombre, que fuese razonable, osara probar la comida y la bebida antes de libertar a los compañeros y contemplarlos con sus propios ojos? Si me invitas a beber y a comer, suelta mis fieles amigos para que con mis ojos pueda verlos. 388 Así dije. Circe salió del palacio con la vara en la mano, abrió las puertas de la pocilga y sacó a mis compañeros en figura de puercos de nueve años. Colocáronse delante y anduvo por entre ellos, untándolos con una nueva droga: en el acto cayeron de los miembros las cerdas que antes les hizo crecer la perniciosa droga suministrada por la veneranda Circe, y mis amigos tornaron a ser hombres, pero más jóvenes aún y mucho más hermosos. Y más altos. Conociéronme y uno por uno me estrecharon la mano. Alzóse entre todos un dulce llanto, la casa resonaba fuertemente y la misma deidad hubo de apiadarse y deteniéndose junto a mí, dijo de esta suerte la divina entre las diosas: 401 —¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Ve ahora adonde tienes la velera nave en la orilla del mar y ante todo sacadla a tierra firme; llevad a las grutas las riquezas y los aparejos todos, y trae en seguida tus fieles compañeros. 406 Así habló, y mi ánimo generoso se dejó persuadir. Enderecé el camino a la velera nave y a la orilla del mar, y hallé junto a aquélla a mis fieles compañeros, que se lamentaban tristemente y derramaban abundantes lágrimas. 410 Así como las terneras que tienen su cuadra en el campo, saltan y van juntas al encuentro de las gregales vacas que vuelven al aprisco hartas de hierba; y ya los cercados no las detienen, sino que, mugiendo sin cesar, corren en torno de las madres: así aquellos, al verme con sus propios ojos, me rodearon llorando, pues a su ánimo les produjo casi el mismo efecto que si hubiesen llegado a su patria y a su ciudad, a la áspera Ítaca donde se habían criado y nacido. 418 Y sollozando, estas aladas palabras me decían: —Tu vuelta, oh alumno de Zeus, nos alegra tanto como si hubiésemos llegado a Ítaca, nuestra patria tierra. Mas, ea, cuéntanos la pérdida de los demás. 422 Así hablaban. Entonces les dije con suaves palabras: —Primeramente saquemos la nave a tierra firme y llevemos a las grutas nuestras riquezas y los aparejos todos; y después daos prisa en seguirme juntos para que veáis cómo los amigos beben y comen en la sagrada mansión de Circe, pues todo lo tienen en gran abundancia. 428 Así les hablé, y al instante obedecieron mi mandato. Euríloco fue el único que intentó detener a los compañeros, diciéndoles estas aladas palabras: 431 —¡Ah, infelices! ¿Adónde vamos? ¿Por qué buscáis vuestro daño, yendo al palacio de Circe, que a todos nos transformará en puercos, lobos o leones para que le guardemos, mal de nuestro grado, su espaciosa mansión? Se repetirá lo que ocurrió con el Ciclope cuando los nuestros llegaron a su cueva con el audaz Odiseo y perecieron por la loca temeridad de éste. 438 Así dijo. Yo revolvía en mi pensamiento desenvainar la espada de larga punta, que llevaba a un lado del vigoroso muslo, y de un golpe echarle la cabeza al suelo, aunque Euríloco era deudo mío muy cercano; pero me contuvieron los amigos, unos por un lado y otros por el opuesto, diciéndome con dulces palabras: 443 —¡Alumno de Zeus! A éste lo dejaremos aquí, si tú lo mandas, y se quedará a guardar la nave: pero a nosotros llévanos a la sagrada mansión de Circe. 76 446 Hablando así, alejáronse de la nave y del mar. Y Euríloco no se quedó cerca del cóncavo bajel pues fue siguiéndonos, amedrentado por mi terrible amenaza. 449 En tanto Circe lavó cuidadosamente en su morada a los demás compañeros; los ungió con pingüe aceite, les puso lanosos mantos y túnicas; y ya los hallamos celebrando alegre banquete en el palacio. Después que se vieron los unos a los otros y contaron lo ocurrido, comenzaron a sollozar y la casa resonaba en torno suyo. La divina entre las diosas se detuvo entonces a mi lado y me habló de esta manera: 456 —¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Ahora dad tregua al copioso llanto: sé yo también cuántas fatigas habéis soportado en el ponto, abundante en peces, y cuántos hombres enemigos os dañaron en la tierra. Mas, ea, comed viandas y bebed vino hasta que recobréis el ánimo que teniáis en el pecho cuando por primera vez dejasteis vuestra patria, la escabrosa Ítaca. Actualmente estáis flacos y desmayados, trayendo de continuo a la memoria la peregrinación molesta, y no cabe en vuestro ánimo la alegría por lo mucho que habéis padecido. 466 Así dijo, y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Allí nos quedamos día tras día un año entero y siempre tuvimos en los banquetes carne en abundancia y dulce vino. 469 Mas cuando se acabó el año y volvieron a sucederse las estaciones después de transcurrir los meses y de pasar muchos días, llamáronme los fieles compañeros y me hablaron de este modo: 472 —¡Ilustre! Acuérdate ya de la patria tierra, si el destino ha decretado que te salves y llegues a tu casa, de alta techumbre, y a la patria tierra. 475 Así dijeron, y mi ánimo generoso se dejó persuadir. Y todo aquel día hasta la puesta del sol estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino. Cuando el sol se puso y sobrevino la obscuridad, acostáronse los compañeros en las obscuras salas. 480 Mas yo subí a la magnífica cama de Circe y empecé a suplicar a la deidad que oyó mi voz y a la cual abracé las rodillas. Y, hablándole estas aladas palabras le decía: 483 —¡Oh, Circe! Cúmpleme la promesa que me hiciste de mandarme a mi casa. Ya mi ánimo me incita a partir y también el de los compañeros, quienes apuran mi corazón, rodeándome llorosos, cuando tu estás lejos. 487 Así hablé, y la divina entre las diosas contestóme acto seguido: 488 —¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! No os quedéis por más tiempo en esta casa, mal de vuestro grado. Pero ante todas cosas habéis de emprender un viaje a la morada de Hades y de la veneranda Perséfone, para consultar el alma del tebano Tiresias, adivino ciego, cuyas mientes se conservan íntegras. A él tan sólo, después de muerto, dióle Perséfone inteligencia y saber; pues los demás revolotean como sombras. 496 Así dijo. Sentí que se me partía el corazón y, sentado en el lecho, lloraba y no quería vivir ni ver más la lumbre del sol. Pero cuando me harté de llorar y de dar vuelcos en la cama, le contesté con estas palabras: 501 —¡Oh, Circe! ¿Quién nos guiará en ese viaje, ya que ningún hombre ha llegado jamás al Hades en negro navío? 503 Así le hablé. Respondióme en el acto la divina entre las diosas: 504 —¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! No te dé cuidado el deseo de tener quien te guíe el negro bajel: iza el mástil, descoge las blancas velas y quédate sentado, que el soplo del Bóreas conducirá la nave. Y cuando hayas atravesado el Océano y llegues adonde hay una playa estrecha y bosques consagrados a Perséfone y elevados álamos y estériles sauces, detén la nave en el Océano, de profundos remolinos, y 77 encamínate a la tenebrosa morada de Hades. Allí el Piriflegetón y el Cocito, que es un arroyo del agua de la Estix, llevan sus aguas al Aqueronte; y hay una roca en el lugar donde confluyen aquellos sonoros ríos. 516 Acercándote, pues, a este paraje, como te lo mando, oh héroe, abre un hoyo que tenga un codo por cada lado; haz en torno suyo una libación a todos los muertos, primeramente con aguamiel, luego con dulce vino y a la tercera vez con agua, y polvoréalo de blanca harina. Eleva después muchas súplicas a las inanes cabezas de los muertos y vota que en llegando a Ítaca, les sacrificarás en el palacio una vaca no paridera, la mejor que haya, y llenarás la pira de cosa excelente, en su obsequio; y también que a Tiresias le inmolarás aparte un carnero completamente negro que descuelle entre vuestros rebaños. Así que hayas invocado con tus preces al ínclito pueblo de los difuntos, sacrifica un carnero y una oveja negra, volviendo el rostro al Érebo, y apártate un poco hacia la corriente del río: allí acudirán muchas almas de los que murieron. Exhorta en seguida a los compañeros y mándales que desuellen las reses, tomándolas del suelo donde yacerán degolladas por el cruel bronce, y las quemen prestamente, haciendo votos al poderoso Hades y a la veneranda Persefonea; y tú desenvaina la espada que llevas cabe al muslo, siéntate y no permitas que las inanes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre hasta que hayas interrogado a Tiresias. 538 Pronto comparecerá el adivino, príncipe de hombres, y te dirá el camino que has de seguir, cual será su duración y cómo podrás volver a la patria, atravesando el mar en peces abundoso. 541 Así dijo, y al momento llegó la Aurora, de áureo trono. Circe me vistió un manto y una túnica; y se puso amplia vestidura blanca, fina y hermosa, ciñó el talle con lindo cinturón de oro y veló su cabeza. 546 Yo anduve por la casa y amonesté a los compañeros, acercándome a ellos y hablándoles con dulces palabras: 548 —No permanezcáis acostados, disfrutando del dulce sueño. Partamos ya, pues la veneranda Circe me lo aconseja. 556 Así les dije; y su ánimo generoso se dejó persuadir. Mas ni de allí pude llevarme indemnes todos los compañeros. Un tal Elpénor, el mas joven de todos, que ni era muy valiente en los combates, ni estaba muy en su juicio, yendo a buscar la frescura después que se cargara de vino, habíase acostado separadamente de sus compañeros en la sagrada mansión de Circe, y al oír el vocerío y estrépito de los camaradas que empezaban a moverse, se levantó de súbito, olvidóse a volver atrás a fin de bajar por la larga escalera, cayó desde el techo, se le rompieron las vértebras del cuello y su alma descendió al Hades. 561 Cuando ya todos se hubieron reunido, les dije estas palabras: 562 —Creéis sin duda que vamos a casa, a nuestra patria tierra; pues bien, Circe nos ha indicado que hemos de hacer un viaje a la morada de Hades y de la veneranda Perséfone para consultar el alma del tebano Tiresias. 566 Así les hablé. A todos se les partía el corazón y, sentándose allí mismo, lloraban y se mesaban los cabellos. Mas ningún provecho sacaron de sus lamentaciones. 569 Tan luego como nos encaminamos, afligidos, a la velera nave y a la orilla del mar, vertiendo copiosas lágrimas, acudió Circe y ató al obscuro bajel un carnero y una oveja negra. Y al hacerlo logró pasar inadvertida muy fácilmente pues, ¿quién podrá ver con sus propios ojos a una deidad que va o viene si a ella no le place? 80 que poseen el anchuroso cielo, a todos por su orden. Te vendrá más adelante y lejos del mar una muy suave muerte, que te quitará la vida cuando ya estés abrumado por placentera vejez; y a tu alrededor los ciudadanos serán dichosos. Cuanto te digo es cierto. 138 Así se expresó; y yo le respondí: —¡Tiresias! Esas cosas decretáronlas sin duda los propios dioses. Mas, ea, habla y responde sinceramente. Veo el alma de mi difunta madre, que está silenciosa junto a la sangre, sin que se atreva a mirar frente a frente a su hijo ni a dirigirle la voz. Dime, oh rey, como podrá reconocerme. 145 Así le hablé; y al punto me contestó diciendo: —Con unas sencillas palabras que pronuncie te lo daré a entender. Aquel de los difuntos a quien permitieres que se acerque a la sangre, te dará noticias ciertas; aquel a quien se lo negares, se volverá en seguida. 150 Diciendo así, el alma del soberano Tiresias se fue a la morada de Hades apenas hubo proferido los oráculos. Mas yo me estuve quedo hasta que vino mi madre y bebió la negruzca sangre. Reconocióme de súbito y díjome entre sollozos estas aladas palabras: 155 —¡Hijo mío! ¿Cómo has bajado en vida a esta obscuridad tenebrosa? Difícil es que los vivientes puedan contemplar estos lugares, separados como están por grandes ríos, por impetuosas corrientes y, principalmente, por el Océano, que no se puede atravesar a pie sino en una nave bien construida. ¿Vienes acaso de Troya, después de vagar mucho tiempo con la nave y los amigos? ¿Aun no llegaste a Ítaca, ni viste a tu mujer en el palacio? 163 Así dijo; y yo le respondí de esta suerte: —¡Madre mía! La necesidad me trajo a la morada de Hades, a consultar el alma de Tiresias el tebano; pero aún no me acerqué a la Acaya, ni entré en mi tierra; pues voy siempre errante y padeciendo desgracias desde el punto que seguí al divino Agamenón hasta Ilión, la de hermosos corceles, para combatir con los troyanos. 170 Mas, ea, habla y responde sinceramente: ¿Cuál hado de la aterradora muerte acabó contigo? ¿Fue una larga enfermedad, o Artemis, que se complace en tirar flechas, la que te mató con sus suaves tiros? Háblame de mi padre y del hijo que dejé, y cuéntame si mi dignidad real la conservan ellos o la tiene algún otro varón, porque se figuran que ya no he de volver. Revélame también la voluntad y el pensamiento de mi legitima esposa: si vive con mi hijo y todo lo guarda y mantiene en pie, o ya se casó con el mejor de los aqueos. 180 Así le hablé; y respondióme en seguida mi veneranda madre: 181 —Aquella continúa en tu palacio con el ánimo afligido y pasa los días y las noches tristemente, llorando sin cesar. Nadie posee aún tu hermosa autoridad real: Telémaco cultiva en paz tus heredades y asiste a decorosos banquetes, como debe hacerlo; el varón que administra justicia, pues todos le convidan. Tu padre se queda en el campo, sin bajar a la ciudad, y no tiene lecho ni cama, ni mantas, ni colchas espléndidas: sino que en el invierno duerme entre los esclavos de la casa, en la ceniza, junto al hogar, llevando miserables vestiduras; y, no bien llega el verano y el fructífero otoño, se le ponen por todas partes, en la fértil viña, humildes lechos de hojas secas donde yace afligido y acrecienta sus penas anhelando tu regreso, además de sufrir las molestias de la senectud a que ha llegado. Así morí yo también, cumpliendo mi destino: ni la que con certera vista se complace en arrojar saetas, me hirió con sus suaves tiros en el palacio, ni me acometió enfermedad alguna de las que se llevan el vigor de los miembros por una odiosa consunción; antes bien la soledad que de ti sentía y la memoria de tus cuidados y de tu ternura, preclaro Odiseo, me privaron de la dulce vida. 204 Así se expresó. Quise entonces efectuar el designio, que tenía formado en mi espíritu, de abrazar el alma de mi difunta madre. Tres veces me acerqué a ella, pues el ánimo incitábame a abrazarla; tres veces se me fue volando de entre las manos como 81 sombra o sueño. Entonces sentí en mi corazón un agudo dolor que iba en aumento, y dije a mi madre estas aladas palabras: 210 —¡Madre mía! ¿Por qué huyes cuando a ti me acerco, ansioso de asirte, a fin de que en la misma morada de Hades nos echemos en brazos el uno del otro y nos saciemos de triste llanto? ¿Por ventura envióme esta vana imagen la ilustre Persefonea, para que se acrecienten mis lamentos y suspiros? 215 Así le dije; y al momento me contestó mi veneranda madre: 216 —¡Ay de mí, hijo mío, el más desgraciado de todos los hombres! No te engaña Persefonea, hija de Zeus, sino que esta es la condición de los mortales cuando fallecen: los nervios ya no mantienen unidos la carne y los huesos, pues los consume la viva fuerza de las ardientes llamas tan pronto como la vida desampara la blanca osamenta; y el alma se va volando, como un sueño. Mas, procura volver lo antes posible a la luz y llévate sabidas todas estas cosas para que luego las refieras a tu consorte. 225 Mientras así conversábamos, vinieron —enviadas por la ilustre Persefonea— cuantas mujeres fueron esposas o hijas de eximios varones. Reuniéronse en tropel alrededor de la negra sangre, y yo pensaba de qué modo podría interrogarlas por separado. Al fin parecióme que la mejor resolución sería la siguiente: desenvainé la espada de larga punta que traía al lado del muslo y no permití que bebieran a un tiempo la denegrida sangre. Entonces se fueron acercando sucesivamente, me declararon su respectivo linaje, y a todas les hice preguntas. 235 La primera que vi fue Tiro, de ilustre nacimiento, la cual manifestó que era hija del insigne Salmoneo y esposa de Creteo Eólida. Habíase enamorado de un río que es el más bello de los que discurren por el orbe, el divinal Enipeo, y frecuentaba los sitios próximos a su hermosa corriente; pero el que ciñe y bate la tierra, tomando la figura de Enipeo, se acostó con ella en la desembocadura del vorticoso río. La ola purpúrea, grande como una montaña, se encorvó alrededor de entrambos, y ocultó al dios y a la mujer mortal. Poseidón desatóle a la doncella el virgineo cinto y le infundió sueño. Mas, tan pronto como hubo logrado sus amorosos deseos, le tomó la mano y le dijo estas palabras: 248 Huélgate, mujer, con este amor. En el transcurso del año parirás hijos ilustres, que nunca son estériles las uniones de los inmortales. Cuídalos y críalos. Ahora vuelve a tu casa y abstente de nombrarme, pues sólo soy para ti Poseidón que sacude la tierra. 253 Cuando esto hubo dicho, sumergióse en el agitado ponto. Tiro quedó encinta y parió a Pelias y a Neleo, que habían de ser esforzados servidores del gran Zeus; y vivieron Pelias, rico en ganado, en la extensa Yaolco, y Neleo, en la arenosa Pilos. Además, la reina de las mujeres tuvo de Creteo otros hijos: Esón, Feres y Amitaón, que combatía en carro. 260 Después vi a Antíope, hija de Asopo, que se gloriaba de haber dormido en brazos de Zeus. Parió dos hijos —Anfión y Zeto—, los primeros que fundaron y torrearon a Tebas, la de las siete puertas; pues no hubieran podido habitar aquella vasta ciudad desguarnecida de torres, no obstante ser ellos muy esforzados. 266 Después vi a Alcmena, esposa de Anfitrión, la cual del abrazo del gran Zeus tuvo al fornido Heracles, de corazón de león; y luego parió a Megara, hija del animoso Creonte, a la cual tuvo por mujer el Anfitriónida, de valor siempre indómito. 271 Vi también a la madre de Edipo, la bella Epicasta, que cometió sin querer una gran falta, casándose con su hijo; pues éste, luego de matar a su propio padre la tomó por esposa. No tardaron los dioses en revelar a los hombres lo que había ocurrido; y, con todo, Edipo, si bien tuvo sus contratiempos, siguió reinando sobre los cadmeos en la agradable Tebas, por los perniciosos designios de las deidades; mas ella, abrumada por el dolor, fuese 82 a la morada de Hades, de sólidas puertas, atando un lazo al elevado techo, y dejóle tantos dolores como causan las Erinies de una madre. 281 Vi igualmente a la bellísima Cloris —a quien por su hermosura tomó Neleo por esposa, consignándole una dote inmensa—, hija menor de Anfión Yásida, el que imperaba poderosamente en Orcómeno Minieo; ésta reinó en Pilos y tuvo de Neleo hijos ilustres: Néstor, Cromio y el arrogante Periclímeno. Parió después a la ilustre Pero, encanto de los mortales, que fue pretendida por todos sus vecinos; mas Neleo se empeñó en no darla sino al que le trajese de Fílace las vacas de retorcidos cuernos y espaciosa frente del robusto Ificlo; empresa difícil de llevar al cabo. Tan sólo un eximio vate prometió presentárselas; pero el hado funesto de un dios, juntamente con unas fuertes cadenas y los boyeros del campo, se lo impidieron. Mas, después que pasaron días y meses y transcurrido el año, volvieron a sucederse las estaciones, el robusto Ificlo soltó al adivino, que le había revelado todos los oráculos, y cumplióse entonces la voluntad de Zeus. 298 Vi también a Leda, la esposa de Tindáreo, que le parió dos hijos de ánimo esforzado: Cástor, domador de caballos, y Polideuces, excelente púgil. A éstos los mantiene vivo la alma tierra y son honrados por Zeus debajo de ella; de suerte que viven y mueren alternativamente, pues el día que vive el uno muere el otro y viceversa. Ambos disfrutan de los mismos honores que los númenes. 305 Después vi a Ifimedia, esposa de Aloeo, la cual se preciaba de haber tenido acceso con Poseidón. Había dado a luz dos hijos de corta vida: Oto, igual a un dios, y el celebérrimo Efialtes; que fueron los mayores hombres que criara la fértil tierra y los más gallardos, si se exceptúa al ínclito Orión, pues a los nueve años tenían nueve codos de ancho y nueve brazas de estatura. Oto y Efialtes amenazaron a los inmortales del Olimpo con llevarles el tumulto de la impetuosa guerra. Quisieron poner el Osa sobre el Olimpo, y encima del Osa el frondoso Pelión, para que el cielo les fuese accesible. Y dieran fin a su traza, si hubiesen llegado a la flor de la juventud, pero el hijo de Zeus, a quien parió Leto, la de hermosa cabellera, exterminólos a entrambos antes que el vello floreciese debajo de sus sienes y su barba se cubriera de suaves pelos. 321 Vi a Fedra, a Procris y a la hermosa Ariadna, hija del artero Minos, que Teseo se llevó de Creta al feraz territorio de la sagrada Atenas; mas no pudo lograrla, porque Artemis la mató en Día, situada en medio de las olas, por la acusación de Dióniso. 326 Vi a Mera, a Clímene y a la odiosa Erifile, que aceptó el preciado oro por traicionar a su marido. 328 Y no pudiera decir ni nombrar todas las mujeres e hijas de héroes que vi después, porque antes llegará a su término la divinal noche. Mas ya es hora de dormir, sea yendo a la velera nave donde están los compañeros, sea permaneciendo aquí. Y cuidarán de acompañarme a mi patria los dioses, y también vosotros. 333 Así se expresó. Enmudecieron los oyentes en el obscuro palacio, y quedaron silenciosos, arrobados por el placer de oírle. Pero Arete, la de los níveos brazos, empezó a hablarles diciendo: 336 —¡Feacios! ¿Qué os parece este hombre por su aspecto, estatura y sereno juicio? Es mi huésped, pero de semejante honra participáis todos. Por tanto, no apresuréis su partida; ni le escatiméis las dádivas, ya que se halla en la necesidad y abundan en vuestros palacios las riquezas, por la voluntad de los dioses. 342 Entonces el anciano héroe Equeo, que era el de más edad de los feacios, hablóles de esta suerte: 344 —¡Amigos! Nada nos ha dicho la sensata reina que no sea a propósito y 85 llegar a la escabrosa Ítaca; que aún no me acerqué a la Acaya, ni entré en mi tierra, sino que padezco infortunios continuamente. Pero tú, oh Aquileo, eres el más dichoso de todos los hombres que nacieron y han de nacer, puesto que antes, cuando vivías, los argivos te honrábamos como a una deidad, y ahora, estando aquí, imperas poderosamente sobre los difuntos. Por lo cual, oh Aquileo, no has de entristecerte porque estés muerto. 487 Así le dije, y me contestó en seguida: —No intentes consolarme de la muerte, esclarecido Odiseo: preferiría ser labrador y servir a otro, o un hombre indigente que tuviera poco caudal para mantenerse, a reinar sobre todos los muertos. Mas, ea, háblame de mi ilustre hijo: dime si fue a la guerra para ser el primero en las batallas, o se quedó en casa. Cuéntame también si oíste algo del eximio Peleo y si conserva la dignidad real entre los numerosos mirmidones, o le menosprecian en la Hélade y en Ptía porque la senectud debilitó sus pies y sus manos. ¡Así pudiera valerle, a los rayos del sol, siendo yo cual era en la vasta Troya, cuando mataba guerreros muy fuertes, combatiendo por los argivos! Si, siendo tal, volviese, aunque por breve tiempo, a la casa de mi padre, daríales terrible prueba de mi valor y de mis invictas manos a cuantos le hagan violencia o intenten quitarle la dignidad regia. 504 Así habló; y le contesté diciendo: —Nada ciertamente he sabido del intachable Peleo; mas de tu hijo Neoptólemo te diré toda la verdad, como lo mandas, pues yo mismo lo llevé en una cóncava y bien proporcionada nave, desde Esciro al campamento de los aqueos de hermosas grebas. Cuando teníamos consejo en los alrededores de la ciudad de Troya, hablaba siempre antes que ninguno y sin errar; y de ordinario tan sólo el divino Néstor y yo le aventajábamos. Mas, cuando peleábamos con las broncíneas armas en la llanura de los troyanos, nunca se quedaba entre muchos guerreros ni en la turba; sino que se adelantaba a toda prisa un buen espacio, no cediendo a nadie en valor, y mata a gran número de hombres en el terrible combate. Yo no pudiera decir ni nombrar a cuántos guerreros dio muerte, luchando por los argivos; pero referiré que mató con el bronce a un varón como el héroe Eurípido Teléfida, en torno del cual perdieron la vida muchos de los compañeros ceteos a causa de los presentes que se habían enviado a una mujer. Aún no he conseguido ver un hombre más gallardo, fuera del divinal Memnón. Y cuando los más valientes argivos penetramos en el caballo que fabricó Epeo y a mí se me confió todo —así el abrir como el cerrar la sólida emboscada—, los caudillos y príncipes de los dánaos se enjugaban las lágrimas y les temblaban los miembros; pero nunca vi con estos ojos que a él se le mudara el color de la linda faz, ni que se secara las lágrimas de las mejillas; sino que me suplicaba con insistencia que le dejase salir del caballo, y acariciaba el puño de la espada y la lanza que el bronce hacía ponderosa, meditando males contra los teucros. 533 Y así que devastamos la excelsa ciudad de Príamo y hubo recibido su parte de botín y además una señalada recompensa, embarcóse sano y salvo, sin que le hubiesen herido con el agudo bronce ni de cerca ni de lejos, como ocurre frecuentemente en las batallas pues Ares se enfurece contra todos sin distinción alguna. 538 Así le dije; y el alma del Eácida, el de pies ligeros, se fue a buen paso por la pradera de asfódelos, gozosa de que le hubiesen participado que su hijo era insigne. 541 Las otras almas de los muertos se quedaron aún y nos refirieron, muy tristes, sus respectivas cuitas. Sólo el alma de Ayante Telamoniada permanecía algo distante, enojada porque le vencí en el juicio que se celebró cerca de las naves para adjudicar las armas de Aquileo; juicio propuesto por la veneranda madre del héroe y fallado por los teucros y por Palas Atenea. 548 ¡Ojalá no le hubiese vencido en el fallo! Por tales armas guarda la tierra en su 86 seno una cabeza cual la de Ayante, quien, por su gallardía y sus proezas, descollaba entre los dánaos después del intachable Pelión. Mas entonces le dije con suaves palabras: 553 —¡Oh Ayante, hijo del egregio Telamón! ¿No debías, ni aun después de muerto, deponer la cólera que contra mí concebiste con motivo de las perniciosas armas? Los dioses las convirtieron en una plaga contra los argivos, ya que pereciste tú, que tal baluarte eras para todos. A los aqueos nos ha dejado tu muerte constantemente afligidos, tanto como la del Pelida Aquileo. Mas nadie tuvo la culpa sino Zeus, que, tocado del odio contra los belicosos dánaos, te impuso semejante destino. Ea, ven aquí, oh rey, a escuchar mis palabras; y reprime tu ira y tu corazón valeroso. 563 Así le hablé; pero nada me respondió y se fue hacia el Érebo a juntarse con las otras almas de los difuntos. Desde allí quizá me hubiese dicho algo, aunque estaba irritado, o por lo menos yo a él, pero en mi pecho incitábame el corazón a ver las almas de los demás muertos. 568 Allí vi a Minos, ilustre vástago de Zeus, sentado y empuñando áureo cetro, pues administraba justicia a los difuntos. Estos, unos sentados y otros en pie a su alrededor, exponían sus causas al soberano en la morada de Hades. 572 Vi después al gigantesco Orión, el cual perseguía por la pradera de asfódelos las fieras que antes había herido de muerte en las solitarias montañas, manejando irrompible clava toda de bronce. 576 Vi también a Titio, el hijo de la augusta Tierra, echado en el suelo, donde ocupaba nueve yugadas. Dos buitres, uno de cada lado, le roían el hígado, penetrando con el pico en sus entrañas, sin que pudiera rechazarlos con las manos; porque intentó hacer fuerza a Leto, la gloriosa consorte de Zeus, que se encaminaba a Pito por entre la amena Panopeo. 582 Vi asimismo a Tántalo, el cual padecía crueles tormentos, de pie en un lago cuya agua le llegaba a la barba. Tenía sed y no conseguía tomar el agua y beber: cuantas veces se bajaba el anciano con la intención de beber, otras tantas desaparecía el agua absorbida por la tierra; la cual se mostraba negruzca en torno a sus pies y un dios la secaba. Encima de él colgaban las frutas de altos árboles —perales, manzanos de espléndidas pomas, higueras y verdes olivos—; y cuando el viejo levantaba los brazos para cogerlas, el viento se las llevaba a las sombrías nubes. 593 Vi de igual modo a Císifo, el cual padecía duros trabajos empujando con entrambas manos una enorme piedra. Forcejeaba con los pies y las manos e iba conduciendo la piedra hacia la cumbre de un monte; pero cuando ya le faltaba poco para doblarla, una fuerza poderosa derrocaba la insolente piedra, que caía rodando a la llanura. Tornaba entonces a empujarla, haciendo fuerza, y el sudor le corría de los miembros y el polvo se levantaba sobre su cabeza. 601 Vi después, al fornido Heracles o, por mejor decir, su imagen, pues él está con los inmortales dioses, se deleita en sus banquetes, y tiene por esposa a Hebe, la de los pies hermosos, hija de Zeus y de Hera, la de las áureas sandalias. En torno suyo dejábase oír la gritería de los muertos —cual si fueran aves—, que huían espantados a todas partes; y Heracles, semejante a tenebrosa noche, traía desnudo el arco con la flecha sobre la cuerda, y volvía los ojos atrozmente como si fuese a disparar. Llevaba alrededor del pecho un tahalí de oro, de horrenda vista, en el cual se habían labrado obras admirables: osos, agrestes jabalíes, leones de relucientes ojos, luchas, combates, matanzas y homicidios. Ni el mismo que con su arte construyó aquel tahalí hubiera podido hacer otro igual. 615 Reconocióme Heracles, apenas me vio con sus ojos, y lamentándose me dijo 87 estas aladas palabras: 617 —¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo fecundo en ardides! ¡Ah, mísero! Sin duda te persigue algún hado funesto, como el que yo padecía mientras me alumbraban los rayos del sol. Aunque era hijo de Zeus Cronida, hube de arrostrar males sin cuento por verme sometido a un hombre muy inferior que me ordenaba penosos trabajos. Una vez me envió aquí para que sacara el can, figurándose que ningún otro trabajo sería más difícil; y yo me lo llevé y lo saqué del Hades, guiado por Hermes y por Atenea, la de ojos de lechuza. 627 Cuando así hubo dicho, volvió a internarse en la morada de Hades y yo me quedé inmóvil, por si acaso venía algún héroe de los que murieron anteriormente. Y hubiera visto a los hombres antiguos a quienes deseaba conocer —a Teseo y a Pirítoo, hijos gloriosos de las deidades—; pero congregóse, antes que llegaran, un sinnúmero de difuntos con gritería inmensa y el pálido terror se apoderó de mí, temiendo que la ilustre Persefonea no me enviase del Hades la cabeza de Gorgona, horrendo monstruo. 636 Volví en seguida al bajel y ordené a mis compañeros que se embarcaran y desataran las amarras. Embarcáronse acto continuo y se sentaron en los bancos. Y la onda de la corriente llevaba nuestra embarcación por el río Océano, empujada al principio por los remos y más adelante por próspero viento. Canto XII: Las sirenas. Escila y Caribdis. La Isla del Sol. Ogigia. 1 Tan luego como la nave, dejando la corriente del río Océano, llegó a las olas del vasto mar y a la isla Eea —donde están la mansión y las danzas de la Aurora, hija de la mañana, y el orto del Helios—, la sacamos a la arena, después de saltar a la playa, nos entregamos al sueño, y aguardamos la aparición de la divinal la Aurora. 8 Cuando se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, envié algunos compañeros a la morada de Circe para que trajesen el cadáver del difunto Elpénor. Luego cortamos troncos y, afligidos y vertiendo abundantes lágrimas, celebramos las exequias en el lugar más eminente de la orilla. Y no bien hubimos quemado el cadáver y las armas del difunto, le erigimos un túmulo, con su correspondiente cipo, y clavamos en la parte más alta el manejable remo. 16 Mientras en tales cosas nos ocupábamos, no se le encubrió a Circe nuestra llegada del Hades, y se atavió y vino muy presto con criadas que traían pan, mucha carne y vino rojo, de color de fuego. 20 Y puesta en medio de nosotros, dijo así la divina entre las diosas: 21 —¡Oh desdichados, que viviendo aún, bajasteis a la morada de Hades, y habréis muerto dos veces cuando los demás hombres mueren una sola. Ea, quedaos aquí, y comed manjares y bebed vino, todo el día de hoy; pues así que despunte la aurora volveréis a navegar, y yo os mostraré el camino y os indicaré cuanto sea preciso para que no padezcáis, a causa de una maquinación funesta, ningún infortunio ni en el mar ni en la tierra firme. 28 Así dijo; y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Y ya todo el día, hasta la puesta del sol, estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino. 31 Apenas el sol se puso y sobrevino la obscuridad, los demás se acostaron junto a las amarras del buque. Pero a mí Circe me cogió de la mano, me hizo sentar separadamente de los compañeros y, acomodándose cerca de mí, me preguntó cuanto me había ocurrido; y yo se lo conté por su orden. Entonces me dijo estas palabras la veneranda Circe: 90 con los remos de pulimentado abeto. 173 Tomé al instante un gran pan de cera y lo partí con el agudo bronce en pedacitos, que me puse luego a apretar con mis robustas manos. Pronto se calentó la cera, porque hubo de ceder a la gran fuerza y a los rayos del soberano Helios Hiperiónida, y fui tapando con ella los oídos de todos los compañeros. Atáronme éstos en la nave, de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil; ligaron las sogas al mismo; y, sentándose en los bancos, tornaron a batir con los remos el espumoso mar. 181 Hicimos andar la nave muy rápidamente, y, al hallarnos tan cerca de la orilla que allá pudieran llegar nuestras voces, no se les encubrió a las sirenas que la ligera embarcación navegaba a poca distancia y empezaron un sonoro canto: 184 —¡Ea, célebre Odiseo, gloria insigne de los aqueos! Acércate y detén la nave para que oigas nuestra voz. Nadie ha pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que fluye de nuestra boca; sino que se van todos después de recrearse con ella, sabiendo más que antes; pues sabemos cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses, y conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil tierra. 192 Esto dijeron con su hermosa voz. Sintióse mi corazón con ganas de oírlas, y moví las cejas, mandando a los compañeros que me desatasen; pero todos se inclinaron y se pusieron a remar. Y, levantándose al punto Perimedes y Euríloco, atáronme con nuevos lazos, que me sujetaban más reciamente. Cuando dejamos atrás las sirenas y ni su voz ni su canto se oían ya, quitáronse mis fieles compañeros la cera con que había yo tapado sus oídos y me soltaron las ligaduras. 201 Al poco rato de haber dejado atrás la isla de las sirenas, vi humo e ingentes olas y percibí fuerte estruendo. Los míos, amedrentados, hicieron volar los remos, que cayeron con gran fragor en la corriente; y la nave se detuvo porque ya las manos no batían los largos remos. 206 A la hora anduve por la embarcación y amonesté a los compañeros, acercándome a ellos y hablándoles con dulces palabras: 208 —¡Oh amigos! No somos novatos en padecer desgracias y la que se nos presenta no es mayor que la experimentada cuando el Ciclope, valiéndose de su poderosa fuerza, nos encerró en la excavada gruta. Pero de allí nos escapamos también por mi valor, decisión y prudencia, como me figuro que todos recordaréis. Ahora, ea, hagamos todos lo que voy a decir. Vosotros, sentados en los bancos, batid con los remos las grandes olas del mar, por si acaso Zeus nos concede que escapemos de esta desgracia, librándonos de la muerte. 217 Y a ti, piloto, voy a darte una orden que fijarás en tu memoria puesto que gobiernas el timón de la cóncava nave. Apártala de ese humo y de esas olas, y procura acercarla al escollo, no sea que la nave se lance allá, sin que tu lo adviertas, y a todos nos lleves a la ruina. 222 Así les dije, y obedecieron sin tardanza mi mandato. No les hablé de Escila, azar inevitable, para que los compañeros no dejaran de remar, escondiéndose dentro del navío. 226 Olvidé entonces la penosa recomendación de Circe de que no me armase de ningún modo; y, poniéndome la magnífica armadura, tomé dos grandes lanzas y subí al tablado de proa, lugar desde donde esperaba ver primeramente a la pétrea Escila que iba a producir tal estrago en mis compañeros. Mas no pude verla en lado alguno y mis ojos se cansaron de mirar a todas partes registrando la obscura peña. 234 Pasábamos el estrecho llorando, pues a un lado estaba Escila y al otro la divina Caribdis, que sorbía de horrible manera la salobre agua del mar. Al vomitarla dejaba oír 91 sordo murmurio, revolviéndose toda como una caldera que está sobre un gran fuego, y la espuma caía sobre las cumbres de ambos escollos. Mas, apenas sorbía la salobre agua del mar, mostrábase agitada interiormente, el peñasco sonaba alrededor con espantoso ruido y en lo hondo se descubría la tierra mezclada con cerúlea arena. El pálido temor se enseñoreó de los míos, y mientras contemplábamos a Caribdis, temerosos de la muerte, Escila me arrebato de la cóncava embarcación los seis compañeros que más sobresalían por sus manos y por su fuerza. Cuando quise volver los ojos a la velera nave y a los amigos, ya vi en el aire los pies y las manos de los que eran arrebatados a lo alto y me llamaban con el corazón afligido, pronunciando mi nombre por la vez postrera. 251 De la suerte que el pescador, al echar desde un promontorio el cebo a los pececillos valiéndose de la luenga caña, arroja al ponto el cuerno de un toro montaraz y así que coge un pez lo saca palpitante de esta manera, mis compañeros, palpitantes también, eran llevados a las rocas y allí, en la entrada de la cueva, devorábalos Escila mientras gritaban y me tendían los brazos en aquella lucha horrible. De todo lo que padecí peregrinando por el mar, fue este espectáculo el más lastimoso que vieron mis ojos. 260 Después que nos hubimos escapado de aquellas rocas, de la horrenda Caribdis y de Escila, llegamos muy pronto a la intachable isla del dios, donde estaban las hermosas vacas de ancha frente, y muchas pingües ovejas de Helios, hijo de Hiperión. 264 Desde el mar, en la negra nave, oí el mugido de las vacas encerradas en los establos y el balido de las ovejas, y me acordé de las palabras del vate ciego Tiresias de tebano, y de Circe de Eea, los cuales me encargaron reiteradamente que huyese de la isla de Helios, que alegra a los mortales. 270 Y entonces, con el corazón afligido, dije a lo compañeros: 271 —Oíd mis palabras, amigos, aunque padezcáis tantos males, para que os revele los oráculos de Tiresias y de Circe de Eea, los cuales me encargaron reiteradamente que huyese de la isla de Helios, que alegra a los mortales, diciendo que allí nos aguarda el más terrible de los infortunios. Por tanto, encaminad el negro bajel por fuera de la isla. 277 Así les dije. A todos se les partía el corazón, y Euríloco me respondió en seguida con estas odiosas palabras: 279 —Eres cruel Odiseo, disfrutas de vigor grandísimo, y tus miembros no se cansan, y debes de ser de hierro, ya que no permites a los tuyos, molidos de la fatiga y del sueño, tomar tierra en esa isla azotada por las olas, donde aparejaríamos una agradable cena; sino que les mandas que se alejen y durante la rápida noche anden a la ventura por el sombrío ponto. Por la noche se levantan fuertes vientos, azotes de las naves. ¿A dónde iremos, para librarnos de una muerte cruel, si de súbito viene una borrasca suscitada por el Noto o por el impetuoso Céfiro, que son los primeros en destruir una embarcación hasta contra la voluntad de los soberanos dioses? 290 Obedezcamos ahora a la obscura noche y aparejemos la comida junto a la velera nave; y al amanecer nos embarcaremos nuevamente para lanzarnos al dilatado ponto. 294 Tales razones profirió Euríloco y los demás compañeros las aprobaron. Conocí entonces que algún dios meditaba causarnos daño y, dirigiéndome a aquél, le dije estas aladas palabras: 297 —¡Euríloco! Gran fuerza me hacéis porque estoy solo. Mas, ea, prometed todos con firme juramento que si damos con alguna manada de vacas o grey numerosa de ovejas ninguno de vosotros matará, cediendo a funesta locura, ni una vaca tan solo, ni una oveja, sino que comeréis tranquilos los manjares que nos dio la inmortal Circe. 303 Así les hablé; y en seguida juraron, como se lo mandaba. Apenas hubieron 92 acabado de prestar el juramento, detuvimos la bien construida nave en el hondo puerto, cabe a una fuente de agua dulce; y los compañeros desembarcaron, y luego aparejaron muy hábilmente la comida. Ya satisfecho el deseo de comer y de beber, lloraron, acordándose de los amigos a quienes devoró Escila después de arrebatarlos de la cóncava embarcación; y mientras lloraban les sobrevino dulce sueño. Cuando la noche hubo llegado a su último tercio y ya los astros declinaban, Zeus, que amontona las nubes, suscitó un viento impetuoso y una tempestad deshecha, cubrió de nubes la tierra y el ponto, y la noche cayó del cielo. 316 Apenas se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, pusimos la nave en seguridad, llevándola a una profunda cueva, donde las Ninfas tenían asientos y hermosos lugares para las danzas. 319 Acto continuo los reuní a todos en junta y les hablé de esta manera: 320 —¡Oh amigos! Puesto que hay en la velera nave alimentos y bebida, abstengámonos de tocar esas vacas, a fin de que no nos venga ningún mal, porque tanto las vacas como las pingües ovejas son de un dios terrible, de Helios, que todo lo ve y todo lo oye. 324 Así les dije, y su ánimo generoso se dejó persuadir. Durante un mes entero sopló incesantemente el Noto, sin que se levantaran otros vientos que el Euro y el Noto; y mientras no les faltó pan y rojo vino, abstuviéronse de tomar las vacas por el deseo de conservar la vida. Pero tan pronto como, agotados todos los víveres de la nave, viéronse obligados a ir errantes tras de alguna presa —peces o aves, cuanto les viniese a las manos—, pescando con corvos anzuelos, porque el hambre les atormentaba el vientre. 333 Yo me interné en la isla con el fin de orar a los dioses y ver si alguno me mostraba el camino para llegar a la patria. Después que, andando por la isla, estuve lejos de los míos, me lavé las manos en un lugar resguardado del viento, y oré a todos los dioses que habitan el Olimpo, los cuales infundieron en mis párpados dulces sueños. Y en tanto, Euríloco comenzó a hablar con los amigos para darles este pernicioso consejo: 340 —Oíd mis palabras, compañeros, aunque padezcáis tantos infortunios. Todas las muertes son odiosas a los infelices mortales, pero ninguna es tan mísera como morir de hambre y cumplir de esta suerte el propio destino. Ea, tomemos las más excelentes de las vacas de Helios y ofrezcamos un sacrificio a los dioses que poseen el anchuroso cielo. Si consiguiésemos volver a Ítaca, la patria tierra, erigiríamos un rico templo a Helios, hijo de Hiperión, poniendo en él muchos y preciosos simulacros. Y si, irritado a causa de las vacas de erguidos cuernos, quisiera Helios perder nuestra nave y lo consienten los restantes dioses, prefiero morir de una vez, tragando el agua de las olas, a consumirme con lentitud, en una isla inhabitada. 352 Así habló Euríloco y aplaudiéronle los demás compañeros. Seguidamente, habiendo echado mano a las más excelentes vacas de Helios, que estaban allí cerca —pues las hermosas vacas de retorcidos cuernos y ancha frente pacían a poca distancia de la nave de azulada proa—, se pusieron a su alrededor y oraron a los dioses, después de arrancar tiernas hojas de una alta encina, porque ya no tenían blanca cebada en la nave de muchos bancos. 359 Terminada la plegaria, degollaron y desollaron las reses; luego cortaron los muslos, los pringaron con gordura por uno y otro lado y los cubrieron de trozos de carne; y como carecían de vino que pudiesen verter en el fuego sacro, hicieron libaciones con agua mientras asaban los intestinos. 364 Quemados los muslos, probaron las entrañas; y dividiendo lo restante en pedazos 95 de negros bueyes y el sólido arado una tierra noval, se le pone el sol muy a su gusto para ir a comer, y al andar, siente el cansancio en las rodillas; así con qué gozo vio Odiseo que se ponía el sol. 36 Y al momento, dirigiéndose a los feacios, amantes de manejar los remos, y especialmente a Alcínoo, les habló de esta manera: 38 —¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! Ofreced las libaciones, despedidme sano y salvo, y vosotros quedad con alegría. Ya se ha cumplido cuanto mi ánimo deseaba: mi expedición y las amistosas dádivas; hagan los dioses celestiales que éstas sean para mi dicha y que halle en mi palacio a mi irreprensible consorte e incólumes a los amigos. Y vosotros, que os quedáis, sed el gozo de vuestras legítimas mujeres y de vuestros hijos; los dioses os concedan toda clase de bienes, y jamás a esta población le sobrevenga mal alguno. 47 Así se expresó. Todos aplaudieron sus palabras y aconsejaron que se llevase al huésped a su patria, puesto que hablaba razonablemente. Y entonces la potestad de Alcínoo dijo al heraldo: 50 —¡Pontónoo! Mezcla el vino en la cratera y distribúyelo a cuantos se hallan en la sala, a fin de que, después de orar al padre Zeus, enviemos el huésped a su patria tierra. 53 Así habló. Pontónoo mezcló el vino dulce con la miel y lo sirvió a todos, ofreciéndoselo sucesivamente; ellos lo libaban, desde sus mismos asientos, a los bienaventurados dioses que poseen el anchuroso cielo; y el divinal Odiseo, levantándose, puso en las manos de Arete una copa de doble asa, mientras le decía estas aladas palabras: 59 —Sé constantemente dichosa, oh reina, hasta que vengan la senectud y la muerte, de las cuales no se libran los humanos. Yo me voy. Tú prosigue holgándote en esta casa con tus hijos, el pueblo y el rey Alcínoo. 63 Dicho esto, el divino Odiseo transpuso el umbral. La potestad de Alcínoo le hizo acompañar por un heraldo que lo condujese a la velera nave, a la orilla del mar. 66 Y Arete le envió también algunas esclavas: cuál le llevaba un manto muy limpio y una túnica; cuál, una sólida arca; y cuál otra, pan y rojo vino. 70 Cuando hubieron llegado a la nave y al mar, los ilustres conductores, tomando estas cosas juntamente con la bebida y los víveres, lo colocaron todo en la cóncava embarcación y tendieron una colcha y una tela de lino sobre las tablas de la popa a fin de que Odiseo pudiese dormir profundamente. Subió éste y acostóse en silencio. Los otros se sentaron por orden en sus bancos, desataron de la piedra agujereada la amarra del barco e inclinándose, azotaron el mar con los remos. 79 Mientras caía en los párpados de Odiseo un sueño profundo, suave, dulcísimo, muy semejante a la muerte. Del modo que los caballos de una cuadriga se lanzan a correr en un campo, a los golpes del látigo y galopando ligeros, terminan prontamente la carrera, así se alzaba la popa del navío y dejaba tras sí muy agitadas las olas purpúreas del estruendoso mar. Corría el bajel con un andar seguro e igual, y ni el gavilán, que es el ave más ligera, hubiera atenido con él: así, corriendo con tal rapidez, cortaba las olas del mar, pues llevaba consigo un varón que en el consejo se parecía a los dioses; el cual tuvo el ánimo acongojado muchas veces, ya combatiendo con los hombres, ya surcando las temibles ondas, pero entonces dormía plácidamente, olvidado de cuanto había padecido. 93 Cuando salía la más rutilante estrella, la que de modo especial anuncia la luz de la Aurora, hija de la mañana, entonces la nave, surcadora del ponto, llegó a la isla. 96 Está en el país de Ítaca el puerto de Forcis, el anciano del mar, formado por dos orillas prominentes y escarpadas que convergen hacia las puntas y protegen exteriormente 96 las grandes olas contra los vientos de funesto soplo, y en el interior las corvas naves, de muchos bancos, permanecen sin amarras así que llegan al fondeadero. Al cabo del puerto está un olivo de largas hojas, y muy cerca una gruta agradable, sombría, consagrada a las ninfas que náyades se llaman. Hállanse allí crateras y ánforas de piedra donde las abejas fabrican los panales. Allí pueden verse unos telares también de piedra, muy largos, donde tejen las ninfas mantos de color de púrpura, encanto de la vista. Allí el agua constantemente nace. Dos puertas tiene el antro: la una mira al Bóreas y es accesible a los hombres; la otra, situada frente al Noto, es más divina, pues por ella no entran hombres, siendo el camino de los inmortales. 113 A este sitio, que ya con anterioridad conocían, fueron a llegarse: y la embarcación andaba velozmente y varó en la playa, saliendo del agua hasta la mitad. 116 ¡Tales eran los remeros por cuyas manos era conducida! Apenas hubieron saltado de la nave de hermosos bancos en tierra firme, comenzaron sacando del cóncavo bajel a Odiseo con la colcha espléndida y la tela de lino, y lo pusieron en la arena, entregado todavía al sueño, y seguidamente desembarcando las riquezas que los ilustres le habían dado al volver a su patria, gracias a la magnánima Atenea, las amontonaron todas al pie del olivo, algo apartadas del camino: no fuera que algún viandante se acercara a ellas en tanto Odiseo dormía y le hurtara algo. Después de esto volviéronse los feacios a su país. Pero el que sacude la tierra no olvidó las amenazas que desde un principio hizo a Odiseo, semejante a un dios, y quiso explorar la voluntad de Zeus: 128 —¡Padre Zeus! Ya no seré honrado nunca entre los inmortales dioses, puesto que no me honran en lo más mínimo ni tan siquiera los mortales, los feacios, que son de mi propia estirpe. No dejaba de figurarme que Odiseo tornaría a su patria, aunque a costa de multitud de infortunios, pues nunca le quité del todo que volviese, por considerar que con tu asentimiento se lo habías prometido; mas los feacios, llevándole por el ponto en velera nave, lo han dejado en Ítaca, dormido, después de hacerle innumerables regalos: bronce, oro en abundancia, vestiduras tejidas, y tantas cosas como nunca sacara de Troya si volviese indemne y después de lograr la parte que del botín le correspondiera. 139 Respondióle Zeus, que amontona las nubes: 140 —¡Ah, poderoso dios que bates la tierra! ¡Qué dijiste! No te desprecian los dioses, que sería difícil herir con el desprecio al más antiguo y más ilustre. Pero si deja de honrarte alguno de los hombres, por confiar en sus fuerzas y en su poder, está en tu mano tomar venganza. Obra, pues, como quieras y a tu ánimo le agrade. 146 Contestóle Poseidón, que sacude la tierra: 147 —Al punto hubiera obrado como me aconsejas, oh dios de las sombrías nubes, pero me espanta tu cólera y procuro evitarla. Ahora quiero que naufrague en el obscuro ponto la bellísima nave de los feacios que vuelve de conducir a aquél —con el fin de que en adelante se abstengan y cesen de llevar a los hombres— y cubrir luego la vista de la ciudad con una gran montaña. 153 Repuso Zeus, que amontona las nubes: 154 —¡Oh querido! Tengo para mi que lo mejor será que, cuando los ciudadanos están mirando desde la población cómo el barco llega, lo tornes un Peñasco, junto a la costa, de suerte que guarde la semejanza de una velera nave, para que todos los hombres se maravillen, y cubras luego la vista de la ciudad con una gran montaña. 159 Apenas lo oyó Poseidón, que sacude la tierra, fuese a Esqueria, donde viven los feacios, y allí se detuvo. La nave, surcadora del ponto, se acercó con rápido impulso, y el que sacude la tierra, saliéndole al encuentro, la tornó un peñasco y de un puñetazo hizo que 97 echara raíces en el suelo, después de lo cual fuése a otra parte. 165 Mientras tanto los feacios, que usan largos remos y son ilustres navegantes, hablaban entre si con aladas palabras. Y uno de ellos se expresó de esta suerte, dirigiéndose a su vecino: 168 —¡Ay! ¿Quién encadenó en el ponto la velera nave que tornaba a la patria y ya se descubría toda? 170 Así alguien decía, pues ignoraba lo que había pasado. Entonces Alcínoo les arengó de esta manera: 172 —¡Oh dioses! Cumpliéronse las antiguas predicciones de mi padre, el cual solía decir que Poseidón nos miraba con malos ojos porque conducíamos sin recibir daño a todos los hombres; y aseguraba que el dios haría naufragar en el obscuro ponto una hermosísima nave de los feacios, al volver de llevar a alguien, y cubriría la vista de la ciudad con una gran montaña. Así lo afirmaba el anciano, y ahora todo se va cumpliendo. Ea, hagamos lo que voy a decir. Absteneos de conducir los mortales que lleguen a nuestra población y sacrifiquemos doce toros escogidos a Poseidón, para ver si se apiada de nosotros y no nos cubre la vista de la ciudad con la enorme montaña. 184 Así habló. Entróles el miedo y aparejaron los toros. Y mientras los caudillos y príncipes del pueblo feacio oraban al soberano Poseidón, permaneciendo de pie en torno de su altar, Odiseo recordó de su sueño en la tierra patria, de la cual había estado ausente mucho tiempo, y no pudo reconocerla porque una diosa —Palas Atenea, hija de Zeus— le cercó con una nube con el fin de hacerle incognoscible y enterarle de todo: no fuese que su esposa, los ciudadanos y los amigos lo reconocieran antes que los pretendientes pagaran por entero sus demasías. Por esta causa todo se le presentaba al rey en otra forma, así los largos caminos, como los puertos cómodos para fondear, las rocas escarpadas y los árboles florecientes. El héroe se puso en pie y contempló la patria tierra; pero en seguida gimió y, bajando los brazos golpeóse los muslos mientras suspiraba y decía de esta suerte. 200 —¡Ay de mi! ¿Qué hombres deben de habitar esta tierra a que he llegado? ¿Serán violentos, salvajes e injustos, u hospitalarios y temerosos de los dioses? ¿Adónde podré llevar tantas riquezas? ¿Adonde iré perdido? Ojalá me hubiese quedado allí, con los feacios, pues entonces me llegara a otro de los magnánimos reyes, que, recibiéndome amistosamente, me habría enviado a mi patria. Ahora no sé dónde poner las cosas, ni he de dejarlas aquí: no vayan a ser presa de otros hombres. ¡Oh dioses! No eran, pues, enteramente sensatos ni justos los caudillos y príncipes feacios, ya que me traen a estotra tierra; dijeron que me conducirían a Ítaca que se ve de lejos, y no lo han cumplido. Castíguelos Zeus, el dios de los suplicantes, que vigila a los hombres e impone castigos a cuantos pecan. Mas, ea, contaré y examinaré estas riquezas: no se hayan llevado alguna cosa en la cóncava nave cuando de aquí partieron. 217 Hablando así contó los bellísimos trípodes, los calderos, el oro y las hermosas vestiduras tejidas; y, aunque nada echó de menos, lloraba por su patria tierra, arrastrándose en la orilla del estruendoso mar y suspirando con mucha congoja. Acercósele entonces Atenea en figura de un joven pastor de ovejas, tan delicado como el hijo de un rey, que llevaba en los hombros un manto doble, hermosamente hecho; en los nítidos pies, sandalias; y en la mano, una jabalina. 226 Odiseo se holgó de verla, salió a su encuentro y le dijo estas aladas palabras: 228 —¡Amigo! Ya que te encuentro a ti antes que a nadie en este lugar, ¡salud!, y ojalá no vengas con mala intención para conmigo; antes bien, salva estas cosas y sálvame a mi mismo, que yo te lo ruego como a un dios y me postro a tus plantas. Mas dime con
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