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tony takitani - Haruki Murakami, Transcripciones de Lengua y Literatura

Tony Takitani. Cuento de Haruki Murakami

Tipo: Transcripciones

2020/2021
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Subido el 22/03/2021

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¡Descarga tony takitani - Haruki Murakami y más Transcripciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! Tony Takitani es un joven que ha crecido aislado, entre las burlas de los compañeros y muy solo, pues su padre, trompetista de jazz, se ausenta a menudo para tocar en giras. Buen profesional, se dedica a ilustrar portadas para revistas de automóviles o anuncios. Hasta que de pronto conoce a una chica, empleada a tiempo parcial de una editorial, a la que le gustan especialmente los vestidos. Maravillosamente ilustrado por Ignasi Font, este relato del célebre escritor japonés nos habla de la soledad y la falta de afecto en la sociedad actual. Página 2 Página 5 Página 6 Relato El nombre real de Tony Takitani era, verdaderamente, Tony Takitani. Debido a su nombre (en el registro civil figuraba, por supuesto, Tony Takitani) y a que tenía las facciones muy pronunciadas y el pelo rizado, cuando era pequeño solían tomarlo por un niño mestizo. Porque, en plena posguerra, había montones de niños por cuyas venas corría sangre de soldados norteamericanos. Sin embargo, lo cierto era que tanto su padre como su madre eran japoneses de pura cepa. Su padre se llamaba Shōzaburō Takitani y era un trombón de jazz que había disfrutado de cierta fama en la preguerra. Pero cuatro años antes de que estallara la guerra del Pacífico se metió en un lío de faldas, tuvo que abandonar Tokio y, puestos a marcharse, decidió irse a China, llevándose solo su instrumento. En aquella época, zarpando de Nagasaki, se tardaba un día en llegar a Shanghái. No tenía nada, ni en Tokio ni en Japón, que le importara dejar atrás. Se marchó sin pesar alguno. Además, a un hombre de sus características, los encantos artísticos que ofrecía el Shanghái de aquella época parecían irle como anillo al dedo. Desde el instante en que avistó, de pie en la cubierta del barco que remontaba el río Yangtzé, las hermosas calles de Shanghái iluminadas por el sol de la mañana, se sintió fascinado por la ciudad. Aquella luz parecía traerle promesas de un futuro brillante y feliz. Tenía entonces veintiún años. De este modo, Shōzaburō Takitani pasó los agitados tiempos de contienda, desde la guerra sino-japonesa al ataque de Pearl Harbor y al lanzamiento de las bombas atómicas, tocando despreocupadamente el trombón en los clubes nocturnos de Shanghái. La guerra se desarrollaba en un lugar que nada tenía que ver con él. En definitiva, se puede afirmar que Shōzaburō Takitani no tenía un ápice de voluntad ni de capacidad de reflexión histórica. Tocar el trombón, comer tres veces al día y disfrutar de la compañía de mujeres era todo cuanto deseaba. Era un hombre modesto, pero también arrogante. Fundamentalmente era un gran egoísta, pero solía ser muy amable y simpático con quienes le rodeaban. Por lo tanto, gustaba a la mayoría de la gente. Era joven, guapo y, encima, tocaba muy bien el trombón, Página 7 Otra de sus cualidades (aunque él no fuese muy consciente de ello) era la de saber entablar amistades «útiles». Estaba en excelentes términos con militares de alta graduación del ejército de tierra japonés, con ricachones chinos, aparte de con unos tipejos forrados de dinero que habían obtenido enormes beneficios económicos de la guerra por medios turbios; eran, en su mayoría, de esos que esconden una pistola bajo la chaqueta y que, al salir de un edificio, lo primero que hacen es echar una ojeada calle arriba y calle abajo. Pero Shōzaburō Takitani, curiosamente, se llevaba bien con ellos. Y ellos, a su vez, lo protegían con mimo. Si tenía algún problema, le proporcionaban los medios para solucionarlo. En aquella época, la vida sonreía a Shōzaburō Takitani. Sin embargo, los talentos notables como el suyo también tienen, a veces, efectos adversos. Al acabar la guerra, el ejército chino puso el ojo en sus juergas con tipos poco recomendables y Shōzaburō Takitani fue a dar con los huesos en la cárcel durante una larga temporada. La mayoría de los encarcelados eran ejecutados sin ser siquiera juzgados. Un buen día, sin previo aviso, los arrastraban hasta el patio de la cárcel y con una pistola automática les volaban la cabeza de un disparo. Las ejecuciones siempre tenían lugar a las dos de la tarde, y el sonido duro y comprimido de los disparos de las automáticas resonaba por el patio. Esa fue la mayor crisis en la vida de Shōzaburō Takitani. La distancia entre la vida y la muerte era, literalmente, del grosor de un pelo. Él era consciente de que podía encontrar la muerte en aquel lugar. Morir, en sí mismo, no le daba miedo. Total, te pegaban un tiro y listos. El dolor no debía durar más que un instante. «Hasta ahora he vivido como me ha dado la gana y me he acostado con un montón de mujeres», se decía. «He comido muy bien, he tenido mucha suerte en esta vida. No dejo atrás nada que valga la pena. Aunque me maten, así por las buenas, no tengo derecho a quejarme. En fin, así están las cosas. Pedir más sería abusar. En esta guerra han muerto millones de japoneses. Y montones de personas han tenido una muerte infinitamente peor que la mía». Resignado a su suerte, se pasaba el día tumbado en el calabozo, silbando. Día tras día contemplaba cómo pasaban las nubes al otro lado del ventanuco enrejado de su celda, y sobre las paredes rezumantes de humedad se representaba los rostros y los cuerpos de todas las mujeres con las que se había acostado. Sin embargo, Shōzaburō Takitani acabó siendo uno de los dos únicos japoneses que lograron salir de aquella prisión con vida y volver a su país. El otro era un militar de alta graduación que casi había enloquecido. De pie en la cubierta del barco que lo repatriaba, Página 10 mientras miraba cómo la ciudad de Shanghái iba empequeñeciéndose en la distancia, justo al contrario de lo que había sucedido a su llegada, pensó: «¡No hay quien entienda la vida!». Shōzaburō Takitani volvió a Japón demacrado y con lo puesto en la primavera de 1946. A su llegada a Tokio se encontró con que su casa había ardido y que sus padres habían muerto en los grandes bombardeos aéreos de marzo del año anterior. Su único hermano había desaparecido en el frente de Birmania. Es decir, que Shōzaburō Takitani estaba solo en el mundo. Este hecho, sin embargo, no lo afligió demasiado y tampoco representó un golpe terrible para él. Por supuesto que experimentó cierta sensación de pérdida. «Pero esto, en la vida, te pasa antes o después», se dijo. «Tomes el camino que tomes, un día u otro acabas solo». Él tenía entonces treinta años. Y ya no era una edad en la que pudiera reprocharle a nadie haberse quedado solo. Le daba la sensación de haber envejecido algunos años de golpe. Solo eso. Fue el único sentimiento que brotó de su pecho. Sí. Shōzaburō Takitani había logrado, de una manera o de otra, sobrevivir, y puesto que lo había conseguido, ahora tendría que estrujarse los sesos para seguir sobreviviendo. Página 11 Página 12 El comandante permaneció a su lado e intentó consolarlo. Todos los días bebían juntos en el bar de la base. El comandante lo aleccionaba. Le decía que tenía que ser fuerte. Porque lo más importante, en aquel momento, era criar a su hijo como era debido. Shōzaburō Takitani no comprendía de qué diablos le estaba hablando, pero asentía en silencio. El afecto que se desprendía de aquellas palabras podía captarlo incluso él. Luego el comandante le dijo, como si se le ocurriera de repente, que si estaba de acuerdo él podía ser el padrino del niño. Sí, porque, pensándolo bien, Shōzaburō Takitani todavía no había dado ningún nombre a su hijo. El comandante sugirió ponerle al niño su nombre, Tony. Se mire como se mire, no parecía un nombre muy adecuado para un niño japonés, pero al comandante ni siquiera se le pasó por la cabeza si era o no apropiado. Shōzaburō Takitani, al llegar a casa, escribió «Tony Takitani» en un papel, lo pegó en la pared y lo estuvo contemplando durante unos días. «¿Tony Takitani? No está mal», pensó. La era norteamericana aún continuaría durante algún tiempo y tal vez fuese una buena idea ponerle al niño un nombre norteamericano. A lo mejor le sería útil. Sin embargo, para el niño que llevaba ese nombre, la vida no fue precisamente un camino de rosas. En la escuela se burlaban de él llamándolo mestizo, y la gente, cuando pronunciaba su nombre, ponía cara de extrañeza o de desagrado. La mayoría se lo tomaba como una broma de mal gusto e incluso había quien se enfadaba. Cierto tipo de personas, por el mero hecho de estar frente a un niño que se llamaba de ese modo, sentían que se les reabrían viejas heridas del pasado. Todo eso hizo de Tony Takitani un muchacho con una marcada tendencia a encerrarse en sí mismo. No trabó una sola amistad que pudiera considerarse como tal, pero eso no parecía afectarle demasiado. Para él, estar solo era lo más natural del mundo, o, incluso, una especie de premisa de su vida. Desde que tuvo uso de razón, su padre había estado ausente, de gira con la banda de jazz. De pequeño lo había cuidado una empleada doméstica, y a partir del último año de primaria empezó a apañárselas solo. Cocinaba solo, echaba la llave solo y dormía solo. No sentía soledad. Era más cómodo hacer las cosas por sí mismo que tener a alguien agobiándole todo el día. Shōzaburō Takitani, después de la muerte de su esposa, por la razón que fuese, no volvió a casarse. Por supuesto, tenía una novia tras otra, pero jamás llevó a una sola mujer a casa. Tanto el padre como el hijo estaban acostumbrados a apañárselas solos. Su relación no era tan distante como cabría esperar de dos personas que viven de ese modo. Sin embargo, ambos estaban muy avezados a la soledad y, por lo tanto, ninguno Página 15 de los dos dio el primer paso para abrir su corazón al otro. Simplemente, no necesitaban hacerlo. Shōzaburō Takitani no estaba hecho para ser padre y a Tony Takitani tampoco le iba el papel de hijo. Página 16 Página 17 Página 20 Una vez acabada la universidad, la situación dio un vuelco. Gracias a su técnica extremadamente práctica, realista y utilitarista, a Tony Takitani nunca le faltó trabajo, pues nadie era capaz de reproducir con tanta precisión máquinas y elementos arquitectónicos complicados. «Es más real que el original», afirmaba todo el mundo. Sus dibujos eran más exactos que una fotografía y tan fáciles de comprender que cualquier explicación era superflua. En un abrir y cerrar de ojos se convirtió en uno de los ilustradores más solicitados. Desde dibujos para portadas de revistas de automóviles hasta ilustraciones para anuncios, siempre y cuando se tratara de mecanismos, él aceptaba cualquier encargo. Trabajar le divertía, aparte de reportarle unos beneficios considerables. Página 21 Página 22 Tony Takitani había salido con unas cuantas chicas. Incluso había vivido con una, aunque solo durante un corto periodo de tiempo. Pero jamás había pensado en casarse. No sentía la menor necesidad de hacerlo. La comida, la limpieza y la colada se las hacía él solo, y cuando el trabajo se lo impedía, contrataba a una asistenta. Jamás había deseado tener hijos. Tampoco tenía amigos a quienes consultar las cosas o a quienes poder abrirles el corazón. Ni siquiera tenía a alguien con quien salir de copas. Eso no significa que fuera una persona huraña. No era tan simpático como su padre, pero en su vida diaria se relacionaba con absoluta normalidad con quienes lo rodeaban. No fanfarroneaba ni presumía. No se justificaba a sí mismo, no hablaba mal de nadie. Prefería escuchar a los demás que hablar de sí mismo. Así que la mayoría de las personas lo apreciaba. Sin embargo, era absolutamente incapaz de establecer relaciones personales que fueran más allá del nivel práctico. A su padre solo lo veía cada dos o tres años, siempre por algo en concreto. En cuanto se encontraban y resolvían el asunto que los ocupaba, ya no tenían nada más que decirse. La vida de Tony Takitani discurría de una manera extremadamente tranquila y apacible. «No creo que me case nunca», pensaba. Página 25 TAL) Página 26 Página 27 Al día siguiente llamó a la editorial y se inventó la primera excusa que se le ocurrió para que ella tuviera que volver a su estudio. Después del trabajo, la invitó a comer y estuvieron charlando de cosas sin importancia. Pese a llevarse más de quince años, curiosamente tenían mucho en común. Hablaran de lo que hablaran, coincidían. Era la primera vez que a ambos les ocurría una cosa semejante. La chica, al principio, estaba un poco tensa, pero luego se fue relajando y empezó a reír y a charlar por los codos. —Tienes muy buen gusto en el vestir —la alabó Tony Takitani al despedirse. —Es que me gusta mucho la ropa —contestó ella tímidamente—. Casi todo el sueldo me lo gasto en vestidos. Se vieron más veces. No iban a ningún sitio especial; simplemente se sentaban en algún lugar tranquilo y charlaban. Hablaban de sí mismos, del trabajo, de cómo se sentían o de qué pensaban sobre diversas cosas. Hubieran podido continuar charlando eternamente sin hartarse. Hablaban y hablaban, como si estuvieran llenando algún vacío. Y, la quinta vez que se vieron, Tony Takitani le pidió que se casara con él. Pero ella tenía un novio con el que salía desde el instituto. Con el paso del tiempo, la relación con este se había ido deteriorando, y habían llegado al punto de pelearse por cualquier tontería cada vez que se veían. A decir verdad, cuando estaba con él, ella no se sentía tan libre como con Tony Takitani, y tampoco se divertía tanto. Pero no podía romper el noviazgo de un día para otro. Ella tenía sus razones. Además, se llevaban quince años. Ella todavía era joven, apenas tenía experiencia. Y no podía prever lo que esa diferencia de edad podría significar en el futuro. Le pidió tiempo para pensárselo. Mientras ella reflexionaba, Tony Takitani vivió unos días infernales. No podía trabajar. Bebía todos los días, solo. La soledad se le hizo tan opresiva que lo paralizaba, provocándole una gran angustia. La soledad empezó a parecerle una prisión. «¡Y pensar que nunca me había dado cuenta!», se decía. Contemplaba con ojos desesperados los fríos y gruesos muros que lo rodeaban. «Si ella no quiere casarse conmigo, me moriré», pensó. Fue a su encuentro y se lo explicó todo. Que hasta entonces había estado siempre solo y que se había perdido una infinidad de cosas. Y que ella le había hecho ser consciente de su soledad. Ella era una chica inteligente. Tony Takitani le gustaba. Al principio le había caído simpático y, conforme lo había ido tratando, le había ido gustando cada vez más. Ella no sabía si a ese sentimiento se lo podía llamar amor, pero Página 30 sentía que dentro de él se escondía algo maravilloso. Y pensaba que podía ser muy feliz a su lado. Y se casaron. Tras la boda se terminaron los días de soledad en la vida de Tony Takitani. Al despertarse por la mañana, lo primero que hacía era buscar a su mujer con la mirada. En cuanto descubría su figura durmiendo, se tranquilizaba. Cuando no la encontraba, recorría inquieto toda la casa buscándola. Para él, no estar solo era algo extraño, pero en cuanto había dejado de estar solo le había asaltado una angustia espantosa al pensar en qué sería de él si volviera a estarlo. A veces, cuando ese pensamiento le venía a la cabeza, se sentía tan aterrado que le entraba un sudor gélido. El pánico continuó hasta tres meses después de la boda, pero conforme fue acostumbrándose a su nueva vida, conforme fue haciéndose más remota la posibilidad de que ella desapareciera de súbito, el terror fue alejándose gradualmente. Y por fin se tranquilizó y se sumergió en una plácida felicidad. En una ocasión, los dos fueron a ver una actuación de Shōzaburō Takitani. Ella quería saber qué clase de música tocaba el padre de su marido. —¿Crees que le importará que vayamos? —preguntó ella. —No lo creo —repuso él. Y acudieron a un club de Ginza donde tocaba Shōzaburō Takitani. Excepto durante su infancia, era la primera vez que Tony Takitani presenciaba una actuación de su padre. Este tocaba exactamente el mismo tipo de música de entonces. Tony Takitani había escuchado en disco, desde niño, multitud de veces todas las melodías. La interpretación de su padre era fluida, elegante, dulce. Aquello no era arte, pero sí una música ejecutada hábilmente por un profesional de primera categoría que lograba que el público se sintiera bien. Tony Takitani, cosa infrecuente en él, tomó una copa tras otra mientras escuchaba. Sin embargo, poco después, mientras permanecía atento a la música, notó que esta tenía algo que empezó a asfixiarlo y a causarle un terrible desasosiego, como si fuera un estrecho tubo en el que fuera acumulándose de forma lenta pero certera la basura. Le pareció que aquella música era un poco diferente de la que él recordaba. Claro está, había transcurrido mucho tiempo, y antaño la escuchaba con los oídos de un niño, pero le pareció que la diferencia era muy importante. Quizá fuera mínima, pero esencial. Él podía percibirlo con toda claridad. Le entraron ganas de subir al escenario, agarrar a su padre del brazo y preguntarle: «Dime, papá, ¿qué ha cambiado?». Pero no lo hizo. Después de todo, ni siquiera era capaz de explicar esa sensación. Sin Página 31 decir nada, siguió escuchando a su padre hasta el final mientras tomaba whisky con agua. Y, junto a su esposa, aplaudió y volvió a casa. Página 32 Página 35 Sin embargo, cuando los trajes de su esposa ya no cupieron en una habitación, empezó a inquietarse. Una vez, mientras ella no estaba, contó las piezas de ropa que tenía. Según sus cálculos, aunque se cambiara de ropa dos veces al día, tardaría casi dos años en ponérsela toda. Y eso, lo miraras como lo mirases, era una exageración. No entendía por qué necesitaba comprar un vestido tras otro. Estaba tan ocupada comprándolos que ni siquiera tenía tiempo de ponérselos. Consideró la posibilidad de que se tratara de algún problema psicológico. En ese caso, debía ponérsele freno. Un día, después de cenar, decidió abordar el tema. Le sugirió que no comprara tanta ropa. Le dijo que no era cuestión de dinero. Que podía comprar todo lo que necesitara, por supuesto. Que él estaba contento de que ella se pusiera guapa, pero ¿era realmente necesario comprar tanta ropa cara? Su mujer bajó la mirada y reflexionó durante unos instantes. Luego le dio la razón. No necesitaba toda aquella ropa. Eso lo veía hasta ella. Pero no podía hacer nada. Cuando tenía un vestido bonito delante, sentía la pulsión de comprarlo. No se trataba de que lo necesitara o no, o de que tuviera muchos o pocos. Se trataba de que no podía evitarlo. Sin embargo, dijo, aquello (y lo comparó con una adicción a las drogas) no podía continuar. Se curaría. Porque si seguía así, acabaría llenando la casa de ropa. Se pasó una semana sin ir de compras, encerrada en casa. Para ella, aquellos días fueron terribles. Se sentía como si estuviese andando por la superficie de un planeta con poco oxígeno. Todos los días entraba en el vestidor, cogía todos sus vestidos, uno tras otro, y los contemplaba. Acariciaba el tejido, olía su aroma, se los probaba y se miraba en el espejo. No se cansaba de contemplarlos. Y cuanto más los miraba, más le apetecía tener vestidos nuevos. No podía controlar las ganas de comprar más. Página 36 Página 37 «Tengo abrigos y vestidos suficientes para toda la vida». Pero mientras esperaba en una encrucijada ante un semáforo, no podía quitarse de la cabeza el abrigo ni el vestido. Su color, su forma, su tacto. Veía cada detalle de las prendas de ropa tan vívidamente como si las tuviera delante. Sintió cómo su frente se cubría de sudor. Acodada en el volante, aspiró una gran bocanada de aire. Cerró los ojos y al abrirlos vio que el semáforo ya había cambiado a verde. En un acto reflejo pisó el acelerador. En aquel momento un enorme camión, empeñado en cruzar con el semáforo en ámbar, embistió a toda velocidad el lateral del Renault de color azul que ella conducía. No tuvo tiempo de sentir nada. A Tony Takitani solo le quedó una habitación llena de trajes de la talla treinta y seis, y ciento doce pares de zapatos. No tenía ni idea de qué haría con todo aquello. No quería guardar hasta el fin de los tiempos todo lo que había llevado su esposa, así que para desprenderse de los accesorios llamó a un comerciante del ramo y le pidió que se los llevara todos por el precio que le ofreciera. Las medias y la ropa interior las quemó juntas en la incineradora del jardín. Vestidos y zapatos había demasiados, así que los dejó tal cual. Después de los funerales se encerró solo en el vestidor y permaneció allí de la mañana a la noche mirando aquellos trajes alineados, apretados unos contra otros. Diez días después del funeral, Tony Takitani puso un anuncio en el periódico solicitando una ayudante. «Se necesita mujer de metro sesenta y uno de estatura, talla treinta y seis, y número treinta y cinco de pie. Muy bien remunerado. Buenas condiciones laborales», rezaba la oferta de trabajo. El sueldo que ofrecía era excepcionalmente alto, así que a la entrevista, que tuvo lugar en su estudio de Minami-Aoyama, se presentaron trece candidatas. Cinco de ellas mentían de modo ostensible respecto a su talla. Entre las ocho restantes, eligió a la que tenía la constitución física más parecida a la de su esposa. Una joven de unos veinticinco años y de rostro anodino. Vestía una blusa blanca sin adornos y una falda ceñida de color azul marino. Llevaba la ropa y los zapatos pulcros, aunque desgastados por el uso. Tony Takitani le explicó en qué consistiría su trabajo, que, en sí, no era difícil. Tenía que estar todos los días en el estudio de nueve de la mañana a cinco de la tarde y atender al teléfono, enviar ilustraciones, ir a recoger material y hacer fotocopias. Nada más. Pero había una condición. El caso es que él acababa de perder a su esposa y esta había dejado una gran cantidad de ropa, la mayoría nueva, o casi nueva. Y él quería que ella se la pusiera en horas de trabajo como si fuera un uniforme. De ahí los requisitos para Página 40 conseguir el empleo: la talla, la estatura y el número de zapatos. Quizás eso le sonara raro. Era consciente de ello. Pero en su propuesta no se ocultaba ninguna segunda intención. Él necesitaba tiempo para hacerse a la idea de que su esposa había muerto. Así de simple. En resumen, era como si tuviera que ir ajustando, poco a poco, la presión atmosférica del aire que había a su alrededor. Necesitaba ese periodo de tiempo. Y, mientras tanto, le era preciso que ella estuviera cerca de él vistiendo la ropa de su esposa. De esa forma iría tomando conciencia real de su muerte. Mordiéndose los labios, la chica consideró a toda prisa la cuestión. Realmente, aquella era una historia extraña. A decir verdad, ella no acababa de entender del todo la lógica del asunto. Que la esposa de aquel hombre había muerto hacía poco, eso lo había entendido. Que había dejado un montón de ropa al morir, también. Lo que no lograba comprender era por qué razón ella tenía que trabajar vestida con aquella ropa delante de él. Cualquiera habría dicho que allí se ocultaba algo raro. «Pero no parece mal hombre», se dijo. Se notaba por su modo de hablar. Quizá le había trastornado un poco perder a su esposa, pero tampoco parecía un loco peligroso capaz de hacerle daño a alguien. Además, y por encima de todo, ella necesitaba trabajar. Se había pasado los últimos meses buscando empleo. El mes siguiente se le acababa el subsidio del paro. Y entonces se encontraría en serias dificultades a la hora de pagar el alquiler del piso. Posiblemente no volvería a encontrar jamás un trabajo tan bien remunerado. Página 41 Página 42 Página 45 Aquellas sombras estaban adheridas antes al cuerpo de su esposa, recibían su cálido aliento, se movían junto a ella. Sin embargo, lo que en ese momento tenía ante los ojos, una vez perdida la raíz de la vida, no era más que una sucesión de sombras miserables que se iban marchitando, minuto a minuto. Se trataba solo de vestidos usados, desprovistos de significado. Mientras los miraba, sintió que cada vez se le hacía más difícil respirar. Los diferentes colores volaban al viento como el polen y penetraban en sus ojos, sus orejas, sus fosas nasales. Los volantes, los botones, los adornos de los hombros, los encajes, los cinturones enrarecían el aire de la habitación. El olor de la gran cantidad de sustancia antipolillas batía el aire sin hacer ruido, como incontables y minúsculas alas de insecto. De repente se dio cuenta de que, en ese momento, odiaba aquella ropa. Se recostó en la pared, se cruzó de brazos y cerró los ojos. La soledad había vuelto a infiltrarse en él como un tibio caldo de oscuridad. «Todo ha terminado», pensó. «Haga lo que haga, todo ha terminado». Página 46 Página 47 Página 50 Así transcurrió un año. Sin embargo, a él le fue molestando cada vez más tener bajo su techo aquel enorme montón de discos. Solo de pensar que estaban allí, sentía que le faltaba el aire. Se despertaba a medianoche y era incapaz de volver a conciliar el sueño. Los recuerdos eran poco nítidos, pero todavía estaban allí, con todo el peso que pueden tener los recuerdos. Página 51 Página 52 HARUKI MURAKAMI nació en Kyoto, Japón el 19 de enero de 1949. Es uno de los pocos autores japoneses que ha dado el salto de escritor de culto a autor de prestigio y grandes ventas tanto en su país como en el exterior. Vivió la mayor parte de su juventud en Kōbe. Su padre era hijo de un sacerdote budista. Su madre, hija de un comerciante de Osaka. Ambos enseñaban literatura japonesa. Estudió literatura y teatro griegos en la Universidad de Waseda (Soudai), en donde conoció a su esposa, Yoko. Su primer trabajo fue en una tienda de discos. Antes de terminar sus estudios, Murakami abrió el bar de jazz «Peter Cat» en Tokio, que funcionó entre 1974 y 1982. En 1986, con el enorme éxito de su novela Norwegian Wood, abandonó Japón para vivir en Europa y América, pero regresó a Japón en 1995 tras el terremoto de Kōbe, donde pasó su infancia, y el ataque de gas sarín que la secta Aum Shinrikyo («La Verdad Suprema») perpetró en el metro de Tokio. Más tarde Murakami escribiría sobre ambos sucesos. La ficción de Murakami, que a menudo es tachada de literatura pop por las autoridades literarias japonesas, es humorística y surreal, y al mismo tiempo refleja la soledad y el ansia de amor en un modo que conmueve a lectores tanto orientales como occidentales. Dibuja un mundo de oscilaciones permanentes, entre lo real y lo onírico, entre el gozo y la obscuridad, que ha Página 55 seducido a Occidente. Cabe destacar la influencia de los autores que ha traducido, como Raymond Carver, F. Scott Fitzgerald o John Irving, a los que considera sus maestros. Es un defensor de la cultura popular. Le encantan las series de televisión, las películas de terror, las novelas de detectives, la ropa de sport, las canciones pop… ya que todo ello le sirve como nexo con los lectores. Muchas de sus novelas tienen además temas y títulos referidos a una canción en particular, como Dance, Dance, Dance (The Dells), Norwegian Wood (The Beatles), entre otras. Murakami, también es un aguerrido corredor y triatleta. Sale a practicar todos los días, lo cual lo conserva en muy buena forma para su edad. A pesar de que comenzó a correr a una edad relativamente tardía (33 años) ya ha completado varios maratones. Mientras la gente va a Hawai de vacaciones, él va a correr y a trabajar. Página 56
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