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Tormento de Benito Pérez Galdós, Resúmenes de Lengua y Literatura

Tormento de Benito Pérez Galdós, la obra completa y recogida en este documento

Tipo: Resúmenes

2021/2022

Subido el 18/01/2022

marc-cervantes-jimenez
marc-cervantes-jimenez 🇪🇸

4 documentos

Vista previa parcial del texto

¡Descarga Tormento de Benito Pérez Galdós y más Resúmenes en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! Benito Pérez Galdós Tormento - I - Esquina de las Descalzas. Dos embozados, que entran en escena por opuesto lado, tropiezan uno con otro. Es de noche. EMBOZADO PRIMERO.- ¡Bruto! EMBOZADO SEGUNDO.- El bruto será él. -¿No ve usted el camino? -¿Y usted no tiene ojos?... Por poco me tira al suelo. -Yo voy por mi camino. -Y yo por el mío. -Vaya enhoramala. (Siguiendo hacia la derecha.) -¡Qué tío! -Si te cojo, chiquillo... (Deteniéndose amenazador) te enseñaré a hablar con las personas mayores. (Observa atento al embozado segundo.) Pero yo conozco esa cara. ¡Con cien mil de a caballo!... ¿No eres tú...? -Pues a usted le conozco yo. Esa cara, si no es la del Demonio, es la de D. José Ido del Sagrario. [6] -¡Felipe de mis entretelas! (Dejando caer el embozo y abriendo los brazos.) ¿Quién te había de conocer tan entapujado? Eres el mismísimo Aristóteles. ¡Dame otro abrazo... otro! -¡Vaya un encuentro! Créame, D. José; me alegro de verle más que si me hubiera encontrado un bolsón de dinero. -¿Pero dónde te metes, hijo? ¿Qué es de tu vida? -Es largo de contar. ¿Y qué es de la de usted? -¡Oh!... déjame tomar respiro. ¿Tienes prisa? -No mucha. -Pues echemos un párrafo. La noche está fresca, y no es cosa de que hagamos tertulia en esta desamparada plazuela. Vámonos al café de Lepanto, que no está lejos. Te convido. -Convidaré yo. -Hola, hola... Parece que hay fondos. Benito Pérez Galdós Tormento Página 2 de 2 -Así, así... ¿Y usted qué tal? -¿Yo? Francamente, naturalmente, si te digo que ahora estoy echando el mejor pelo que se me ha visto, puede que no lo creas. -Bien, Sr. de Ido. Yo había preguntado varias veces por usted, y como nadie me daba razón, decía: «¿qué habrá sido de aquel bendito?». Entran en el café de Lepanto, triste, pobre y desmantelado establecimiento que ha desaparecido ya de la Plaza de Santo Domingo, sin dejar [7] sombra ni huella de sus pasadas glorias. Instálanse en una mesa y piden café y copas. IDO DEL SAGRARIO.- (Con solemnidad, depositando sobre la mesa sus dos codos como objetos que habrían estorbado en otra parte.) Tan deseosos estamos los dos de contar nuestras cuitas y de dar rienda suelta al relato de nuestras andanzas y felicidades, que no sé si tomar yo la delantera o dejar que empieces tú. ARISTO.- (Quitándose la capa y poniéndola muy bien doblada en una banqueta próxima a la suya.) Como usted quiera. -Veo que tienes buena capa... Y corbata con alfiler como la de un señorito... Y ropa muy decente. Chico... tú has heredado. ¿Con quién andas? ¿Te ha salido algún tío de Indias? -Es que tengo ahora, para decirlo de una vez, el mejor amo del mundo. Debajo del sol no hay otro, ni es posible que lo vuelva a haber. -¡Bien, bravo! Un aplauso para ese espejo de los amos. ¿Pero es tan desordenado como aquel D. Alejandro Miquis? -Todo lo contrario. -¿Estudiante? -(Con orgullo.) ¡Capitalista! -Chico... me dejas con la boca abierta. ¿Es muy rico? -Lo que tiene... (Expresando con voz y gesto la inmensidad) no se acierta a contar. -¡Otra que tal! ¿No te dije que Dios se había [8] de acordar de ti algún día?.. Y dime ahora con franqueza: ¿cómo me encuentras? -(Sin disimular sus ganas de reír.) Pues le encuentro a usted... -(Con alborozo y soltando del inferior labio hilos de transparente baba.) Dilo, hombrecito, dilo. -Pues le encuentro a usted... gordo. -(Con inefable regocijo.) Sí, sí; otros me lo han dicho también. Nicanora asegura que aumento dos libras por mes... Es que la feliz mudanza de mi oficio, de mi carrera, de mi arte de vivir, ha de expresarse en estas míseras carnes. Ya no soy desbravador de chicos; ya no me ocupo en trocar las bestias en hombres, que es lo mismo que fabricar ingratos. ¿No te anuncié que pensaba cambiar aquel menguado trabajo por otro más honroso y lucrativo?... Tomome de escribiente un autor de novelas por entregas. Él dictaba, yo escribía... Mi mano un rayo... Hombre contentísimo... Cada reparto una onza. Cae mi autor enfermo y me dice: «Ido, acabe ese capítulo». Cojo mi pluma, y ¡ras!, lo acabo y enjareto otro, y otro. Benito Pérez Galdós Tormento Página 5 de 5 ¿Qué apuestas a que te dan con la puerta en los hocicos? ¿Qué apuestas a que vas a ir rodando por la escalera? Capítulo: «De cómo el emisario del marqués le toma la medida a la escalera». -Si mi amo no es marqués... Mi amo es don Agustín Caballero, a quien usted conocerá. -(Con penetración.) Sea lo que quiera, la carta que llevas encierra un instrumento de inmoralidad, [14] de corrupción. La carta contiene billetes. -Sí, pero son de teatro para la función de mañana domingo por la tarde. Es que los primos de mi amo, los señores de Bringas, no pueden ir, porque tienen un niño malo. -¡Bringas, Bringas!... (Recordando.) Amigo Aristóteles, déjame ver el sobre de la carta... -Véalo. -(Leyendo el sobrescrito, lanza formidable monosílabo de asombro y se lleva las manos a la cabeza.) «Señoritas Amparo y Refugio». Si son mis vecinas, si son las dos niñas huérfanas de Sánchez Emperador... -¿Las conoce usted? -¡Si vivimos en la misma casa, Beatas, 4, yo tercero, ellas cuarto! Si en esa parejita me inspiro para lo que escribo... ¿Ves, ves? La realidad nos persigue. Yo escribo maravillas, la realidad me las plagia. -Son guapas y buenas chicas. -Te diré... (Meditabundo.) Nada dan que decir a la vecindad, pero... -¿Pero qué?... -(Con profundo misterio.) La realidad, si bien imita alguna vez a los que sabemos más que ella, inventa también cosas que no nos atrevemos ni a soñar los que tenemos tres cabezas en una. -Pues ponga usted en sus novelas esas cosas. [15] -No, porque no tienen poesía. (Frunciendo el ceño.) Tú no entiendes de arte. Cosas pasan estupendas que no pueden asomarse a las ventanas de un libro, porque la gente se escandalizaría... ¡prosas horribles, hijo, prosas nefandas que estarán siempre proscritas de esta honrada república de las letras! Vamos, que si yo te contara... -Cuénteme usted esas prosas. -¡Si tú supieras guardar un secretillo!... -Sí que sé. -¿De veras? -Échelo, hombre. -Pues... (Después de mirar a todos lados, acerca sus labios al oído de Felipe, y le habla un ratito en voz baja.) -(Oyendo entristecido.) Ya... ¡Qué cosas! -Esto no se debe decir. -No, no se debe decir. Benito Pérez Galdós Tormento Página 6 de 6 -Ni se debe escribir. ¡Qué vil prosa! -(Reflexionando.) A menos que usted, con sus tres cabezas en una, no la convierta en poesía. -(Con enérgica denegación.) Tú no entiendes de arte. (Intentando horadarse la frente con la punta del dedo índice.) La poesía la saco yo de esta mina. -Vámonos, D. José. -Vamos; y pues tú y yo llevamos el derrotero de mi casa... hablaremos... camino. Luego [16] que desempeñes... comisión, entrarás en mi cuarto. Nicanora se alegrará mucho de verte. Apretón de manos... tertulia, recuerdos, explicaciones... (Con lenguaje cada vez más incoherente y torpe.) Yo... hablarte Emperadoras... tú... de ese amo insigne... preclaro... opulentísimo... - II - D. Francisco de Bringas y Caballero, oficial segundo de la Real Comisaría de los Santos Lugares, era en 1867 un excelente sujeto que confesaba cincuenta años. Todavía goza de días, que el Señor le conserve. Pero ya no es aquel hombre ágil y fuerte, aquel temperamento sociable, aquel decir ameno, aquella voluntad obsequiosa, aquella cortesanía servicial. Los que le tratamos entonces, apenas le reconocemos hoy cuando en la calle se nos aparece, dando el brazo a un criado, arrastrando los pies, hecho una curva, con media cara dentro de una bufanda, casi sin vista, tembloroso, baboso y tan torpe de palabra como de andadura. ¡Pobre señor! Diez y seis años ha se jactaba de poseer la mejor salud de su tiempo; desempeñaba su destino con puntualidad inverosímil en nuestras oficinas, y llevando sus asuntos domésticos con intachable régimen, cumplía como el primero en la familia y en la sociedad. No sabía lo que era una deuda; tenía dos religiones, la de Dios y la [17] del ahorro, y para que todo en tan bendito varón fuera perfecciones, dedicaba muchos de sus ratos libres a diversos menesteres domésticos de indudable provecho, que demostraban así la claridad de su inteligencia como la destreza de sus manos. Desde sus verdes años fue empleado, empleados fueron sus padres y abuelos, y aún se creo que sus tatarabuelos y los ascendientes de estos sirvieron en la Administración de ambos mundos. No tiene conexiones este señor con la conocida familia comercial de Madrid que llevaba el mismo nombre y lo dio también a unos muy afamados soportales. Los Bringas de este D. Francisco, amigo nuestro queridísimo, procedían de la Mancha, y el segundo apellido venía de aquellos Caballeros gaditanos, familia opulenta del pasado siglo, la cual se arruinó después de la guerra. Había hecho el bueno de D. Francisco su carrera con paso tardo pero seguro, en dependencias a las cuales rara vez llegaban entonces la inconstancia y tumulto de la política. Asido a los mejores faldones que había en su época, no vio nunca Bringas la pálida faz de la cesantía, y era ciertamente el empleado más venturoso de españolas oficinas. Estaba él asegurado en la nómina como la ostra que yace en profundísimo banco a donde no pueden llegar los pescadores; suerte peregrina en la burocracia de Madrid, que perturbada [18] constantemente por la política, la ambición, la envidia, la holganza y los vicios, es campo de infinitos dolores. Benito Pérez Galdós Tormento Página 7 de 7 No era político Bringas, ni lo había sido nunca, aunque tenía sus ideas, como todo español, por cierto muy moderadas. No sentía ambición, y por no tener vicios, ni siquiera fumaba. Era tan trabajador que sin esfuerzo y contentísimo desempeñaba su trabajo y el de su jefe, que era muy haragán. En su casa no perdía el tiempo, y sus habilidades mecánicas eran tantas que no nos será fácil contarlas todas. Naturaleza puso en él útiles y variados talentos para componer toda suerte de objetos rotos. Cualquier desvencijada silla que cayera en sus manos quedaba como nueva, y sus dedos eran milagroso talismán para pegar una pieza de fina porcelana que se hubiera hecho pedazos. Se atrevía hasta con los relojes que no querían andar, y con los juguetes que en manos de los chicos perdieran la virtud de su mecanismo. Restauraba libros cuya encuadernación se deteriorase, y barnizaba un mueble a quien el tiempo y el uso hubieran gastado el lustre. Lo mismo remozaba un abanico de cabritilla o una peineta de concha, que la más innoble pieza de la cocina. Hacía nacimientos de corcho para Navidad, y palillos de dientes para todo el año. En su casa no se llamaba nunca a un carpintero. Bringas sabía mejor que nadie clavar, unir, tapizar, [19] descerrajar, y le obedecían el hierro y la madera, la chapa ebúrnea y el pedazo de suela, la cola y el engrudo, el tornillo y la punta de París, el papel de lija y el esmeril. Tenía herramientas de todas clases, y provisiones y pertrechos mil; y si se ofrecía manejar una aguja gorda para empalmar piezas de la alfombra, tampoco se quedaba atrás. Forraba soberanamente un mueble con telas viejas de otro mueble invalido ya y deshuesado. Al mismo tiempo, Bringas era hombre que no se desdeñaba, en día de apuro y de convidados, de ponerse en mangas de camisa y limpiar los cubiertos. Hacía el café en la cocina a estilo de gastrónomo, y si lo apuraban, se comprometía a poner un arroz a la valenciana que superara a las mejores obras de su digna esposa y de la cocinera de la casa. Era nuestro buen señor excelente y aun excelentísimo padre de familia. Su mujer, Doña Rosalía Pipaón, le había dado tres hijos. El primogénito, de quince años, era ya un bachillerazo muy engreído de su ciencia, y se le destinaba a estudiar Leyes, para seguir, de un modo más glorioso, las huellas burocráticas de su señor padre. Completaban la familia una niña de diez años y un niño de nueve, herederos de las gracias maternas. Porque la señora de Bringas era una dama hermosa, mucho más joven que su marido, que en edad la aventajaba como unos tres lustros. Su flaco era cierta manía nobiliaria, [20] pues aunque los Pipaones no descendían de Íñigo Arista, el apellido materno de Rosalía, que era Calderón, la autorizaba en cierto modo para construir, aunque sólo fuese con la fantasía, un frondosísimo árbol genealógico. Observaciones precisas nos dan a conocer que Rosalía no carecía de títulos para afiliarse, por la línea materna, en esa nobleza pobre y servil que ha brillado en los cargos palatinos de poca importancia. Ella no recordaba, al sacar a relucir su abolengo, timbres gloriosos de la política o las armas, sino aquellos más bajos, ganados en el servicio inmediato y oscuro de la Real Persona. Su madre había sido azafata, su tío alabardero, su abuelo guardamangier, otros tíos segundos y terceros, caballerizos, pajes, correos, monteros, administradores de la cabaña de Aranjuez, etcétera, etc. Se explica que Rosalía añadiese a su segundo apellido la apostilla de la Barca; pero toda la ciencia heráldica del mundo no dará fundamento al trasiego y combinación que hacía llamándose, para que el nombre fuera redondo y sonante, Rosalía Pipaón de la Barca. Esto lo pronunciaba dando a su bonita y pequeña nariz una hinchazón enfática, rasgo físico que marcaba con infalible precisión lo mismo sus accesos de soberbia que las resoluciones de su bien templada voluntad. Benito Pérez Galdós Tormento Página 10 de 10 En tanto, el gran Thiers... digo, Bringas, allá en otra región de la descompuesta casa, no paraba ni callaba un solo instante. «Felipe, el martillo... Pero hombre, te quedas como un bobo mirando los retratos y no [27] atiendes a lo que te digo... Dame la tuerca... Mira, allí está. Todo lo pierdes, todo se te olvida... ¡Qué cabeza, hijo, te ha dado Dios! Se lo contaré todo a tu amo para que te tire de las orejas y te despabile... ¿Qué se te ha perdido en la cómoda para que mires tanto a ella? ¡Ah!, las figuritas de porcelana... Vamos, hijo, formalidad. Aguanta ahora la escalera... ¡Eh!, chiquillo, trae las tenazas, el destornillador... pronto, menéate». Un viejo, protegido de la casa, ayudaba también; pero a este no se le permitía poner sus manos en nada, como no fuera para levantar grandes pesos, porque era muy torpe y en todas partes dejaba huella tristísima de su inhabilidad destructora. Muy a menudo uno de los consortes necesitaba del autorizado dictamen del otro para colocar cualquier objeto, y se oían a lo largo de aquel pasillo gritos y llamamientos como de quien pide socorro. «Bringas, ven, ven acá. No podemos colocar esta percha». O bien entraba Amparo sofocadísima en la sala, diciendo: «Don Francisco, que a estos clavos se le han torcido las puntas». -Hija, yo no puedo estar en todo. Esperar un poco. A pesar de ser tan supino el criterio decorativo de Bringas, este no se fiaba de sí mismo, y quería consultar con su mujer peliagudos problemas. [28] «Rosalía... ven acá, hija... A ver dónde te parece que coloque estos cuadros. Creo que el Cristo de la Caña debe ir al centro». -Poco a poco; al centro va el retrato de Su Majestad... -Es verdad. Vamos a ello. -Se me figura que Su Majestad está muy caída. Levántala un poquito, un par de dedos. ¿Así? -Bien. -¿En dónde pongo a O'Donnell? -A ese le pondría yo en otra parte... por indecente. -¡Mujer...! -Ponle donde quieras. -Ahora colgaremos a Narváez... Por este lado irá el retrato de D. Juan de Pipaón. ¡Felipe!... ¿En dónde está ese condenado chico? Un momento después: «Bringas, Bringas, acude acá». -¿Qué hay? -¡Que se nos viene encima la percha! -Allá voy. Benito Pérez Galdós Tormento Página 11 de 11 -Bringas, entre las tres no podemos con la piedra del lavabo. -Que vaya el señor Canencia. Cuidado, cuidado... Canencia, eche usted allá una mano con mil demonios... ¡Cómo me rompan la piedra...! En presencia de estas dificultades, Bringas decía como Napoleón cuando supo que se había [29] perdido la batalla de Trafalgar: «Yo no puedo estar en todas partes». Felipe Centeno, que servía a un pariente de D. Francisco, estaba allí aquel día como prestado para ayudar a los señores en su grande faena. Ni un momento de respiro le daban aquel señor tan activo y aquella dama, que era la misma pólvora. Si hubiera tenido tres cuerpos, no le bastaran para atender a todo: «Felipe, coge con mucho cuidado el florero y ponlo sobre el entredós. Ahora vamos a colocar los guardabrisas... Felipe, vete a la cocina y trae agua... Eh, Juanenreda, ven aquí; lleva la escalera a la alcoba, que vamos a emprenderla con la corona de la colgadura de la cama». ¡Qué fatigas!, pero al mismo tiempo, ¡qué triunfos!... Llegada la noche, satisfechos y envanecidos los dos esposos de su obra, se sentaban estropeadísimos, y la contemplaban lisonjeándose mutuamente con encomiásticas apreciaciones. «La sala ha quedado muy bien. ¡Lástima que no cupiera el árbol genealógico de los Pipaones y el Santo Tomás Apóstol, copia de Mengs... ¿No estará un poco alta la lámpara?... Para mañana quedarán algunos perfiles. La verdad es, hija, que tenemos una casa magnífica. ¡Vaya un golpe de gabinete! Mirado desde aquí, con toda la puerta abierta, tiene algo de regio. ¿No te parece que estás viendo la sala de Gasparini? Será ilusión, pero se podría jurar [30] que está más guapo tu abuelo, y que luce más aquí con su uniforme de alabardero, haciendo juego con el manto rojo del Cristo de la Caña. La alfombra no tiene nada que pedir. Yo empalmé tan bien el pedazo que te dieron hace dos años en Palacio con el que lograste hace un mes, y casé con tanto cuidado las piezas, que no se conoce la diferencia de dibujo... Ya te podían haber dado la pareja completa de los candelabros de bronce... pero en aquella casa todo se hace con el mayor desorden... Las velas de colores dentro de los guarda-brisas hacen un efecto mágico. Si se encendieran parecería cosa de las Mil y una noches». La comida se trajo aquel día, por ser de mucho tráfago, de la fonda más cercana, y los niños, que habían pasado todo el día en la casa de Caballero, vinieron por la noche a acostarse. Enredaban tanto con la novedad de la casa y de su cuarto, que Rosalía tuvo que administrarles algunos azotes para que entraran en razón, y de esta suerte no concluyó sin lágrimas un día de tantas satisfacciones. En los sucesivos, el gozo, el orgullo, la hinchazón de los Bringas por las ventajas de su nuevo domicilio se manifestaban en el acto de enseñarlo y ofrecerlo a los amigos que les visitaban. D. Francisco y su señora acompañaban las visitas por toda la casa, mostrando pieza por pieza sin omitir ninguna, y encareciendo la holgura, [31] la capacidad y adecuada aplicación de cada una. «Es la mejor casa de Madrid -decía con la nariz ahuecada Rosalía, guiando por aquellos laberintos a la señora de García Grande, su amiga cariñosa-. Yo digo que si la hubiéramos fabricado nosotros no habríamos repartido mejor todas las piezas». Uno y otro consorte se quitaban alternativamente la palabra de la boca para encomiar su casa, que era única y sin segundo, al decir de ambos; pues en este matrimonio, y particularmente en ella, se había arraigado la creencia de que los bienes propios eran siempre muy superiores a los que disfrutaban los demás tristes mortales. «Vea usted la alcoba, Cándida... ¡qué hermosa pieza y qué abrigadita! Benito Pérez Galdós Tormento Página 12 de 12 No entra aquí el aire por ninguna parte». -Note usted... rara vez se ve un estucado más bien puesto. -En este otro cuartito es donde yo me lavo. ¿Ve usted qué mono? Es pequeñín, pero sobra espacio. -Ya lo creo que sobra. Note usted estos pasillos. Si esto parece la Plaza de Toros... Lo menos tienen vara y media de ancho. -Aquí podrán correr caballos. En este cuarto es donde tengo mi costura, y aquí estaremos todo el día Amparo y yo. Sigue la habitación [32] de Paquito, con luces al patio. Ahí tiene él sus libros tan bien puestitos, su mesa para escribir los apuntes de clase, su cama y su percha. -Note usted, Cándida, qué hermosas luces. Aquí, en verano, se ve a leer hasta las cuatro a la tarde. -Ahora vea usted qué comedor, qué desahogo. Cabe perfectamente la mesa de ocho personas. En la otra casa estábamos tan estrechos que el aparador parecía venírsenos encima, y cuando la criada pasaba con los platos Bringas tenía que levantarse. -Note usted, Cándida, este papel imitando roble... Cada día inventan esos extranjeros cosas más bonitas... -En este otro cuartito, que da también al patio, es donde Bringas tiene todo su instrumental... Esto es un taller en regla. Ha de ver usted también la cocina. Es quizás... -Y sin quizás la más hermosa que hay en Madrid... Ahora el cuarto de la muchacha... oscurito sí, pero ella ¿para qué quiere luces? Volviendo a la sala, después de esta excursión apologética y triunfal, la Pipaón de la Barca, nunca saciada de alabar su vivienda y de felicitarse por ella, no daba paz a la lengua. «Porque a mí, querida Cándida, que no me saquen de estos barrios. Todo lo que no sea este trocito no me parece Madrid. Nací en la plazuela de Navalón, y hemos vivido muchos años en [33] la calle de Silva. Cuando paso dos días sin ver la plaza de Oriente, Santo Domingo el Real, la Encarnación y el Senado, me parece que no he vivido. Creo que no me aprovecha la misa cuando no la oigo en Santa Catalina de los Donados, en la capilla Real o en la Buena Dicha. Es verdad que esta parte de la Costanilla de los Ángeles es algo estrecha, pero a mí me gusta así. Parece que estamos más acompañados viendo al vecino de enfrente tan cerca, que se le puede dar la mano. Yo quiero vecindad por todos lados. Me gusta sentir de noche al inquilino que sube; me agrada sentir aliento de personas arriba y abajo. La soledad me causa espanto, y cuando oigo hablar de las familias que se han ido a vivir a ese barrio, a esa Sacramental que está haciendo Salamanca más allá de la Plaza de Toros, me dan escalofríos. ¡Jesús qué miedo!... Luego este sitio es un coche parado. ¡Qué animación! A todas horas pasa gente. Toda, toda, todita la noche está usted oyendo hablar a los que pasan, y hasta se entiende lo que dicen. Créalo usted, esto acompaña. Como nuestro cuarto es principal, parece que estamos en la calle. Luego todo tan a la mano... Debajo la carnicería; al lado ultramarinos; a dos pasos puesto de pescado; en la plazuela botica, confitería, molino de chocolate, casa de vacas, tienda de sedas, droguería, en fin, con decir que todo... No podemos quejarnos. Estamos en sitio tan céntrico, [34] que apenas tenemos que andar para ir a tal o cual parte. Vivimos cerca de Palacio, cerca del Ministerio de Estado, cerca de la oficina de Bringas, cerca de la capilla Real, cerca de Caballerizas, cerca de la Armería, cerca de la plaza de Oriente... cerca de usted, de las de Pez, de mi primo Agustín...». Benito Pérez Galdós Tormento Página 15 de 15 Cuando se retiraba por las noches a su domicilio, después de hacer recados penosos, algunos muy impropios de una señorita; después de coser hasta marearse, y de dar mil vueltas ocupada en todo lo que la señora ordenaba, esta le solía dar unas nueces picadas, o bien pasas que estaban a punto de fermentar, carne fiambre, pedazos de salchichón y mazapán, dos o tres peras y algún postre de cocina que se había echado a perder. En ropa de uso, rarísimas eran las liberalidades de Rosalía, porque ella la apuraba tanto que al dejarla no servía para maldita cosa. Pero no faltaba algún jirón sobrante, algún pedazo de faya deshilachada o de paño sucio, los recortes de un vestido, retazos de cinta, botones viejos. Bringas, por su parte, no regateaba a su protegida las mercedes de su habilidad generosa, y estaba siempre dispuesto a componerle el paraguas, a ponerle clavo nuevo al abanico o nuevas bisagras al cajoncito de la costura. Fuera de esto (conviene decirlo en letras de molde para que lo sepa el público), Amparo recibía semanalmente de su protector una cantidad en metálico, que variaba según las fluctuaciones del tesoro de aquel hombre ahorrativo y económico en altísimo grado. Bringas tenía en el cajón de la derecha de su mesa (que era de las que llaman de ministro), varios apartadijos de monedas. De allí salía todo lo necesario para los diferentes gastos de la casa [41] con una puntualidad y un método que quisiéramos fuese imitado por el Tesoro público. Allí lo superfluo no existía mientras no estuvieran cubiertas todas las atenciones. En esto era Bringas inexorable, y gracias a tan saludable rigor, en aquella casa no se debía un maravedí ni al Sursum Corda (expresión del propio Thiers). Los restos de lo necesario pasaban semanalmente a la partida y al cestillo de lo superfluo, y aun había otro hueco a donde afluía lo sobrante de lo superfluo, que era ya, como se ve, una quinta esencia de numerario, y la última palabra del orden doméstico. De esta tercera categoría rentística procedían los alambicados emolumentos de Amparo, que generalmente tenían adecuada forma en pesetas ya muy gastadas y en los cuartos más borrosos. Todo lo apuntaba D. Francisco en su libro, que era hecho por él mismo con papel de la oficina, y muy bien cosido con hilo rojo. El bendito hombre tenía la meritoria debilidad de engañar a su mujer cuando le pedía cuenta de aquellos despilfarros semanales, y si había dado catorce, decía en tono tranquilizador guardando el libro: «Sosiégate, mujer. No le he dado más que nueve reales... Ni sé yo cómo se arreglará la pobre para pagar la casa este mes, porque la gandulona de su hermana no le ayudará nada... Pero no podemos hacer más por ella. Y milagro parece que vayamos saliendo adelante con tantas [42] atenciones. Este mes el calzado de los niños nos desequilibra un poco. Espero que Agustín se acuerde de lo que prometió respecto al pago del colegio y del piano de Isabelita. Si lo hace, vamos bien. Si no, renunciaré a gabán nuevo para este invierno. Y lo mismo digo de tu sombrero, hijita... Ya ves; el tonto de mi primo podría regalarte uno de alto precio; pero él no se hace cargo de las verdaderas necesidades, y no conviene darle a entender que confiamos en su generosidad. Mucho tacto con él, que estos caracteres huraños suelen tener una perspicacia y una desconfianza extraordinarias». - V - Como no tuviera quehaceres de consideración, o algún trabajo extraordinario bien retribuido, lo que sucedía muy contadas veces, Amparo no dejaba de acudir ningún día al principal de la Costanilla de los Ángeles. Allí la vemos puntual, siempre la misma, de humor y genio inalterables, grave sin tocar en el desabrimiento, callada, sufrida, imagen viva de la paciencia, si esta, como parece, es una imagen hermosa; trabajadora, dispuesta a todo, ahorrativa de palabras hasta la avaricia, ligeramente Benito Pérez Galdós Tormento Página 16 de 16 risueña si Rosalía estaba alegre, sumergida en profundísima tristeza si la señora manifestaba pesadumbre o enojo. [43] Oigamos la cantinela de todos los días: «Amparo, ¿has traído la seda verde? ¿No? Pues deja la costura y ponte el manto: ahora mismo vas por ella. Pásate por la droguería y trae unas hojas de sanguinaria. ¡Ah!, se me olvidaba; tráeme dos tapaderas de a cuarto... ¿Ya estás de regreso? Bien: dame la vuelta de la peseta. Ahora date un paseo por la cocina, a ver qué hace Prudencia. Si está muy afanada, ayúdale a lavar la ropa. Después vienes a concluirme este cuello». Y llena de espíritu de protección, se remontaba otras veces a las alturas del patriarcalismo, como un globo henchido de gas se eleva al empíreo, y decía en tono muy cordial: «Amparo, a la sombra nuestra puedes encontrar, si te portas bien, una regular posición, porque tenemos buenas relaciones y... ¡Ah!... ¿no sabes lo que se me ocurre en este momento? Una idea felicísima. Pues sencillamente que debías meterte monja. Con tu carácter y tus pocas ganas de tener novios, tú no te has de casar, y sobre todo, no te has de casar bien. Con que piénsalo; mira que te conviene. Yo haré por conseguirte el dote. Creo que si se le habla a Su Majestad, ella te lo dará. Es tan caritativa, que si estuviera en su mano, todo el dinero de la nación (que no es mucho, no creas), lo emplearía en limosnas». Y otro día es fama que dijo: [44] «Oye, tú... se me ha ocurrido otra idea feliz... Hoy estoy de vena. Si te decides por el monjío, me parece que no necesitamos molestar a La Señora, que hartas pretensiones y memoriales de necesitados recibe cada día, y la pobrecita se aflige por no poder atender a todos. ¿Sabes quién te puede dar el dote? ¿No se te ocurre? ¿No caes?... El primo Agustín, que está siempre discurriendo en qué emplear los dinerales que ha traído de América. Yo se lo he de decir con maña a ver qué tal lo toma. Es la flor y nata de los hombres buenos; pero como tiene esas rarezas, hay que saberle tratar. Siendo, como es, tan dadivoso, no se le puede pedir nada a derechas. Es desconfiado como todos los huraños, y a lo mejor te sale con unas candideces que parece una criatura. Hay que saberla tratar, hay que ser, como yo, buena templadora de gaitas para sacar partido de él...Ya ves, ayer me regaló un magnífico sombrero... Todo porque me vio afanadísima arreglando el viejo y me oyó renegar de mis pocos recursos... Como tú ayudes, tendrás la dote... Me parece que es él quien llama... Hoy quedó en traerme billetes para el Príncipe... Y esa calamidad de Prudencia no oye... ¡Prudencia!... Tendrás que salir tú... No, ya va a abrir esa acémila... Es él... ¿No lo dije? Buenos días, Agustín; pasa, da la vuelta por allí. Da un puntapié a la cesta de la ropa. Ahora una bofetada a la puerta. Aproxima el [45] baúl vacío. Aparta ese mantón que está sobre la silla. No te quites el sombrero, que aquí no hace calor». Esto pasaba en el cuartito de la costura, el cual era además guardarropa (1) de Rosalía y estaba lleno de armarios y perchas, con cortinas de percal que defendían del polvo los montones de faldas y vestidos. Baúles enormes ocupaban el resto, dejando tan poco sitio para las personas, que estas, al entrar y al salir, tenían que buscarse un itinerario y muchas veces no lo encontraban. «¿Y qué es de tu vida? -le pregunto Rosalía-. ¿Has dado ya tu paseo a caballo?... Mira, ponte bien la corbata, que al paso que lleva, el lazo llegará pronto al cogote... ¡Ay, qué desgarbado eres! Si te dejases gobernar, qué pronto serías otro. Tú mismo no te habías de conocer». Benito Pérez Galdós Tormento Página 17 de 17 -Ya estoy viejo para reformas -replicó Caballero sonriendo-. Déjame como soy. ¿Está bien así la corbata? Vaya unos melindres. Pásmate de lo que te digo: he vivido quince años sin ver un espejo, o lo que es lo mismo, sin verme la fisonomía y sin saber cómo soy. -¡Jesús!, qué hombre... Y un día por fin te miraste y dijiste, como el de Caspe: «Otra que Dios, yo conozco esa cara...». ¿Oyes, Amparo? Las dos se reían. Agustín Caballero no era ya mozo; pero sin duda el cansancio y los afanes de una penosa [46] vida tenían más parte que los años en la decadencia física que expresaba su rostro. En su barba negra brillaban hilos de plata distribuídos desigualmente, pues debajo de las sienes dominaban las canas casi por entero, mientras el bigote y todo lo que caía bajo el labio inferior era negro. El pelo, cortado a punta de tijera, ofrecía también caprichoso reparto de aquellos infalibles signos del cansancio vital: en los temporales escarcha, en lo demás intensa negrura ligeramente salpicada de rayitas argénteas. El color de su rostro era malísimo, color de América, tinte de fiebre y fatiga en las ardientes humedades del golfo mejicano, la marca o insignia del apostolado colonizador que, con la vida y la salud de tantos nobles obreros, está labrando las potentes civilizaciones futuras del mundo hispano-americano. Siempre vi en Caballero una vigorosa constitución física, medio vencida en ásperas luchas con la Naturaleza y los hombres, una fuerte salud gastada en mil pruebas, una hermosura tostada al sol. Aquella cabeza y aquel cuerpo bien cuidados por peluqueros y sastres, habrían sido algo más que medianamente hermosos. Pero el retraimiento social y un trabajo de Hércules quitaron para siempre a una y otro toda fineza y elegancia, y hasta la posibilidad de adquirirlas. Por esto Caballero, con muy buen sentido, había comprendido que era peor afectar lo que [47] no tenía que presentarse tal cual era a las vulgares apreciaciones de la afeminada sociedad en que vivía. En verdad aquel hombre, que había prestado a la civilización de América servicios positivos si no brillantes, era tosco y desmañado, y parecía muy fuera de lugar en una capital burocrática donde hay personas que han hecho brillantes carreras por saberse hacer el lazo de la corbata. No es esta la primera vez que trasplantado aquí el yankee rudo, ha tenido que huir aburridísimo y sin ganas de volver más. Caballero permaneció más tiempo que otros, y desafiaba lo que podríamos llamar su impopularidad. Había hecho sonreír con trivial malicia a muchas personas; era torpe para saludar o incapaz de sostener una conversación sobre motivos ligeros y agradables. En medio de las expansiones de alegría se mantenía seriote y taciturno. Si no ignoraba las fórmulas elementales del vivir social, era lego en otras muchas de segundo orden, que son producto del refinamiento de costumbres y de las continuas innovaciones suntuarias. Su despreocupación no era tanta que le permitiese mirar con indiferencia la ridiculez que caía sobre él en ocasiones, y para evitarla, atento a su dignidad, que en mucho estimaba, huía del trato de las personas bulliciosas. Hacía vida muy retirada, y no sostenía relaciones constantes más que con sus primos los Bringas y con [48] dos o tres amigos del comercio y banca de Madrid, a quienes conoceremos más adelante. En Octubre de aquel año, cansado Agustín de la tediosa vida que en Madrid hacía, marchó a Burdeos, donde tenía algunos negocios. Pero inopinadamente volvió sin explicar el motivo de su pronto regreso. Tan sólo dijo a Bringas: «Allí me aburría más. Pero pienso volver si Dios me da vida y me sale un proyecto que tengo». Cuando Rosalía con vivas instancias le retenía en su casa después de comer, y casi por fuerza le introducía en la modesta tertulia de su sala, se pasaba toda la noche en un rincón, más callado que Benito Pérez Galdós Tormento Página 20 de 20 está el hombre». Pero la de Bringas vio fracasado por aquella vez su astuto plan, porque el primo, sin revelar haberlo comprendido, se levantó de súbito y dijo: «Pues yo, prima, tengo que marcharme». Con mal disimulado despecho, Rosalía no pudo menos de exclamar: [54] «Eso es... siempre tan brutote... Abur, hijo, que te vaya bien: expresiones en llegando». - VI - Caballero dio un paso hacia la puerta. Pero en aquel instante entraron los dos niños pequeños de Rosalía, que venían del colegio. Corrieron ambos a abrazar a su mamá y después a Amparo. «Un besito al primo». -Ven acá, mona -dijo Caballero, que tenía pasión por los niños. -La merienda, mamá -clamaron los dos a un tiempo. -La merienda, mamá -repitió Caballero, tomando a cada uno de una mano y saliendo con ellos hacia el comedor. Isabelita, cubierta la cabeza con una toquilla roja, calzados los pies de zapatillas bordadas, andaba a saltos, colgándose del brazo de Agustín. El pequeño, fajado en una especie de carrik (3) que le arrastraba, con la cara mocosa y enrojecida por el frío, andaba como un viejo, haciéndose el cojo y el jorobado. Pero de repente daba unos brincos tales y tan fuertes estirones al brazo de su tío, que este no podía menos de quejarse. «Juicio, muchachos, juicio». Un momento después cada uno de los Bringas [55] del porvenir atacaba con furia un pedazo de pan seco. Caballero se sentó en una silla junto a la mesa del comedor, y les miraba embelesado, considerando y envidiando aquel soberano apetito, aquella alegría que rebosaba de ellos como del tazón de una fuente el agua henchida y rumorosa. Alfonsito, que había ido el domingo anterior con su tío al Circo de Price, dedicaba todas las horas libres a hacer volatines. Sintiéndose con furiosas ganas de ser clown, quería imitar los lucidos ejercicios que había visto. Sin quitarse el carrik (4) que le ahogaba, hacía difíciles cabriolas en los respaldos de las sillas. «Niño, que te caes... Este pillo se va a matar el mejor día... Como le vuelvas a llevar al Circo, verás» -decía su madre, corriendo tras él. Isabelita, sentada sobre las piernas de su tío, y cogiendo el pan con la mano izquierda, enseñábale con la derecha un sobado librejo, donde tenía varias calcomanías. La Pipaón de la Barca, luego que le quitó el abrigo a Alfonsito y los calzones y los zapatos, para que no destrozara la ropa con su endiablado furor acrobático, volvió a donde estaban su hija y el primo. «¿Quieres tomar alguna cosa, Agustín? ¿Quieres una copita de manzanilla?... Es de la misma que nos has regalado. Así es que de lo tuyo bebes». Benito Pérez Galdós Tormento Página 21 de 21 -Gracias, no tomo nada. [56] -Supongo que no lo harás de corto... Desde el otro lado de la mesa, la dama contempló largo rato en silencio el bonito grupo que hacían el salvaje y la niña, y fue acometida de un pensamiento muy suyo, muy propio de las circunstancias y que se había hecho consuetudinario y como elemental en ella. Era un desconsuelo que se había constituido en atormentador y en perseguidor de la buena señora, y como tal se le ponía delante muchas veces al día. Helo aquí: «Si yo tuviera poder para quitarle al primo diez años y ponérselos a mi niña... ¡qué boda, Santo Dios, qué boda y qué partido! Ya lo arreglaría yo por encima de todo, y domaría al cafre, que, bajo su corteza, esconde el mejor corazón que hay en el mundo. ¡Ay!, Isabelita, niña mía lo que te pierdes por no haber nacido antes... ¡Y tú tan inocente sobre esas salvajes rodillas sin comprender tu desgracia!... ¡tan inocente sobre ese monte de oro, sin darte cuenta de lo que pierdes!... ¡Oh!, si hubieras nacido a los nueve meses de haberme casado yo con Bringas, ya tendrías diez y seis años. ¡Pobre hija mía, ya es tarde! Cuando tú seas casadera, el pobre Agustín estará hecho un arco... ¡Qué cosas hace Dios! Ay, Bringas, Bringas... ¡por qué no nació nuestra hija en el Otoño del 51!... ¡Una renta de veinte, treinta mil duritos!... me mareo... lo bastante para ser una de las primeras casas de Madrid... [57] Y ahora, ¿a dónde irán a parar los dinerales de este pedazo de bárbaro?...». Era tan enérgico, tan vivo este pensamiento, que la ambiciosa dama le veía fuera de sí misma cual si tomase forma y consistencia corpóreas. La tarde caía, el comedor estaba oscuro. El pensamiento revoloteaba por lo alto de la sombría pieza, chocando en las paredes y en el techo, como un murciélago aturdido que no sabe encontrar la salida. La de Pipaón, a causa de la creciente oscuridad, no veía ya el grupo. Oía tan sólo los besos que daba Caballero a la niña, y las risas y chillidos de esta cuando el salvaje le mordía ligeramente el cuello y las mejillas. Otro pensamiento distinto del antes expuesto, aunque algo pariente de él, surgía en ocasiones del cerebro de la esposa de Bringas, sin darse a conocer al exterior más que por ligerísimo fruncimiento de cejas y por la indispensable hinchazón de las ventanillas de la nariz. Este pensamiento estaba tan agazapado en la última y más recóndita célula del cerebro, que la misma Rosalía apenas se daba cuenta de él claramente. Helo, aquí, sacado con la punta de un escalpelo más fino que otro pensamiento, como se podría sacar un grano de arena de un lagrimal con el poder quirúrgico de una mirada: «Si por disposición del Señor Omnipotente, Bringas llegase a faltar... y sólo de pensarlo me horripilo, porque es mi esposo querido... pero [58] supongamos que Dios quisiese llamar a sí a este ángel... Yo lo sentiría mucho; tendría una pena tan grande, tan grande, que no hay palabras con que decirlo... Pero al año y medio o a los dos años, me casaría con este animal... Yo le desbastaría, yo lo afinaría, y así mis hijos, los hijos de Bringas, tendrían una gran posición y creo, sí... lo digo con fe y sinceridad, creo que su padre me bendeciría desde el Cielo». «Luz, luz», -dijo a este punto una fuerte voz. Era Bringas que volvía de su paseo vespertino. Todas las tardes, al salir de la oficina, iba al Ministerio de Hacienda, donde se le reunían don Ramón Pez y el oficial mayor del Tesoro. Los tres daban la vuelta de la Castellana o del Retiro y regresaban a sus respectivos domicilios al punto de las seis o seis y media. Benito Pérez Galdós Tormento Página 22 de 22 «Hola... ¿estás aquí?» -preguntó D. Francisco tropezando con Caballero. -¿Sabes que vamos al teatro esta noche? Agustín nos ha traído butacas. -Lo siento -manifestó Bringas-; pensaba trabajar esta noche... ¡Ah!, gracias a Dios que traen luz... Mira, mirad qué bisagras tan bonitas he comprado para componer la arqueta de la marquesa de Tellería. Quedará como nueva... Pero oye tú; si vamos al teatro, hay que comer temprano. Hija, son las siete menos cuarto. Rosalía, atenta a activar la comida, fue en busca de Amparo, y con aquel cariño que se [59] desbordaba en ella siempre que se disponía a engalanarse para ir de fiesta, le dijo: «Hijita, no trabajes más... Pon esta luz en mi tocador, que voy a empezar a arreglarme, y date una vuelta por la cocina a ver si esa calamidad de Prudencia ha hecho la comida... Lo mejor es que pongas tú la mesa... ¿Qué vestido crees que debo llevar?». -Lleve usted el de color de caramelo. -Eso es, el de color de caramelo. Amparo pasó a la cocina. «Luz a mi cuarto» -repitió Bringas. El señorito, que estaba en su cuarto estudiando con Joaquinito Pez, pidió también luz. Porque su aplicado hijo no se quedase oscuras, D. Francisco renunció a alumbrar su cuarto, y con paternal abnegación dijo así: «Yo me vestiré a oscuras... Agustín, ¿por qué no te quedas a comer con nosotros? Comeremos más y comeremos menos». Rosalía, que en aquel momento pasaba con un gran jarro para ir a la cocina en busca de agua, dio un disimulado golpe en el brazo de su marido. Bien entendió Bringas aquel mudo lenguaje que quería decir «no convides hoy, hombre». «Señores -dijo Amparo sonriendo-, apartarse. Voy a poner la mesa». Y mientras extendía el mantel, Caballero, mirándola, contestaba maquinalmente: «Hoy no puedo. Me quedaré otro día». [60] En esto llegaba al comedor un rumorcillo oratorio, procedente del inmediato cuarto en que encerrados estaban el estudioso hijo de Bringas y el no menos despierto niño de Pez. Ambos habían principiado la carrera de Leyes, y se adestraban en el pugilato de la palabra, espoleados desde tan temprana edad por la ambicioncilla puramente española de ser notabilidades en el Foro y en el Parlamento. Paquito Bringas no sabía Gramática ni Aritmética ni Geometría. Un día, hablando con su tío Agustín, se dejó decir que Méjico lindaba con la Patagonia y que las Canarias estaban en el mar de las Antillas. Y no obstante, esta lumbrera escribía memorias sobre la Cuestión Social, que eran pasmo de sus compañeritos. La tal criatura se sentía con bríos parlamentarios, y como Joaquinito Pez no lo iba en zaga, ambos imaginaron ejercitarse en el arte de los discursos, para lo cual instituyeron infantil academia en el cuarto del primero, lo mismo que podrían establecer un nacimiento o un altarito. Pasábanse las horas de la tarde echando peroratas, y mientras el uno hacía de orador, el otro hacía de presidente y de público. Algunas veces concurrían a aquel juego otros Benito Pérez Galdós Tormento Página 25 de 25 -Ya estoy pronto -dijo el padre de familia, que se acababa de enfundar en un gabán color de café con leche... ¿Será cosa de llevar paraguas? Lo llevaremos por si acaso. -Vamos, vamos... ¡qué tarde es!... ¿Se olvida algo? Y desde la puerta volvía presurosa. «¡Jesús!, ya me dejaba los gemelos...Vamos... Abur, abur...». - VII - Iban a pie, porque los gastos de coche habrían desequilibrado el rigurosísimo presupuesto de D. Francisco, que a su cachazudo método [66] debía la ventaja de atender a tantas cosas con su sueldo de veinte mil reales. En el teatro pasaba Rosalía momentos muy felices, gozando, más que en la función, en ver quién entraba en los palcos y quién salía de ellos, si había mucha o poca concurrencia, si estaban las de A o las de B y qué vestidos y adornos llevaban, si la marquesa o la condesa habían cambiado de turno. En los entreactos leía Bringas la Correspondencia, luego subía a este o el otro palco para saludar a tal o cual señora, y Rosalía, desde su butaca, cambiaba sonrisas con sus amigas. Era ella dama de buenas vistas, sin que llegara a ser contada entre las celebridades de la hermosura; era simplemente la de Bringas, una persona conocidísima, entre vulgar y distinguida, a quien jamás la maledicencia había hecho ningún agravio. Madrid, sin ser pequeño, lo parece a veces (entonces lo parecía más) por la escasa renovación del personal en paseos y teatros. Siempre se ven las mismas caras, y cualquier persona que concurra con asiduidad a los sitios de pública diversión, concluye por conocer en tiempo breve a todo el mundo. A Rosalía le gustaba, sobre todas las cosas, figurar, verse entre personas tituladas o notables por su posición política y riqueza aparente o real; ir a donde hubiera bulla, animación, trato falaz y cortesano, alardes de bienestar, aunque, como en el caso suyo, estos alardes fueran [67] esforzados disimulos de la vergonzante miseria de nuestras clases burocráticas. Era hermosa, y le gustaba ser admirada. Era honrada, y le gustaba que esto también se supiera. Merece ser notado el heroísmo de los Bringas para presentarse en la sociedad de los teatros con aquel viso de posición social y aquel aire de contento, como personas que no están en el mundo más que para divertirse. Todo el sueldo del oficial segundo de la Comisaría de los Santos Lugares no habría bastado a aquel derroche de butacas, si estas se hubieran comprado en el despacho. Sobre que D. Francisco era hombre de probidad intachable, la índole de su destino no le habría permitido manipularse un sobresueldo, como es fama que hacían los Peces otros funcionarios de la casta ictiológica. No, los Bringas iban al teatro, digámoslo clarito, de limosna. Aquellos esclavos de la áurea miseria no se permitían tales lujos sino cuando esta o la otra amiga de Rosalía les mandaba las butacas de turno, porque no podía ir aquella noche; cuando el Sr. de Pez o cualquier otro empleado pisciforme les cedía el palquito principal. Pero eran tantas y tan buenas las relaciones de la venturosa familia, que los obsequios se repetían muy a menudo. Luego la liberalidad del primo Caballero aumentó estos zarandeos teatrales. Benito Pérez Galdós Tormento Página 26 de 26 El desnivel chocante que se observa hoy entre las apariencias fastuosas de muchas familias [68] y su presupuesto oficial, emana quizás de un sistema económico menos inocente que la maña y el arte ahorrativo del angélico Thiers y que la habilidad de Rosalía para explotar sus relaciones. Hoy el parasitismo tiene otro carácter y causas más dañadas y vergonzosas. Existen todavía ejemplos como el de Bringas, pero son los menos. No se trate de probar que la mucha economía y un poco de adulación hacen tales prodigios, porque nadie lo creerá. Cuando algún extranjero, desconocedor de nuestras costumbres públicas y privadas, admira en los teatros a tantas personas que revelan en su cara desdeñosa una gran posición, a tantas damas lujosamente adornadas; cuando oye decir que a la mayor parte de estas familias no se les conoce más renta que un triste y deslucido sueldo, queda sentado un principio económico de nuestra exclusiva pertenencia, al cual seguramente se le ha de aplicar pronto una voz puramente española, como el vocablo pronunciamiento, que está dando la vuelta al mundo y anda ya por los antípodas. Esto no va con los pobres y menguados Bringas, que por no bajar un ápice de la línea social en que estaban, sabían imponerse sacrificios domésticos muy dolorosos. En el verano del 65, recién abierto el ferrocarril del Norte, la familia no consideró decoroso dejar de ir a San Sebastián. Para esto D. Francisco suprimió el [69] principio en las comidas durante tres meses, y el viaje se realizó en Agosto, por supuesto consiguiendo billetes gratuitos. Por no poder sostener dos criadas, el santo varón se embetunaba todas las mañanas sus propias botas, y aun es fama que se atrevió a componerlas alguna vez, demostrando así su prurito económico como su saber en toda clase de artes. Rosalía barría y arreglaba su cuarto. Cuando Amparo dio en ir a la casa, esta la peinaba, y antes la propia señora se arreglaba el cabello, pues Bringas declaró guerra a muerte a los gastos de peinadora. Las comidas eran por lo general de una escasez calagurritana, por cuyo motivo estaban los chicos tan pálidos y desmedrados. D. Francisco era hombre que si veía en la calle un tapón de corcho o un clavo en buen estado, se bajaba a cogerlo, si iba solo. Las hojas blancas de las cartas que recibía servíanle las más de las veces para escribir las suyas. Tenía un cajón que era la sucursal del Rastro, y no había cosa vieja y útil que allí no se encontrara. No estaba suscrito a ningún periódico, ni en su vida había comprado un libro, pues cuando Rosalía quería leer alguna novela, no faltaba quien se la prestase. Y la misma escuela económica era tan bien aplicada al tiempo, que a Bringas nunca le faltaba el necesario para cepillar su ropa y quitarle el lodo a los pantalones. Cuando Prudencia estaba muy afanada con la comida [70] y el lavado de la ropa, el jefe de familia, acudiendo a la cocina en mangas de camisa, no se desdeñaba de aviar las luces de petróleo o de hacer la ensalada; y en días de limpieza, él mismo ponía las cenefas de papel picado en la cocina. Saca a relucir indiscretamente estas cosillas el narrador para que se vea que si aquella pareja sabía explotar a la sociedad, no dejaba de hacerse merecedora, por su arreglo sublime, de las gangas que disfrutaba. - VIII - Tres noches después, el primo repitió el obsequio de las butacas; pero Rosalía vaciló en aceptarlas, porque al pequeñuelo le había entrado una tos muy fuerte y parecía tener algo de fiebre. A todo el que a la casa llegaba, decía la señora: «¿Qué le parece a usted, tendrá destemplanza?». Y a su marido le preguntaba sin cesar: «¿Qué hacemos, vamos o no al teatro?». El amor a las pompas mundanas no excluía en la descendiente de los Pipaones el sentimiento materno, por lo cual, después de muchas dudas, resolvió no salir aquella noche. Pero después de las seis estaba el Benito Pérez Galdós Tormento Página 27 de 27 chiquitín tan despejado que ganó terreno la opinión contraria, y con ingeniosas razones Rosalía la hizo prevalecer al fin. «Bien, iremos, aunque no tengo ganas de salir de casa -dijo, preparando sus atavíos-. [71] Pero tú, Amparo, te quedas aquí esta noche. No me fío de Calamidad. Quedándote tú, voy tranquila. Se te arreglará tu cama en el sofá del comedor, donde dormirás muy ricamente como aquellas noches, ¿te acuerdas?... cuando Isabelita estuvo con anginas. Fíjate bien en lo que te digo. Le das el jarabe antes de que se duerma y si despierta, otra cucharadita». No dejemos pasar, ya que se habla de medicinas, un detalle de bastante valor que puede añadirse a los innúmeros ejemplos de la sabiduría vividora de los Bringas. Aquella feliz familia traía gratis los medicamentos de la botica de Palacio, por gracia de la inagotable munificencia de la Reina. Sin más gasto que un bien cebado pavo por Navidad, les visitaba en sus indisposiciones uno de los médicos asalariados de la servidumbre de la casa Real. Los chicos se durmieron después de mucha bulla y jarana, y a las nueve y media de la noche todo era silencio y paz en la casa. Cansada del trabajo de aquel día, sentose Amparo junto a la mesa del comedor, donde había quedado la lámpara encendida, y se entretuvo en hojear un voluminoso libro. Era la Biblia, edición de Gaspar y Roig, con láminas. Habíala regalado a nuestro D. Francisco un amigo que se fue a Cuba, y constituía, con el Diccionario de Madoz, toda la riqueza bibliográfica de la casa, fuera de los libros de Paquito el orador. Más atendía a [72] las láminas que al texto la fatigada joven; pasaba hojas y más hojas con perezoso movimiento, y así trascurrió algún tiempo hasta que la campanilla de la puerta anunció una visita... Amparo pensaba quién pudiera ser, cuando se presentó Caballero dándole las buenas noches en tono muy afectuoso. «¿Fueron al teatro? -preguntó con sorpresa sentida o estudiada, que esto no se puede saber bien-. Esta tarde les vi inclinados a no ir. Por eso he venido. ¿Y el nene?». -Sigue bien; no tiene nada... Me he quedado aquí para que Rosalía pudiera salir tranquila. -Más vale así. Pues señor... -murmuró Agustín, dejando capa y sombrero-. Este comedor está abrigadito. ¿Qué lee usted? Amparo alargó sonriendo el libro. -¡Ah!... buena cosa... Yo tengo una edición mejor... ¿A ver esa lámina? Un ángel entre dos columnas rodeado de luz... ¿Qué dice? Y he aquí un varón cuyo aspecto era como el de un bronce. Bien, eso está bien. La fisonomía del salvaje era poco accesible generalmente a las interpretaciones del observador; pero el observador en aquel caso y momento se podía haber arriesgado a dar a la expresión de aquel rostro la versión siguiente: «Ya sabía yo que esos majaderos estaban en el teatro y que la encontraría a usted solita». «Pues señor...». [73] Y no salía de esto, si bien tenía fuerte apetito de hablar, de decir algo. Solo ante ella, sin temor de indiscretos testigos, el hombre más tímido del mundo iba a ser locuaz y comunicativo. Pero las burbujas de elocuencia estallaban sin ruido en sus morados labios, y... «¿A ver esa lámina?... Dice ¿Quién es este que viene de Edón?... Pues señor...». Benito Pérez Galdós Tormento Página 30 de 30 gozar de un bienestar medianito y no pasar tantísimo susto por perseguir una fortuna que al fin se encuentra, sí, pero ya un poco tarde y cuando no se puede disfrutar de ella. ¡Qué buen sentido! Caballero estaba encantado. La conformidad de las ideas de Amparo con sus ideas debía darle ánimo para abrir de golpe y sin cuidado el arca misteriosa de sus secretos. El soberano momento llegaba. [78] «Pues señor»... -murmuró recogiendo sus ideas y auxiliándose de la memoria. Porque, al venir a la casa, había preparado su declaración; tenía un magnífico plan con oportunas frases y razonamientos. Los mudos suelen ser elocuentísimos cuando se dicen las cosas a sí mismos. - IX - Lo que había pensado Caballero era esto: «Llego, y como los primos se han ido al teatro, me la encuentro sola. Mejor coyuntura no se me presentará jamás. Es preciso tener valor y romper este maldito freno. Entro, la saludo, me siento frente a ella en el comedor, hablamos primero de cosas indiferentes. Ella estará cosiendo. Le diré que por qué trabaja tanto. Contestará, como si la oyera, que le gusta el trabajo y que se fastidia cuando no hace nada. Direle entonces que eso es muy meritorio y que... Adelante: de buenas a primeras le suelto esto: "Amparo, usted debe aspirar a una posición mejor, usted no está bien donde está, en esta servidumbre mal disimulada; usted tiene mérito, usted...". Y ella, como si la oyera, llena de modestia y gracia, se echará a reír y contestará: "Don Agustín, no diga usted esas cosas". Volveré entonces a hablar del trabajo, que es para mí una necesidad, y diré que hallándome sin ocupación en [79] Madrid y aburridísimo, me marché a Burdeos para establecer allí el negocio de banca. Al oír eso, es indudable, es infalible, como si lo viera, que se echará a reír otra vez y mirándome muy de frente dirá: "Pero D. Agustín, ¿cómo es que al mes de estar en Burdeos se volvió usted a Madrid a aburrirse más y a no hacer nada?". »Oída por mí esta pregunta, ya tengo el terreno preparado. La respuesta es tan fácil, que no tengo que hacer más que abrir la boca y dejar salir las palabras, sin que el miedo me sofoque ni la cortedad me embargue la voz. Hilo a hilo fluirán corriendo las frases de mis labios y le diré: "Ya que usted me habla de ese modo, le voy a contestar con franqueza, descubriendo todo lo que hay dentro de mí. Usted me comprenderá... El tedio de Madrid me siguió a Burdeos, y mi espíritu era allí tan incapaz de ordenar un negocio como aquí lo fue. Usted no lo entenderá, y voy a explicárselo. Pasé lo mejor de mi vida trabajando como se trabaja en América, en un mundo que se forma. La soledad fue mi compañera, y en la soledad se nutrían mis tristezas a medida que crecía el montón frío de mis caudales. Amigos pocos, familia ninguna. ¡Ay!, niña, usted no sabe lo que es vivir tantos años, lo mejor de la vida, privado del calor de los sentimientos más necesarios al hombre, habitando una casa vacía, viendo como extraños a todos los que nos rodean, sin [80] sentir otro cariño que el que inspira el cajón del dinero, sin otra intimidad que la de las armas que nos sirven para defendernos de los ladrones, durmiendo con un rifle, despertando al gemir de las carretillas en que se llevan y traen los fardos... Para abreviar: yo me vine a Europa seguro de tener Benito Pérez Galdós Tormento Página 31 de 31 un capital con que pasar la vida, y por el viaje me decía: ¿Pero tú has vivido en todo este tiempo? ¿Has sido un hombre o una máquina de carne para acuñar dinero?". »Cuando yo esté diciendo esto, me oirá con toda su alma, fijos en mí sus bellos ojos. Yo me animaré más, y libre ya de todo miedo, continuaré así: "No debo ocultar nada de lo que encierra mi corazón, lleno del tristísimo desconsuelo de su virginidad. Yo no he vivido en Méjico, la capital, donde seguramente habría conocido mujeres que me hubieran interesado. Aquella ciudad de pesadilla, aquella Brownsville, que no es mejicana ni inglesa; donde se oyen mezcladas las dos lenguas formando una jerga horrible, y donde no se vive más que para los negocios; pueblo cosmopolita, promiscuidad de razas; aquella ciudad de fiebre y combate no podía ofrecerme lo que yo necesitaba. La corrupción de costumbres, propia de un pueblo donde el furor de los cambios lo llena todo, hace imposible la vida de familia. Las grandes fortunas que en aquel maldito suelo se improvisaron tuvieron por origen la cruel guerra de secesión, el [81] abastecimiento de las tropas del Sur y el contrabando de efectos militares. Por las vicisitudes de la guerra, que hacían variar cada día el rumbo del negocio, los especuladores no podíamos tener residencia fija. Tan pronto estábamos en Matamoros como en Brownsville. A veces teníamos que embarcar nuestros víveres atropelladamente y remontar el río Grande del Norte hasta cerca de Laredo. ¡Y qué confusión de intereses, qué desorden moral y social! Americanos, franceses, indios, mejicanos, hombres y mujeres de todas castas revueltos y confundidos, odiándose por lo común, estimándose muy rara vez... Aquello era un infierno. Allí el amancebamiento y la poligamia y la poliviria estaban a la orden del día. Allí no había religión, ni ley moral, ni familia ni afectos puros; no había más que comercio, fraudes de género y de sentimientos... ¿Cómo encontrar en semejante vida lo que yo ansiaba tanto? Cuando me vi rico, dije: 'ahora ellos', y me embarqué para Europa. Por la travesía pensaba así: 'Ahora, en la vieja España, pobre y ordenada, encontraré lo que me falta, sabré redondear mi existencia, labrándome una vejez tranquila y feliz...'. Llegué a España. En Cádiz, no quedaba nadie de la un tiempo numerosa familia de Caballero. Quise ver a Bringas, hermano de mi madre. Vine a Madrid, y Madrid me gustó, créalo usted. Este pueblo donde es una ocupación el pasearse, me agradaba a mí, que [82] me había resecado el alma y la vida en un trabajo semejante a las empresas de los héroes y caballeros, si se las desnuda de poesía y se las reviste de egoísmo. Las relaciones entre las personas son aquí dulces y fáciles. Se ven mujeres bonitas, graciosas y finas por todas partes. Donde tanto abunda el género (perdóneme usted este vocablo comercial), fácil es encontrar lo bueno. A los pocos días de estar aquí, vi una...". »Al llegar a este punto tan delicado, debo reunir todas las fuerzas de mi espíritu para no decir una tontería. Adelante... "Vi una mujer que me pareció reunir todas las cualidades que durante mi anterior vida solitaria atribuía yo a la soñada, a aquella grande, hermosa, escogida, única, que brillaba dentro de mi alma por su ausencia y vivía dentro de mí con parte de mi vida. Cuando lo que se ha pensado durante mucho tiempo aparece fuera de uno, en carne mortal, llega la hora de creer en la Providencia y de hallar justificada la vida. Tuve grandísima alegría al ver a la tal mujer, y desde el primer momento me gustó tanto, tanto... Diré las cosas claras, con toda la llaneza de mi carácter. Pues oiga usted, la vi un sábado y me hubiera casado con ella el domingo. Parecíame haberla visto y conocido y tratado desde muchos años antes, casi desde que ella era tamañita así y apenas alcanzaba a poner las manos sobre esta mesa. Figurábame que poseía todos sus secretos y que [83] ninguna particularidad de su vida me Benito Pérez Galdós Tormento Página 32 de 32 era ignorada. No sé por qué, su semblante y sus ojos eran su alma, su historia, y tenían una diafanidad admirable y como milagrosa. Cosa rara, ¿verdad? Todo lo que de ella necesitaba saber lo sabía sólo con mirarla. Sospechas de engaño, de doblez, de mentira... ¡oh!, nada de esto cabía en mí viéndola. El amor y la confianza eran un mismo sentimiento, como en otros casos lo son el amor y el recelo. No necesitaba yo de rebuscados antecedentes para saber que era virtuosa, prudente, modesta, sencilla, discreta, como no necesitaba de ojos ajenos para saber que era hermosa. Y créalo usted, por ser ella de cuna humilde me gustaba más; por ser pobre muchísimo más. Aborrezco esas niñas llenas de pretensiones y de vanidad que contrasta con el mediano pasar de sus padres; aborrezco las redichas, las compuestas, las noveleras, las que llevan en su frivolidad la ruina de sus futuros maridos... Bien, adelante... Quise decirle lo que sentía, y no tuve ocasión ni lugar adecuados a mi objeto. Mi timidez me impedía buscar aquella ocasión y apartar los testigos... Yo soy poco hablador; me falta el D., mejor dicho, la iniciativa de la palabra. Mi corazón se espanta del ruido, y se sobrecoge azorado cuando la voz se esfuerza en sacarlo a la vergüenza pública. Pensé escribir una larga carta, pero esto me parecía ridículo. No, no; era preciso hacer un esfuerzo y encararme [84] con ella y plantear la cuestión en estos términos tan enérgicos como breves: Yo me quiero casar con usted. Dígame usted pronto sí o no. Esta resolución la tomó en Burdeos, y sin pérdida de tiempo me vine escapado. Allá estaba más triste que aquí, y cada día que pasaba sin realizar aquel sueño érame la vida más insoportable. No se apartaba nunca la imagen querida de mi imaginación. La veía tan clara, tan clara cual si la tuviera delante, con sus ojos hermosísimos, mañana y tarde de mi vida, su cabello castaño, su expresión dulce y triste, y aquella graciosa conformidad con su estado pobre, que tanto la enaltece en el concepto mío... Por el tren pensaba yo: 'Llego, se lo digo, acepta, me caso y nos vamos a Burdeos a vivir, a vivir y a vivir'. Pero llegué, la vi... ¡demonio de freno!, y no le dije nada". »Al llegar a esto, Amparo habrá comprendido perfectamente. Me oirá toda turbada sin saber qué decir. Casi, casi no necesitaré añadir una sola palabra, ni pronunciar las frases sacramentales y cursis "yo la amo a usted" que no se usan más que en las novelas. Concluiré con estas sustanciosas palabras: "Si le soy poco agradable, dígamelo con franqueza. Un pormenor añado que no creo esté de más. Soy rico, y si usted se quiere casar conmigo, nos estableceremos donde a usted le agrade. ¿En Burdeos? Pues en Burdeos. ¿En la Meca? Sea. ¿Quiere usted vivir en [85] Madrid? Me es igual. Le dejo a usted la elección de patria, pues hoy por hoy me considero desterrado... ¿He dicho algo? ¡Ay!, los mudos que rompen a hablar son terribles. Lo que falta le toca a usted"». Esta era la estudiada declaración de Caballero; este era el discurso que en la memoria traía, mutatis mutandis, como orador que va al Congreso, pronto a consumir turno parlamentario. Pero cuando llegó el momento de empezar, fuele tan difícil a nuestro buen indiano dar con el principio, que se le embarullaron en el cerebro todas las partes y conceptos de su bien dispuesta oración, y no supo por dónde romper. Todo, ideas y palabras, se evaporó, se fue, dejándole tan sólo una congoja profunda y el sentimiento tristísimo de su propio silencio. El tiempo, no se sabe cuánto, se deslizó entre aquellas dos figuras mudas, y mientras Caballero miraba a la lámpara cual si de su luz quisiera extraer el remedio de tan gran confusión, Amparo dejaba caer perezosamente sus ojos sobre los renglones del libro y leía frases como esta de los Salmos: Estoy hundido en cieno profundo donde no hay pie; he venido a abismos de agua, y la corriente me ha anegado. Cerró bruscamente el libro, y como prosiguiendo un coloquio interrumpido dijo así: Benito Pérez Galdós Tormento Página 35 de 35 tantos escalones, no cesaba de mirar a [91] su hermana. Esta, alzando los brazos, seguía consagrada con alma y vida a la obra de su pelo, que era lo mejor de su persona, una masa de dulce sombra que daba valor a su rostro tan blanco como diminuto. La falta de un diente en la encia superior era la nota desafinada de aquel rostro; pero aun este desentono dábale cierta gracia picante, parecida, en otro orden de sensaciones, al estímulo de la pimienta en el paladar. Con burlesca vivacidad miraban sus ojos picaruelos, y su nariz ligeramente chafada tenía la fealdad más bonita y risueña que puede imaginarse. Cuando se reía, todos los diablillos del Infierno de la malicia serpenteaban en su rostro con un tembloreo como el de los infusorios en el líquido. De sus sienes bajaban unas patillas negras que se perdían disfuminadas sobre la piel blanca, y el labio superior ostentaba una dedada de bozo más fuerte de lo que en buena ley estética corresponde a la mujer. Pero lo más llamativo en esta joven era su seno harto abultado, sin guardar proporciones con su talle y estatura. La ligereza de su traje en aquella ocasión acusaba otras desproporciones de imponente interés para la escultura, semejantes a las que dieron nombre a la Venus Calipiga (5). Con tales encantos Refugio no podía sostener comparación con su hermana, cuya hermosura grave, a la vez clásica y romántica, llena de melancolía y de dulzura, habría podido inspirar [92] las odas más remontadas, idilios tiernísimos, patéticos dramas, mientras que la otra era un agraciado tema de Anacreónticas o de invenciones picarescas. Decía Doña Nicanora, la esposa del vecino D. José Ido, hablando de Amparito, que si a esta la cogiesen por su cuenta las buenas modistas, si la ataviaran de pies a cabeza y la presentasen en un salón, no habría duquesas ni princesas que se le pusieran delante. «¡Y qué cuerpo tan perfecto! -añadía la señora de Ido, poniendo, según su costumbre, los ojos en blanco-. He tenido ocasión de verla cuando íbamos juntas a los baños de los Jerónimos... Me río yo de las estatuas que están en el Museo». Refugio fue la primera que habló diciendo: «¿Cuánto traes hoy?». -Nada -replicó Amparo sin despecho. -Anda, anda a casa de los parientes... Sírveles. Yo te lo digo y no me haces caso. A ti te gusta ser criada, a mí no. Ahí tienes el pago. Volviose hacia su hermana, y articulando mal las palabras porque tenía dos alfileres sujetos entre los dientes, siguió la filípica: «Humíllate más, sírveles, arrástrate a los pies de la fantasmona, límpiale la baba a los niños. ¿Qué esperas? Tonta, tontaina, si en aquella casa no hay más que miseria, una miseria mal charolada... Parecen gente, ¿y qué son? Unos pobretones como nosotros. Quítales aquel barniz, [93] quítales las relaciones, ¿y qué les queda? Hambre, cursilería. Van de gorra a los teatros, recogen los pedazos de tela que tiran en Palacio, piden limosna con buenas formas... No, lo que es yo no les adulo. En mí no machaca la señora Doña Rosalía, con sus humos de marquesa. Por eso le dije aquel día cuatro verdades y no he vuelto allá ni pienso volver... Ella no me puede ver, ni el bobito de su marido tampoco, que parece un pisa hormigas... Ya sé que dice herejías de mí... me lo ha contado la criada... ¡Ay!... vamos, me he enfadado tanto hablando de esa gente, que... casi, casi, me trago un alfiler». Amparo no contestó nada. Benito Pérez Galdós Tormento Página 36 de 36 «¿Qué traes ahí? -prosiguió Refugio, explorando el lío que Amparo conservaba aún en la mano derecha-. Lo menos un potosí... ¿A ver? Medio panecillo, dos mantecadas de Astorga, tres pedazos de cinta... ¿Te parece que tiremos todo esto al tejado?». Amparo hizo un movimiento como para defender su lío. «Ya ves lo que sacas del arrimo de esos pobretes... Mírate y mírame. Tú parece que acabas de salir de un hospital; yo voy sin lujo, pero apañadita; tú llevas las botas rotas, y... Mira las que estreno hoy». Alzó un pie para que su hermana examinara las bonitas botas con que estaba calzada. «¿Con qué dinero las has comprado?» -dijo [94] Amparo cogiendo la bota y ladeándola como si no estuviera dentro de ella un pie. Refugio tardó mucho en contestar. «Que me haces daño... Vaya» -dijo al fin, volviéndose al tocador. -¿Cuánto te han costado? ¿De dónde has sacado el dinero? Al cabo de un rato, Refugio dio esta respuesta: «Vendí aquella falda de raso... ¿sabes?... además, yo tenía unos cuartos...». -¿Tú?... ¿qué tiempo hace que no das una puntada? ¿Has vuelto por la tienda? ¿Te han dado trabajo? -No hay ahora nada. Está Madrid muy malo -replicó la joven, queriendo esquivar el asunto-. Como la gente no habla más que de revolución y dice Cordero que no entra una peseta... Amparo, quitándose su velo, lo doblaba cuidadosamente para guardarlo en la cómoda. La otra se lavaba los brazos con verdadero furor. «Ahora, si te parece, comeremos». Amparo salió al pasillo y fue a la cocina. Al poco rato, volvió diciendo con enfado: «Cada vez que entro en mi casa, se me caen las alas del corazón. ¡Qué desorden! Esto parece una leonera. Ninguna cosa está en su sitio. Eres una desastrada... Dios mío, ¡qué cocina! Tú no piensas más que en componerte. ¿Qué has puesto para comer?». [95] -¡Oh!, no te apures... el cocidito de siempre. ¡Ah!... Doña Nicanora me prestó tres huevos. -Y aquí noto alguna variación. Siempre estás llevando los trastos de un lado para otro. ¿En dónde has puesto las planchas? -¿Las planchas?... -balbució Refugio un poco turbada-. Te diré... no queda más que una. Las otras dos las he vendido. ¿Para qué las necesitábamos? Ya sabes que ayer vino el carbonero hecho un demonio. El casero estuvo hoy... No te enfades, hermanita -añadió pasándole la mano por la cara con zalamería-. He tenido que empeñar tu mantón... Amparo se enojó de veras; pero la otra no halló para aplacarla mejores razones que estas: «Para evitarlo, hijita, no tienes más sino traer muchos miles de casa de los señores Bringas... Abre la boquirrita preciosa y pide, pide... Para ellos lo querrían... Dime una cosa, si no hubiera hecho lo Benito Pérez Galdós Tormento Página 37 de 37 que hice ¿qué comeríamos hoy?, ¿nos mantendríamos con tus mantecadas de Astorga y tu vara y media de cinta?». Amparo, silenciosa y abrumada de pena, había extendido un mantel sobre el hule de una mesa con faldas. Encima puso algunos platos desportillados, cucharas con el mango roto y dos tenedores cuyos mangos de hueso parecían teclas arrancadas de un piano viejo. Al poco rato apareció Refugio con un puchero de cuya boca salía humo y cuya panza, cubierta de ceniza, [96] conservaba algunas ascuas que se extinguían rápidamente. Lo volcó sobre una bandeja y se lo llevó enseguida. Poco tardó en volver y sentarse. De un cesto sacó varios pedazos de pan, y a medida que los iba poniendo sobre la mesa, decía con sorna: «pastel de foie gras... jamón en dulce... pavo en galantina». Con estas tonterías, hasta la hermana mayor, que no estaba para bromas, se sonrió un instante diciendo: «Siempre has de ser tonta». -Pues si una se va a poner triste... Amparo comía poco de aquel pobre, insustancial e incoloro cocido. Refugio, que había estado en la calle casi todo el día y hecho mucho ejercicio, tenía buen apetito. «Todos los días no son iguales -dijo la menor-. Puede que cuando menos lo pensemos se nos entre la fortuna por las puertas... ¡Ah!, verás qué sueño tuve anoche... Antes te diré que ayer por la tarde estuve más de una hora en casa de Ido. El buen señor, muy entusiasmado y con los pelos tiesos, se empeñó en leerme un poco de las novelas que está escribiendo. ¡Qué risa!... Vaya unos disparates... No lo entiendo; pero me parece... Yo le decía: «D. José, sabe usted más que Salomón» y él se ponía tan hueco. Dice que sus heroínas somos nosotras, dos huérfanas pobres, pobres y honradas, se entiende... Resulta [97] que somos hijas de un señor muy empingorotado... y cosemos, cosemos para ganar la vida... ¡Ah!, y hacemos flores. Tú, que eres la más romántica y hablas por lo fino diciendo unas cosas muy superfirolíticas, te entretienes por la noche en escribir tus memorias... ¡qué risa! Y vas poniendo en tu diario lo que te pasa y todo lo que piensas y se te ocurre. Él figura que copia párrafos, párrafos de tu diario... Nunca me he reído más... El hombre me puso la cabeza como un farol... Por la noche, como tenía el entendimiento lleno de aquellas papas, soñé unos desatinos... ¡qué cosas, chica!, soñé que te había salido un novio millonario...». Amparo, que oía la relación con indiferencia, al llegar a lo del sueño se sonrió de improviso con la mayor espontaneidad. Aquella sonrisa le salía del fondo del alma. Su hermana expresaba su buen humor con sonoras carcajadas. «Es tarde... -dijo levantándose impaciente-. Me acabaré de vestir en seguida». -¿A dónde vas? -¿Que a dónde voy? -replicó Refugio sin saber qué contestar o tomándose tiempo para urdir la contestación-. Ya te lo dije... ¿No te lo dije?... Pues creí que te lo había dicho. -¿Vas al teatro? Benito Pérez Galdós Tormento Página 40 de 40 Tuvo la idea de meter todo otra vez dentro del sobre y devolverlo. ¿Pero se enfadaría...? Puso la carta y su contenido en la mesa y sobre todo apoyó el brazo. Tanta era su emoción, que necesitaba tomarse algún tiempo para adoptar el mejor partido. «Siéntate, hombre... a ver, cuéntame qué es de tu vida». Hablando, hablando, quizás se restablecería el orden en su cabeza trastornada. [103] «Dime, ¿qué tal te va con tu amo?». -Tan bien que no sé lo que me pasa. Yo digo que estoy durmiendo. -¿Tan bueno es? -¿Bueno?, no señora; es más que bueno, es un santo -afirmó Centeno con entusiasmo. -Ya, ya. Bien se conoce que estás en grande. Pareces un señorito. Ropa nueva, sombrerito nuevo. -Es un santo, un santo del cielo -repitió el doctor con cierto arrobamiento. -¿Y estudias? -Ya lo creo... Tengo poco trabajo y voy al Instituto... Le digo a usted que me vino Dios a ver. -¡Cuánto me alegro! Por un instante se apartó la mente de Amparo del interés de lo que oía para pensar así: «¿Qué cantidad será esta? Me da vergüenza de mirarlo ahora delante del muchacho». Mientras esto pensaba ella, Centeno se entretenía en contemplar a su sabor la perfecta cara, las acabadas manos y brazos de la Emperadora. Era Felipe uno de los admiradores más fervientes que ella tenía, y se habría estado mirándola sin pestañear tres semanas seguidas. «Pero cuéntame, ¿cómo tuviste la suerte de conocer a ese señor?». -¡Ah!... vea usted.... Yo estaba el año pasado en un oficio muy perro. [104] -Sí, tocando la trompeta con el del petróleo. -Después entré en la tienda de la calle Ancha, ya sabe usted, el número 17, donde dice: Ultramarinos de Hipólito Cipérez. No me iba mal allí. D. Agustín era amigo de mi amo; le había conocido en las Américas... Cuando se ponían a hablar no concluían. D. Agustín registraba toda la tienda, y como es tan entendido en comercio, preguntaba: «¿A cuánto sube el arroz sobre vagón en Valencia? ¿Cómo se detalla aquí el azúcar? ¿A cuánto sale la galleta inglesa? ¿Es buen negocio las conservas de Rioja?». Y Cipérez le enteraba de todo. Muchos días comían juntos en la trastienda, y siempre que mi amo mandaba un recado a D. Agustín iba yo a llevarlo. Me gustaba mucho aquel caballero, y decía él que yo le había caído en gracia. Oiga usted lo mejor. Un día entró D. Agustín en la tienda y dijo: «Caramba, estoy tan aburrido, que una de tres: o me pego un tiro o me caso o me pongo a trabajar, es decir, una de tres: o me mato o me alegro o me embrutezco para no sentir nada... Lo primero es pecado, lo segundo es difícil; vamos a lo tercero. Tengo ganas de hacer algo; déjeme usted que le Benito Pérez Galdós Tormento Página 41 de 41 ayude». Y poniéndose en mangas de camisa se fue al almacén ¡qué salero!, y empezó a pesar sacos, a apartar cajas de pasas y a confrontar facturas para sacar los precios. El otro chico y yo no podíamos menos de echarnos a reír; pero don [105] Agustín no se enfadaba. Al otro día, que era domingo, nos dio para que fuéramos al teatro. Una noche, hablando con Cipérez de las cosas de su casa, dijo que necesitaba un criado y que yo le gustaba, y me fui con él. Yo dije: «Aquí es la mía», y le enseñé mis libros y le pedí que me dejara libre algunas horas para volver al Noviciado. Se puso muy contento: «Hombre sí, hombre sí...». Poco trabajo tengo, porque hay dos criadas. Una de ellas, que es la que manda, hermana de la mujer de Cipérez, es muy buena señora, muy buena señora. Y allí ha de ver usted abundancia, sin que se pueda decir que hay despilfarro. La casa es un palacio. No crea usted... cortinas de seda, alfombras y candeleros de plata... En la cocina hay máquina para hacer helado y en el comedor un servicio de huevos pasados que es una gallina con pollos, todo de plata. La gallina se destapa y allí se ponen los huevos pasados. A los pollos se les levanta la cabeza y son las hueveras, y en el pico se pone la sal. ¡Oh!, ¡pues si usted viera...! En uno de los cuartos hay una pila de mármol con dos llaves, una de agua fría, otra de agua caliente. Da gusto ver aquello... La cocina es de hierro, con muchas puertas, tubos, hornillas y horno y demonios... ¡Vaya que ha gastado el amo dinerales en arreglar la casa! Es suya; ¿pues qué cree usted? La compró por tantos miles de miles de duros. Vivimos en el principal. ¡Si usted la viera! El amo tiene cama [106] grande, muy grande. Dicen que se quiere casar... y luego hay muchas alcobas, muchas, que, según Doña Marta, serán para los niños... Hay un armario de tres espejos para ropa de señora. Está vacío. Yo meto en él la cabeza para oler el cedro, que huele muy bien... Síguele otro armario, lleno de montones de ropa blanca, que el señor trajo de París. Aquello no se toca. Hay allí mantelerías y otras cosas muy ricas, pero muy ricas; telas con mucho encaje ¿sabe?... Es cosa para que no la toquen manos. Pues también tenemos un cajón de cubiertos de plata que no se usan nunca y vajillas que están todavía metidas dentro de paja. Dice Doña Marta que hay allí avíos para una casa de cuarenta de familia. Y todos los días están trayendo cosas nuevas. D. Agustín, como no tiene nada que hacer, se entretiene en ir a las tiendas a comprar cosas. El otro día llevaron una lámpara grande de metal. Parece de oro y plata, y tiene la mar de figuras y ganchos para luces. ¡Ah!, ¡si viera usted una licorera que es un barco con sus velas, y está cargado de copas...!, en fin, monísimo. En el cuarto que va a ser para la señora hay muchos, muchísimos monigotitos de porcelana. No pasa día sin que el amo traiga algo nuevo; y lo va poniendo allí con un cuidado... ¡Y qué sofá, qué sillas de seda ha puesto en el tal cuarto! Nosotros decimos: «Aquí tiene que venir una emperatriz...». ¡Ah!, también hay en el cuarto de la señora [107] una jaula de pájaros, todo figurado, con música, y cuando se le da al botón que está por abajo, tiriquitiplín... empiezan a sonar las tocatas dentro, y los pájaros mueven las alas y abren el pico... Centeno se reía; Amparo se echó a reír también y al mismo tiempo sus ojos se humedecieron. «¿Y tu amo qué hace?... ¿En qué se ocupa?». -Madruga mucho, escribe sus cartas para América, y después sale a dar un paseo a caballo. Monta muy bien. ¿Le ha visto usted? Es un gran jinete. Después que vuelve de pasear lee el correo... Suele ir por las tardes a casa de los señores de Bringas. Algunos días le entra la murria y no sale de casa. Se está todo el santo día dando vueltas en su despacho y en el cuarto de la señora. -¿Y tiene mal genio? Benito Pérez Galdós Tormento Página 42 de 42 -¿Que está usted diciendo, señora? ¿Mal genio? Lo dicho, o mi amo es santo o no creo en santo ninguno. Conmigo tiene bromas. No me riñe sino así: «hombre, hombre, ¿qué es eso?». Otras veces viene y me dice: «Felipe, formalidad». Y punto... Yo me porto bien, aunque me esté mal el decirlo. Cuando estoy estudiando en mi cuarto, porque tengo mi cuartito, suele entrar de repente y coge mis libros y los lee... Como ha estado tantos años trabajando, no sabe mucho, sino es de cosas de comercio, quiero [108] decir, que no ha tenido tiempo de leer. A mí me pregunta de vez en cuando alguna cosa, y si la sé le contesto; pero casi siempre da la condenada casualidad de que yo también me pego, y nos quedamos los dos mirándonos el uno al otro. -¿Van muchos amigos a su casa? -¡Quia!, no señora. Constantes no van más que tres: el Sr. de Arnáiz, el Sr. de Trujillo y el Sr. de Mompous (6). Toman café en casa y juegan al billar con el amo. Son buenas personas. Lo que no falta nunca allí a todas horas del día es gente que va a pedir limosna, porque el señor es muy caritativo ¡Ay, Dios mío, qué jubileo! Unos van con cartitas, estos con un papel lleno de nombres y otros se presentan llorando. Van viudas, huérfanos, cesantes, enfermos. Este pide para sí, aquél para unos niños mocosos. Dice Doña Marta que la casa parece un valle de lágrimas. Y el amo es tan buenazo que a todos les da más o menos. Las monjas van así... en bandadas. Unas piden para los viejos, otras para los niños, estas para los incurables, aquellas para los locos, para los ciegos, para los lisiados, para los tiñosos y para las arrepentidas. Van artistas que se han estropeado una mano y bailarinas que se han descoyuntado un pie; cantantes que se quedaron roncos y albañiles que se cayeron de los andamios. Van clérigos de la parroquia que piden para las monjas pobres, y señoras que juntan para los clérigos imposibilitados. Algunos [109] piden con la pamema de una rifa, y llevan una fragata dentro de su fanal, colchas bordadas o una catedral hecha de mimbres. Ciertos sujetos clamorean para el beneficio de un cómico pobre o para redimir del servicio militar a un joven honrado. Hay mujer que va pidiendo para una misa que ofreció, o para una enferma a quien le han recetado tales baños. Las murgas están siempre soplando a la puerta de casa, y en fin, mi amo, como dice Doña Marta, es el segundo Dios de los necesitados... ¡Y como es tan rico...! Porque usted no sabe bien lo rico que es mi amo. Tiene más millones, más millones... (Al llegar aquí, Felipe se había entusiasmado tanto, que se levantó y gesticulaba como un orador.) ¿Qué cree usted? El Banco le debe mucho, y cuando quiere dinero, pone su firma en un papelito y se lo da al cobrador de Arnáiz, el cual le trae luego una espuerta de billetes... Ambos se reían con natural y expansivo gozo. «Me parece, amigo Felipe, que exageras mucho». -¿Qué está usted diciendo?... Si es más que millonario. Al Gobierno le ha prestado la mar de dinero, sí señora, al Gobierno. En Londres, en Burdeos y en América tiene... no se acierta a contar. Centeno expresó con indescriptible gesto la imposibilidad en que estaba de apreciar por [110] medio de la aritmética los fabulosos caudales de su amo. Por grande que fuera el interés con que Amparo oía las maravillas contadas por Felipe, mayor era su curiosidad por examinar a solas el contenido de la carta y ver si aquel bendito hombre había escrito algo en ella. Abrasada de impaciencia, dijo al muchacho: «Mira, Felipe, es tarde. ¿No te reñirá tu amo si te entretienes? Creo que debes retirarte». Benito Pérez Galdós Tormento Página 45 de 45 Refugio, sin decir nada, entró en la alcoba. Desde la sala se la podía ver colgando su ropa en una percha. Amparo se acostó también. En la oscuridad, de cama a cama, las dos hermanas hablaban. «Se entiende que has de portarte bien... hacer todo lo que yo te mande. Tu decoro es mi decoro; y si tú eres mala, mi opinión ha de padecer tanto como la tuya». -Es que para que yo sea buena, hermana -replicó la otra desde el hueco de sus sábanas-, lo primero que has de hacer es suprimir los sermones. No prediques, que eso no conduce a nada. ¿Por qué es mala una mujer? Por la pobreza... [116] Tú has dicho: «si trabajas...». ¿Pues no he trabajado bastante? ¿De qué son mis dedos? Se han vuelto de palo de tanto coser. ¿Y qué he ganado? Miseria y más miseria... Asegúrame la comida, la ropa, y nada tendrás que decir de mí. ¿Qué ha de hacer una mujer sola, huérfana, sin socorro ninguno, sin parientes y que se ha criado con cierta delicadeza? ¿Se va una a casar con un mozo de cuerda? ¿Qué muchacho decente se acerca a nosotras viéndonos pobres?... Y ya sabes, desde que la ven a una tronada y sola ya no vienen a cosa buena... La costura ¿para qué sirve? Para matarse... ¿Ese dinero lo has ganado tú haciendo camisas, bordando o poniendo cintas a los sombreros?... ¡Qué risa! ¿Te lo han dado los Bringas?... ¡Tendría sal! ¿Pues de dónde lo has sacado? ¿Hay debajo de las tejas quien dé dinero por darlo, por hacer favor, por caridad pura?... No, hija; a mí no me vengas con hipocresías... ¿Es que puede suceder que lluevan billetes de Banco? Tampoco. Pues entonces habla claro... Chica, yo necesito treinta duros, pero los necesito mañana mismo. Es que los debo, hija, los debo, y yo tengo mucha conducta. Si me los das... Poco a poco se fueron entrecortando las palabras de Refugio. Estaba tan fatigada, que la excitación cerebral, producida por la vista de aquel inexplicable tesoro, fue vencida del cansancio. Se durmió profundamente, como ella [117] dormía, con la tranquilidad del injusto, resultado de una fácil conciencia. Por la mañana, Amparo, que estaba despierta, sintió que su hermana se levantaba despacito, procurando no hacer ruido, y metía con sigilo y cautela la mano entre las almohadas... «Chica, no seas mala -dijo la Emperadora mayor, aplicándole ligera bofetada-. Estoy despierta. No he dormido en toda la noche. ¿Buscas el dinero? Sí, para ti estaba...». Refugio volvió a su cama riendo. Toda la mañana, ya después de levantadas, estuvieron cuestionando, a ratos en broma, a ratos con seriedad. Negábase Amparo a dar dinero a su hermana si no prometía variar de costumbres, y Refugio, para conseguir su objeto sin renunciar a su libertad, empleaba toda suerte de halagos y carantoñas, o bien de tiempo en tiempo las amenazas, revolviéndolas con mentiras muy bien urdidas. Tenía un gran compromiso con las de Rufete, y cuando los pintores a quienes servía de modelo le pagaran, devolvería a su hermana la cantidad que le anticipase. De este enredo pasó a otro y luego a otro, hasta que, Amparo, cansada de oírla, la mandó callar, por lo cual, irritada la pequeña, dejose arrebatar de la ira, y con la voz de sus ya indomables pasiones increpó a su hermana de esta manera: «¡Guarda tu dinero, hipocritona... No lo quiero... Me quemaría las manos. Es de pie de altar». [118] Tanta impresión hicieron en el ánimo de la otra estas palabras, que estuvo a punto de caer al suelo sin sentido. Sin responder nada corrió a la alcoba y se reclinó sobre la cama, rompiendo a llorar. En la salita, Refugio desbocada prosiguió de este modo: Benito Pérez Galdós Tormento Página 46 de 46 «Tiempo hacía que no parecían por aquí dineritos de la lotería del diablo...». Después de una pausa lúgubre, Refugio vio que por entre las cortinillas de la alcoba asomaba el brazo de su hermana. La mano de aquel brazo arrojó dos billetes en medio de la sala. «Toma, perdida» -dijo una voz, ahogada por los sollozos. Refugio tomó el dinero. Sabía conseguir de su hermana todo lo que quería manejando un hábil resorte de vergüenza y terror. Amparo no había sabido sustraerse a este execrable dominio. Aplacado su furor con la posesión de lo que deseaba, la hermana menor sintió en su alma cosquilleos de arrepentimiento. Era su carácter pronto y como explosivo, y tan fácilmente se remontaba a las cumbres de la ira como caía deshecho en el llano de la compasión. Había ofendido a su hermana, le había dado terrible golpe en la misma herida sangrienta y dolorosa; y afligida del recuerdo de esta mala acción, esperó a que la agraviada saliese para decirle alguna palabra conciliadora. Pero no salía; sin [119] duda no quería verla, y Refugio al cabo, más vencida de la impaciencia que de la consideración hacia su hermana, salió a la calle. Aquel día, por ser domingo, no fue Amparo a la casa de Bringas. Entretúvose en arreglar la suya y coser su ropa, y después de una breve excursión a la calle para comprar varias cosillas que le hacían mucha falta, volvió a su trabajo doméstico con verdadero afán. Hizo propósito de establecer el mayor arreglo y limpieza en su estrecha vivienda. Pero ¡ay!, con aquella loca de su hermana no era posible el orden. «¿Qué saco de comprar nada -pensó-, si el mejor día me lo vende o me lo empeña todo?». Comió sola, porque la andariega no fue a la casa en todo el día. Entró de noche ya muy tarde; pero las dos hermanas no se hablaron una palabra. Amparo estaba muy seria, Refugio parecía sumisa y deseosa de perdón. Viendo que su hermana no se daba a partido, bajó a casa de D. José y estuvo charla que charla toda la noche. Estas tertulias de la pequeña en casa de los vecinos desagradaban mucho a su hermana. - XIII - (7) Al día siguiente, lunes, se presentó Amparo a Rosalía, después de desempeñar diferentes comisiones que esta le había encargado. Una de las primeras conversaciones que Rosalía tuvo con ella fuele horriblemente antipática, en términos que de buena gana habría puesto una mordaza en la boca de su excelsa protectora. [120] «Hoy estuve en San Marcos -le dijo esta-, y me encontré a Doña Marcelina Polo... ¡Qué desmejorada está la pobre señora! Será por los disgustos que le ha dado su hermano, que, según dicen, es una fiera con hábitos... Me preguntó por ti y le dije que estabas buena, que quizás entrarías en un convento. ¿Sabes cómo me contestó...?». Amparo aguardaba más muerta que viva. «Pues no me dijo nada; no hizo más que persignarse. Entró en la sacristía y oí mi misa». Benito Pérez Galdós Tormento Página 47 de 47 Cuando llegó la hora en que acostumbraba ir Caballero, la joven no sabía si era temor o deseo de verle lo que embargaba su ánimo... Pero el generoso no fue aquel día, ¡cosa extraña!, y Amparo no se explicaba aquella falta sino suponiendo en él algo de lo que ella misma sentía, temor, cortedad, timidez. Él también era débil, sobre todo en asuntos del corazón, y no sabía afrontar las situaciones apuradas. En vez de Caballero fue aquel día un señor, amigo de a casa, el cual era el hombre más cargante que Amparo recordaba haber visto en todos los días de su vida. Era un presumido que se tenía por acabado tipo de guapeza y buena apostura, y se las echaba de muy pillín, agudo y gran conocedor de mujeres. Mientras estuvo allí no apartó de Amparo sus ojos, que eran grandísimos, al modo de huevos duros y con expresión de carnero moribundo. La vecindad de una nariz [121] pequeñísima daba proporciones desmesuradas a aquellos ojos que, en opinión del propio individuo, su dueño, eran las más terribles armas de amorosas conquistas. Dos chapitas de carmín en las mejillas contribuían al estrago que tales armas sabían hacer. Sonrisa con pretensión de irónica acompañaba siempre al despotrique de miradas que aquel señor echaba sobre la joven; y sus expresiones eran tan enfatuadas, reventantes y estúpidas como su modo de mirar. Llamábase Torres, y era un cesante que se buscaba la vida sabe Dios cómo. La impresión que este individuo y sus miradas hacían en la huérfana quedan expresadas diciendo, a estilo popular, que esta le tenía sentado en la boca del estómago. Fuera de este suplicio de ojeadas y sandeces, nada ocurrió aquel día digno de contarse; mas cuando la joven volvió a su casa, ya entrada la noche, recibió de la portera una carta que habían traído en su ausencia, y al ver la letra del sobre sintió temor, ira, rabia; estrujola, y al subir a su vivienda la rompió en menudos pedazos, sin abrirla. Los trozos de la carta metidos unos dentro de los fragmentos del sobre y otros sueltos, estuvieron algún tiempo en el suelo, y cada vez que Amparo pasaba cerca de ellos parecía que solicitaban su atención. Hasta se podía sospechar que sobrenatural mano los dispuso sobre la estera de modo que expresasen [122] algo y fueran signo de alguna muda pero elocuente solicitud. Mirábalos ella y pasaba, pisándolos; pero los pedacitos blancos le decían: «Por Dios, léenos». Para borrar todo rastro de la malhadada epístola, Amparo trajo una escoba, emblema del aseo, que también lo es del menosprecio. Pero a los primeros golpes pudo la curiosidad más que el desdén. Inclinose, y de entre el polvo tomó un papel que decía: moribundo. Después vio otro que rezaba: pecado. Un tercero tenía escrito: olvido que asesina. Barrió más fuerte y bien pronto desapareció todo. Mas concluida la barredura, el desasosiego de la Emperadora fue tan grande que no pudo comer con tranquilidad. A media comida levantose de la insegura silla; no podía estar en reposo; sus nervios iban a estallar como cuerdas demasiado tirantes. Levantó manteles; púsose las botas, el velo, y se dirigió a la puerta; pero desde la escalera retrocedió como asustada, y vuelta a descalzarse y a guardar el velo. Aunque estaba sola y con nadie podía hablar, la viveza de su pensamiento era tal que arrojó a la faz de la tristeza y de la penumbra reinantes en su casa estas extravagantes cláusulas: «No, no voy... Que se muera». Mas tarde debieron de nacer nuevamente en su espíritu propósitos de salir. Cada suspiro que daba haría estremecer de compasión al que presente estuviera. Después lloraba. Era de rabia, [123] de piedad, ¿de qué...? Benito Pérez Galdós Tormento Página 50 de 50 -Yo no he permitido que se barra ni se toque nada... -replicó el misántropo, hasta que tú vinieras. -Hasta que yo viniera... ¡Jesús! -De modo que si no vienes... me dejo morir en este abandono. Ya ves cuánta falta me haces. Tormento buscó con qué limpiar una silla, y hecho esto, se sentó en ella frente al enfermo. «¿Y qué dice el médico?». -¡El médico!... Celedonia ha querido varias veces traer uno, pero yo le he dicho siempre que si le traía le echaría por la ventana. Mi médico es otro, mi medicina es que me mire una persona que conozco, que venga a verme, que no se olvide de mí. Decía esto como un niño quejumbrón, a quien la enfermedad da derecho a ser mimoso. -Basta, basta... todo pasó, pasó, pasó -dijo Tormento pugnando por arrojar el peso que sobre su alma tenía. [129] -No me riñas... -Es que me marcharé. -Eso no... Seré bueno. Pero es tan verdad lo que te he dicho, es tan verdad que tú, alejándote, eres mi mal y volviendo mi salud, que hoy, sólo con verte, parece que estoy bueno y que me vuelven las fuerzas. ¡Qué días he llevado! Hace un mes que apenas tomo alimento. Paso semanas enteras sin dormir... Dice Celedonia que esto es cosa del hígado, y yo le digo: «Que me la traigan, que me la traigan... y verás cómo resucito...». ¡Y tú tan inhumana, tan olvidadiza...! ¿Cuántas cartas te escribí hace tres meses? Qué sé yo. Viendo que no me respondías ni me visitabas, me resigné. Pero hace días, creyendo morirme, no pude resistir más, y te puse cuatro letras. «¡Por Dios!... -exclamó Tormento, sin fuerzas para resistir el de su conciencia-, que no me arrepienta de haber venido. Aquello pasó, se borró, es como si no hubiera sucedido... Y la vida entera dedicada al arrepentimiento, ¿bastará, digo yo, bastará para que Dios perdone?...». Su espanto la obligaba a decirlo todo en impersonal, porque las palabras yo, tú, nosotros, le quemaban los labios. «Si los padecimientos purifican, si el dolor quema -manifestó el enfermo, dándose fuerte golpe en la cabeza con la palma de la mano-, si el dolor sana el alma, más puro estoy que un ángel... [130] Ahora, si es preciso el propósito de ahogar sentimientos ya muy arraigados, si no basta con hacer como si no se quisiera y es necesario dejar de querer realmente, entonces no hay remisión para mí. Ni puedo, ni quiero salvarme». Tormentito no tuvo fuerzas para decir nada contra esto. Su carácter débil sucumbía ante resolución tan categórica. Bajó los ojos inclinando la cabeza. El peso aquel se hizo tan grande que no podía soportarlo. Un minuto después, en el tono más sencillo y pedestre del mundo, el tal dijo así: «¿Sabes? Me he puesto tan bien desde que te vi, que me alegraría de tener qué almorzar». -Pero que... ¿no hay...? Benito Pérez Galdós Tormento Página 51 de 51 -¡Oh!, hija, estoy tan pobre, pero tan pobre... Vivo, si esto es vivir, de limosna. Hace algunos días que se acabaron todos mis recursos. Cobré algo de las cantidades, que me debía Pizarro el fotógrafo ¿te acuerdas?; parte empleé en socorrer a esa desgraciada familia del sillero que vive arriba; el resto lo he ido gastando. Aún debo cobrar tres mil y pico de reales que me debe Juárez, y además tendré lo que produzca la venta de los muebles y material de la escuela. Me lo ha tomado el Ayuntamiento; pero esta es la hora en que no me han dado un ochavo. Si no fuera por el padre Nones, ya me habría hecho llevar a un hospital. [131] Amparo se internó en la casa y al poco rato volvió diciendo: «Si no hay nada, ni siquiera carbón». -Nada, nada, ni siquiera carbón -repitió él cruzando las manos. Tormento volvió a desaparecer. Sintiola el enfermo trasteando en la cocina, y oyó la simpática voz que decía: «Esto es un horror». -¿Qué haces? -Limpiar un poco -replicó ella desde lejos, confundiendo su voz con el sonido de calderos y loza. Poco después entró en la sala, diligente. Se había quitado el velo y el mantón, y la mujer de gobierno se revelaba en toda ella. «Pero esa Celedonia ¿dónde está?» -preguntó con mucha impaciencia. -¿Celedonia?, échale un galgo... Cómo haya encontrado con quién charlar... ¿Para qué la quieres? -Para mandarla a la compra, avisar al carbonero, al aguador... No puedo ver la casa tal como está, ni que, pudiéndolo yo remediar, está sin comer una persona... -Que te quiere tanto... Has hablado como el Evangelio... No, no te arrepientas. -Una persona que nos ha socorrido a mí y a mi hermana en días de miseria... -¡Bah!... No cuentes con Celedonia. Esa pobre mujer es muy buena para mí, pero no sirve [132] más que para comerme lo poco que tengo. Cuando le dan los ataques de reuma y se tumba y se pone ella a gritar por un lado mientras yo gimoteo por otro, sin podernos consolar ni ayudar el uno al otro, esta casa es un Purgatorio... Mira, hija, más vale que vayas tú misma a comprar lo que deseas darme. De tus manos comería yo piedras pasadas por agua... ve... -¿Y si me conocen? -dijo ella temerosa. Meditó un instante. Variando después de parecer y poniéndose el mantón por los hombros y en la cabeza un pañuelo que antes tenía al cuello, tomó la cesta de la compra y se dispuso a salir. -Me atreveré -afirmó sonriendo con tristeza-. Hago con esto otra obra de misericordia, y Dios me protegerá. -¡Divina y salada!... -pensó el infeliz señor viéndola salir-. Se me parece a las seráficas majas que gozan un puesto en el cielo... digo, en el techo de San Antonio de la Florida. Y el suspiro que echó fue tal, que hubo de resonar en Roma. Benito Pérez Galdós Tormento Página 52 de 52 - XIV - ¿Qué se hizo de la brillante posición de don Pedro Polo bajo los auspicios de las señoras monjas de San Fernando? ¿Qué fue de su escuela famosa, donde eran desbravados todos los [133] chicos de aquel barrio? ¿A dónde fueron a parar sus relaciones eclesiásticas y civiles, el lucro de sus hinchados sermones, el regalo de su casa y su excelente mesa? Todo desapareció; llevóselo todo la trampa en el breve espacio de un año, quedando sólo, de tantas grandezas, ruinas lastimosas. ¡Enseñanza grande y triste que debieran tener muy en cuenta los que han subido prontamente al catafalco de la fortuna! Porque si rápido fue el encumbramiento de aquel señor, más rápida fue su caída. Se desquició casi de golpe todo aquel mal trabado edificio bien pronto ni rastro, ni ruido, ni polvo de él quedaron, siendo muy de notar que no se debió esta catástrofe a lo que tontamente llama el vulgo mala suerte, sino a las asperezas del mismo carácter del caído, a su soberbia, a sus desbocadas pasiones, absolutamente incompatibles con su estado. Pereció como Sansón entre las ruinas de un edificio, cuyas columnas derribara él mismo con su estúpida fuerza. Está averiguado que antes de la muerte de Doña Claudia empezó el desprestigio de la escuela. El contingente de chicos disminuía de semana en semana. Alarmados los padres por los malos tratos de que eran objeto aquellos pedazos de su corazón, les retiraban de la clase, poniéndoles en otra de procedimientos más benignos. Y en la misma calle se estableció otro maestro que propalaba voces absurdas sobre los [134] horrores que hacía Polo con los muchachos, descoyuntándoles los brazos, hendiéndoles el cráneo, despegándoles las orejas y sacándoles tiras de pellejo. Más tarde, la gente que pasaba por la calle vio que por una de las ventanas bajas salía volando una criatura como proyectil disparado por una catapulta. Otras cosas se referían igualmente espantables; pero no todo lo que se dijo merece crédito. Los pasantes contaban que algunos días estaba el maestro como loco furioso, dando gritos y echando por aquella boca juramentos y voquibles impropios de un señor sacerdote. La muerte de Doña Claudia, acaecida inopinadamente, fue como una prolongación de aquel sueño pesadísimo que le entraba después de comer y de cenar. Sobre esto se hablaba más de lo regular. El tabernero de enfrente parece que vio con disgusto el acabamiento de aquella dama por la buena parroquia que perdía. Desde que sucedió esta desgracia, las señoras y don Pedro empezaron a ponerse de punta como dos sustancias que rechazan la combinación. Todos los días cuestiones, rozamientos, recados importunos, disgusto aquí y allá, ellas muy tiesas, él más estirado aún. Cuenta la mandadera, mujer de gran locuacidad digna de ser llevada a un parlamento, que un día tuvieron las señoras y D. Pedro un coram vobis en el locutorio, del cual resultó, tras muchos dimes y diretes, que [135] el capellán mandó a las monjas al... (al infierno no debió de ser), en las propias barbas de la madre abadesa. Con esto y otras cosas, D. Pedro se vio obligado a desocupar la casa y a dejar el capellanazgo a otro clérigo de temperamento más dócil. Él había nacido para domar salvajes, para mandar aventureros, y quizás quizás para conquistar un imperio como su paisano Cortés. ¿Cómo había de servir para afeitar ranas, que esto y no otra cosa era aquel menguado oficio?... Se marchó contento y renegando de las monjas, a las cuales ponía de tal manera, que no había en verdad por dónde cogerlas. Instalose en casa propia, hacia la calle de Leganitos, y allí la incompatibilidad de su carácter con el de su hermana empezó a ser de tal naturaleza, que la existencia común se hizo difícil. Marcelina Polo, que en vida de su madre había tenido paciencia, mucha paciencia y desprecio de sí misma, se había hecho el cargo de que pudiendo ganar el cielo con la oración, no había necesidad de conquistarlo con el martirio. Cuenta la criada que por entonces tuvieron, segoviana, astuta y Benito Pérez Galdós Tormento Página 55 de 55 Movimiento y vida, el delicioso bullicio del trajín doméstico reinaban en la poco antes lúgubre vivienda. Era agradable oír el rumor del agua, el repique del almirez, el freír del aceite en la sartén. Siguió a esto un estruendo de limpieza general, choque de pucheros y cacharros, azotes de zorro y castigo del polvo. De improviso entró la joven en la sala con un pañuelo liado a la cabeza, cubierta de un delantal y con la escoba en la mano. Ordenó al enfermo que se metiese en la pieza inmediata, lo que él hizo de muy buena gana, y abiertas de par en par las ventanas de la sala, viose salir en sofocante nube traspasada por rayos de sol la suciedad de tantos días. Infatigable, no permitía Tormento que le ayudase Celedonia, la cual entró renqueando para ofrecer su débil cooperación. «No es preciso -le dijo la otra-. Váyase usted a la cocina a cuidar del almuerzo». -Para todo hay lugar, -replicó la vieja-.Voy a llevarle agua tibia a ver si quiere afeitarse. Dos semanas hace que no lo hace, y está que parece el Buen Ladrón. [142] Cuando la sala quedó arreglada, Tormento volvió a la cocina, y entonces se oyó el tumulto del agua revolcándose en el fregadero entre montones de platos. Con los brazos desnudos hasta cerca de los hombros, la joven desempeñaba aquella ruda función, deleitándose con el frío del agua y con el brillo de la loza mojada. Sin descansar un momento, en todo estaba y no abría los labios más que para reprender a Celedonia su pesadez. La reumática sacristana más bien servía de estorbo que de ayuda. Luego acudió Tormento a poner la mesa en la sala. El sol entraba de lleno, haciendo brotar chispas de las recién lavadas copas. Los platos habrían lucido como nuevos si no tuvieran los bordes desportillados y en todas sus partes señales de la mala vida que llevaban en manos de Celedonia. D. Pedro, bien afeitado y vestido de limpio, volvió a ocupar su sillón, y se reía, se reía, henchido de un contento nervioso que le hacía parecer hombre distinto del que poco antes ocupara el mismo lugar. «Me parece -decía tocando el tambor con los dedos sobre la mesa-, que de golpe se me ha renovado el apetito de aquellos tiempos... ¡Poder de Dios! ¡Qué día tan dichoso! He aquí los domingos del alma». Tormento entraba y salía sin descanso. Hablaba poco y no participaba de la alegría del buen [143] Polo. En la cocina faltaba aún mucho que hacer, por causa del abandono en que había encontrado todo. Así pues, el almuerzo, que pudo haber sido dispuesto a las once, tardó aún tres cuartos de hora más. D. Pedro se asomaba de cuando en cuando a la puerta de la cocina para dar broma y prisa, y ningún contraste puede verse más duro y extraño que el que hacía su semblante tosco y amarillo, de color de bilis, de color de drama, con su reír de comedia y el júbilo pueril que le dominaba. Sus bromas inocentes eran así: «¿Pero no se almuerza en esta casa? Señora fondista, ¿en qué piensa, que así deja morir de hambre a los huéspedes?». Y luego prorrumpía en triviales carcajadas, que sólo hallaban eco en la candidez de Celedonia. Terminados los preparativos del almuerzo, quitose Tormento el pañuelo de la cabeza y el delantal, diciendo: «Vamos, ya es hora». Cuando empezó a almorzar, Polo parecía el mismo de marras, con la diferencia del peor color y de la pérdida de carnes. Pero su espíritu discretamente jovial, su cortesía un poco seca a estilo castellano, su mirar expresivo y su apetito reproducían los dichosos días pasados. Benito Pérez Galdós Tormento Página 56 de 56 Tormento comía al otro extremo de la mesa, y ya era comensal ya sirviente, atendiendo unas veces a su plato, otras al servicio del amigo, para [144] lo cual se levantaba, salía y entraba con diligencia. Incapaz de prestar ninguna ayuda, Celedonia no hacía más que charlar de la función religiosa del día, del Oficio Parvo que se preparaba para el siguiente y de lo mal que cantaba el padre Nones, a quien remedó con bastante fidelidad. D. Pedro la mandó varias veces a la cocina, sin ser obedecido. Quería Polo entablar con la joven conversación larga; pero ella se defendía contra ese empeño, cortando la palabra del misántropo con su brusco levantarse para traer alguna cosa. No quería de ningún modo entrar en materia; se consideraba como visita, como persona extraña a la casa, que había entrado en ella con propósitos de un orden semejante a los de la Beneficencia Domiciliaria. Batallaba en su mente por convencerse de que había ido a socorrer a un enfermo, a consolar a un triste, a dar de comer a un hambriento; y compenetrándose del espíritu que dictó las Obras de Misericordia, se atrevía a crear una nueva: la de Limpiar el polvo y barrer la casa de los que lo hayan menester... Había encontrado allí tanta miseria, tanta basura, que no podía verlo con indiferencia. Agregaba a estas ideas, para tranquilidad completa de su conciencia por el momento, el propósito de que tal visita sería la última, y un adiós definitivo y absoluto a la nefanda amistad que era el mayor tropiezo y la única mancha de su vida. [145] Tormento sabía hacer muy bien el café. Aprendió este arte difícil con su tía Saturna, la mujer de Morales, y aquel día puso gran esmero en ello. Cuando Polo miraba delante de sí la taza de negro y ardiente licor, la joven, acordándose de algo muy importante, sacó un paquetito del bolsillo de su traje: «¡Ah! También he traído cigarros. Me había olvidado de sacarlos. Puede que se hayan roto. Peseta de escogidos... Este de las pintitas debe de ser bueno». Cuando mostraba el abierto envoltorio de papel con los puros, D. Pedro, traspasado el corazón de un dardo de gratitud inefable, no sabía qué decir. Si fuera hombre capaz de llorar con lágrimas, las habría derramado ante aquel ejemplar de previsión, de dulzura y delicadeza. Volvió a pensar en la Providencia, de quien él antaño había dicho tantas cosas buenas en el púlpito; pero no gastando de asociar ninguna idea religiosa al orden de ideas que entonces reinaba en su espíritu, creyó más del caso acordarse de las hadas, ninfas o entidades invisibles que tenían el poder de fabricar en un segundo encantados palacios, y de improvisar comidas suculentas, como él había leído en profanos libros. Con grandísima tristeza vio, cuando aún no había concluido de apurar la taza, que Tormento se levantaba, cogía su mantón y su velo, disponiéndose para marchar. De este modo se desvanecen [146] en el aire y en el sueño las ninfas engendradas por la fantasía o por la fiebre. «¡Cómo!... ¿qué es eso?... ¿ya?» -balbució angustiado. -Me voy. Nada tengo ya que hacer aquí. Hago falta en mi casa. -¡En tu casa! ¿Y cuál es tu casa? -murmuró severamente, no atreviéndose a decir: «tu casa es esta». -¡Por Dios!... Esa no es la mejor manera de agradecerme el haber venido. -Siéntate, -ordenó el misántropo imperiosamente, hablando conforme a su carácter. Benito Pérez Galdós Tormento Página 57 de 57 -Me voy. -¿Que te vas? Es temprano. La una y media. Si insistes, saldré contigo, ¡ea!.. ¿Vas para arriba?, yo detrás. ¿Vas para abajo?, detrás yo... No te dejaré a sol ni sombra. Tormento, asustadísima, no tuvo fuerzas para protestar de aquella persecución. El peso que sentía sobre su alma debía de ser bastante grande para gravitar también sobre su cuerpo, porque se desplomó sobre la silla con los brazos flojos, la cabeza aturdida. «No creas que vas a hacer lo que se te antoje -manifestó Polo entre festivo y brutal-. Aquí mando yo». -Hay personas con quienes no valen los propósitos buenos... -replicó ella tratando de mostrar carácter-. Yo recibí una carta que decía: [147] «moribundo» y vine... Yo quería consolar a un pobre enfermo, y lo que he hecho es resucitar a un muerto que me persigue ahora y quiero enterrarme con él... Por débil me pasó lo que me pasó. Esto de la debilidad no se cura nunca. Hoy mismo, al querer venir, una voz me decía aquí dentro: «no vayas, no vayas». Dichosos los que han nacido crueles, porque ellos sabrán salir de todos los malos trances... Dios castiga a las personas cuando son malas, y también cuando son tontas, y a mí me castiga por las dos cosas, sí, por mala, y por necia... ¡Cuántos delitos hay que, bien mirados, son una tontería tras otra! Haber venido aquí ¿qué es?... Sospecho que Dios me ha de castigar mucho más todavía. Yo vivo en medio de la mayor congoja. Mi vida es una zozobra, un susto, un temblor continuo, y cuando veo una mosca me parece que la mosca viene a mí y me dice... No pudo seguir. El llanto la sofocaba otra vez. «No llores, no llores -dijo Polo un poco aturdido, mirando al mantel-. Cuando te veo tan afligida no sé qué me da. Verdaderamente, sobre nosotros pesa una maldición...». Y echando de su pecho un suspiro tan grande que parecía resoplido de león, meditó breve rato, apoyando la cabeza en la mano. Tanto le pesaba una idea que tenía. [148] - XVI - «Tengo una idea, Tormento; tengo una idea -murmuró con voz semejante a un quejido-. Te la diré, y no te rías de ella. Es una idea nacida en mi soledad, criada en mi tristeza, y por tanto te parecerá un poco salvaje... Es que como no hay remedio para mí en esta sociedad, como soy menos fuerte que mis pasiones y he tomado en tan grandísimo horror mi estado, se me ha venido a las mientes poner tierra, pero mucha tierra, entre mi persona y este país y se me ha ocurrido dar con mis huesos allá en lo último del mundo, en una isla del Asia, o bien en la California o en alguna colonia inglesa... Hay tierras hermosas por allá, tierras que son paraísos, donde todo es inocencia de costumbres y verdadera igualdad; tierras sin historia, chica, donde a nadie se le pregunta lo que piensa; campos feraces, donde hay cada cosecha que tiembla el misterio; tierras patriarcales, sociedades que empiezan y que se parecen a las que nos pinta la Biblia. Sueño con romper por todo y marcharme allá, olvidando lo que he sido y matando de raíz el gran error de mi vida, que es haberme metido donde no me llamaban y haber engañado a la sociedad y a Dios, poniéndome una máscara para hacer el bu a la gente». Benito Pérez Galdós Tormento Página 60 de 60 La infeliz no sabía encontrar la fórmula, que deseaba fuese lo más delicada posible, y por querer emplear la más sutil y discreta, usó la más necia de todas, diciendo, al poner un billete sobre la mesa: «Si más tuviera, más daría». -Dios mío, ¡qué tonta eres!... -Vamos, que no está usted tan sobrado de recursos... Y me enfadaré de veras si se empeña en ser Quijote. A D. Pedro le repugnaba el recibir una limosna; pero lo que esta tenía de prueba de confianza acalló sus escrúpulos. «Si yo pudiera ser tan generosa como deseo -indicó ella, dando un gran suspiro y acordándose, con nuevas angustias, de la procedencia de aquel dinero-, no consentiría que pasara escaseces ninguna persona que a mí me ha favorecido en días muy malos. Cuando murió mi padre, ¿quién nos socorrió?, ¿quién costeó el entierro? [154] Y después, cuando nos vimos tan mal, ¿quién vendió su ropa para que no nos faltara qué comer?». -Cállate, tonta; eso no hace al caso. Cuando tengo la suerte de hacer un beneficio no quiero que me lo recuerden más, no quiero que me lo nombren, y mira tú lo que soy, me gustaría que la persona favorecida lo olvidase. Yo soy así. Mientras esto decía él, ella sentía mil turbaciones, dudas y escrúpulos horribles. Sus sentimientos caritativos no podían manifestarse tranquilos, temerosos de hacer traición a algo muy respetable que había llegado a tener lugar de preferencia en su mente. ¡Extrañas simpatías las del espíritu! Como se comunica el fuego de un cuerpo combustible a otro que está cercano, las zozobras del alma prenden y se propagan fácilmente si encuentran materia en qué cebarse, materia preparada. Así la turbación que removía el espíritu de la Emperadora se propagó, como un incendio que corre, al de D. Pedro, el cual se vio súbitamente acometido de punzantes sospechas. Púsose de un color tal, qué no habría pincel que lo reprodujera, como no se empapase en la tinta lívida del relámpago; y mascando una cosa amarga, dijo lentamente esta frase: «Muy rica estás...». Bien sabía ella interpretar la ironía que el [155] ex-capellán empleaba alguna vez para manifestar sus ideas. Comprendió la sospecha, supo leer aquella coloración de luz eléctrica y aquel mirar indagador, y se hizo la distraída, afectando recoger y limpiar el manguito que se había caído al suelo. Tan amante de la verdad era ella, que abría dado días de vida por poderla decir claramente; ¿pero cómo decirla, Santo Dios? Y la verdad se removía cariñosa en su interior, diciéndole: dime... ¿pero cómo y con qué palabras? Por todo lo que encierra el mundo no saldría de su boca la verdad aquella. Y siéndole tan aborrecible la mentira, no había más remedio que soltar una, y gorda. Polo le facilitó el embuste, diciendo: «¿Trabajáis mucho?». -Sí, sí... Hemos hecho una obra... Hace un mes que yo vengo ahorrando y guardando todo lo que puedo, escondiendo el dinero, porque Refugio, si lo coge, me lo gasta todo. Y se levantó, decidida a marcharse, más que por el deseo de salir, porque no se volviese a hablar del asunto. Otra mentira. Dijo que Rosalía de Bringas le había encargado ir sin falta aquella tarde para sacar los niños a paseo. ¡Pues se pondría poco furiosa la tal señora... con aquel genio!... Benito Pérez Galdós Tormento Página 61 de 61 Inútiles fueron los esfuerzos de él por retenerla. Por fin se escapó. Bajando la escalera sentía un descanso, un alivio tan grande, como cuando se despierta de un sueño febril. [156] «Ya no me llamo Tormento, ya recobro mi nombre -decía para sí, andando muy a prisa-. No volveré más aunque se hunda el mundo. Procuraré no volver a ser débil; sí, débil, porque esa es mi culpa mayor, ser buena y tener mucho miedo... Esto se acabó. Suceda lo que quiera, no le veré más... Pero si se irrita y me escribe cartas y me persigue y descubre... ¡Señor, Señor, déjalo ir a esa isla de los antípodas, o llévame a mí de este mundo!». - XVII - Al encontrarse solo, entregose D. Pedro, con abandono de hombre desocupado y sin salud, a las meditaciones propias de su tristeza sedentaria, figurándose ser otro de lo que era, tener distinta condición y estado, o por lo menos llevar vida muy diferente de la que llevaba. Este ideal trabajo de reconstruirse a sí propio, conservando su peculiar ser, como metal que se derrite para buscar nueva forma en molde nuevo, ocupaba a Polo las tres cuartas partes de sus días solitarios y de sus noches sin sueño, y en rigor de verdad, le tonificaba el espíritu beneficiando también un poco el cuerpo, porque activaba las funciones vitales. Aunque forzada y artificiosa, aquella vida, vida era. Sepultado en el sillón, las manos cruzadas en la frente, formando como una visera sobre los [157] ojos, estos cerrados, se dejaba ir, se dejaba ir... de la idea a la ilusión, de la ilusión a la alucinación... Ya no era aquel desdichado señor, enfermo y triste, sino otro de muy diferente aspecto, aunque en sustancia el mismo. Iba a caballo, tenía barbas en el rostro, en la mano espada; era, en suma, un valiente y afortunado caudillo. ¿De quién y de qué? Esto sí que no se metía a averiguarlo; pero tenía sospechas de estar conquistando un grandísimo imperio. Todo le era fácil; ganaba con un puñado de hombres batallas formidables y ¡qué batallas! A Hernán Cortés y a Napoleón les podría tratar de tú. Después se veía festejado, aplaudido, aclamado y puesto en el cuerno de la luna. Sus ojos fieros infundían espanto al enemigo, respeto y entusiasmo a las muchedumbres, otro sentimiento más dulce a las damas. Era, en fin, el hombre más considerable de su época. A decir verdad, no sabía si el traje que llevaba era férrea armadura o el uniforme moderno con botones de cobre. Sobre punto tan importante ofrecía la imagen, en el propio pensamiento, invencible confusión. Lo que sí sabía de cierto era que no estaba forrado su cuerpo con aquella horrible funda negra, más odiosa para él que la hopa del ajusticiado. Y dejándose llevar, dejándose llevar, dio con su fantasía en otra parte. Mutación fue aquella que parecía cosa de teatro. Ya no era el tremebundo [158] guerrero que andaba a caballo por barranqueras y vericuetos azuzando soldados al combate; era, por el contrario, un señor muy pacífico que vivía en medio do sus haciendas, acaudillando tropas de segadores y vendimiadores, visitando sus trojes, haciendo obra en sus bodegas, viendo trasquilar sus ganados y preocupándose mucho de si la vaca pariría en Abril o en Mayo. Veíase en aquella facha campesina tan lleno de contento, que le entraba duda de si sería él efectivamente o falsificación de sí mismo. Se recreaba oyendo como resonaban sus propias carcajadas dentro de aquella rústica sala, con anchísimo hogar de leña ardiendo, poblado el techo de chorizos y morcillas, y viendo entrar y salir muy afanada a Benito Pérez Galdós Tormento Página 62 de 62 una guapísima y fresca señora... No se confundían, no, aquellas facciones con las de otra. ¡Y qué manera de conservarse, mejorando en vez de perder! A cada pimpollo que daba de sí, aumentando con dichosa fecundidad la familia humana, parecía que el Cielo, entusiasmado y agradecido, le concedía un aumento de belleza. Era una Diosa, la señora Cibeles, madraza eterna y eternamente bella... Porque nuestro visionario se veía rodeado de tan bullicioso enjambre de criaturas, que a veces no le dejaban tiempo para consagrarse a sus ocupaciones, y se pasaba el día enredando con ellas... «¿En qué piensa usted? -le dijo de golpe con [159] palabra punzante y fría, cual si le metiera una barrena por los oídos, la señora Celedonia que se apareció delante de la mesa con las manos en la cintura-. ¿En qué piensa, pobre señor? ¿No ve que se está secando los sesos? ¿Por qué no pasea, si está bueno y sano, y no tiene sino mal de cavilaciones?...». El soñador la miró sobresaltado. «¿Qué?... ¿estaba durmiendo? ¿No ve que si duermo de día estará en vela por las noches? Échese a la calle, y váyase a cualquier parte, hombre de Dios; distráigase, aunque sea montando en el tiovivo, comiendo caracoles, bailando con las criadas o jugando a la rayuela. Está como los chiquillos, y como a los chiquillos hay que tratarle». D. Pedro la miró con odio. La tarde avanzaba. El rayo de sol que entraba en la habitación al medio día, había descrito ya su círculo de costumbre alrededor de la mesa y se había retirado escurriéndose a lo largo de la pared del patio, hasta desvanecerse en las techumbres. La sala se iba quedando oscura y fría. Destácabase Celedonia en su capacidad como la parodia de una fantasma de tragedia tan vulgar era su estampa. -«¿Quieres irte con doscientos mil demonios y dejarme en paz, vieja horrible?» -le dijo Polo con toda su alma. -Vaya unos modos -replicó la sacristana [160] riendo entre burlas y veras-. ¡Qué modo de tratar a las señoras!... Aquí donde me ve, yo también he tenido mis quince... -¿Tú... cuándo? -Cuando me dio la gana... Con que a ver. ¿Qué quiere que le traiga?, ¿quiere cenar?, ¿le traigo el periódico? Hechas estas preguntas, que no tuvieron contestación, la fantasma salió despacio, cojeando y echando por aquella boca dolorosos ayes a cada paso que daba. D. Pedro se arrojó otra vez en el lago verdoso y cristalino en cuyo fondo se veían cosas tan bellas. Bastábale dar dos o tres chapuzones para transfigurarse... Vedle convertido en un señor que se paseaba con las manos en los bolsillos por sitios muy extraños. Era aquello campo y ciudad al mismo tiempo, país de inmensos talleres y de extensos llanos surcados por arados de vapor; país tan distante del nuestro, que a las doce del día dijo el buen hombre: «Ahora serán las doce de la noche en aquel Madrid tan antipático». Sentado luego con joviales amigos alrededor de una mesilla, echaba tragos de espumosa cerveza; cogía un periódico tan grande como sábana... ¿En qué lengua estaba escrito? Debía de ser en inglés. Fuera inglés o no, él lo entendía perfectamente leyendo esto: «Gran revolución en España; caída de la Monarquía; abolición del estado eclesiástico oficial; libertad de cultos...». [161] «El periódico, el periódico» -gritó la espectral Celedonia poniéndole delante un papel húmedo, con olor muy acre de tinta de imprimir. Benito Pérez Galdós Tormento Página 65 de 65 blanda). Pues no hay más remedio que sufrirlo. Luego vendrán los días a cicatrizarte, los días, sí, que pasarán uno tras otro sus dedos suaves y amorosos, y cada uno te quitará un poco de dolor, hasta que se te cierre la herida. Si tienes miedo y en vez de cortar por lo sano quieres curarte con cataplasmas, el mal te vencerá, llegarás a convertirte en una bestia, y serás el escándalo de la sociedad y de nuestra clase. »Porque mira tú (voz insinuante), esas cosas, [167] si bien se las mira, son niñerías para el que tenga un poco de fuerza de voluntad y aprenda a dominarse. Sucumbir a una borrasca de esas es vergonzoso para cualquiera, y más aún para quien lleva encima siete varas de merino negro. Y no hay aquello de decir (voz alta y estrepitosa), llevándose las manos a la cabeza: '¡Dios mío, qué desgraciado soy! ¡Cómo erré la vocación!...'. Pues haberlo pensado antes, porque harto se sabe (voz muy familiar) que en este nuestro estado no hay que pensar en boberías. ¡A dónde iríamos a parar si el Sacramento se pudiera romper cuando se le antoja a un boquirrubio, y volver al mundo y dale con hoy digo misa y mañana me caso!... Nada, nada; al que le toca la china se tiene que aguantar. Es lo mismo que cuando se pone a clamar al cielo uno que se ha casado mal: 'Pues amigo, qué quiere usted... hubiéralo pensado antes...'. ¿Y los que después de elegir una profesión encuentran que no les va bien en ella? El mundo está lleno de equivocaciones. Pues si acertáramos siempre, seríamos ángeles. Lo que yo digo; al que le toca la china (voz sumamente pedestre y familiar), no tiene más remedio que rascarse y aguantar. Con que amigo, fastidiarse, resignarse, y volverse a fastidiar y a resignar». Dijo esto enfáticamente, acompañando el gesto a la palabra. Después, inspirándose con otro par de chupadas, prosiguió su sermón: [168] «Aquí estamos dos amigos uno frente a otro. Hablemos de hombre a hombre primero. Hay cosas que parecen dificilillas y peliagudas cuando no se las mira de cerca, hay sacrificios que parecen imposibles cuando no se prueba a hacerlos. Pero cuando una voluntad resuelta apechuga con ellos se ve que no son un arco de iglesia. Amigo (voz terrible), batallas más bravas y espantosas que las que te aconsejo han ganado otros. ¿Y cómo? Con paciencia, nada más que con paciencia. Esta virtud se cultiva, como todas, con auxilio de la fe y de la razón. Y tú puedes volver sobre ti mismo y decir: 'Pues hombre, yo estoy faltando, pero faltando gravemente. Yo tengo que mirar por mi decoro, por mi salud, por mi salvación; yo no soy un chiquillo'. Créeme, una vez que hagas propósito de vencerte, llamando en tu auxilio a Dios y ayudándote de tu entendimiento, empezarás a sentir fuerzas para la gran obra y esas fuerzas crecerán como la espuma. En eso, como en lo contrario, hijito, todo es empezar. Luego que digas 'esto se acabó' (voz formidable), si lo dices con propósito valiente, verás cómo cada día te nace en el alma una nueva ligadura con que atarte, y vas poco a poco sujetando las innúmeras extremidades de la bestia que te patalea en las entrañas. Y no te digo que te des disciplinazos ni que te abras las carnes, no. Esto es bobería. Confíate a la fe, a la voluntad y al tiempo. [169] »¡Ah!, ¡el tiempo! (voz patética.) ¡No sabes bien los milagros que hace este caballerito! Y con los que coge talludos como tú, hace mejores y más radicales curas. Porque no vengas echándotelas de pollo (voz festiva...) No tienes canas; pero el día menos pensado te llenas de ellas, y vendrá este achaque, luego el otro; hoy se cae un diente, mañana la mitad del pelo; que hoy el reuma, que mañana el estómago... Y estas, amiguito, son las farmacias que usa el gran médico. Las enfermedades del cuerpo son las medicinas de los males de la mocedad en el espíritu. Te lo dice quien ha visto mucho mundo y chubascos más grandes que el tuyo y trapisondas más horrorosas. Benito Pérez Galdós Tormento Página 66 de 66 Resumiendo mi consejo, amigo Perico, oye mi receta: Primero cortar por lo sano, sacrificio completo, extirpación de la maleza en su origen; después horas, días, meses, el agua tibia del tiempo, amigo querido. Cuando pasen algunos años, todo habrá terminado, y te encontrarás con que ha caído sobre tu cabeza la bendición de Dios, esta lluvia blanca, esta nevada que todo lo tapa, emblema del olvido y de la paz». Polo, sin decir cosa alguna, extendió sus miradas por la venerable cabeza de Nones, blanquísima y pura como el vellón del cordero de la Pascua. «Y ya que hemos hablado de hombre a hombre -prosiguió el cura en tono más severo-, [170] voy a despacharme a mi gusto como sacerdote. Pero antes de entrar en ello, hazme el favor de decir a esa tarasca de Celedonia que traiga una copita de vino: eso es, si la tienes, que si no, venga de agua para refrescar las predicaderas». Traído el vino, D. Juan Manuel se fortificó con él los espíritus para seguir su plática: «El papel ignominioso que haces ante el mundo, pues los curas te despreciarán por perdido, y los perdidos por cura; el atentado contra tu salud y los demás perjuicios temporales son bobería en comparación de la ofensa que haces a Dios, a quien has querido engañar como a un chino... permite este modo vulgar de expresarme. Estás en pecado mortal, y si ahora te murieras, te irías al Infierno tan derechito como ha entrado en mi estomago este vino que acabo de beber. En eso sí que no hay escape, hijo; en eso sí que no hay tus-tus; en eso sí que no hay quita y pon. Es solución redonda, terminante, brutal. Demasiado lo comprendes. Pues bien, desgraciado Periquillo (voz afectuosa.); hablándote como amigo, como sacerdote, como ex-cazador, como extremeño, como lo que gustes, te pregunto: '¿Quieres salvarte de la deshonra, de la muerte y de las llamas eternas?'». -Sí. -¿Respondes con sinceridad? -Sí. -Pues si quieres curarte y salvarte, lo primero [171] que tienes que hacer es ponerte a mi disposición, abdicar tu voluntad en la mía y hacer puntualmente todo lo que yo te mande. -Estoy conforme. -Bueno. Pues vas a empezar por salir de Madrid. Mi sobrino político, el marido de Felisa, la mayor de mis sobrinas, ha comprado una gran dehesa en la provincia de Toledo, entre el Castañar y Menasalvas. Allí está él; quiere que yo vaya, pero mis huesos no están ya para traqueteos. Tú eres el que vas a empaquetarte para allá, antes hoy que mañana. Te mando, como primer remedio, al yermo; ¡pero qué yermo delicioso! Hay sembradura, ganado, un poco de viña, y para que nada falte, hay también un monte que ahora están descuajando en parte. Tú les ayudarás, porque el manejo del hacha es la mejor receta contra melindres que se podría inventar. En esa finca, en ese paraíso te estarás hasta que yo te mande. Y cuidadito con las escapadas (voz familiar y expresiva; admonición con el dedo índice); cuidadito con las epístolas. Debes hacer cuenta de que la tal persona no existe, de que se la ha llevado Dios... Y no te mando que estés allí mano sobre mano mirando a las estrellas, que holganza y pecado son dos palabras que expresan una misma idea. Harás toda la penitencia que puedas, y fíjate bien en el plan de mortificaciones que te impongo: levantarte muy temprano, y cazar todo lo que encuentres [172] andar de zeca en meca por llanos, breñas y matorrales; comer cuanto puedas, mientras más magras mejor; beber buen vino de Yepes; ayudar a Suárez en sus tareas; tomar el arado cuando sea menester o bien la azada y el hacha; llevar Benito Pérez Galdós Tormento Página 67 de 67 el ganado al monte y cargar un haz o leña si es preciso; en fin, trabajar, alimentarte, fortalecer ese corpachón desmedrado. Quiero que empieces por ponerte en estado salvaje; y si sigues mi plan, serás tal que al poco tiempo de estar allí, si te varean, soltarás bellotas... Desde que logres esta felicidad, serás otro hombre, y si no se te quitan todas esas murrias del espíritu, me dejo cortar la mano. Cuando pase cierto tiempo, iré a verte o me escribirás diciéndome cómo te encuentras. Te someteré a un examen, y si estás bien limpio de calentura, se te devolverán las licencias, y con ellas... (voz muy cariñosa). Aquí viene la segunda parte de mi plan curativo. Atención. Mientras tú estás allá... civilizándote, yo en Madrid me ocupo de ti, y te consigo por mediación de D. Ramón Pez, mi amigo, un curato de Filipinas... D. Pedro hizo un movimiento de sorpresa, de sobresalto. «Qué... ¿te encabritas? Es que no confío yo en tu salvación completa si no ponemos mucha tierra y mucha agua de por medio. Patillas es listo, y podría suceder que mi convaleciente... Las recaídas son siempre mortales, hijo. Última [173] palabra. Si no aceptas mi plan completo, te abandono a tu desgraciada suerte. ¿Qué tienes que decir? ¿Vacilas?». En efecto, el enfermo vacilaba, dejando ver la irresolución en su semblante. Levantose entonces bruscamente D. Juan Manuel, cruzó el manteo, tomó con aire decidido la canaleja, y poniéndosela de golpe como un militar se pone el sombrero de tres picos, dijo así: «Ea... bastante hemos hablado. Quédate con todos los demonios, y no cuentes conmigo para nada». Alzando la voz, que de afectuosa se trocó en severa, sacudió por un brazo a Polo diciéndole: «De mí no se ríe nadie... ¡ya sabes que tengo malas pulgas, y si me apuras, todavía soy hombre para cogerte por un brazo y hacerte cumplir, que quieras que no, con tu obligación, badulaque, mal hombre, clérigo danzante!». Tembló este al oír tan airadas palabras, y retuvo a su amigo, agarrándole por el manteo. De esta manera le quería indicar que se sentara para seguir hablando. Así lo hizo el célebre Nones, y tales cosas humildes y compungidas le dijo el penitente, que el anciano se aplacó y ambos celebraron su concordia con otro cigarrito. Al día siguiente D. Pedro se fue al Castañar. [174] - XIX - (8) Cuando Amparo llegó a su casa, era ya tan tarde que no quiso ir a la de Bringas. Intentó recordar el pretexto con que, según lo convenido consigo misma, debía explicar al día siguiente su falta de asistencia; mas la mal preparada disculpa se le había ido del pensamiento. Era preciso inventar otra, y a ello consagró por la noche los breves ratos que le dejaban libre sus cavilaciones sobre asunto más grave. «Seguramente -pensaba al acostarse- hoy que yo he faltado, habrá ido él». Así era. Agustín había ido a la casa de sus primos muy temprano, en aquella matutina hora en que la viva imagen de Thiers recorría en mangas de camisa los pasillos, con la jofaina en las manos, para trasportar a su cuartito el agua con que se había de lavar; en aquella hora en que Rosalía, no bien dejadas las perezosas plumas, se dedicaba a menesteres y trabajos impropios de quien la noche antes había estado en la tertulia de la Tellería hecha un brazo de mar, respirando aires de protección por las infladas ventanillas de su nariz. Como en Madrid todo el mundo se conoce y no había Benito Pérez Galdós Tormento Página 70 de 70 «¿Qué es eso?... ¿Llora usted? -preguntó el americano oyendo una respiración fuerte-. ¿No me contesta usted a lo que he dicho?». Ni una palabra, gemidos nada más. «¿No le agrada mi proposición?». Oyó Caballero las siguientes palabras que sonaban con gradual rapidez como primeras gotas de una lluvia que amenaza ser fuerte: «Sí... yo... yo... sí... no... veré... usted...». -Hábleme con toda franqueza. Si a usted le desagrada... -No... no... diré... Usted es muy bueno... Yo agradecida. [180] -¿Pero esos lloros, por qué son? Parecía que se calmaba un tanto, enjugándose las lágrimas rápidamente con el pañuelo. Después se dirigió al cuarto de la costura, haciendo una seña al indiano para que la siguiera. «¡Si Rosalía entra y me ve llorando...!» -manifestó la joven con mucho miedo, ya dentro del cuarto aquel. -No se cuide usted de Rosalía, y responda. -Usted es muy bueno: usted es un santo. -Pero se puede ser santo y no gustar... -¡Oh!... no... sí... estoy muy agradecida... Pero tengo que pensarlo... Desde luego yo... -Vamos -dijo Agustín con cierta amargura- no le gusto a usted... -¡Oh!, sí... mucho, muchísimo -replicó ella con expansivo arranque-. Pero... -Pero ¿qué...? Usted no tiene parientes que se puedan oponer... -No... pero... -Usted es libre. Ahora, si tiene usted algún compromiso... -Yo... sí... no... no... no es eso. No tengo nada que oponer -repuso ella con vivacidad-. Soy una pobre, soy libre, y usted el hombre más generoso del mundo, por haberse fijado en mí que no tengo posición ni familia, que no soy nada... Esto parece un sueño. No lo quiero creer... Pienso si estará usted alucinado, si se arrepentirá cuando lo medite... [181] El respetuoso, el encogido Caballero le habría contestado con un abrazo, expresando así, mejor que con frías palabras, la ternura de sus afectos tan contrarios al arrepentimiento que ella suponía. Pero en aquel instante entró en la habitación un testigo indiscreto. Era una claridad movible que venía del pasillo. Prudencia pasaba con la luz del recibimiento en la mano para ponerla en su sitio. Ambos esperaron. La claridad entró, creció, disminuyendo luego hasta extinguirse, remedo de un día de medio minuto limitado dentro de sus dos crepúsculos. Callaban los amantes, esperando a que fuera otra vez de noche; pero como Amparo sospechase que la moza había mirado hacia el interior de la oscura estancia, salió y le dijo: Benito Pérez Galdós Tormento Página 71 de 71 «¡Cuánto tarda la señora!». -¿Enciendo la del comedor? -preguntó la tarasca. -¿Todavía?... Es muy temprano. Cuando Prudencia volvió a la cocina, acercose la Emperadora a la puerta del cuarto de la costura, y el tímido oyó este susurro, que sonaba con timbre de dulce confianza: «Pst... venga usted para acá, caballero Caballero...». Uno tras otro llegaron al comedor, débilmente alumbrado por dos claridades, la que venía de la cercana cocina y la que asomaba por el tragaluz de la asamblea parlamentario-infantil. [182] Se oía muy bien la voz de Joaquinito Pez profiriendo estas precoces bobadas: «Yo digo a los señores que me escuchan que la revolución se acerca con su tea incendiaria y su piqueta demoledora». «¡Aprieta!» -murmuró Agustín. -Siéntese usted aquí -le dijo Amparo, señalándole una silla, y abriendo los cajones del aparador para sacar los aprestos de poner la mesa. -Yo soy hombre que cuando resuelvo una cosa, me gusta llevarla adelante contra viento y marea. -Pues yo digo que no sea usted tan precipitado y que medite mucho esas cosas tan graves -replicó la medrosa en voz baja, para que no se enterara la criada. La vivísima alegría que llenaba su alma no era turbada en aquel momento por ningún pensamiento doloroso. -Todo está muy meditado -afirmó él, gozándose en mirarla y remirarla-. Y además, lo que se siente no se calcula, porque el sentir y el calcular no son buenos amigos. Hace tiempo que dije: «Esta mujer será para mí, y por encima de todo será». Los enamorados de veras tenemos doble vista; y sin haberla conocido a usted antes, me consta, sí, me consta que estoy hablando ahora con la virtud más pura, con la lealtad más... Y no me habla usted sólo al corazón y a [183] la cabeza, sino también a los ojos, porque es usted más guapa que una diosa. Era esta la primera flor de galantería que el huraño había arrojado en toda su vida a los pies de una mujer honesta. Con tanta facilidad lo dijo y tan satisfecho se quedó, que gozaba reteniendo en su memoria el concepto que acababa de emitir. «¡Por Dios, D. Agustín! -observó Amparo, disimulando el gozo con la jovialidad-. Que voy a romper los platos si usted sigue diciendo esas cosas...». -Romperá usted toda la vajilla, porque aún me queda mucho que decir. Otra vez sonó la cansada campanilla de la puerta. «Debe de ser D. Francisco» -dijo la joven, saliendo a abrir. Él era en efecto, y se le conocía en la manera de llamar, pues a tal punto llegaba su espíritu ahorrativo, que economizaba hasta el sonido de la campanilla. Metiose Bringas en su cuarto y a oscuras cambiaba su ropa, cuando entró, después de llamar con estrépito, su cara mitad. Venía muy sofocada, pues desde el obrador de la modista había ido a Palacio, sin lograr ver a Su Majestad, por ser día de consejo y audiencia. No bien puso el pie en el comedor, empezó a echar regaños por aquella boca: había tufo en la luz del recibimiento; estaba el comedor oscuro [184] como boca de Benito Pérez Galdós Tormento Página 72 de 72 lobo y en la cocina olía a quemado. Amparo encendió la lámpara del comedor. Ver Rosalía a su primo y desenojarse, todo fue uno. «No sabía que estabas aquí. Se te encuentra siempre saliendo de la oscuridad como una comadreja. Di una cosa. ¿Por qué no vienes esta noche? Reunión de confianza... poca gente, Doña Cándida, las pollas de Pez... ¿Vendrás? No seas tan corto, por amor de Dios. Suéltate de una vez. Yo te respondo de que con poco esfuerzo has de hacer alguna conquista. Las chicas de Pez no cesan de preguntar por ti... que qué haces... que cómo vives... que por qué no te casas... que montas muy bien a caballo... Si es lo que te digo; tienes partido, tienes partido y tú no lo quieres creer». -Pues di a las niñas de Pez que me esperen sentaditas. Son muy antipáticas, muy mal educadas, muy presumidillas, y desde ahora compadezco al desgraciado que se haya de casar con ellas. -¡Vaya que estás parlanchín esta noche! Parece que el galápago quiere salir de su concha. Bien, Agustín, bien. -Felices -dijo Bringas, entrando de súbito, envuelto en su bata del año 40, la cual ni de balde se habría podido vender en el Rastro, Caballero se despedía dando un apretón de manos a su primo y embozándose. [185] -¿Pero te vas tan pronto? -¡Ah!... se me olvidaba. Mañana os traerán el piano para la niña. Yo le pagaré el maestro de música. El colegio de ella y su hermanito corre también de mi cuenta. -Eres de lo que no hay... -manifestó Bringas, abrazando a su primo con emoción-. Que Dios te dé toda la vida y la salud que mereces... Rosalía, dando un suspiro, abrazó tiernamente a su hija, que acababa de venir del colegio. -¿Te vas tan pronto? -repitió D. Francisco. -Tengo que escribir algunas cartas. A propósito: mira, Agustín, no gastes dinero en tinta. Pasado mariana domingo voy a hacer algunas azumbres para mí y para la oficina. Te mandaré un botellón grande. Yo tengo la mejor receta que se conoce, y ya he traído los ingredientes... Con que no compres más tinta, ¿estás? Abur... y gracias, gracias. Con estas cariñosas palabras y la oferta que había hecho, expresión sincera, si bien negra, de su inmensa gratitud, despidió en la puerta a su primo el Sr. de Bringas. Cuando volvió al comedor, restregándose las manos con tanta fuerza, que a poco más echarían chispas, su mujer, meditabunda, perdida la vista en el suelo, parecía hallarse en éxtasis. A las observaciones entusiastas del esposo sólo contestaba con arrobos de admiración: «¡Qué hombre...!, pero ¡qué hombre!...». [186] - XX - Poco más tarde despedíase Amparo, recibiendo de Rosalía los siguientes encargos: Benito Pérez Galdós Tormento Página 75 de 75 Algo más de lo trascrito hablaron, frases sin sustancia para los demás, para ellos interesantísimas. En la puerta de la casa, cuando mutuamente se recreaban en sus miradas, recibiéndolas y devolviéndolas en agradable juego, Caballero deslizó esta palabra: «¿Subo?». -Creo que no es prudente. Ambos estaban serios. -Me parece muy bien -dijo Agustín, que siempre era razonable-. Mañana... ¡Qué feliz soy! ¿Y usted... y tú? -Yo también. -Sube. Aguardaré hasta que te vea dar la primera vuelta por la escalera. - XXI - Aquel buen hombre, que se había pasado lo mejor de su vida en un trabajo árido, siendo en él una misma persona el comerciante y el aventurero, tenía, al entregarse al descanso, la pasión del orden, la manía de las comodidades y de cuanto pudiera hacer placentera y acompasada la vida. Le mortificaba todo lo que era irregular, todo lo que traía algún desentono a las rutinarias costumbres que tan fácilmente adquiría. [192] Había establecido en su casa un régimen, por el cual todo se hacía a horas fijas. Las comidas se le habían de servir a punto, y hasta en cosas muy poco importantes ponía riguroso método. Ver cualquier objeto fuera de su sitio en el despacho o en el gabinete le mortificaba. Si en cualquier mueble notaba polvo, si por alguna parte se echaban de ver negligencias de Felipe, se incomodaba, aunque con templanza. «Felipe, mira cómo está ese candelabro... Felipe, ¿te parece que es ese el sitio de las cajas de cigarros? Felipe, veo que te distraes mucho... Te has dejado aquí tus apuntes de clase. Hazme el favor de no ponerme aquí papeles que no sean míos». Este prurito de método y regularidad se manifestaba más aún en cosas de más alto interés. Por lo mismo que había pasado lo mejor de su vida en medio del desorden, sentía al llegar a la edad madura, vehemente anhelo de rodearse de paz y de asegurarla arrimándose a las instituciones y a las ideas que la llevan consigo. Por esto aspiraba a la familia, al matrimonio, y quería que fuera su casa firmísimo asiento de las leyes morales. La religión, como elemento de orden, también le seducía, y un hombre que en América no se había acordado de adorar a Dios con ningún rito, declarábase en España sincero católico, iba a misa y hallaba muy inconvenientes los ataques de los demócratas a la fe de nuestros [193] padres. La política, otro fundamento de la permanencia social, penetró asimismo en su alma, y vedle aplaudiendo a los que querían reconciliar las instituciones históricas con las novedades revolucionarias. A Caballero le mortificaba todo lo que fuera una excepción en la calma y rutina del mundo, toda voz desafinada, toda cosa fuera de su lugar, toda protesta contra las bases de la sociedad y la familia, todo lo que anunciara discordia y violencia, lo mismo en la esfera privada que en la pública. Era un extenuado caminante que quiere le dejen descansar allí donde ha encontrado quietud, paz y silencio. Benito Pérez Galdós Tormento Página 76 de 76 Había comprado una casa nueva, hermosísima, en la calle del Arenal, cuyo primer piso ocupaba por entero. Parte de ella estaba amueblada ya, atendiendo más a la disposición cómoda, según el uso inglés, que a ese lujo de la gente latina, que sacrifica su propio bienestar a estúpidas apariencias. Allí, sin que faltara lo que recrea la vista, prevalecía todo lo necesario para vivir bien y holgadamente. Aún no estaba completo el ajuar de todas las habitaciones, particularmente de las destinadas a la señora y a la futura prole de Caballero; pero cada día llegaban nuevas maravillas. La casa era tal, que sólo pocas familias de reconocida opulencia podían tenerla semejante en aquellos tiempos matritenses en que sobre la vulgaridad del gran villorrio empezaba [194] a despuntar la capital moderna; y esta la constituyen, no sólo las anchas vías y espaciosos barrios, sino también, y más principalmente aún la comodidad y aseo de los interiores. Los amigos de Caballero vieron asombrados el magnífico cuarto de baño que supo instalar aquel hombre extravagante venido de América; se pasmaron de aquella cocina monstruo que además de guisar para un ejército, daba agua caliente para toda la casa; admiraron las anchas alcobas trasladadas de los recónditos cuchitriles a las luces y al aire directo de la calle; advirtieron que las salas de puro ornato no robaban la exposición de mediodía a las habitaciones vivideras, y se asustaron de ver el gas en los pasillos, cocina, baño, billar y comedor; y otras muchas cosas vieron y alabaron que omitimos por no incurrir en prolijidad. El despacho no estaba amueblado según los modelos convencionales de la elegancia, que tan fácilmente tocan en lo cursi. Desdeñando la rutina de los tapiceros, puso Agustín su despacho a estilo de comerciante rico, y lo primero que, se veía en él, al entrar, era el copiador de cartas con su prensa de hierro y demás adminículos. Dentro de lujosa vitrina, había una linda colección de figurillas mejicanas, tipos populares expresados con verdad y gracia admirable en cera y trapo. Nada existe más bonito que estas creaciones de un arte no aprendido, en el [195] cual la imitación de la Naturaleza llega a extremos increíbles, demostrando la aptitud observadora del indio y la habilidad de sus dedos para dar espíritu a la forma. Sólo en el arte japonés se encuentra algo de valor semejante a la paciencia y gusto de los escultores aztecas. Dos estantes, uno repleto de libros de comercio y otro de literatura, hacían juego con la exhibición de figurillas; mas la literatura era toda de obras decorativas, si bien entre ellas las había tan notables por su contenido como por sus pastas. Un calendario americano, género de novedad entonces, ocupaba uno de los sitios más visibles. El reloj de la chimenea era un hermoso bronce parisiense de estilo egipcio, con golpes de oro y cardenillo; y en la misma chimenea así como en la mesa, había variedad grande de objetos fabricados con ese jaspe mejicano, que por la viveza de sus colores y la trasparencia de sus vetas no tiene igual en el mundo. Eran jarroncillos y pisapapeles, la mayor parte de estos imitando frutas, siendo en algunas piezas casi perfecto el engaño de la piedra haciéndose pasar por vegetal. Completaba el ajuar del despacho sillería de reps verde claveteada, que a Caballero se le antojaba de un gusto detestable; mas había hecho propósito de regalarla a sus primos cuando llegara la remesa de muebles que estaba esperando. Allí trabajaba Agustín todos los días dos o [196] tres horas. Escribía cartas larguísimas a su primo, que había quedado al frente de la casa de Brownsville; y también tenía correspondencia tirada con sus agentes de Burdeos, Londres, París y Nueva York. Su letra clara, comercial bien rasgueada y limpia era un encanto; mas su estilo, ajeno a toda pretensión literaria y aun a veces desligado de todo compromiso gramatical, no merece ciertamente que por él se rompa el respetable secreto del correo. Aquel día, no obstante, introdujo en su epístola Benito Pérez Galdós Tormento Página 77 de 77 novedades tan ajenas al comercio, que no es posible dejar de llamar la atención sobre ellas. En un párrafo decía: «Me he enamorado de una pobre», y más adelante: «Si tú la vieras me envidiarías. La conocí en casa del primo Bringas. Su hermosura, que es mucha, no es lo que principalmente me flechó, sino sus virtudes y su inocencia... Querido Claudio, pongo en tu conocimiento que el señorío de esta tierra me revienta. Las niñas estas, cuanto más pobres más soberbias. No tienen educación ninguna; son unas charlatanas, unas gastadoras, y no piensan más que en divertirse y en ponerse perifollos. En los teatros ves damas que parecen duquesas, y resulta que son esposas de tristes empleados que no ganan ni para zapatos. Mujeres guapas hay; pero muchas se blanquean con cualquier droga, comen mal y están todas pálidas y medio tísicas; mas antes de ir al baile se dan bofetadas para que les salgan [197] los colores... Las pollas no saben hablar más que de noviazgos, de pollos, de trapos, del tenor H, del baile X, de álbums y de sombreros así o asado... Una señorita, que ha estado seis años en el mejor colegio de aquí, me dijo hace días que Méjico está al lado de Filipinas. No saben hacer unas sopas, ni pegar un triste botón, ni sumar dos cantidades, aunque hay excepciones, Claudio, hay excepciones...». Y en otra carta decía: «La mía es una joya. La conocí trabajando día y noche, con la cabeza baja sin decir esta boca es mía... La he conocido con las botas rotas, ¡ella, tan hermosísima, que con mirar a cualquier hombre habría tenido millones a sus pies!... Pero es una inocente y tan apocada como yo. Somos el uno para el otro, y mejor pareja no creo que pueda existir. En fin, Claudio, estoy contentísimo, y paso a decirte que la partida de cueros la guardes hasta que pase el verano y sean más escasos los arribos de Buenos Aires. He tenido aviso de la remesa de pesos a Burdeos y de otra más pequeña a Santander. Ambas te las dejo abonadas en cuenta». Es de advertir que el afán de orden y de legalidad que dominaba al buen Caballero desde su llegada a Europa, se extendía, por abarcarlo todo, hasta lo que pertenece al fuero del lenguaje. Deseando no faltar a ninguna regla, se había comprado el Diccionario y Gramática [198] de la Academia, y no los perdía de vista mientras escribía, para llegar a vencer, con el trabajo de oportunas consultas, las dificultades de ortografía que le salían al paso a cada momento. Tanto bregó, que sus epístolas veíanse cada día más limpias de las gárrulas imperfecciones que las afearan antaño, cuando las trazaba en el inmundo y desordenado escritorio de su casa de Brownsville. Todas las tardes salía a dar un paseo a caballo. Era diestro y seguro jinete, de esa escuela mejicana, única, que parece fundir en una sola pieza el corcel y el hombre. Lo mismo en sus correrías por las afueras que en la soledad y sosiego de su casa, no se desmentía jamás en él su condición de enamorado, es decir, que ni un instante dejaba de pensar en su ídolo, contemplándolo en el espejo de su mente y acariciándolo de una y otra manera. A veces tan clara la veía, como si viva la tuviera enfrente de sí. Otras se enturbiaba de un modo extraño su imaginación, y tenía que hacer un esfuerzo para saber cómo era y reconstruir aquellas lindas facciones. ¡Fenómeno singular este desvanecimiento de la imagen en el mismo cerebro que la agasaja! Por fortuna, no tardaba en presentarse otra vez tan clara y tan viva como la realidad. Aquellos hoyuelos, cuando se reía, ¡qué bonitos eran! Aquella manera particular de decir gracias, ¿cómo se podía borrar de la fantasía del enamorado? [199] ¿Ni cómo olvidar aquella muequecilla antes de decir no, aquel repentino y gracioso movimiento de cabeza al afirmar, la buena compañía que hacían los cabellos a los ojos, aquel tono de inocencia, de sencillez, de insignificancia con que hablaba de sí misma? ¡Qué manera aquella de mirar cuando se le decía una cosa grave! ¿Pues aquel modo de cruzar el manto sobre el pecho, con la mano derecha forrada en él y tapando la boca...? Benito Pérez Galdós Tormento Página 80 de 80 Majestad le había regalado [205] el año anterior, disparó a su primo miradas inquisitoriales. Agustín estaba sentado delante de ella, con Isabelita sobre las rodillas. «Esto está perdido, Agustín -le dijo-; tienes aquí un lujo insultante y revolucionario... Ya no me queda duda de que piensas casarte. ¿Pero con quién? Eres un topo, y todo lo has de hacer a la chita callando. Arnáiz le dijo ayer a Bringas que sí, que te casabas; pero que nadie sabe con quién. ¡Por Dios! -terminó con mal disimulada ira-, sé franco, sé comunicativo, sé persona tratable». Esperando la contestación de su primo, que había de ser tardía y oscura, Rosalía contemplaba a la niña, tan chiquita aún. ¡Ah!, maldito Bringas, ¡por qué no nació Isabel cinco años antes! «Pues sí -manifestó Caballero-; me caso». La Pipaón de la Barca se quedó como quien ve visiones al oír tan terroríficas palabras. «Pégale, hija, pégale, sí -dijo a la niña-. Tírale de esas barbas. Es muy malo, muy malo». Isabelita, lejos de hacer lo que su madre le mandaba, mirábale dudosa y como suspensa. Tenía de él concepto elevadísimo; considerábale como un ser a todos superior, y la acusación de maldad lanzada por su mamá poníala en gran confusión. Enlazaba con sus brazos el cuello de Agustín y le decía secretos al oído. «Tu hija no te hace caso -observó Caballero [206] riendo-. Dice que me quiere mucho y que no soy malo». -Hija, no sobes... Vete con tu hermano, que está jugando con Felipe... Con que a ver, hombre, explícate. Tú no vas a ninguna parte, no se te conocen relaciones... ¿A dónde demonios has ido a buscar esa mujer? ¿La has encargado a una fábrica de muñecas? ¿Vas a traer aquí una salvaje de América, con los brazos pintados y con una argolla en la nariz? Porque tú eres capaz de cualquier extravagancia. Diciendo esto, por la mente de la dama pasó una sospecha, una idea que la espeluznaba como presentimiento de muerte y tragedias. Aquel resplandor lívido pasó pronto, cual relámpago, dejando la susodicha mente Pipaónica en la oscuridad de las anteriores dudas. «Hija, no sobes...». -Dice Isabel que no quiere ir a jugar con Felipe; que prefiere jugar conmigo. -¿Con que te descubres o no, mascarita? No sé a qué vienen esos tapujos... -Pronto te lo diré. -Pues no sé... Ni que fuera delito -manifestó con repentina vehemencia la Bringas, levantándose-. Yo he visto hombres topos, he visto hombres pesados, hombres inaguantables; pero ninguno, ningunito como tú. Hija, vámonos de aquí; llama a tu hermano. Esta casa me apesta con tanto chirimbolo inútil. No, no me huele [207] esto a cosa buena. Y en resumidas cuentas, ¿A mí qué me importa? Ya puedes casarte con una fuencarralera o con alguna loreta de París... Abur. Eso, eso; guarda bien el secreto, no sea que te lo roben. Así, callandito se hacen las cosas. Y el más reservado de los hombres, al despedirla en la puerta, le dijo dos o tres veces: «¡Mañana, mañana te lo diré!». Benito Pérez Galdós Tormento Página 81 de 81 Y en efecto, a la mañana siguiente se lo dijo. Por espacio de algunos minutos Rosalía se quedó como si le administraran una ducha con la catarata del Niágara. «¡Con Amp...!». No tenía aliento para concluir de pronunciar la palabra. Representose a la hija de Sánchez Emperador disfrutando de los tesoros de aquella casa sin igual, y consideraba esto tan absurdo como si los bueyes volaran en bandadas por encima de los tejados, y los gorriones, uncidos en parejas, tiraran de las carretas. Sus confusiones no se disiparon en todo aquel día; se le subió el color cual si le hubiera entrado erisipela, y llevaba frecuentemente la mano a su cabeza, diciendo: «Parece que les tengo aquí a los dos convertidos en plomo». Mas reflexionando sobre el peregrino caso, no acertaba a explicarse el motivo de su despecho. «Porque a mí ¿qué me va ni me viene en esto?... Conmigo no se había de casar, porque soy casada; ni con Isabelita tampoco, porque es muy niña». [208] No veía la hora de que viniese Bringas para dispararle a boca de jarro la tremenda nueva. También fue grande el asombro de D. Francisco. Su esposa, encolerizada, dirigíase a él con impertinentes modos, como si aquel santo varón tuviera la culpa, y le decía: «Pero ¿has visto... has visto qué atrocidad? -Pero mujer, ¿qué...? -La verdad, yo contaba con que Agustín esperase siquiera seis años... Isabel tiene diez... ya ves... Pero a ti no se te ocurre nada. -¡Ave María Purísima!... -Y pretende que la traigamos a casa mientras llega el día del bodorrio... Sí, aquí estamos para tapadera... Bringas, hombre de sano juicio, que siempre trataba de ver las cosas con calma y como eran realmente, intentó aplacar a su exaltada cónyuge con las razones más filosóficas que de labios humanos pudieran salir. Según él, antes que ofenderse debían alegrarse de la elección de su primo, porque Amparo era una buena muchacha y no tenía más defecto que ser pobre. Agustín deseaba mujer modesta, virtuosa y sin pretensiones... No era tonto el tal, y bien sabía gobernarse. Convenía, pues, celebrar la elección como feliz suceso y no mostrar contrariedad ni menos enojo. Si Agustín quería que su futura viviese con ellos una corta temporada, muy santo y muy bueno. «Porque, mira tú -añadió con [209] centelleos de perspicacia en sus ojos-, más cuenta nos tendrá siempre estar bien con el primo y su esposa que estar mal. Si ahora les desairamos, quizás después de casados nos tomen ojeriza, y... no te quiero decir quién perderá más. Él es muy bueno para nosotros, y no creo que Amparo se oponga a que lo siga siendo. Le debemos obsequios y favores sin fin, y nosotros ¿qué le hemos dado a él? Una triste botella de tinta, hija... Tengamos calma, calma y aplaudámosle ahora como siempre. Probablemente seremos padrinos, y habrá que correrse con un buen regalo. No importa; se sacará como se pueda. Ya sabes que él no se queda nunca atrás. Nuestra situación hoy, hija de mi alma, es apretadilla. Si me encargo el gabán, que tanta falta me hace; si vamos al baile de Palacio, tendremos que imponernos privaciones crueles: eso contando siempre con que la Señora te dé el vestido de color melocotón que te tiene ofrecido, que si no, ¡a dónde iríamos a parar!... Pero la Benito Pérez Galdós Tormento Página 82 de 82 economía y un mal pasar dentro de casa harán este milagro y el del regalo para Agustín. Con que mucha prudencia y cara de Pascua. Este sustancioso discursillo tuvo eco tan sonoro en el egoísmo de Rosalía, que se amansó su bravura y conoció lo impertinente de su oposición al casorio. Deseaba que Amparo llegase para hablarle del asunto y saber más de lo que sabía. ¡La muy pícara no había ido desde el sábado!... [210] Estaba endiosada. Quería hacer ya papeles de humilladora, por venganza de haber sido tantas veces humillada. - XXIII - La increíble fortuna no llevó al ánimo de Amparo franca alegría, sino alternadas torturas de esperanza y temor. Porque si negarse era muy triste y doloroso, consentir era felonía. El miedo a la delación hacíala estremecer; la idea de engañar a tan generoso y leal hombre la ponía como loca; mas la renuncia de la corona que se le ofrecía era virtud superior a sus débiles fuerzas. ¡Oh, egoísmo, raíz de la vida, cómo dueles cuando la mano del deber trata de arrancarte!... No tenía perversidad para cometer el fraude, ni abnegación bastante para evitarlo. No le parecía bien atropellar por todo y dejarse conducir por los sucesos; ni su endeble voluntad le daba alientos para decir: «Señor Caballero, yo no me puedo casar con usted... por esto, por esto y por esto». Pasaba las horas del día y de la noche pensando en los rudos términos de su problema, perseguida por la imagen de su generoso pretendiente, en quien veía un hombre sin igual, avalorado por méritos rarísimos en el mundo. Aun antes de tener sospechas del enamoramiento de Caballero, había sentido Amparo simpatías vivísimas [211] hacia él. Lo que los demás tenían por defectuoso en el carácter del indiano, conceptuábalo ella perfecciones. Adivinaba cierta armonía y parentesco entre su propio carácter y el de aquel señor tan callado y temeroso de todo; y cuando Agustín se le acercó, movido de un afecto amoroso, ella le esperaba, preparada también con un afecto semejante. Desde que se trataron un poco, vio la medrosa en el tímido, como se ve la imagen propia en un espejo, sentimientos y gustos que eran también los de ella. Sí, ambos estaban, como suele decirse, vaciados en la misma turquesa. Agustín, como ella, tenía la pasión del bienestar sosegado y sin ruido; como ella aborrecía los dicharachos, la palabrería insustancial y las vanidades de la generación presente; como ella, tenía el sentimiento intenso de la familia, la ambición de la comodidad oscura y sin aparato, de los afectos tranquilos y de la vida ordenada y legal. Sin duda él había sabido leer cumplidamente en ella; pero Dios quiso que al repasar las páginas de su alma, viese tan sólo las blancas y puras y no la negra. Estaba tan escondida, que ella sola podía y debía enseñarla, consumando un acto de valor sublime. El único medio de arrancar la tal página era llegarse a Caballero y decirle: «No me puedo casar con usted... por esto, por esto y por esto». Cuando la infeliz llegaba a esta conclusión, [212] que aunque tardía, daba, por ser conclusión, algún descanso a sus torturas, parecía que una sierpe le silbaba en el oído estos conceptos: «Oiga usted, señorita, y si está decidida a no aceptar la mano de ese sujeto, ¿qué papel hace usted tomando su dinero? Al día siguiente de aquella noche en que su novio la acompañó hasta la puerta, usted recibió una carta con billetes de Banco. No eran los primeros que venían, pero sí los más comprometedores. En esa carta decía, niña sin juicio, que ya la consideraba a usted como su esposa, y que por tanto debía existir entre ambos franqueza y comunidad de intereses. Le enviaba a usted una cantidad, y anunciaba repetir el obsequio todos los meses, hasta que se casara. Y el objeto de Benito Pérez Galdós Tormento Página 85 de 85 respirar. ¡Y qué torpeza la de su entendimiento! Para contestar a varias preguntas que Caballero le hizo, tuvo que pensarlo mucho tiempo. Lentamente fue disipándose su turbación. El coloquio era discreto, quizás demasiado discreto y frío para ser amoroso. Caballero estaba también cohibido al verse solo con su amada. Allí contó dramáticos pasajes de su vida; hizo una ingeniosa y delicada crítica de los Bringas. Luego tornaron a hablar de sí propios. Él estaba contentísimo; iba a realizar su deseo más vivo. La quería con tranquilo amor, puestos los ojos del alma, más en los encantos del vivir casero, siempre ocupado y afectuoso, que en la desigual inquietud de la pasión. Tenía ya más de cuarenta otoños, y cual hombre muy sentido, [218] su mayor afán era tener una familia y vivir vida legal en todo, rodeándose de honradez, de comodidad, de paz, saboreando el cumplimiento de los deberes en compañía de personas que le amaran y le honraran. Dios le había deparado la mujer que más le convenía, y tan perfecta la encontraba, que si la hubiera encargado al Cielo no viniera mejor... Ella, por su parte, le miraba a él como la Providencia hecha hombre. Sin saber por qué, desde que le vio considerole como un hombre modelo, y si él no tuviera mil motivos para hacerse querer, bastaríale para ello la generosa bondad con que descendió hasta una pobre muchacha huérfana y humilde... Mientras tales sosadas decían, si no con estas, con equivalentes palabras, Amparo, dentro de sí, razonaba de otro modo: «Dios mío, no sé a dónde voy a parar... Me dejo ir, me dejo ir, y cada vez soy más criminal callando lo que callo. Mientras más tarde yo en confesarme menos derecho tendrá a su perdón». -Cuéntame algo de tu niñez, de tu vida pasada. Al oír esto, la novia pasó de la duda al espanto. ¿Habría Caballero adivinado algo? «¡Ay!, he sido muy desgraciada». -Pero ahora serás feliz. Cuéntame algo. Recordó entonces ella algunas de las palabras que había pensado, y con espontaneidad [219] suma, cual si cediera a incontrastable fuerza, se dejó decir: «Antes de pasar adelante...». -¿Qué? -Digo que... nada... Es que me acordaba de cuando murió mi pobre padre... -¿Es este su retrato? -preguntó Caballero levantándose para mirarle de cerca. Entre tanto, Amparo decía: «Primero me degüellan. Yo me muero, pero callo». La tarde avanzaba. Dos horas estuvo allí Agustín, y al despedirse no se permitió más rapto de amor que besar la mano de su novia. Era hombre a quien las rudezas de un áspero combate vital dieron dominio grande sobre sí mismo. Pero aun con el poder que tenía, no eran innecesarios de vez en cuando algunos esfuerzos para sostener el austero papel de persona intachablemente legal, rueda perfecta, limpia y corriente en el triple mecanismo del Estado, la Religión y la Familia. Aquel propietario que se había enojado con Mompous porque este quiso ponerle, en el reparto de contribuciones, un poco menos de lo que le correspondía; aquel hombre que, por no desentonar en el concierto religioso de su época, había dado algún dinero para el Papa, no podía en manera alguna ir a la posesión de su amoroso bien por caminos que no fueran derechos. «Todo con orden, decía; o no viviré o viviré con los principios». [220] Benito Pérez Galdós Tormento Página 86 de 86 - XXIV - Después de tres días de ausencia, disculpada con pretexto de ocupaciones graves en su casa, fue Amparo a la de Bringas. Subiendo la escalera, temía que los escalones se acabasen. ¿Cómo la recibiría Rosalía, sabedora ya de su noviazgo? Porque la huérfana no amaba a su excelsa amiga, y aquel respeto que le tenía será mejor calificado si le damos el nombre de miedo. El señor D. Francisco sí le inspiraba afecto, y pensando en los dos y en lo que dirían, entró en la casa. Sin saber por qué, diole vergüenza de verse allí con su vestido recientemente arreglado, sus botas nuevas, su velo nuevo también. Creía faltar al pudor de su pobreza. Rosalía salió a su encuentro en el pasillo, riendo, y luego la abrazó con afectados aspavientos de cariño. Tales vehemencias, por lo excesivas debían de ser algo sospechosas; pero Amparo, cortada como una colegiala a quien sorprendieran en brazos de un sargento, las admitió como buenas. A las vehemencias siguieron ironías de muy mal gusto. «Vaya, mujer, gracias a Dios que pareces por aquí. Como estás tan encumbrada, ya no te acuerdas de estos pobres... ¡Buena lotería te ha caído! No, no la mereces tú, aunque reconozco que eres buena... ¡Suerte mejor...! Siéntate... [221] Quiere Agustín que vivas con nosotros, y no nos oponemos a ello... Al contrario, tenemos mucho gusto. No sé si te podrás acomodar en esta estrechura, porque como ya tienes la idea de vivir en aquellos palacios, te parecerá esto una cabaña». Recobrándose, contestó la novia que lo agradecía mucho; pero que no pudiendo dejar sola a su hermana, seguiría viviendo en su casa, sin perjuicio de ir a la de Rosalía, como siempre, para ayudarla en lo que pudiera. «¡Vaya con Agustín, y qué callado lo tuvo! Este hombre es todo misterio. Mira tú, yo no me fiaría mucho... Pues sí, puedes estar aquí todo el día; comerás con nosotros, lo poco que haya. Después te irás tú a tu alcázar, y nosotros nos quedaremos en nuestra choza. A buen seguro que os molestemos... ¡Mira que haciendo yo ahora la mamá contigo...! Pero por Agustín y por ti, ¿qué no haré yo? Siéntate... Me coserás estas mangas... ¡Ah!, no, ¡qué atrevimiento! Perdona». -Sí, sí, vengan... Pues no faltaba más... Bringas, que se acababa de afeitar en su cuarto, salió sin gafas al comedor enjugándose la carita sonrosada y muy pulida. «Amparito, ¿cómo estás? Yo, bien. ¡Ah!, bribonaza, ¡qué suerte has tenido!... A mí me lo debes. Buenas cosas le he dicho de ti al primo... Te he puesto de hoja de perejil, como puedes suponer. [222] La verdad, le tienes encantado... Esto se podría titular El premio de la virtud. Es lo que yo digo, el mérito siempre halla recompensa». Poco después de esto, Bringas y su mujer se secreteaban en el despacho. «Agustín va a tener carruaje. Ya lo ha encargado a París». -¡Ah!... -exclamó la dama, esponjándose, pues ya le parecía que se arrellanaba en el blando coche de sus amigos. -Es preciso que la trates muy bien. Tendrán abono en todos los teatros. Benito Pérez Galdós Tormento Página 87 de 87 -Amparo -decía poco después la Pipaón a su protegida-; mira; no te canses la vista en ese punto tan menudo. Mañana o pasado irás conmigo a las tiendas. Agustín me ha encargado que le haga varias compras, y ya ves... conviene que des tu parecer y escojas lo que más te guste, puesto que todo es para ti. También yo tengo que procurarme algunas fruslerías, porque es indispensable que vayamos al baile de Palacio... Ven a mi cuarto; verás el vestido de color de melocotón que me ha mandado Su Majestad. Esto de la indispensable asistencia al baile traía muy pensativo a Thiers, pues aunque los gastos no eran muchos, superaba su cifra a las de todo el capítulo de lo superfluo, correspondiente a tres meses. Mas con valeroso rigor Bringas echó abajo partidas afectas a la misma exigencia vital, y la familia fue condenada a no [223] tener en sus yantares, durante un mes, más que lo preciso para no morirse de hambre. Y como él no podía ya presentarse decorosamente con el gabán de seis años, hubo de encargarse uno, valiéndose de un sastre que le debía favores y que se lo hacía por el coste del paño. Se corrieron las órdenes para que los chicos tiraran hasta Febrero con los zapatos que tenían, y se suprimió la luz del recibimiento, la propina del sereno y otras cosas. Rosalía, siempre atormentada por la creciente escasez, veía negro el porvenir, más entenebrecido aún con los anuncios de revolución que estaban en todas las bocas. Una cosa le consolaba. Su hija tenía ya piano y maestro, y recibiría aquella parte de la educación tan necesaria en una joven de buena familia. Y la niña era tan aplicada que toda la santa tarde y parte de la noche estaba toqueteando sus fáciles estudios; novedad que encontró Amparo en la casa aquel día. La enojosa música y la soporífera conversación del señor de Torres llevaron su espíritu a un grande aburrimiento. Caballero fue al caer de la tarde, y después de un rato de agradable tertulia la acompañó hasta su casa. Aquella vez Rosalía no le hizo ya ningún encargo de tubos, ovillos de algodón, ni de botones o varas de cinta, y la despidió, lo mismo que Bringas, con melosas palabrillas. Recogida en la soledad de su casa, Amparo tuvo aquella noche un feliz pensamiento. No [224] supo como se le había ocurrido cosa tan acertada, y juzgó que el mismo Espíritu Santo se había tomado el trabajo de inspirársela. La feliz ocurrencia era llamar en su auxilio a la religión. Confesando su pecado ante Dios, ¿no le daría Éste valor bastante para declararlo ante un hombre? Claro que sí. Nunca había ella descargado su conciencia de aquel peso como ordena Jesucristo. Su devoción era tibia y rutinaria. No iba a la iglesia sino para oír misa, y si bien más de una vez se le ocurrió que debía acercarse al tribunal de la penitencia, tuvo gran miedo de hacerlo. Su pecado era enorme y no cabía por los agujerillos de la reja de un confesionario, grandes para la humana voz, chicos, a su parecer, para el paso de ciertos delitos. «Nada, nada -pensó confortándose mucho con esto y llena de alborozo-; un día cualquiera, luego que me prepare bien, me confieso a Dios, y después... seguramente tendré un valor muy grande». ¡Qué acertado proyecto!... ¡ampararse de la religión, que no sería nada si no fuera el pan de los afligidos, de los pecadores, de los que padecen hambre de paz! ¡Y a ella, la muy tonta, no le había pasado por las mientes proceder tan sencillo, tan natural...! Iría, sí, resuelta y animosa, al tribunal divino. Si ya sentía robustez de espíritu sólo con el intento, ¿qué sería cuando al intento siguiera la realización de él? El temor que [225] siempre tuvo de un acto tan grave, disipose; y si el sacerdote, viéndola hondamente arrepentida, la perdonaba, ya tenía su alma vigor bastante para presentarse al hombre amado y decirle: «Cometí enorme falta; pero estoy arrepentida. Dios me ha perdonado. Si tú me perdonas, bien. Si no, adiós... cada uno en su casa». Todo cuanto veía, todo, apoyaba su cristiana idea; el cielo y la tierra, y aun los objetos más rebeldes a la personificación se trocaban en seres animados para aplaudirla y festejarla. El retrato de su Benito Pérez Galdós Tormento Página 90 de 90 »Te escribo con un pedazo de lápiz romo, sentado sobre un montón de paja de cuadra y de dorado estiércol, que a los rayos del sol parece, no te rías, hacinamiento de hilachas de oro. Rodéame una movible corte de gallinas, con crestas rojas, saltando sobre el estiércol de paja, parecen baile del coral sobre tapiz de rayos, no te rías... ¡Vaya unos disparates!... También andan por aquí dos señores pavos que sin cesar hacen la rueda a mi lado, como si quisieran expresarme el alto desprecio que sienten hacia mí. Un cerdito está hozando a mi espalda, y un perro [231] de campo se pasea por delante, melancólico, pensando quizás en la inestabilidad de las cosas perrunas. »Hombres no se ven ahora por aquí. Los de este lugar, con su sencillez ingenua, son lección viva y permanente de la superioridad de la Naturaleza sobre todo. ¡Malditos los que en el laberinto artificioso de las sociedades han derrocado la Naturaleza para poner en su lugar la pedantería, y han fundado la ciudadela de la mentira sobre un montón de libros amazacotados de sandeces!... No te rías». -Está loco -pensó Amparo, y siguió leyendo: «Mi buen amigo se ha empeñado en curarme por completo. La primera parte de la medicina no ha sido ineficaz; pero ahora viene la segunda, Tormento mío, la segunda y más fiera y amarga parte. Pero he jurado obedecer, y por mí no ha de quedar. Estoy decidido a llegar hasta el fin, a entregarme cruzado de brazos al idiotismo, a ver si de él, como dice Nones, nace mi salvación social y espiritual. Atiende bien a lo que sigue, y alégrate, pues deseas perderme de vista. Nones me escribe que ya ha conseguido mi placita para Filipinas y que me disponga, al dilatado viaje, que me parece un viaje al otro mundo. Si acompañado fuera, ¡cuán feliz! Pero voy solo, y muérame de una vez. »No sé aún cuándo saldré, pero será pronto. [232] »Entre mi hermana y Nones me arreglan el gasto de pasaje y lo demás que necesite. De aquí me planto en Alicante para ir luego a Marsella. Esto es forzoso, definitivo, irrevocable. Es también como darse una puñalada; pero me la doy, y veremos dónde y cómo resucito. Cometo la imprudencia de desobedecer a mi amigo en esto de darte la despedida. No le digas nada si lo ves, y recibe mi adiós último. Tenme compasión, ya que no otro sentimiento. Si te metes monja, reza por mí; conságrame dos o tres lágrimas contándome entre los muertos, y pido a Dios que me perdone». La carta no decía más. Entre aquel desordenado fárrago de conceptos, propios de un loco, con mezcla de bufonadas y de alguna idea juiciosa, se destacaba un hecho feliz. Amparo prescindía de todo para no ver más que el hecho. ¡Se iba, se iba para siempre! «Reza por mí, contándome entre los muertos», decía la carta. Esta frase declaraba roto y hundido para siempre aquel horrible pasado, y el grave problema se resolvía llana y naturalmente, sin escándalo!... Gozo vivísimo inundó el alma de la Emperadora. Daba gracias a Dios de aquel inesperado suceso, diciendo para sí: «¡Se va, se acabó todo! Dios me allana el camino, y nada tengo que hacer por mí». La idea del alejamiento del peligro enfrió su ánimo envalentonado por la confesión y dispuesto [233] para una confesión nueva. La debilidad, recobrando su imperio momentáneamente perdido, se asentó con orgullo en aquel ingenuo ser, no nacido para acometer la vida, sino para recibirla como se la dieran las circunstancias. El aplazamiento del peligro traía la no urgencia del remedio y tal vez, tal vez su inutilidad. La entereza de la penitente desmayó, y el sinsabor y las dificultades de declararse a su futuro amargaron su espíritu. Aceptaba con descanso aquella solución transitoria que le ofreció la Providencia, y se resistía a procurarla terminante y segura por sí misma. Benito Pérez Galdós Tormento Página 91 de 91 «Que se lo he de decir es indudable -pensó-; pero me parece que ya no corre tanta prisa. Hay que discurrir con calma los términos con que lo he de contar». Estaba entregando la carta a las ascuas del fogón, cuando la campanilla anunció a Caballero. Entró, y se sentaron el uno frente al otro. Miraba la Emperadora a su amante, y sólo con el pensamiento de que había de confesarse a él se ruborizaba. ¡Qué vergüenza! Los bríos de aquella mañana, ¿dónde estaban? Y dejándose llevar del curso fácil de una desabrida conversación de amores, se fue olvidando del mandato del buen sacerdote. A ratos bullía su conciencia; pero pronto la misma conciencia, emperezada, se arrellanaba en un lecho de rosas. Es de notar que, por el temperamento [234] de ambos amantes, en su coloquio se entrelazaba el espiritualismo propio de tal ocasión con ideas prácticas y apreciaciones sobre lo más rutinario de la vida. La mayor felicidad del mundo consistía, según Caballero, en que dos caracteres saborearan su propia armonía y en poder decir cada uno: «¡qué igual soy a ti!...». Cuando él (Agustín) la conoció, hubo de sentir grandísima tristeza, pensando que tan hermoso tesoro no sería para él... Cuando ella le conoció diéronle ganas de llorar, pensando que un hombre de tales prendas no pudiese ser su dueño... Porque ella (Amparo) no valía nada; era una pobre muchacha que si algún mérito tenía era el de poseer un corazón inclinado a todo lo bueno, y mucho amor al trabajo... Las cosas del mundo, que a veces parecen dispuestas para que todo salga al revés de lo natural y contra el anhelo de los corazones, se habían arreglado aquella vez para el bien, para la armonía... ¡Qué bueno era Dios! También él tenía afición al trabajo, y si no le distrajeran el amor y los preparativos de la boda, estaría aburridísimo. En cuanto se casara, habría de emprender algún negocio. No podía vivir sin escritorio, y el libro mayor y el diario eran el quita-pesares mejor que pudiera apetecer... Con esto y el amor de la familia, sería el más feliz de los hombres... Tendrían pocos, pero buenos amigos; no darían comilonas. Cada cual [235] que comiera en su casa. Pero sabrían agasajar a los menesterosos y socorrer muchas necesidades... A él le gustaba que todo se hiciera con régimen, todo a la hora; así no habría nunca barullo en la casa... Para eso ella se pintaba sola; era muy previsora, y todo lo disponía con la anticipación conveniente para que en el instante preciso no faltase. ¡Y que ya andarían listos los criados, ya, ya!... Ella no les perdonaría ningún descuido... A él le gustaban mucho, para almorzar, los huevos con arroz y frijole (10). El frijole de América era muy escaso aquí, pero Cipérez solía tenerlo... Lo que ella debía hacer era acostumbrarse a llevar su libro de cuentas, donde apuntara el gasto de la casa. Cuando no se hace así, todo es barullo, y se anda siempre a oscuras... Irían a los teatros cuando hubiera funciones buenas; pero no se abonarían, porque eso de que el teatro fuese una obligación no le agradaba ni a uno ni a otro. Tal obligación sólo existía en Madrid, pueblo callejero, vicioso, que tiene la industria de fabricar tiempo. En Londres, en Nueva York no se ve un alma por las calles a las diez de la noche, como no sea los borrachos y la gente perdida. Aquí la noche es día, y todos hacen vida de holgazanes o farsantes. Los abonos a los teatros, como necesidad de las familias, es una inmoralidad, la negación del hogar... Nada, nada, ellos se abonarían a estar en su casita. Otra cosa: a ella no les gustaba dar dinerales [236] a las modistas, y aunque tuviera todos los millones de Rostchild, no emplearía en trapos sino una cantidad prudente. Además, sabía arreglarse sus vestidos... Otra cosa: tendrían coche, pues ya estaba encargado a la casa Binder; un landó sin lujo para pasear cómodamente, no para ir a hacer la rueda a la Castellana, como tanto bobo. Siempre que salieran en carruaje, convidarían a Rosalía, que se pirraba por zarandearse. Ambos concordaban en el generoso Benito Pérez Galdós Tormento Página 92 de 92 pensamiento de ayudar a la honesta familia de D. Francisco, obsequiando sin cesar a marido y mujer, y discurriendo una manera delicada de socorrer su indigencia sobredorada... Él pensaba señalarle un sobresueldo para vestir, calzar, educar a los pequeños y llevarlos a baños. ¿Pero cómo proponérselo? ¡Ah! Ella se encargaría de comisión tan agradable. Por de pronto les invitarían a comer dos veces por semana... A él le daba por tener buenos vinos en su bodega. Sobre todo, de las famosas marcas de Burdeos no se le escaparía ninguna. ¿Y era Burdeos bonito? ¡Oh!, precioso. (Descripción de los Quinconces, del puerto, de la Allée de l'Intendence, de la Croix Blanche y de los amenos contornos llenos de hermosas viñas). A esta ciudad tranquila, que parece corte por la suntuosidad de sus edificios, sin que haya en ella el tumulto ni las locuras de París, irían los esposos a pasar una temporadita. Otra cosa: a él no le disgustaban las comidas [237] francesas... Bien, bien, porque ella había aprendido con su tía Saturna a hacer beefsteack y otras cosillas extranjeras... De las comidas españolas algunas no le hacían feliz, otras sí... Por fortuna ella aprendería diversas maneras nuevas de guisar, porque como habían de ir también a Londres... Pasados años y años se querrían lo mismo que entonces, porque su cariño no era una exaltación de esas que en su propia intensidad llevan el germen de su corta duración; no era obra de la fantasía, ni capricho de los sentidos; era todo sentimiento, y como tal se robustecería con el curso del tiempo. Era un amor a la inglesa, hondo, seguro y convencido, firmemente asentado en la base de las ideas domésticas... Con esta música que de los labios de uno y otro afluía en alternadas estrofas, a veces tranquilamente, a veces juntándose y sobreponiéndose como los miembros de un dúo, Amparo se olvidaba de todo. Volviendo de improviso sobre sí misma, sentía escozores de la antigua herida, y su dolor agudo la obligaba a contener el vuelo por aquellas regiones de dicha... Pero ella misma trataba de suavizar la llaga con remedios sacados de su imaginación. Veía un hombre bárbaro, navegando en veloz canoa con otros salvajes por un río de lejanas o inexploradas tierras, como las que traía en sus estampas el libro de La vuelta al mundo. Era un misionero, que había [238] ido a cristianizar cafres en aquellas tierras que están a la otra parte del mundo redondo como una naranja, allá donde es de noche cuando aquí es de día. Hacia el término de la visita, ya sobre las seis, entró Refugio, cosa que mortificó mucho a Amparo, por temor de que su hermana no tuviese en presencia de Caballero el necesario comedimiento. Refugio se había desenvuelto mucho y podía dar a conocer con una palabra la diferencia que existía entre ella y una señorita decente. En honor de la verdad, la muchacha se portó bien, y como no carecía de ciertos principios, supo aparecer juiciosa sin serlo. Pero la otra no tenía sosiego, y deseaba que Caballero se marchase. Siempre que veía junto a su amigo a cualquier sujeto, conocedor de los secretos de ella, temblaba de pavor, y el azoramiento ponía en su semblante ora llamas ora mortal palidez. Por fin retirose Agustín y su futura respiró. ¡Refugio lo sabía!... Refugio era, por su indiscreción, un peligro constante... Sofocadísima con esta idea, la novia hizo propósito de inclinar el ánimo de su marido, luego que lo fuese, a establecerse en lugar muy distante de Madrid. Quería dejar aquí todo: relaciones, parentescos, memorias, lo pasado y lo presente. Hasta el aire que respiraba en Madrid parecíale tener en su vaga sustancia algo que la denunciaba, algo de [239] indiscreto y revelador, y ansiaba respirar ambiente nuevo en un mundo y bajo un cielo distintos de este, a los cuales pudiese decir: «Ni tú, aire, me conoces; ni tú, cielo, me has visto nunca; ni tú, tierra, sabes quién soy». - XXVI - Benito Pérez Galdós Tormento Página 95 de 95 «Y sin embargo, Agustín, tu novia no está contenta... Mira qué cara de ajusticiado pone cuando me lo oye decir... Algo le pasa, pero cuando no es sincera contigo, ¿con quién lo será?». Tales bromas, que no lo parecían, torturaban a la novia más que si la pusieran en un potro para descoyuntarla. En su casa no dejaba de pensar en estas cosas, repitiéndolas y comentándolas para descubrir la intención que entrañar pudieran; y como nada acontecía a su lado de que no resultasen para ella nuevas formas de martirio, [245] ved aquí un hecho insignificante que aumentó sus agonías: El más simple de los mortales, D. José Ido del Sagrario, la visitó una noche. Aunque Amparo tenía de él concepto inmejorable, su presencia le inspiraba siempre repugnancia y temor. Al verle sintió frío semejante al que sentiría si la envolvieran en sábanas de hielo. Aquel hombre refrescaba sin duda en la memoria de la infeliz joven escenas y pasos de que ella no quisiera acordarse más. Por eso, la compungida fisonomía del antiguo profesor de escritura se le representaba con los rasgos espantables, feísimos de un emisario de Satanás. ¿Qué deseaba el buen Ido? ¿En qué podía ella servirle? La cosa era bien sencilla. El egregio novelista había reñido con su editor, el cual no quería tomarle ya sus manuscritos aunque se los diera de balde y con dinero encima. Viéndose a punto de caer otra vez en la miseria, aquel hombre, poseedor de tan varios talentos, discurrió buscarse una placita estable al lado de cualquier persona de suposición y arraigo. Por su amigo Felipe, sabía que el Sr. D. Agustín Caballero pensaba tomar un dependiente que le llevase los libros y la correspondencia... «Nadie mejor que usted -dijo el calígrafo con acaramelado rostro- puede proporcionarme esa plaza, si lo toma con interés, si se apiada de este pobre padre de familia. Con que usted [246] diga dos palabras nada más al Sr. de Caballero, hará mi felicidad, porque yo sé que ese señor la quiere a usted más que a las niñas de sus ojos, y con justicia, con razón que le sobra, porque usted... (acaramelándose hasta lo increíble) es un ángel, un ángel, sí, de hermosura y bondad». Amparo cortó el panegírico. Deseaba concluir y que aquel monstruo se marchase. No le podía ver, reconociendo que era inocentísimo. Como comprobante de su aptitud para el cargo que pretendía, Ido del Sagrario llevaba consigo aquella noche una cuartilla de papel. «Puede usted mostrarle esta cuartilla -dijo alargándola con timidez-; y ahí verá mi letra, que, aunque me esté mal el decirlo, es tal que seguramente no la hallará mejor. Eso lo escribí calamo currente, y es parte de la última novela...». Por perderle de vista, ella le ofreció apoyar su pretensión, y el pobrecillo se fue tan agradecido y satisfecho, amenazando volver por la respuesta dentro de un par de días. Amparo, al quedarse sola, pasó rápidamente la vista por la novelesca cuartilla y leyó salteadas palabras que la aterraron: crimen... tormento... sacrilegio... engaño; y otros términos espeluznantes hirieron sus ojos y repercutieron con horrible son en su cerebro. Rompiendo la cuartilla, arrojó los pedazos al fuego. El espanto que aquel hombre le causaba aumentó con los recuerdos que tuvo de las pocas [247] veces que le viera en otras épocas. El buen Cerato Simple había estado una vez en la Farmacia a llevarle una cartita... Habían hablado de la escuela, de las travesuras de los chicos, del sermón... ¡Qué punzantes espinas estas!... ¡Ido del Sagrario lo sabía! ¡Y semejante hombre pretendía una plaza en la futura casa de ella!... Sin duda Dios la abandonaba, entregándola a Satán. Benito Pérez Galdós Tormento Página 96 de 96 - XXVII - (11) Torturada por estas y otras cavilaciones toda la noche, determinó volver a la mañana siguiente al confesonario de la Buena Dicha. Hízolo así. No iba a confesar, sino a decir simplemente: «Me ha faltado valor, padre, para hacer lo que usted me mandó». Echole el cura un sermón muy severo, dándole luego ánimos y asegurándole un éxito feliz si se determinaba. También aquel día vio de lejos a Doña Marcelina Polo, toda negra, la cara de color de caoba, fija en su banco cual si estuviera tallada en él. Volvió la penitente a su casa más tranquila; pero mirando a su interior no encontraba la fuerza que el sacerdote había querido infundirle. «Si yo me atreviera -pensaba después en casa de Bringas-. Pero no; segura estoy de que no me atreveré. Ahora sé lo que he de decirle, y cuando lo veo delante, adiós idea, adiós [248] propósito. Soy tan débil, que sin duda me hizo Dios de algo que no servía para nada». ¡Y ya era tarde para la confesión! Caballero la acusaría con fundamento de haberle engañado. ¿No disfrutaba ya ella de la posición de casada? ¿No vivía a costa de él? ¿No había empleado el novio cuantiosas sumas en prepararla para la boda? Él podía con justicia llamarse a engaño, acusarla de deslealtad y ver en ella perversión mayor de la que había, un fraude de mujer, una embaucadora, una tramposa, una... Y con el trato había llegado Agustín a formar de su novia idea tan alta, que la confesión sería como un escopetazo para el pobre hombre. La miraba como a un ser superior, de inaudita pureza y virtud. ¿Cómo permitió ella que su futuro tuviese opinión tan mentirosa? ¿Con qué cara le diría ahora: «no, yo no soy así, yo tengo una mancha horrenda, yo hice esto, esto y esto...»? Caballero se moriría de pena cuando la oyese, porque declaración tan atroz era para matar al más pintado, y la despreciaría, la arrojaría lejos de sí con horror, con asco... Varias veces había dicho: «La mejor parte de mi dicha está en saber que a nadie has querido antes que a mí...». Y ella, insensata, sin medir sus palabras, le había contestado: «a nadie, a nadie, a nadie». Era verdad sin duda en la esfera del sentimiento, porque lo de marras fue pura alucinación, [249] desvarío, algo de inconsciente, irresponsable y estúpido, como lo que se hace en estado de sonambulismo o bajo la acción de un narcótico... Pero tales argumentos, amontonados hasta formar como una torre, no destruían el hecho, y el hecho venía brutal y terrible a encender la luz de su clara lógica en el vértice de aquel obelisco de distingos... ¡Maldito faro que alumbraba sus pasos!... Olvido, olvido era lo que hacía falta; que cayera tierra, mucha tierra sobre aquello de modo que quedase sepultado para siempre y arrancado de la memoria humana. Aquella tarde, Caballero la encontró muy ensimismada y le preguntó varias veces el motivo. «Disgustos que me ha dado mí hermana» -contestó. Y se representaba la cara que pondría Agustín si ella empezase a contarle... y el sonido que tendrían sus palabras, y le entraba un pavor tan fuerte, que decía para sí: «Me mataré antes que confesarlo». Además, ni él ni nadie habían de comprenderla si hablara. Sólo Dios descifraba misterio tan grande. Creía conservar ella pureza y rectitud en su corazón; ¿pero cómo hacerlo entender a los demás y menos a un celoso? Benito Pérez Galdós Tormento Página 97 de 97 Nada; callar, callar, callar. Dios la sacaría adelante. Era verdad que su hermana le daba disgustos. Ido, que a menudo subía para informarse del giro de sus pretensiones a la plaza de tenedor [250] de libros, le dijo que por dos veces seguidas había venido un hombre; que Refugio trajo platos y botellas de la fonda, y que habían escandalizado la casa. Esto la disgustó en extremo. Por la noche riñeron las dos hermanas. Refugio, soberbia, acusaba a la otra con palabras insolentes. Aún intentó Amparo someterla con maña ofreciéndole dinero. Pero Refugio se había disparado sin freno por la pendiente abajo, y ya no era posible contenerla. «No quiero nada contigo -le dijo-. Tú en tu casa y yo en la mía. No me faltará un señor como a ti. Pero a mí no me engañan ofreciéndome un casorio imposible. ¡Casarte tú! Bueno va. Será con un ciego. No te pongas pálida. Yo no diré nada. Ni soy hipocritona ni tampoco me gusta acusar. Allá te las arregles. Abur». Recogió su ropa y se fue sin hablar más. Al quedarse sola, Amparito compartía su fatigado espíritu entre dos modos de sufrimiento dolorosos por igual. Era el uno la deshonra de su hermana, el otro esta consideración tenaz, fija como candente espina en su cerebro, donde ya había otras: «¡Refugio lo sabe!». A la madrugada, en agitadísimo sueño, la novia confesó todo a su amante, el cual, oyéndola, había sacado un cuchillo y le había cortado la cabeza... ¿A dónde fue a parar la cabeza? Allá, en tierra de salvajes, un hombre atezado la tenía entre sus manos, besándola. [251] Despierta y levantada no sabía qué hacer ni qué pensar. Como viene una pesadilla, así vino Ido del Sagrario a punto de las nueve. «Señorita...». -¿Qué hay, D. José? -Ayer, viendo que usted no se acordaba de mí, resolví presentarme al señor, el cual, en cuanto le dije que la conocía a usted, me puso muy buena cara. La letra le gustó mucho. Me mandó que volviera. Creo que tengo plaza. También aquel simple la miraba de un modo particular. ¿Era sencillez o malicia, era bondad o traición lo que en aquellos ojos llorones lucía? Amparo deseaba que la tierra se tragara al tal D. José. «¡Vaya una casa que va usted a tener, señorita! Cuando fui, el señor no estaba, y Felipe me enseñó todo. Es un palacio. Pero francamente, usted se lo merece... Allí estaban los carpinteros clavando cortinas bordadas. Luego trajeron unas sillas que parecen de oro puro...». «D. José -dijo ella bajando con humildad los ojos ante las miradas de aquel infeliz, que a ella le parecían las de un juez inexorable. Si usted se porta bien, yo le protegeré». Al pobre Ido se le llenaron los ojos de lágrimas. «¡Oh! Señorita, ¿podremos esperar...? ¿Será usted tan buena que...?
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