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El desarrollo histórico del constitutionalismo en España: desde Cádiz hasta nuestros días, Guías, Proyectos, Investigaciones de Inglés Técnico

Este documento analiza el proceso histórico del constitutionalismo en España, desde la Constitución de Cádiz hasta la actual Constitución de 1978. Se abordan temas como la tensión entre Constitución política y realidad social, las contradicciones entre las propuestas constitucionales y la realidad social, y la influencia de la Constitución española de 1978 en el panorama internacional. Además, se discute el papel de los derechos y libertades en el ordenamiento liberal y la cuestión del estatus constitucional de la Iglesia católica.

Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones

Antes del 2010

Subido el 14/10/2021

sr-ramirez
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¡Descarga El desarrollo histórico del constitutionalismo en España: desde Cádiz hasta nuestros días y más Guías, Proyectos, Investigaciones en PDF de Inglés Técnico solo en Docsity! UNA HISTORIA CONSTITUCIONAL SOLÍCITA DE INTERPRETACIONES Acierta de lleno Bartolomé Clavero, un his- toriador del Derecho riguroso, al señalar que no se encuentra en la bibliografía española una línea inequívoca de interpretación de nuestra Historia constitucional. No olvidemos que todo intento explicativo del pasado viene condicionado — y más aún si éste tiene que ver con la “Constitución Política”- por las circunstancias de la época y por el peso de los paradigmas vigentes en el momento en que se es- cribe. Debido a ello, no es extraño que la Historia constitucional de España, que conocemos por los libros y los escritos de los autores, responda a las tensiones y las crisis políticas que han abundado entre nosotros, y que se preste en líneas generales a ser abordada desde planteamientos desdeño- sos, apologéticos o críticos, según los casos. Hay que destacar por otro lado que los paradigmas del constitucionalismo han estado monopolizados tradicionalmente por lo que en Teoría Constitucional se conoce por el “consti- tucionalismo originario”, es decir, por modelos constitucionales considerados genuinos, sean los de la revolución francesa, la Constitución bien José Asensi Sabater Universidad de Alicante norteamericana o la “Constitución” inglesa. Los restantes procesos constitucionales, entre ellos el español, se han considerado habitualmente como productos derivados, y se valoran y entienden en función de su proximidad o en su contraste con aquellos. Por más que la Constitución de Cádiz, la Constitución republicana de 1931, e incluso la vigente Constitución de 1978, contengan in- novaciones de interés, elementos abiertos a la reflexión constitucional, éstos se consideran de tono menor en comparación con los modelos de referencia. Tal punto de partida, sin embargo, omite el hecho de que precisamente lo decisivo de los procesos constitucionales está en los detalles, en las especificidades, en las líneas de ruptura que, por supuesto, no siguen ni han seguido nunca un patrón preestablecido: No tendría sentido, pues, marginar del campo de visión importantes proce- sos histórico-constitucionales altamente interac- tivos, como los que tuvieron lugar en Alemania, Italia, Bélgica o Rusia, y desde luego en España, por no hablar del constitucionalismo latinoame- ricano, muchas de cuyas claves están todavía sujetas a discusión. Si el estado de cosas aquí descrito se explica por la influencia doctrinal y sobre todo política de los Estados que han gozado de un protago- nismo indiscutido a lo largo de los siglos XIX y 37 | [88 Constitución política de lu monarquía española promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 grabada y dedicada u las Cortos por Don José María do Suntingo. Primora página. XX, es evidente que la tendencia está cambiando. La Historia constitucional, que en realidad ha sido durante mucho tiempo un precipitado de la Historia del nacionalismo, se encuentra ahora en trance de revisión, de suerte tal que el debate se orienta cada vez más en la dirección de lo que verdaderamente importa, a saber: cómo y de qué manera los diferentes Estados, en el curso de su azaroso camino hacia la modernidad, han plan- teado y en su caso resuelto sus problemas de con- vivencia política de un modo acorde con el punto de vista jurídico-constitucional. El debate actual gira, pues, en torno a la problemática de los procesos de modernización, con todas sus complejidades, respecto de los cua- les la Historia Constitucional se entiende como una vertiente más, con sus determinaciones características. Habría que apuntar de pasada en este orden de cosas que uno de los factores que más ha contribuido al ensanchamiento del horizonte de la problemática constitucional es la configuración política actual de los estados, que se presenta ahora bajo esquemas constitucionales más complejos e integradores, como es el caso de la Unión Europea y en cierto modo de Latinoamé- rica, lo cual introduce en los estudios constitucio- nales mayor riqueza y profundidad. Aportaciones como la de los de los profe- sores Peter Habérle en Alemania, Mauricio Fio- ravanti y Matteucci en Italia, o Carlos de Cabo en España, dan idea de la creciente importancia de los métodos comparativos —de instituciones, procesos constitucionales, intercambios cultura- les y políticos- así como del empleo de categorías homogéneas de tipo jurídico-constitucional, a la hora de analizar los procesos históricos. A ello se añade que la historiografía actual aporta resulta- dos más refinados y concretos, enriqueciendo con ello la perspectiva desde la que juzgar la Historia constitucional de cada Estado en particular. No de otro modo cabe explicar, por ejem- plo, la influencia que a estos efectos supone la Constitución española de 1978, que sin ser ni mucho menos “originaria”, sino más bien un tex- to que integra experiencias de nuestra tradición constitucional junto a préstamos procedentes de otras constituciones del entorno europeo, se pro- yecta más allá de nuestras fronteras en toda una serie de aspectos, que van desde los mecanismos de protección de los derechos de la persona a las peculiaridades del modelo territorial del Estado. De ahí también que los relatos constitu- cionales de juicio pronto, y, en ocasiones, fran- camente desafectos hacia los ideales constitu- cionales, que predominaban en las décadas de los sesenta y setenta, hayan dejado paso a una renovación de los estudios constitucionales, que recuperan ahora la rica tradición que iniciara Adolfo Posada, continuada años más tarde por Manuel García Pelayo y otros constitucionalistas, plenamente identificados ya con los postulados del constitucionalismo democrático y social, has- ta desembocar en el momento actual. Ahora bien, la superación de la mediocri- dad y el oscurantismo impuestos por la dictadura franquista, la anomalía más sobresaliente de la Historia constitucional española, no significa que ésta se pueda considerar materia pacifica- da. Como se dijo, no es fácil sustraerse al debate político del momento, como prueban los frentes abiertos entre historiadores y constitucionalistas a propósito de los tópicos constitucionales. Se si- gue discutiendo, pues, sobre y hasta qué punto la Historia constitucional de España se ha tenido o no un desarrollo coherente; sobre la estabilidad y la calidad de las instituciones; sobre las contra- dicciones entre las propuestas constitucionales y la realidad social; sobre las fracturas o “clivajes” típicos de la vía española hacia la modernidad, especialmente en lo relativo al modelo de Estado, la cuestión social y la naturaleza de los conflictos políticos, las relaciones entre Estado e Iglesia, la persistencia de instituciones premodernas, el fac- tor militar, y otros aspectos relevantes, similares en todo caso a los problemas que han tenido que afrontar otros países europeos. En la medida en que la Constitución es- pañola de 1978 ha abierto un abanico nuevo de posibilidades, una vez fusionados sus principios Detalle del monumento a la Constitución de 1812 en Cádiz. informadores en torno al modelo del Estado so- cial y democrático de Derecho, y dada, por otra parte, la efectividad de las libertades ideológica y de investigación hoy plenamente garantizadas, no es de extrañar que se multipliquen las inter- pretaciones del pasado constitucional, las cuales tratan de enlazar bien con la tradición liberal, bien con postulados eminentemente democráti- cos o, bien, finalmente, con la exaltación de los valores sociales. La discusión sobre estos aspectos se agudiza más si cabe en nuestros días en la medida en que no es ni mucho menos descartable su incidencia en el debate político cotidiano. Pero lejos de ver en ello un factor contaminante hay que saludarlo como síntoma de la revitalización de los estudios históricos. No cabe esperar del historiador una interpretación cerrada, definitiva. La Historia, también la Historia constitucional española, tie- 39| p4 no se entiende como un poder funcional más, sino que se reencarna como “poder moderador”, reservándose para sí potestades decisivas, de tal suerte que su voluntad se deja sentir en el juego de los poderes del Estado. La estructura orgánica de las constituciones españolas del XIX, ya desde Cádiz, responde en general a este modelo, sin que se experimentaran con posterioridad excesivas variaciones, con las excepciones ya indicadas. Se parte, pues, del esquema de un Poder Legislativo, normalmente bicameral, excepto en Cádiz y en la Constitución republicana, que tiene atribuido materialmente la potestad legislativa y la representación de la Nación, es decir, en todo caso, la legislación que regula las esferas de li- bertad y de propiedad de los ciudadanos. De un Poder Ejecutivo, por otra parte, cuya cabeza es también la Corona, que además de importantes atribuciones de ejecución ministerial, salvaguar- da del orden público y mando militar, coadyuva a la legislación, bien mediante el veto suspensi- vo, que ya la Constitución gaditana se reservara al monarca, bien mediante la institución de la sanción real a las leyes, que subsistió en su forma constitutiva de requisito de la validez de la ley, hasta que se transformara, ya en la Constitución vigente de 1978, en un requisito meramente for- mal y obligado, como corresponde ahora a una monarquía de tipo y alcance parlamentarios. Un Poder Judicial, finalmente, como tal re- conocido en Cádiz, que se establece separadamen- te de los otros dos poderes con el fin de erradicar de una vez por todas la fronda de jurisdicciones señoriales y eclesiásticas del Antiguo Régimen. Un Poder Judicial basado en los principios de independencia e imparcialidad, y al cual se enco- mienda la potestad de aplicar las leyes, a las que se encuentran expresamente sometidos. Bien es verdad que los principios de inamovilidad, inde- pendencia, imparcialidad y profesionalidad de los jueces no fue una realidad inmediata, a pesar de lo dispuesto en los textos constitucionales, pues se veían interferidos por la discrecionalidad del Ejecutivo. De hecho no alcanzan una relativa efectividad hasta la Restauración, como el núcleo fundamental que eran del funcionamiento del Estado de Derecho. LA CUESTIÓN DE LOS DERECHOS Y LIBER- TADES Acostumbrados como estamos hoy en día a considerar a los derechos y libertades ciudadanas como los fundamentos del orden político y de la paz social, tal como establece la vigente Consti- tución de 1978, nos cuesta entender el papel que desempeñaron en el ordenamiento liberal. En este ámbito, los derechos de la persona formaban parte del ideal político, o si se quiere, del Derecho Natural racionalista, que cristalizó en la tríada revolucionaria “libertad, igualdad y fraternidad”. Pero su concreción jurídica se confió a las determinaciones de la ley, y sólo de ella. Por Constitución española MCMXXXL. P? R* Rodolfo de Sanjuán Montes. Manuscrito. Cubierta. tanto, en el orden liberal, la delimitación de los derechos, con sus consiguientes modulaciones, quedaba relegada al dictado de las regulaciones legales, y más allá, a las medidas administrativas y policiales que en muchos casos de dictaban para salvaguardar el orden público. “Derechos” era si- nónimo del estatuto de libertad e igualdad del ciudadano burgués, el cual reclamaba un espacio de libertad libre de ingerencias, la seguridad de que su propiedad sería respetada y la certeza de que sus posibilidades económicas y de desarrollo individual no sufrirían discriminaciones. Ya los primeros Decretos de las Cortes de Cádiz introducen reglas sobre el principio de igualdad y los derechos ciudadanos, de clara impronta francesa (6-VIII- 1811: ..."en adelante nadie podrá proclamarse señor de vasallos, ejercer jurisdicción, nombrar jueces, ni usar de privilegios y derechos compartidos en este decreto (art. 14), o bien, X, 1810, declarando la igualdad de todos los españoles, tanto metropo- litanos como ultramarinos”). En la Constitución gaditana, pese a no contener nada parecido auna tabla de derechos a la manera de la Declaración de 1789, son múltiples las referencias al nuevo programa individualista, como puede ya leerse el Discurso Preliminar: “la ley ha de ser igual para todos y en su aplicación no ha de haber acepción de personas. A su vista todos parecen iguales, y la imparcialidad con que se observen las reglas que prescriben será siempre el verdadero crite- rio para conocer si hay o no hay libertad civil en un estado”. El principio de libertad se pone de mani- fiesto, por otra parte, en preceptos tales como el artículo 49 (“La nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad ci- vil, la propiedad y los demás derechos de todos los individuos que la componen”) enumerándo- se asimismo el de sufragio (arts. 27 y 91 a 97), la inviolabilidad de domicilio (arts 306 y 373), toda suerte de garantías procesales y penales, progresistas para la época ( arts. 244 y 247, 287, 300, 302, 303, 297), o la libertad de expresión, de prensa y de imprenta (art. 371: “Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsa- bilidades que establezcan las leyes”). A lo largo del desarrollo del constitucio- nalismo liberal, los derechos y libertades regis- traron tanto períodos de fortalecimiento como de debilitamiento, en función de las coyunturas político-constitucionales. Sobre la base de una garantía relativamente sostenida en lo que res- pecta a los derechos de propiedad y de libertad, preeminentes en todo caso, otros derechos más directamente emparentados con la participa- ción política, como los de asociación y reunión, e incluso los de libertad de prensa e imprenta, sufrieron evidentes restricciones por motivos políticos: nada sin embargo que no se diera en otros contextos constitucionales europeos, y aún de Norteamérica. Tuvieron lugar entre nosotros todos los debates y planteamientos imaginables en materia de derechos. Desde la exaltación inicial de Cádiz, cuya Constitución depositaba en el ejercicio de los mismos la esperanza de la felicidad de la Na- ción, hasta las restricciones de los mismos que ya empiezan a manifestarse en la Constitución del 37, y más aún en la “doctrinaria” Constitución de 1845. Hubo momentos de florecimiento de tablas de derechos, que introducían ya a las claras con- tenidos eminentemente democráticos, como en la Constitución de 1869; y otros en los que llevó a cabo la formalización detallada de su marco legal, como en el período de la Restauración, si bien con el alcance que permitía el pacto dinástico que se concretó en la Constitución de 1876. No obstante, pronto se reveló la insufi- ciencia de este marco legal, de clara impronta individualista, para integrar las demandas de los nuevos sujetos que se iban incorporando al desa- rrollo de la sociedad moderna, urbana, industrial y democrática. Dan cuenta de ello los interesantes 45] | 46 debates parlamentarios que se suscitaron a partir del 1968 en relación con la AIT, o las medidas de orden público dictadas para enervar el avance del asociacionismo obrero y las reivindicaciones del republicanismo político, para los cuales, la pro- clamación constitucional del sufragio universal masculino en el 68, y su concreción legal, el 26 de junio de 1890, no supuso precisamente un paliativo. CÓDIGO Y CONSTITUCIÓN Se suele afirmar equivocadamente que las constituciones del XIX, a diferencia de las actua- les, carecen de valor jurídico, que son instrumen- tos de gobierno de mero valor político y que sus reglas carecen de verdadera eficacia. Es evidente que, en este terreno, las constituciones del XIX no resisten la comparación con la Constitución vigente del 78, e incluso con la republicana del 31, que ya incorpora, por influencia de la Constitu- ción de Weimar, en el elenco de sus instituciones, un Tribunal de Garantías Constitucionales. Pero esto no significa que las Constituciones del XIX no fueran normativas. Eran sin duda por su formulación y sus contenido un código de auténticas normas ju- rídicas. Una norma no deja de serlo porque la infracción de la mismas no lleva aparejada una sanción. Y ciertamente, la fuerza de los hechos políticos impugnaba muchas veces la eficacia de las constituciones; mas no así su validez. Estaban especialmente protegidas frente a los cambios, mediante un procedimiento de reforma distinto y más exigente que el de las leyes. De hecho, a pesar de que las Constituciones españolas fueran pro- mulgadas, derogadas, o dejadas sin efecto como consecuencia de los vaivenes políticos, muchas de ellas, formalmente al menos, se presentaban como reformas de Constituciones anteriores; así sucedió con las Constituciones del 37 y del 45, presentadas como reformas sucesivas que arran- can de la Constitución de Cádiz, y con la propia Constitución de 1876. Por otra parte, irradiaban una eficacia simbólica de primer orden en el sen- tido de que conceptos que utilizaban no eran en absoluto indiferentes. La propia desafección de sectores políticos y sociales a las constituciones, según tuvieran cariz conservador o progresista, monárquico o republicano, lo prueba. Tenían efi- cacia, sin duda, más no una legitimidad basada en el consenso social. Se ha subrayado acertadamente la relación que existe en el constitucionalismo del XIX entre el proceso de codificación del derecho privado y el proceso de codificación del derecho público y constitucional. Ambos procesos, en efecto, se relacionan. Es cierto que en el universo liberal, el Estado, el reino de lo público, es una esfera separada de la sociedad, el reino de lo privado, y que, por tanto, la codificación de las normas del funcionamiento de la sociedad civil responde a principios distintos de la codificación política; pero ambos son complementarios. No hay que olvidar que la Constitución representa para el ideario liberal la coronación de un programa sistemático de codificación nor- mativa. Frente a los particularismos jurídicos del Antiguo régimen, en el que coexistían una plu- ralidad de ordenamientos señoriales, gremiales, canónicos, y en el que la autoridad del Derecho emanado y compilado por la Monarquía era de- safiado por las doctrinas de los juristas, a la que los tribunales se atenían normalmente, el orden liberal requería de una simplificación drástica del sujeto de derecho y de las materias que debían ser reguladas por las leyes, tanto en el ámbito de las relaciones jurídico-privada como en el de las relaciones jurídico-públicas. Por otra parte, la codificación venía alenta- da no solo por un prurito de racionalidad abstrac- ta, sino por la necesidad de convertir el espacio del Estado en un espacio unitario, en una unidad económica homogénea en la que pudiera desarro- llarse sin trabas, sin inseguridad e incertidumbre, la lógica del mercado. A tales fines se llevó a cabo la abolición de los señoríos, la erradicación de los privilegios que conservaban la nobleza y la propia Iglesia, desamortizándose sus bienes raíces. Que- daron suprimidos igualmente los gremios y cor- poraciones que se resistían a abrirse a la libertad de los mercados. Se produjo, en fin, un poderoso impulso de simplificación y clarificación de las leyes, en forma de códigos, tomando en muchos casos como referencia a Francia, cuyo “Code civil” se promulgó tempranamente, en 1804. El programa codificador, que había de ser el mismo para todo el Estado, una tarea que la Constitución del 12 encomendara al legislador, pronto se empezó a concretar en leyes, de des- igual incidencia, dadas las turbulencias a que estuvo sometido el legado gaditano. Hubo que esperar, no obstante, exceptuando el Código Penal de 1848, hasta la Restauración para la pro- mulgación de los principales códigos ya maduros, como el Código de Comercio de 1885, el Código Procesal Penal de 1882, la importante Ley Con- tencioso-Admnistrativa de 1888, y ya finalmente, en 1889, superadas las interminables resistencias foralistas, el Código Civil. Ni que decir tiene que tales códigos funcionaron como la auténtica cons- titución material, la “constitución” efectivamente aplicada en la sociedad de la época. Especial mención merece el desarrollo del derecho contractual, que era absolutamente contrapuesto al concepto jurídico del Antiguo ré- gimen, en el cual las relaciones entre individuos, entre sirvientes y amos, maridos y mujeres, etc, no podían ser determinadas por la voluntad de las partes sino que venían preestablecidas por derechos y obligaciones más o menos regulares. Con el nuevo derecho contractual, sin embargo, las partes dejaron de estar sujetas a las prácticas establecidas y quedaron habilitadas para nego- ciar individualmente un conjunto de expectativas comúnmente negociables. Es obvio, en fin, que la codificación no res- pondía a un problema exclusivamente técnico, sino profundamente político, hasta el punto de que no podía realizarse sino como un aspecto más de la revolución político-constitucional que esta- ba en marcha. Es fácil, pues, darse cuenta de que el proceso de codificación, que crea un marco de seguridad jurídica y de expectativas negociables, se caracterizó, tanto en España como en otros países, por ser un proceso directamente político, en el sentido de que actuó como un soporte del nuevo régimen. EL CONSTITUCIONALISMO ESPAÑOL Y SUS ANOMALÍAS Todo proceso constitucional presenta ano- malías. Ninguno está a salvo de ellas, ni siquiera el “constitucionalismo originario”. En la medida en que el ideario liberal, en Europa al menos, con la cultura individualista que le envuelve, era dia- metralmente opuesto a la estructura social, políti- ca y cultural con la que se confrontaba, que era la del Antiguo Régimen, cabía esperar resistencias ante su avance, que fue demoledor en cualquier caso. Si bien la influencias más claras en el cons- titucionalismo español proceden de Francia, las anomalías que presenta España tienen otras cau- sas. Se parecen, no obstante, en el sentido de que el español es un constitucionalismo que se apoya, como el francés, en un concepto de Estado fuerte. Pero presenta la importante diferencia de que, en España, el Estado no juega el mismo papel que en Francia, donde se entiende que es ante todo un instrumento al servicio de la erradicación del Antiguo Régimen, sino que, aquí, el Estado he- reda bastantes de los ingredientes de la antigua monarquía y, por tanto, de las instituciones pre- modernas que lo configuraban. Se puede decir, pues, que el constituciona- lismo del XIX no supuso un verdadero límite a la arbitrariedad del funcionamiento del Estado, y 47 | [4 que en no escasa medida tuvo que coexistir con instituciones tradicionales en las cuales se fortifi- caron las fuerzas refractarias a la modernización, es decir, las clases nobiliarias, la Iglesia, y aún los gremios y corporaciones que subsistieron por lar- go tiempo. Esto mismo se puede expresar dicien- do que, en España, los sectores sociales burgue- ses que apoyaban el nuevo marco constitucional eran débiles; que el proceso de industrialización y de urbanización fue irregular e inestable, lastrado por el peso de una España rural y analfabeta. En puridad, ya la propia institución mo- nárquica es en sí una anomalía. En teoría, la monarquía, como se dijo, es compatible con el paradigma liberal, sobre todo en sus formas más evolucionadas de monarquía constitucional y parlamentaria; pero en España esta evolución fue desesperantemente lenta y, en demasiadas ocasiones la monarquía se salió de su papel cons- titucional. Las tan mentadas crisis y vaivenes del constitucionalismo del XIX no son ajenas a los comportamiento anticonstitucionales y desesta- bilizadores de los titulares de la Corona. Por otra parte, es una anomalía, tal vez sin parangón en otros procesos constitucionales europeos, que a lo largo de la Historia constitucional española no se haya clarificado definitivamente la cuestión de la forma de gobierno, esto es, la contraposición entre Monarquía y República. Esta cuestión está presente en nuestra Historia constitucional desde 1871 al menos, con periodos tan destacados como el del régimen republicano de 1931: el hecho de que, hoy día, la Constitución del 78 haya regresa- do a la forma de gobierno monárquica no signifi- ca en modo alguno que la cuestión esté zanjada. El estatus constitucional de la Iglesia ca- tólica a lo largo del XIX es, por supuesto, una anomalía de cierto calado, que incluso proyecta pálidos reflejos en la regulación de esta cuestión en la vigente Constitución de 1978. En el período que va desde la Constitución de Cádiz, cuyo artí- culo 12 proclamaba que “La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquier otra”, hasta la la II Repú- blica, que es cuando verdaderamente se establece un Estado laico, la Iglesia gozó de una posición de privilegio en el marco de un Estado que se de- claraba abiertamente confesional. Es cierto que Constitución de España 1978. Caja on forma de “polvora”. Biblioteca del Congroso de los Diputados los bienes de la Iglesia se desamortizaron, pero, a cambio, se le concedieron privilegios especiales y sobre todo, un cuasi-monopolio en el ámbito de la enseñanza. Se dirá que otros países de cons- titucionalismo originario, como Inglaterra, han mantenido hasta el día de hoy su carácter confe- sional; más no son casos comparables, porque en España, a diferencia de Inglaterra, la Iglesia man- tuvo un pulso constante, explícito o soterrado, al avance de los valores constitucionales. La cuestión foral es, en cierto sentido, una anomalía constitucional que en España revistió características específicas. Ya se ha hecho alusión a ello. El constitucionalismo español fue, en sus líneas generales, centralista, lo que venía a refor- zar, aunque desde parámetros racionalizadores y modernos, lo que ya era una tendencia que se manifestaba desde la implantación de la dinastía borbónica. Pero es evidente que subsistieron bas- tiones de foralidad, sobre todo en las provincias vascongadas, en Cataluña, y, más dispersamente, en otros lugares. A diferencia también en este caso de Ingla- terra, cuya “Constitución” se construyó entorno a la evolución de sus instituciones de tipo consue- tudinario, el foralismo en España, que en buena medida amparaba privilegios de orden tributario e instituciones de derecho privado incompatibles con el nuevo concepto de libertad individual, fue claramente refractario al Estado constitucional. De hecho militó al lado del absolutismo, ya que, no sin motivos, veía en la monarquía absoluta una garantía de su supervivencia, y se asoció con los movimientos carlistas y anticonstitucionales. Más tarde, liquidada ya la última de las guerras carlistas, el foralismo evolucionó hacia formas más modernas y diferenciadas, tanto en el País Vasco y Navarra, como sobre todo en Cataluña, ante el avance imparable de la industrialización y del desarrollo de la cultura moderna. Sin embargo, la cuestión no quedó zanjada. Frente al postulado de la Nación española, que a lo largo del XIX se erigió en el principio legi- timador por excelencia de las constituciones, el foralismo opuso, transformado ya en un discurso nacionalista de corte más moderno, un naciona- lismo particular. Y frente al principio democráti- co, que claramente figura ya en la Constitución de 1931 como el principio legitimador indiscutible, al igual que en la Constitución vigente de 1978, el nacionalismo de nuevo cuño opuso y opone hoy, no ya sólo un derecho de autodeterminación, sino también el valor extra-constitucional de sus insti- tuciones tradicionales. En consecuencia, el modelo territorial de Estado, que no es un problema abstracto, sino algo derivado de los planteamientos foral-na- cionalistas, no ha sido definitivamente resuelto: permanece abierto como uno de las anomalías fundamentales del constitucionalismo español. La Constitución republicana no logró resolverlo, a pesar de proponer un original sistema de Esta- do integral, con amplia autonomía para Cataluña, Euskadi, Galicia y otras regiones, y de garantizar las especialidades forales allí donde existían. La Constitución del 78, con su modelo de Estado autonómico, tampoco parece que lo haya conse- guido hasta el momento. 49]
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