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La Dignidad Humana: Personas Humanas y Personas No Humanas, Monografías, Ensayos de Derecho

Este documento explora la naturaleza humana y la distinción entre personas humanas y no humanas a través de la obra de varios filósofos, incluyendo Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Pico della Mirandola y Peter Singer. El texto aborda la cuestión de si los rasgos de excelencia humanos son exclusivos del ser humano y cómo esto afecta la ética y el derecho. Además, se discute la importancia de la autonomía humana en la visión de Kant y cómo esto influye en la definición de persona.

Tipo: Monografías, Ensayos

2021/2022

Subido el 19/03/2022

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wilsongomez3 🇪🇨

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¡Descarga La Dignidad Humana: Personas Humanas y Personas No Humanas y más Monografías, Ensayos en PDF de Derecho solo en Docsity! "MZ PELIN da Diseño de la cubierta: Morivati © 2005, Francesc Torralba Roselló © 2005, Herder Editorial, S.L., Barcelona ISBN: 978-84-254-2790-9 La reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente. Herder www.herdereditorial.com 5 ÍNDICE I. INTRODUCCIÓN: EL LABERINTO DE LA DIGNIDAD 1. El debate sobre la dignidad 2. Antropología filosófica y ética 2.1. Sentidos de la ética 2.2. De los fundamentos a los acuerdos pragmáticos 2.3. Las preconcepciones latentes en la bioética 3. Dignidad y polisemia 3.1. Una urdimbre de significados 3.2. ¿Qué significa la expresión morir con dignidad? 3.3. La dignidad, ¿una palabra vacía? 4. Discursos de la dignidad 4.1. La dignidad del anthropos. De Aristóteles a los estoicos 4.2. La dignidad del homo. Santo Tomás de Aquino 4.3. La dignidad del uomo. Pico della Mirandola 4.4. La dignidad como fin en sí mismo. Immanuel Kant 4.5. La dignidad como autodominio. Friederich Schiller 4.6. La dignidad como orden y relación. Johan Gottlieb Fichte 4.7. Dignidad humana y biotecnología. Habermas frente a Slöterdijk 5. Tres sentidos de dignidad 5.1. Dignidad ontológica 5.2. Dignidad ética 5.3. Dignidad teológica II. EL CONCEPTO DE PERSONA EN LA OBRA DE PETER SINGER 1. Alegato contra las deontologías clásicas 2. Seres humanos y animales 3. La perspectiva de la ontología simétrica 4. Peter Singer, Charles Darwin y Teilhard de Chardin 5. Seres humanos y animales tienen intereses 6. Racionalidad y dignidad 7. El imperativo de reducir el sufrimiento. Lectura de Jeremy Bentham 8. El racismo y los intereses de especie 9. La experimentación: animales humanos y no humanos 10. Crítica a la sacralidad de la vida humana 11. Deconstruir el antropocentrismo occidental 12. ¿Qué significa ser persona? 13. Peter Singer y Michael Tooley. Afinidades y diferencias 14. Consideraciones críticas 14.1. Las premisas singerianas a examen 14.2. La falacia naturalista en Singer 14.3. Crítica de la recepción de Darwin 6 14.4. Crítica desde la antropología fenomenológica 14.5. La capacidad de ser un yo 14.6. El especieísmo a examen 14.7. Crítica desde la teología de los animales 14.8. ¿Tiene derechos la tierra? 14.9. ¿Afinidades entre Singer y la Iglesia Católica? III. EL CONCEPTO DE PERSONA EN LA OBRA DE H.T. ENGELHARDT 1. La ética en un mundo secular y postmoderno 2. La propuesta principialista de Engelhardt 2.1. El principio de permiso 2.2. El principio de beneficencia 2.3. El principio de propiedad 2.4. El principio de autoridad política 3. La recepción del pensamiento de Robert Nozick 4. Personas en sentido estricto 5. Personas humanas y personas no humanas 6. Personas en sentido lato 7. Personas dormidas y corporeidad 8. La bioética cristiana según Engelhardt 9. Consideraciones críticas 9.1. Rasgos de la persona 9.2. La persona como nudo de relaciones 9.3. El embrión y el adulto que duerme 9.4. El riesgo de inhumanidad 9.5. Deconstrucción de los aprioris engelhardtianos 9.6. La persona como singularidad abierta 9.7. El beneficio de la duda 9.8. La persona como entidad nouménica 9.9. Crítica del imperativo tecnológico 9.10. Crítica al principialismo engelhardtiano 9.11. Anotaciones desde el personalismo ontológico 9.12. La tensión entre beneficencia y principio de permiso IV. EL CONCEPTO DE PERSONA EN LA OBRA DE JOHN HARRIS 1. ¡Ser o no ser persona! Ésta es la cuestión 2. ¿Qué significa valorar la propia existencia? 3. La vida humana es un continuum 4. El argumento de la potencialidad 5. Prepersonas, personas y expersonas 6. La recepción del utilitarismo 7. La identidad personal es relación 8. Consideraciones críticas 7 INTRODUCCIÓN: EL LABERINTO DE LA DIGNIDAD 1. EL DEBATE SOBRE LA DIGNIDAD Quizás lo más pedagógico para mostrar la preocupación central de este libro sea empezar con una anécdota de clase. En una ocasión pregunté a mis alumnos de Antropología Filosófica si podíamos considerar a un ser humano más digno que a una lechuga. Naturalmente, como era de esperar, todos contestaron que sí. Inmediatamente después, les invité a que argumentaran racionalmente su postura. Traté de hacerles ver que su argumentación debía ser lo más objetiva posible, que tenían que evitar consideraciones de tipo gremial o afectivo. Es decir, debían mostrar, con argumentos sólidos, que, realmente, el ser humano tiene más valor ontológico que una lechuga, o dicho de otra manera que la pérdida de un ser humano –de cualquier ser humano– significa una pérdida muy superior, incomparablemente superior, a la pérdida de una lechuga –de cualquier lechuga. Aceptaron gustosamente el reto, aunque muchos pensaron que la pregunta era de perogrullo. Luego, a través del diálogo que se generó posteriormente, se dieron cuenta de que la cuestión no era tan banal como parecía ser a priori y que no era nada fácil hallar argumentos objetivos sin caer en consideraciones antropocéntricas. Un alumno se levantó y trató de convencer al resto de la clase de que el ejercicio era imposible, pues según su argumentación toda consideración sobre la temática estaba preñada de subjetivismo y que, por ello, era imposible hablar neutralmente de la diferencia óntica entre persona y lechuga. «Para poder contestar correctamente a la pregunta del profesor –decía– tendríamos que saber lo que es una lechuga por dentro, deberíamos ponernos en su perspectiva, y eso es materialmente imposible.» A partir de esa intervención, se generó un fecundo diálogo en torno a las capacidades de conocimiento del ser humano y las posibilidades de explorar el tema sin apriorismos. Una vez más se puso de manifiesto que las preguntas más inocentes se convierten, a menudo, en las preguntas más arduas y que en ellas están en juego conceptos fundamentales que raramente ponemos en cuestión en la vida cotidiana. También les pedí que no argumentaran a partir de precomprensiones de tipo religioso, sino que en su argumentación hicieran el esfuerzo de no aludir a la autoridad de ningún texto considerado sagrado o revelado en el conjunto de una determinada tradición, y que hurgarán en su racionalidad y buscaran argumentos concluyentes de carácter racional. Se trataba, pues, de buscar una argumentación de tipo objetivo y lo más universalmente compartida. 10 Les propuse que dedicaran unos minutos a pensar los argumentos y así lo hicieron. Se reunieron por grupos y fueron apuntando las razones de la dignidad superior de la persona. La mayoría de ellos se refirió a la naturaleza racional del ser humano como ingrediente esencial de la condición humana y como argumento decisivo para mostrar que la vida humana es más válida y más digna de respeto que la de una lechuga. Alguno, en su argumentación, citó a Aristóteles para dar más consistencia a su tesis: «Como decía Aristóteles –dijo un alumno “cultivado”– el ser humano es un animal que tiene logos». Otros aludieron a René Descartes. «Como decía el padre del racionalismo moderno – proclamó otro– el ser humano es un être de raison.» La argumentación que a grandes rasgos plantearon rezaba de esta manera: primero, el ser humano es un ser viviente y racional. Segundo: la lechuga es un ser viviente, pero no es racional. Tercero: la racionalidad representa un elemento de calidad en la vida de todo ente vivo. Conclusión: el hecho de que la lechuga no lo tenga la sitúa en un plano de inferioridad respecto al ser humano, que sí que tiene esta nota esencial. Desde un punto de vista lógico, la argumentación resultaba ser impecable. Sin embargo, empezó una discusión que se refería a la primera y a la tercera constatación. Algunos pusieron en tela de juicio la pretendida racionalidad del ser humano. Se refirieron a muchos hechos humanos donde la racionalidad está ausente o, cuando menos, parece oculta: fanatismos, violencia, crueldad, resentimiento, oscurantismo, sectarismo… Otros pusieron en entredicho que el hecho de la razón tuviera que ser considerado un elemento de calidad en la vida de un ente. «¿Por qué –decía uno– debe ser más respetado un ser racional que un ser irracional? ¿Por qué –decía otro– debe ser más digna de respeto una vida racional que una vida vegetativa? ¿No será –añadía un tercero– que nos interesa que sea de esta manera?». Otro alumno se levantó y dijo, en la línea del primero, que no podíamos responder a la pregunta, porque en tanto que humanos estábamos demasiado implicados en la cuestión. «Lo ideal –añadía– debía ser que la respondiera un agente imparcial, alguien que no fuera humano ni vegetal y que pudiera ponderar las razones sin tomar partido.» La mayoría asintió con la cabeza. En aquel instante me percaté de que, en pocos momentos, esa idea clara, distinta y evidente, la de la superioridad de la persona respecto a la de la lechuga, se convertía en algo problemático. Se había cumplido mi objetivo. Según estas observaciones, la pretendida superioridad ontológica del ser humano en relación con la lechuga era una consideración de tipo antropocéntrico. Si una lechuga hubiera argumentado, quizás hubiera dicho que el hecho de tener el color verde es un elemento de calidad superior al hecho de ser racional. Naturalmente no lo hubiera podido hacer, por ser carente de racionalidad. De lo que se trataba era de buscar argumentos objetivos y no meros pretextos para justificar la superioridad de la especie humana. En el decurso del diálogo, no se cuestionó el concepto de racionalidad, pero sí que fue discutida la primera aseveración, a saber, la de si el ser humano puede ser considerado, stricto sensu, como un ser racional. Algunos alumnos consideraron que era excesivo suponer que el ser humano es racional a la luz de los comportamientos irracionales, sectarios y fundamentalistas que abundan por doquier. Se prodigaron en ejemplos de 11 irracionalidad, tanto de épocas pasadas como del presente. Se hizo el silencio por unos momentos, pero los defensores del argumento de la racionalidad afirmaron que el hecho de que el ser humano tenga eso que se denomina racionalidad no significa, ni mucho menos, que siempre la utilice en su vida práctica. Aceptaron que en el ser humano hay también mucha irracionalidad, oscurantismo e infamia, pero no por ello debía negarse la dosis de racionalidad que hay en él. «La ciencia, las artes, la literatura y las instituciones –decían– son expresiones de la racionalidad humana y, sin ella, éstas no existirían.» Otros argumentaron a partir de la noción de libertad. «El ser humano es libre –decían–, puesto que tiene capacidad para orientar su futuro, para decidir lo que desea hacer, creer y pensar, mientras que la lechuga, al carecer de voluntad y de razón, es incapaz de vivir libremente.» A raíz del argumento de la libertad, se generó un improvisado debate en torno al determinismo e indeterminismo. Algunos que defendían, al principio, el argumento de la libertad tuvieron que echarse atrás frente a las observaciones de tipo determinista que les hacían sus compañeros de clase. Al final, consideraron que la libertad humana no era infinita, ni absoluta, sino relativa y circunstancial, pero aun así defendieron que en el ser humano se podía detectar una cierta libertad, un yo capaz de decidir, cosa que era imposible observar en la lechuga, pues ésta vivía completamente determinada por las directrices de su especie. Otros se refirieron a la cuestión de la vida emocional. «El ser humano –decían– es un ente capaz de amar y de odiar, de enamorarse, de desesperarse, de sentir emociones intensas o débiles, de establecer relaciones con los otros y vínculos emocionales y, por ello, tiene más valor y es más digno de respeto que una lechuga.» Según esta línea argumental, el hecho emocional, la posibilidad de sentir y de expresar emociones, debía considerarse como un plus de la especie humana, como un valor en sí en el conjunto de la naturaleza. De ahí se deducía la idea de que la pérdida de un ente capax amoris era mucho más grave que la pérdida de un ente vivo, pero incapaz de sentimientos. El argumento también fue objeto de una larga discusión, pues algunos consideraron que determinadas emociones del ser humano no eran precisamente positivas, sino todo lo contrario, y que de ninguna manera podían considerarse las emociones como argumento de superioridad ontológica. «El ser humano –decían– es capaz de amar, pero también puede sentir odio, ira, resentimiento y deseo de venganza, y ello, cuando no hay límites en la expresividad, tiene manifestaciones muy graves en relación con los otros seres, no sólo humanos, sino también no humanos. Una lechuga –concluyeron– no puede amar, pero tampoco puede odiar, ni sentir ira.» A partir de ahí, mostraron cómo el ser humano es capaz de generar una magnitud de mal muy superior a la que puede generar una lechuga a lo largo de toda su vida, o un campo de miles de lechugas. Al escuchar esta objeción, tuvieron que modificar algunos de sus planteamientos, pero afirmaron que el ser humano es emocional, aunque ello no significase, necesariamente, que las emociones sean, per se, positivas, y que, en cualquier caso, la posibilidad de sentir, fuere lo que fuere, debía considerarse como un valor superior y un dato objetivo para argumentar a favor de la primacía ontológica y ética de la especie humana en relación con la vida vegetativa. 12 judeocristiano, pero desde hace algunos lustros estas tesis, que jamás habían sido formalmente cuestionadas, son objeto de discusión por parte de pensadores, bioeticistas y científicos muy relevantes de nuestro mundo. Frente a este desafío, el filósofo no puede permanecer indiferente, como si dichas objeciones no existieran, sino todo lo contrario. Santo Tomás, en la Suma Teológica, analiza en cada cuestión las objeciones a su tesis fundamental. En el Videtur Quod, la primera parte de la Cuestión, introduce de un modo ordenado y sistemático las dificultades que se le plantean a la hora de defender una determinada tesis. Posteriormente, en el Respondeo dicendum, expone su tesis lógicamente y responde una a una a las objeciones planteadas. El esquema que subyace en este libro es el de una cuestión disputada, pues, primero se exponen ordenadamente las objeciones y, posteriormente, se intenta dar respuesta a ellas. La cuestión central de este libro podría sintetizarse en un par de interrogantes: ¿por qué la persona es el ser más digno de la realidad natural? O dicho de otra manera: ¿Por qué la persona tiene una dignidad intrínseca? En la actualidad, detectamos planteamientos filosóficos que cuestionan esta tesis y no sólo la tesis, sino las nociones implícitas en la tesis: la misma idea de persona y de dignidad. El filósofo trata de enfrentarse a estas dificultades y responder, si es capaz, a cada una de estas interrogaciones. Sólo enfrentándose a ellas, puede ir más allá de los límites de su pensamiento y sopesar la hondura de su perspectiva intelectual y la solidez de sus argumentos. También el bioeticista debe cuestionar la antropología latente en su discurso y en el discurso ajeno y debe ser capaz de suficiente autocrítica como para poder ponderar la base racional de sus fundamentos filosóficos. Este libro pretende ser, humildemente, una contribución al análisis crítico de las nociones de persona y de dignidad. Se trata en el fondo de pensar lo que ya damos por pensado. Muy frecuentemente, lo que ya damos por pensado resulta ser lo más difícil de pensar, de argumentar y de justificar. Damos por pensado, por ejemplo, que el mundo exterior es tal como lo vemos y, sin embargo, como se ha puesto de relieve a lo largo de la teoría del conocimiento occidental, el mundo exterior puede no ser idéntico al mundo tal y como lo captamos a través de los sentidos externos, sino algo (la cosa en sí) distinto, o incluso radicalmente diferente de cómo lo vemos, lo apreciamos y lo sentimos. El debate en torno al realismo y al idealismo y sus múltiples ramificaciones (idealismo trascendental, idealismo absoluto…) se generó, precisamente, al poner en tela de juicio lo que ya dábamos por pensado y resuelto, a saber, que el mundo era tal como lo veíamos. Damos por supuesto, también, que el ser humano es un ser dotado de una dignidad intrínseca, que es un ser autorreflexivo, racional, libre y social; pero estas ideas tan claras y meridianas sobre el ser humano son muy discutidas por algunos filósofos actuales. Y no sólo por pensadores de hoy, sino que en otras tradiciones culturales, lejanas del paradigma occidental, también son objeto de múltiples críticas. Esta tarea de la interrogación es consustancial al ejercicio filosófico. Difícilmente puede existir algo así como la filosofía sin esta actitud interrogativa, que pone en tela de juicio el sistema de 15 preconcepciones y prejuicios de una determinada época. Esta tarea se relaciona estrechamente con la práctica socrática de la interrogación en el ágora ateniense. «La filosofía –dice Peter Singer– debe cuestionar los supuestos básicos de la época. Pensar en hondura, crítica y cuidadosamente, lo que la mayoría de nosotros da por sentado constituye, creo yo, la tarea principal de esta disciplina y lo que la convierte en una actividad valiosa. Lamentablemente, la filosofía no siempre está a la altura de su papel histórico. La defensa de la esclavitud de Aristóteles estará siempre ahí para recordarnos todos los prejuicios de la sociedad a la que pertenecen. A veces, logran librarse de la ideología prevaleciente, pero más a menudo se convierten en sus defensores más sofisticados.»1 Desde hace algún tiempo, se nos plantean una serie de preguntas que, a través de este libro, deseamos compartir con el lector y que, de hecho, anticipan ya la batería de interrogaciones que se irán desarrollando a lo largo del volumen que el lector tiene en sus manos. ¿Tiene alguna razón de ser el antropocentrismo? ¿Cuál es la razón última de la sublime dignidad del ser humano? ¿Se puede defender la dignidad del ser humano después de la «muerte de Dios»? ¿Y después de la «muerte del hombre»? ¿Qué significa ser persona? ¿Cuándo empieza un ser humano a ser considerado como una persona? ¿Es lo mismo una persona y un ser humano? ¿Es una persona el embrión humano? ¿Y el enfermo de Alzheimer? En los tratados de antropología filosófica de corte tradicional, fácilmente se afirma, por ejemplo, que el ser humano tiene una dignidad sublime, que es el más digno de la creación, que entre él y los otros seres hay una diferencia cualitativa o, inclusive, un abismo. Sin embargo, algunos pensadores contemporáneos, que ya no se ubican en los cánones de la filosofía tradicional, ponen en entredicho la validez racional de dichas aseveraciones. El intérprete puede minimizar estas consideraciones críticas o, inclusive, las puede considerar una boutade, pero no nos parece correcto este planteamiento, sobre todo si las críticas han sido formuladas desde la honestidad intelectual y la competencia científica. Este tipo de consideraciones y otras similares deben ser repensadas seriamente y sometidas a una epojé al estilo husserliano. No se trata de negar las tesis tradicionales por el hecho de ser tradicionales, sino de repensarlas a la luz de nuestro presente, considerando con seriedad las no pocas objeciones que plantean algunos filósofos a estas ideas. Se trata, para decirlo con la expresión del padre de la fenomenología, de poner entre paréntesis lo que ya considerábamos claro, distinto y evidente. Para desarrollar esta temática, se propone el estudio de la obra de tres autores contemporáneos muy relevantes en el campo de la bioética fundamental. Nos estamos refiriendo a Peter Singer, Hugo Tristram Engelhardt y John Harris. Los tres han sido objeto de críticas oportunas e inoportunas. A veces se les ha considerado les enfants terribles de la bioética o, simplemente, se ha creído innecesario responder a sus objeciones. Otras veces, se han producido críticas de tipo visceral. Estas críticas viscerales no invalidan las tesis de dichos pensadores, sino que se pone de relieve, a través de ellas, la incapacidad analítica, reflexiva y crítica de quienes, a priori, ejercen la 16 crítica. El concepto de dignidad es, en sí mismo, problemático, pero también lo es el de persona. Ambos están mutuamente implicados. A lo largo de esta obra, trataré de explorar, primeramente, la idea de dignidad y mostrar las múltiples acepciones que alberga el significante dignidad y, posteriormente, me referiré al concepto de persona tal y como es contemplado en las obras de los tres autores mentados más arriba. Al final, se replanteará el concepto de persona desde tres perspectivas: la ontológica, la personalista y la teológica. La pregunta por la dignidad de la condición humana es consustancial en mi producción filosófica. Me he dedicado a pensar esta cuestión en otros textos anteriores como en la Antropología del cuidar (1998). También el tema de la dignidad forma parte de mis intereses intelectuales desde hace ya casi una década. Nos detuvimos a explorar este concepto en los siguientes textos: Ser o no ser persona: ¡ésta es la cuestión!, en Acontecimiento 41 (1996) 10-11; en Dignidad y diferencia, en El Ciervo 512-513 (1993) 13-14 y en Morir dignamente, en Selecciones de Teología 148 (1998) 309-314. Desde entonces, no hemos dejado de pensar en esta cuestión, aunque no siempre hemos obtenido resultados satisfactorios. A pesar de que el ámbito de investigación de este libro está circunscrito en el campo de la antropología filosófica, el texto tiene orientación claramente bioética. Algún autor ha escrito que la bioética ha salvado a la ética. También se puede afirmar que la bioética da que pensar a la antropología filosófica. Desde el diálogo bioético, se plantean unas interrogaciones que obligan al filósofo a considerar sus puntos de vista, los cimientos de su idea de persona, y ello es enormemente fecundo para la antropología filosófica. El concepto de persona constituye uno de los presupuestos de la bioética, pero este presupuesto es, como se ha dicho, problemático. Muchos debates de la bioética fundamental y clínica tienen su raíz última en el concepto de persona. Uno percibe que algunos de estos debates resultan materialmente insolubles y no sólo en el presente, sino también en el futuro, porque los interlocutores que participan en ellos parten de conceptos de persona radicalmente distintos y hasta inconciliables entre sí. ¿Es posible llegar a formular un concepto transversal de persona? ¿Es posible una definición de persona más allá de los «intereses creados»? ¿Es pensable una idea de persona donde converjan la visión metafísica-sustancialista, la personalista-relacional, la pragmático-empirista y la bíblico-teológica? ¿Por qué resulta tan difícil definir al ser personal? ¿No sería más adecuado olvidarse del concepto y argumentar a partir de otras categorías? ¿Pero no significaría esto el olvido de una de las categorías fundamentales del pensamiento occidental? Observamos que las discrepancias entre bioeticistas en determinadas cuestiones como el origen y el final de la vida humana tienen su razón de ser en la problematicidad del concepto de persona. Para algunos bioeticistas, por ejemplo, el embrión humano debe ser tenido en cuenta como si fuese una persona, aunque, materialiter, no se pueda considerar así. Para otros bioeticistas, en cambio, el embrión humano es ya una persona y, por lo tanto, debe ser tratado como tal, lo que significa que se tiene que respetar sus 17 ver con la que se esgrimía en el ejemplo anterior. Lo mismo ocurre cuando uno considera que la interrupción voluntaria del embarazo representa un bien para la humanidad o que la eutanasia significa un salto en el desarrollo de la sociedad. En estas afirmaciones, se parte implícitamente de una idea de bien, de humanidad y de progreso que no ha sido previamente discutida. Para comprender por qué un interlocutor defiende estas u otras ideas resulta ineludible explorar su ética, aunque, muy a menudo, él mismo no la haya formulado explícitamente. Estas imágenes del mundo, del hombre, de la mujer, de la historia o de la naturaleza no siempre son explícitas, pero condicionan la forma y el contenido de la bioética fundamental y ésta, asimismo, el desarrollo de la bioética clínica. La discusión en torno a lo ético es muy iluminadora para poder comprender las posiciones que defienden los interlocutores en cuestiones muy particulares. Si, como dice el profesor Francesc Abel, la bioética es, constitutivamente, un diálogo,4 este diálogo no sólo tiene que desenvolverse en el plano de la superficie, es decir, de los dilemas que nos plantean el desarrollo de las ciencias y de las tecnologías aplicadas a la vida y que nos exigen, de manera imperativa, unas respuestas, aunque sólo sean provisionales; sino también en el plano más hondo, en el nivel fundamental, donde se yuxtaponen imágenes del mundo que, en ocasiones, aparecen como totalmente inconciliables. Se tienen que indagar las condiciones de posibilidad del diálogo bioético, pues, muy frecuentemente, éste se frustra porque los interlocutores que toman parte en él no cumplen unos mínimos requisitos para la práctica dialógica. Francesc Abel sintetiza las condiciones de posibilidad de este diálogo cuando en su libro se refiere a las actitudes esenciales del diálogo bioético. En primer lugar, destaca la competencia profesional y considera que es esencial para desbloquear el diálogo de sordos que tan habitualmente se produce y superar la visión cientista de la ciencia y la visión moralista de la ética. Igualmente, considera que se requieren una serie de actitudes y conductas como son «el respeto hacia el otro, la tolerancia, la fidelidad a los propios valores, la escucha atenta, una actitud interna de humildad y el reconocimiento de que nadie puede adjudicarse el derecho a monopolizar la verdad y que todos hemos de cuestionar las propias convicciones desde otras posiciones».5 En definitiva, dice que son necesarias «la escucha recíproca, la valoración del enriquecimiento que nos aporta la competencia profesional interdisciplinaria y la autenticidad en los acuerdos».6 Muy habitualmente, las diferencias de criterios en bioética clínica tienen su raíz en las distintas propuestas de bioética fundamental y, éstas, a su vez, se explican por diferentes posiciones éticas. En algunas ocasiones, interlocutores que difieren en lo fundamental son capaces de llegar a acuerdos mínimos en lo superficial. Esto significa que no siempre es verdad que cuando se parte de perspectivas éticas muy dispares resulte imposible llegar a acuerdos. La defensa de la dignidad humana, por ejemplo, es un axioma que está presente en la bioética fundamental de corte cristiano, pero también en bioéticas fundamentales de corte secular7 e inspiradas en otras tradiciones religiosas.8 Las 20 propuestas éticas de P. Singer, H. T. Engelhardt y J. Harris difieren de las éticas mentadas en lo relativo al concepto de dignidad humana, pero coinciden con ellas en otros aspectos. En algunas ocasiones, puede ocurrir lo contrario. Existen propuestas de bioética fundamental que parten de una misma tradición, de un mismo poso de ideas, pero sus conclusiones en el ámbito de la bioética clínica son distintas e, inclusive, contradictorias. Esto es particularmente visible en las bioéticas fundamentales de corte cristiano. Todas ellas se inspiran en un conjunto de referentes éticos que configuran la imagen del mundo, del hombre y de la naturaleza según la tradición judeocristiana y, sin embargo, en la dilucidación de aspectos asistenciales, clínicos y biotecnológicos, se puede detectar múltiples diferencias. La postura del teólogo católico Hans Küng respecto de la eutanasia difiere sustantivamente de la postura del moralista católico Elio Sgreccia. Todo ello indica que el hecho de partir de una ética común no excluye la pluralidad de bioéticas fundamentales y clínicas, sino todo lo contrario, abre la posibilidad a hermenéuticas y campos de aplicación variados y distintos. E igualmente, el hecho de partir de éticas dispares no imposibilita, necesariamente, acuerdos pragmáticos y concretos en determinados campos. Si esto fuera imposible, la bioética entendida como diálogo y no como mono-logos sería, simplemente, una quimera, una utopía irrealizable. En cualquier caso, la bioética se nutre de algo que no está en ella, de una ética que debe ser objeto de análisis por parte del filósofo. El filósofo no siempre es capaz de comprender adecuadamente los desafíos que plantean las ciencias de la vida, el mundo asistencial y clínico o las biotecnologías, pero sí que se le supone la capacidad para explorar los cimientos de la bioética fundamental, esa constelación de principios que, de un modo inconsciente, operan en el interlocutor a la hora de argumentar y de defender sus tesis. Según el profesor Francesc Abel, la participación del filósofo en el diálogo bioético se mueve en dos coordenadas: la de la ética y la de la lógica. «Los conceptos fundamentales –dice– que se utilizan en bioética (dignidad, libertad, persona, justicia, equidad…) tienen una larga tradición filosófica y se relacionan directamente con la ética o la filosofía práctica. Desde esta perspectiva existe una relación íntima entre el discurso ético de la filosofía y el discurso de la bioética. En el trasfondo de toda bioética hay una determinada cosmovisión ética de la realidad, y ésta se relaciona con una metafísica. Este trasfondo puede permanecer en un plano sólo implícito cuando se va al fondo de los problemas, pero no llega a salir a la superficie en el momento en que se quiere ir a las raíces del debate».9 Veámoslo con un ejemplo: el concepto de persona no es, stricto sensu, un tema de la bioética, sino que está más allá de ésta o, si se quiere, más acá de ella, dado que es anterior. No constituye, directamente, un tema de la bioética, sino más propiamente de la teología, de la antropología filosófica o de la ética general. Sin embargo, la dilucidación del concepto de persona es esencial en los debates bioéticos respecto a la dignidad del ser humano en las primeras fases de su desarrollo ontogenético o en las postrimerías de su vida biológica.10 21 Tampoco el concepto de familia pertenece, en sentido estricto, al dominio de la bioética fundamental, sino más bien al campo de la sociología, de la filosofía, de la teología o de la psicología. Cuando un teórico está criticando la posibilidad de que una mujer sola pueda dar a luz un hijo sin la presencia y el vínculo afectivo con un padre biológico, porque esta posibilidad atenta contra la familia, está invocando un concepto de familia que está latente en su ética, pero que no ha explicitado en ningún lugar. Otros, en cambio, considerarán que una pareja homosexual, en la que uno de sus miembros ha adoptado un niño y los tres forman una comunidad de mutuo afecto y de benevolencia, constituye una familia en el sentido más pleno de la palabra. En esta segunda afirmación, se exterioriza un concepto de familia muy distinto al que se extrae en el primer supuesto. La ética es un tipo de reflexión que analiza el discurso moral constituyendo un metalenguaje de carácter pretendidamente neutral o no normativo. En sentido técnico o analítico, la ética es un capítulo muy oportuno, dada la diversidad de discursos éticos sobre la biomedicina. Pero, además, en un sentido filosófico general, la ética es la tematización de la bioética como disciplina académica y profesión de la salud, tematización que está a la orden por el debate revisionista fundacional. Según el bioeticista italiano Giovanni Russo, lo que él denomina metabioético y nosotros incluimos, simplemente, en el campo de la éti ca es anterior y fundante en el desarrollo de la bioética clínica.11 Esta parte de la ética, que él denomina metabioética, se refiere, primariamente, a una visión del «significado semántico de la persona, de la verdad sobre su naturaleza e identidad».12 La tarea de la bioética no consiste únicamente en verificar el momento de aplicación de una serie de principios, sino en plantear hipótesis provisionales para resolver los conflictos que emergen en el mundo asistencial y clínico. Esta búsqueda de la verdad sobre la naturaleza de la persona y su identidad debe comprenderse como un horizonte de sentido y no como patrimonio de la ética. En toda bioética fundamental, se parte de una idea de lo que es la persona y su identidad. Cuestionar esta idea previa, arraigada en la ética, constituye un ejercicio fundamental para desentrañar su consistencia, su peso específico, su auténtico valor. Hay autores especialmente proclives para desarrollar esta tarea de pensar lo que ya dábamos por pensado. Es pertinente prestarles atención, aunque nos lleguen a incomodar profundamente. También las pretendidas bioéticas seculares que dicen fundarse en principios contrastados científicamente parten de unas premisas éticas que no siempre se someten a análisis. T. S. Kuhn y, después de él, Feyerabend y Lakatos, han puesto de relieve que la ciencia también parte de un trasfondo metacientífico, inclusive, irracional, que se convierte en su condición de posibilidad.13 La bioética, en tanto que diálogo, entra en contacto con las ciencias médicas y humanas, pero, en tanto que ética, se mueve en un plano prescriptivo que no puede fundamentarse, en último término, en los lenguajes de la ciencia que son, básicamente, descriptivos. Para comprender adecuadamente el sentido de una prescripción en bioética fundamental y clínica, se debe indagar el trasfondo ético de una determinada propuesta. 22 de la metafísica, se refiere a una trascendencia, mientras que, según él, nuestra civilización, desde Descartes hasta el momento presente, está instalada en la inmanencia, hace experiencia de su radical inmanencia. Se debe considerar, muy seriamente, este alegato contra cualquier intento de construir racionalmente un fundamentum para la bioética, pues si ello no es constitutivamente posible, no sólo la bioética de corte cristiano está en una precaria situación, sino también las bioéticas que se sostienen sobre un fundamento que consideran fuerte. La ética se funda, según Russo, en la verdad del hombre y de la naturaleza.21 Desde su punto de vista, la exigencia fundamental de la ética consiste en indagar los presupuestos filosóficos, biológicos y lingüísticos de fondo que permitan justificar la igualdad en el género humano. De ahí que la ética esté referida tanto a la realidad macro (cosmología), como a la realidad micro: el ser humano (antropología). El moralista italiano cree que es posible una ética construida sobre un trasfondo humano único y distinto que pueda favorecer una convergencia de fondo en torno al hombre, a su lugar en la historia, su puesto en la naturaleza, su génesis y desarrollo.22 Aunque no compartimos el optimismo de Giovanni Russo, tampoco nos parece ideal la perspectiva que defiende Gilbert Hottois. Es necesario aprender a cuestionar los propios presupuestos filosóficos (y teológicos),23 pero este ejercicio tiene como objetivo final la búsqueda de la verdad, de una verdad sobre el hombre, el mundo, la historia y la naturaleza que trasciende a todo ser humano en concreto, pero que in statu germinal se halla presente en toda consciencia. Debemos aprender a llegar a acuerdos mínimos y operativos para resolver, aunque sólo fuera provisionalmente, lo que nos ocupa y pre- ocupa, pero no podemos dejar de considerar el universo de principios que vertebran, en el fondo, nuestro pensar. 2.3. Las preconcepciones latentes en la bioética No estamos seguros de que sea posible fundar una ética desde un punto de vista estricta y únicamente racional, puesto que en el plano de lo fundante no sólo se hallan principios racionales, sino también intuiciones, ideas y visiones que tienen una génesis afectiva o emocional. Tampoco estamos convencidos de que sea posible vertebrar una ética a partir de una visión objetiva de la naturaleza humana. La aproximación a la esencia de la condición humana siempre es subjetiva. A pesar de ello, uno puede sustraerse, en parte, a la caída en el total y absoluto subjetivismo, si es capaz de escuchar al otro y de atender a su perspectiva. La dificultad que tiene el ser humano de precisar su puesto en la naturaleza es un síntoma evidente de la disparidad de éticas. Desde los inicios de la antropología filosófica contemporánea hasta el presente, esta cuestión ha sido constantemente objeto de múltiples exploraciones y no se ha alcanzado un punto de encuentro entre las distintas posturas. Desde los planteamientos fenomenológicos de Karl Jaspers y Edith Stein hasta las elucubraciones filosóficas de Peter Singer o de Peter Sloterdijk, la cuestión del puesto 25 del hombre en el cosmos, para decirlo al modo de Max Scheler, no resulta nada fácil de aclarar. Tampoco estamos convencidos, como sostiene Giovanni Russo, de que pueda haber una ética católica pura y estrictamente racional. Por supuesto que puede existir una ética católica, fundada en una concepción católica del hombre, la naturaleza y la historia, pero lo que no se puede admitir, sin más, es que esta fundamentación sea estricta y puramente racional, sino más bien el resultado de la interrelación dialéctica entre fe y razón.24 Giovanni Russo describe la ética católica en estos términos: «La metabioética católica, sobre el fundamento de que Cristo ha revelado la verdad del hombre, de la creación y de la historia, propone una metodología que es la más adecuada a la epistemología de la bioética, que se refiere al principio de contradicción por excelencia: la verdad del ethos del hombre en cuanto hombre».25 A pesar de que la bioética católica se inspire en la Revelación de Dios en la historia a través de la Segunda Persona de la Trinidad, ello no significa que se pueda afirmar que posea la verdad del hombre como patrimonio, porque la exploración de esta Revelación abre múltiples caminos de interpretación y análisis. Creemos que resulta sumamente estimulante investigar los presupuestos éticos que subyacen en las propuestas bioéticas de Singer, Engelhardt y Harris, pues ponen en cuestión los presupuestos que han vertebrado la bioética de raíz cristiana. Pero no sólo ésta, sino que también ponen en entredicho los fundamentos de ciertas bioéticas seculares que igualmente se estructuran a partir de la idea de la dignidad de la persona humana y de su superioridad, si no ontológica, sí ética y jurídica, respecto a los otros seres del cosmos. Las bioéticas fundadas en la tradición kantiana o en la tradición aristotélica también parten de estos presupuestos éticos de carácter antropocéntrico, aunque por motivos distintos. «La bioética –afirma Peter Singer– es una disciplina que conduce a cuestionar valores y doctrinas éticas que hasta entonces habían tenido un carácter sacrosanto. Esas doctrinas están a menudo conectadas con creencias religiosas, y no necesitamos ningún Jomeini que nos recuerde que el fundamentalismo religioso suele ser intolerante con la libertad de expresión.»26 Compartimos, muy hondamente, la visión que tiene Peter Singer de lo que supone el diálogo bioético, aunque, desde nuestra modesta perspectiva, no creemos que se pueda definir la bioética como disciplina, sino que pensamos, con Francesc Abel, que, en esencia, es diálogo interdisciplinar. Más allá de esta consideración puntual, sí que es verdad que el ejercicio de este diálogo nos lleva a cuestionarnos valores y doctrinas, no sólo de tipo religioso, que están en la entraña de nuestra facultad de pensar. Esto no significa, necesariamente, negarlas, pero sí, cuando menos, ponerlas entre paréntesis y estar dispuestos a examinarlas. El mero ejercicio de considerar los argumentos racionales de la ética de Singer, Harris y Engelhardt, constituye, de por sí, una labor intelectual muy fecunda para el que se ubica en otros planteamientos éticos, pues ello le obliga a considerar la consistencia intelectual de sus propios cimientos. 26 En toda exploración bioética subyacen un conjunto de creencias y de intuiciones. Hace ya mucho tiempo, José Ortega y Gasset distinguía entre ideas y creencias. Decía el autor de La rebelión de las masas que las ideas se tienen, mientras que en las creencias se está.27 Esto significa que la ética no es algo que se tenga de un modo consciente y racional, sino que uno está en ella y desde ella, piensa, razona, argumenta y critica tesis ajenas. El profesor Eusebi Colomer, conocido especialmente por su magna obra El pensamiento alemán de Kant a Heidegger, lo expresa de esta manera: «La razón no es nunca pura o absoluta, sino que siempre está históricamente condicionada. Aquello en lo que uno está, las creencias, precede siempre, de algún modo, en el ejercicio racional del pensamiento. En este sentido, se debe decir que los grandes desacuerdos entre los filósofos son desacuerdos pre-filosóficos. No se puede ocupar voluntariamente un lugar en el mundo del espíritu. Dicho de otro modo: no se puede prescindir de la propia cosmovisión».28 Y prosigue Colomer: «La honradez intelectual consiste en reconocerlo y explicitarlo. En el mundo del espíritu no se dan actitudes neutras o vírgenes. No se da, como pensaba Husserl, una filosofía pura y sin presupuestos, pues el primer presupuesto de la filosofía es el hombre concreto, distintamente condicionado, que filosofa. Tampoco el pensador no creyente está inmune a determinados presupuestos prefilosóficos; tampoco él no existe, como pensador, en la épokhé o suspensión continua de las propias convicciones. La pretensión de empezar de cero es una de las grandes ilusiones que reaparece de modo recurrente a lo largo de la historia de la filosofía. Descartes, Kant y Husserl nos parecen ejemplos ilustres de ello. Ninguno de ellos empezó de cero».29 Finalmente, concluye que la «verdad es que “siempre estamos embarcados” y que sólo podemos reparar el barco en alta mar y no con calma en las atarazanas. Y esto vale tanto para el creyente como para el que no lo es. Es falso pensar que la actitud del no creyente es más virgen y neutral que la del creyente, que este último está marcado, mientras que el primero no lo está. Todos estamos marcados, cada cual por su propia creencia. También el filósofo no creyente parte de su propia cosmovisión, tan objeto de creencia como la cosmovisión del creyente. En ambos casos se da una inextinguible heteronomía. Pensar consiste siempre en repensar y, por lo tanto, pensar desde una situación determinada. No se trata, pues, de pretender empezar sin presupuestos, sino de reconocerlos y explicitarlos».30 Nos preguntamos, siguiendo las lúcidas consideraciones de Colomer, si es posible dar razón de nuestras preconcepciones o si, de otro modo, no hay manera alguna de justificar por qué creemos en lo que creemos. Nos preguntamos si todas las creencias prefilosóficas son igualmente aceptables, si no es posible distinguir racionalmente una ética más excelente y valiosa que las otras. En el caso de que esto fuera posible, esta jerarquización se realizaría desde otros sistemas de creencias que, a su vez, deberían ser cuestionados. El filósofo alemán Hans Albert, unos de los egregios representantes del racionalismo 27 3. DIGNIDAD Y POLISEMIA 3.1. Una urdimbre de significados La palabra dignidad es polisémica y, a lo largo de la tradición filosófica y teológica occidental, ha sido objeto de múltiples interpretaciones.37 Un mero recorrido histórico por el pensamiento occidental, desde sus orígenes griegos hasta la filosofía contemporánea, revela el carácter plural que adquiere la expresión dignidad humana. La dignidad se define en el diccionario como «la calidad o el estado de ser valorado, honrado o respetado». Según esta concepción, es algo que podemos tener o algo que podemos percibir en otro o en uno mismo. El ser percibido como alguien que recibe consideración menor de la que merece es sufrir una indignidad. Se percibe que tratarse o tratar a otros con menor respeto que el merecido es comportarse de manera indigna. El pensador francés Patrick Verspieren, después de desarrollar un recorrido histórico donde constata esta pluralidad de significados, afirma: «Este esbozo histórico puede suscitar cierta perplejidad. Lo que sonaba como un claro recordatorio hecho al hombre de su especificidad, y de la barbarie a la cual podría llevar el olvido de dicha especificidad, se ha vuelto ambiguo y causa de confusión».38 En efecto, el prólogo a la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (1948) está escrito desde la experiencia inmediata de un pasado atroz y humillante para el ser humano. En el segundo considerando se afirma que «la subestimación y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie que ultrajan la conciencia de la humanidad; y que se ha proclamado como la aspiración más elevada del hombre la construcción de un mundo en el que todos los hombres gocen de la libertad de palabra y de creencias y se vean libres del miedo y de la miseria». La defensa de la dignidad se hace por relación a ese pasado, más aún, con el objetivo de que ese pasado (la Primera y la Segunda Guerra Mundial) no vuelva a repetirse nunca jamás. La idea de la dignidad se convierte, por lo tanto, en un recordatorio, en una llamada de atención, casi se podría decir, en una palabra profética. El prólogo parece sugerir que cuando los seres humanos pierden el sentido de la dignidad, que merece todo miembro de la especie humana, la caída en la barbarie, en la sinrazón, en la noche del terror, es una posibilidad más que viable. Después de esa idea de dignidad, claramente manifestada en 1948, la palabra va adquiriendo significados distintos y algunos muy ambiguos. También los usos habituales que en la actualidad se vinculan a esta palabra tienen significados no exactamente simétricos. Verspieren se refiere a dos casos concretos y reales que son muy ilustrativos para mostrar esta polisemia. Cuenta que, en un determinado local de entretenimiento, se llevaba a cabo una actividad de «ocio» que consistía en lanzar a un enano por los aires, de tal modo que ganaba la competición el que conseguía lanzarlo más lejos. No cabe 30 duda de que, frente a esta actividad supuestamente «entretenida», uno afirma que este juego es indigno o que, a través de él, se vulnera la dignidad del enano, pues, para decirlo al modo kantiano, se le trata como a un instrumento y no como a un fin. Se puede afirmar, con razones de peso, que tratar a una persona como a un saco es tratarla indignamente. Verspieren cuenta que, después de algunas denuncias de organizaciones humanitarias, se prohibió el citado espectáculo por indigno y degradante. Como consecuencia de ello, la persona implicada se quedó sin trabajo e interpretó que la prohibición del espectáculo representaba un atentado contra su dignidad como artista. Él no interpretaba esa tarea profesional como un atentado a su dignidad, sino todo lo contrario. Gracias a aquella actividad, tenía un empleo, podía alimentar a su familia y hasta ahorrar para vacaciones. Él consideraba que lo que era indigno era que le quitaran el empleo sin ofrecerle ninguna alternativa. Lo que los denunciantes pretendían alcanzar con su oposición al espectáculo resultó contraproducente para el «artista» en cuestión. Verspieren anota otro caso de ambigüedad más relacionado con la vida asistencial. Un paciente reclama a su médico que desea morir con dignidad. Desde su punto de vista, morir con dignidad significa determinar autónomamente el momento final de la muerte, es decir, determinarlo en función de sus propios parámetros éticos; mientras que, para el médico que le atiende, morir dignamente significa morir sin sufrimiento, es decir, tratando de controlar todos los síntomas de dolor que pueda padecer el paciente en la última fase. En el citado ejemplo, observamos que en la mente del paciente, la idea de dignidad se relaciona con la de autonomía, autodeterminación o libertad (latu sensu); mientras que en la mente del médico la idea de dignidad se relaciona estrechamente con la de no- maleficencia o con el imperativo de reducir todas las formas de dolor. Ambas formas de entender la dignidad no son necesariamente excluyentes, pero pueden llevar a consecuencias incompatibles en el terreno de la praxis asistencial. De hecho, puede ocurrir que el temor a padecer sufrimientos insoportables en la fase final lleve al paciente a decidir querer morir antes de que esta posibilidad sea una realidad. También puede ocurrir que el médico, por un celo terapéutico malentendido, no tenga en cuenta la libertad del paciente, su derecho a la autodeterminación, y le mantenga en un estado de vida que el paciente jamás hubiera deseado para sí. Todavía se puede incluir otro ejemplo. Una madre le comenta a su hija que se vista dignamente. La hija entra en su habitación y se pone una prenda de ropa muy ceñida al cuerpo dos tallas por debajo de su talla real, se cuelga un anillo gigante en la oreja y luce un pearcing en el ombligo. La madre, al verla, se molesta, porque considera que así no puede salir a la calle. Dice que es una forma indigna de vestirse. La expresión vestirse dignamente es, pues, ambigua. Según la madre, esta expresión significa ponerse un determinado tipo de indumentaria afín a sus patrones estéticos, mientras que, para la hija, vestirse dignamente significa vestirse à la mode, según unos cánones estéticos generacionales que no son, precisamente, los de su madre. Esta tensión se produce en el seno de un hogar occidental, moderno y secularizado. La tensión es mucho más intensa cuando se produce en un hogar donde la hija opta por una 31 indumentaria contraria a los principios religiosos de sus padres, y éstos viven su opción como una vergüenza pública. En este ejemplo, la noción de dignidad tiene que ver con las palabras decoro, decencia y pudor. Cuando la madre le hace ver a su hija que va vestida indignamente, se refiere a que muestra determinadas zonas de su corporeidad que no deberían ex-ponerse, ponerse hacia fuera. Como la hija tiene otro sentido de la intimidad y del pudor personal, no interpreta que su vestir sea indigno, sino todo lo contrario. A partir de estos tres ejemplos, observamos que la expresión dignidad es profundamente ambigua y es utilizada, tanto en contextos clínicos como en el mundo de la vida cotidiana, de maneras muy distintas. Esta relatividad de la noción de dignidad tiene que ver con la relatividad de la noción de bien. Nos preguntamos si es posible jerarquizar significados o si es más pertinente dejar de utilizar esta palabra dada su relatividad. Antes de responder a este interrogante, merece la pena ahondar en una expresión que se ha convertido en paradigma de esta ambigüedad: morir dignamente.39 3.2. ¿Qué significa la expresión morir con dignidad? La expresión morir con dignidad puede todavía albergar significados distintos a los enunciados aquí.40 Para determinados pacientes morir dignamente significa morir conscientemente, es decir, sabiendo intencionalmente el trance que se está pasando, con lucidez; mientras que, para otros, significa todo lo contrario, es decir, morir sin consciencia de ello, sin saber que uno se está muriendo. Para determinados pacientes, en cambio, morir dignamente significa morir rodeado de las personas que uno ama, pudiendo elaborar una despedida serena y grata, al modo como Sócrates se despidió de sus amigos, según cuenta Platón en el Fedón; en cambio, para otros, tiene que ver con el proceso de reconciliación o con la vivencia de ritos simbólicos que, desde su particular concepción religiosa del mundo, tienen un valor esencial para morir dignamente. Estos significados, además, no son excluyentes. El profesor Elizari sintetiza, en un artículo, seis modos de comprender la expresión morir dignamente.41 A su juicio, puede significar, en primer lugar, la no prolongación artificial de la vida cuando ese hecho carece de sentido, dicho en otros términos, el rechazo de la obstinación o «encarnizamiento» terapéutico. En segundo lugar, puede indicar el recurso a las terapias del dolor y del tratamiento de los síntomas molestos. Todo ello incide en la calidad de la vida del enfermo, en sus relaciones, y puede ser incluido, de alguna forma, como exigencia de la dignidad. En tercer lugar, morir dignamente puede entenderse como el alivio de los sufrimientos cuyos orígenes pueden ser muy variados y, por lo tanto, también diferentes las vías de solución. En cuarto lugar, puede comprenderse como una expresión muy unida al punto anterior, es decir, como la exigencia de ser acompañado, de la presencia cercana de las personas amadas. En quinto lugar, puede entenderse del siguiente modo: Siendo la muerte un acto tan importante en la vida de las personas, se pide frecuentemente en 32 Esta intuición común constituye lo que un autor denomina la actitud standard, compartida por personas de las más diversas orientaciones filosóficas, culturales y religiosas.»47 El juicio de Roberto Andorno es verdadero en algunos aspectos, pero quizás resulte ingenuamente optimista. Es verdad que la expresión dignidad es muy empleada en contextos y textos jurídicos y políticos, también es cierto que constituye uno de los valores fundantes o principios éticos de la democracia tal y como es concebida en la actualidad, pero no está nada claro que esta intuición –de la que habla Adorno más arriba– constituya una actitud standard, compartida por personas de las más diversas orientaciones, culturales y religiosas.48 De hecho, a lo largo de este estudio, tendremos ocasión de constatar cómo tres grandes bioeticistas actuales de proyección internacional discuten el concepto de dignidad humana y no comparten esta «intuición común» a la que se refiere Roberto Andorno. Además, si ampliamos el ámbito de reflexión sobre la dignidad más allá de los límites del pensamiento occidental, nos damos cuenta también de que la supuesta dignidad sublime de la persona humana es muy discutida en otras esferas de pensamiento. En las sabidurías del Extremo Oriente, en determinadas formas de budismo y de hinduismo, por ejemplo, se desconoce el mismo concepto de persona, al menos tal y como ha sido formulado históricamente en la civilización occidental, y no se postula necesariamente como imperativo ético la sublime dignidad de lo humano, sino que se declara digno todo ser de la realidad, indistintamente de su pertenencia a la familia humana. Sería deseable, al menos desde nuestro punto de vista, que hubiere una «intuición común» respecto a la dignidad humana, pero no creemos que pueda constatarse, sin más, esta pretendida intuición común. A juzgar por la bibliografía, se detectan serias críticas a la idea de dignidad humana y más particularmente a la idea de dignidad ontológica que posteriormente desarrollaremos. Según Andorno, aunque no exista consenso acerca del fundamento último de la dignidad humana, puede afirmarse que con este concepto nos referimos habitualmente al valor único e incondicional que reconocemos en la existencia de todo individuo, independientemente de cualquier cualidad accesoria que pudiera corresponderle. Es su sola pertenencia al género humano lo que genera un deber de respeto hacia su persona. El reconocimiento de este rasgo incondicional y único de todo individuo también es cuestionable desde determinadas éticas. O mejor dicho, algunos planteamientos bioéticos ponen en tela de juicio que este algo incondicional y único sea patrimonio exclusivo de la especie humana. Tal y como se ha dicho anteriormente, un modo de mostrar, via negationis, el valor de la dignidad humana consiste en exponer las trágicas consecuencias que tiene el olvido de ésta en el plano de la vida social y política. Como en el caso de la expresión «morir con dignidad», el acercamiento por la vía negativa no aclara el sentido de la palabra dignidad, pero ayuda a delimitarlo parcialmente. La indignidad, esto es, lo opuesto a la dignidad, se identifica, según Andorno, con la 35 instrumentalización, la tortura, la privación de libertad, la vulneración de la intimidad, la cosificación, la injusticia, la explotación mecánica de seres humanos, la crueldad, la guerra, el hambre, la humillación o la vejación. Todos estos facta de la vida son indignos o pueden situarse bajo la expresión de indignidad. Si consideramos que son intolerables, es porque creemos que el ser humano es creditor de un respeto, es merecedor de una consideración que en estas prácticas se vulnera. Ello nos lleva a justificar el porqué de este respeto, lo que significa que la fundamentación de su valor y de su superioridad axiológica en el orden cósmico debe desarrollarse de un modo afirmativo e intencional. Puede haber acuerdo entre los grandes bioeticistas de nuestro tiempo respecto a lo que es la indignidad, pero es muy improbable que se alcance un consenso en cuanto a lo que es la dignidad. Podríamos decir que los grandes teóricos de la bioética estarían conformes en afirmar que estos hechos reseñados son indignos o que no deberían suceder jamás, pero este supuesto acuerdo de mínimos no resuelve problemas de orden práctico de la bioética clínica. Además, algunos bioeticistas considerarían que estos hechos no sólo son indignos porque atañen a seres humanos, sino que también lo serían si sólo afectaran a animales. Según algunos autores muy calificados, la dignidad no es, en sí misma, un derecho, sino que es una noción prejurídica o metajurídica, aunque sea un concepto muy usado en los textos de naturaleza jurídica. Como dice Noëlle Lenoir, la dignidad es la fuente de todos los derechos,49 por ello, es un concepto pre-jurídico. En efecto, puede considerarse como el fundamentum sobre el que se sustentan los derechos del ser humano. Cuando afirmamos que el ser humano debe ser tratado dignamente o que es un ser digno de respeto, estamos afirmando que se deben respetar sus derechos fundamentales. Esta idea de dignidad también se manifiesta en la obra del teólogo protestante Jürgen Moltmann. «La raíz y el lazo común de los diversos derechos humanos es –según el autor de la Teología de la esperanza– la dignidad humana. Derechos humanos hay en plural, pero dignidad humana sólo hay en singular. La dignidad humana es una e indivisible. No se da más o menos, sino sólo por completo, o no se da en absoluto. Con ella se designa la cualidad del ser humano, como quiera que las diversas religiones y filosofías conciban su contenido. La dignidad del hombre –prosigue el teólogo– excluye en todo caso exponer al hombre a tratos que su cualidad de sujeto cuestiona por principio (I. Kant). Puesto que la dignidad del hombre es una e indivisible, también los derechos del hombre son una totalidad y no pueden ser añadidos o sustraídos según convenga.»50 Frente a esta pluralidad de significados que alberga la palabra dignidad, uno puede tener distintas reacciones. Por un lado, puede acabar pensando que se trata de una noción puramente retórica, que resulta demasiado abstracta para jugar un rol específico en bioética. El mismo Peter Singer se lamenta en uno de sus artículos del uso puramente retórico que tiene la palabra dignidad en las discusiones bioéticas. «Los filósofos –dice– tienden a refugiarse en la retórica de una pura palabrería. Recurren a frases grandilocuentes como “la dignidad intrínseca del individuo humano”; hablan del “valor 36 intrínseco de todos los hombres” como si los hombres poseyeran algún valor que los otros seres no tuvieran, o dice que los humanos, y sólo los humanos, son “fines en sí mismos”, mientras que “toda otra cosa que no sea una persona sólo puede tener valor para una persona”.»51 Desde este punto de vista, la dignidad sería una fórmula vacía, una palabra-ornamento en la prosa política, que se emplearía como un instrumento con el cual criticar fácilmente algunas prácticas biomédicas cuando se carece de argumentos racionales. Lo expresa J. P. Wils en su artículo ¿Fin de la «dignidad del hombre» en la ética?: «Dada la multiplicidad de aspectos que aparecen cuando se examina de cerca el concepto de dignidad humana, puede surgir el escepticismo respecto a la viabilidad de su empleo para la ética en general».52 También el profesor Javier Sádaba constata esta objeción a la idea de dignidad. «Contra el concepto de dignidad –dice– no han cesado de acumularse objeciones en los últimos tiempos (…) Suele aducirse contra la dignidad el hecho de ser una vieja idea tradicional convertida en residual en nuestros días. Que, además, es una cualidad espúrea, metafísica o teológica. O que, en fin, no hay modo de definir con cierta sustancia la dignidad, quedando reducida, por tanto, a un adjetivo intercambiable con otros muchos y, en consecuencia, simplemente metafórico.»53 La multiplicación de significados puede conducirnos a otra conclusión muy distinta: al reconocimiento de la complejidad de la noción. Esta segunda reacción nos parece más ponderada y adecuada que la primera. Partimos de la idea de que no es una palabra vacía, ni un concepto vacuo al que se puede dar arbitrariamente un sentido u otro, sino que es un vocablo que alberga una pluralidad de significados y esto indica que no puede ser tratado de un modo unidimensional. Como dice Jürgen Simon, «la dignidad humana no puede decaer en una fórmula vacía, por la cual se pueda justificar o declarar improcedente cualquier medida. Es decir, su contenido tiene que seguir manteniéndose sensible para poder desempeñar su función como regulador».54 En este sentido, estamos completamente de acuerdo con Elizari cuando afirma que «a pesar de que la dignidad humana no pueda utilizarse frecuentemente como un argumento claro y preciso en relación con las normas éticas, esto no la convierte en una categoría puramente decorativa. Es una piedra angular de la ética de Occidente. Y no sólo de ella. Hoy se acepta que toda persona, por su condición de tal, posee una dignidad inalienable, en la cual todos los seres humanos somos iguales».55 Como se puede deducir de un simple cotejo bibliográfico, se contemplan distintos itinerarios de fundamentación de la dignidad humana. Unos se mueven en el orden inmanente, mientras que otros se mueven en el orden trascendente. También hay propuestas de extender la idea de dignidad intrínseca a los seres no humanos. De todo ello, se deduce que la dignidad no es un dato común, ni directamente universal, sino una idea compleja que invita a pensar. Sobre todo, invita a pensar. Como expresa adecuadamente Roberto Andorno, además del problema de la definición conceptual, está el de la concretización en la bioética. De hecho, son dos problemas 37 histórico, Jürgen Habermas y Peter Sloterdijk. 4.1. La dignidad del anthropos. De Aristóteles a los estoicos. La noción de dignidad tiene una larga historia en el pensamiento occidental. Los filósofos griegos se refieren ya a la dignidad del hombre (anthropos) y la fundamentan a partir de la idea del alma racional. Según el punto de vista de Platón y, posteriormente, de su discípulo Aristóteles, el ser humano se eleva por encima de las otras entidades del mundo, por el hecho de tener alma racional. También en el pensamiento de raíz judía, el ser humano se alza por encima de todas las criaturas, por el hecho de ser imagen y semejanza de Dios. Según Aristóteles, todo ser capaz de automovimiento, de moverse por sí mismo, es un ser dotado de alma (psique). El alma es el principio vital y, en cuanto tal, no es patrimonio exclusivo de la condición humana, sino que todo ser vivo está dotado de él. En este sentido, Aristóteles distingue tres tipos de alma: el alma vegetativa, el irracional y el racional. El ser humano, el anthropos, está dotado del alma racional y ésta le faculta para pensar, razonar, elaborar ciencia y filosofía. El ser humano, por lo tanto, comparte, con las otras entidades vivas del cosmos, el hecho de tener alma, pero su alma tiene un rasgo de excelencia que le sitúa en un plano jerárquicamente superior respecto a los otros seres y le hace más digno de consideración y de respeto. Como señala atinadamente el profesor Javier Elizari en el artículo reseñado, para Aristóteles existen niveles de excelencia: el de la naturaleza, según el cual unos individuos poseen más talentos o méritos que otros, y el de la ciudadanía, por el que los ciudadanos griegos tienen entre sí igual dignidad, no atribuida a los demás.59 «En la filosofía de la Antigüedad –dice Jürgen Simon– el concepto de dignidad tenía un doble significado. Por una parte, la dignidad era dentro de la sociedad el distintivo de la posición social, en virtud de la cual unos individuos poseían más dignidad que otros. Por otro lado, la dignidad era la distinción de cada ser humano con respecto a las criaturas no humanas.»60 Con los estoicos se da un paso muy importante en la extensión del concepto de dignidad a todo ser humano, por estar dotado de racionalidad y, por ello, ser capaz de penetrar en el orden cósmico y lograr el dominio de sí mismo. Los dos conceptos de precio y de valor ya se hallan en la filosofía estoica. En ella se distingue entre el axion akhonta, que es lo que tiene valor, del conjunto de los bienes, agatha, que Séneca traduce como lo que tiene dignidad. Antes de la emergencia del cristianismo, desde la filosofía estoica se considera que todo ser humano es un bien cuyo valor no puede cifrarse, porque no tiene precio. Este reconocimiento universal del valor, de la dignidad de todo ser humano se manifiesta políticamente en la crítica de los estoicos a cualquier forma de esclavitud. Desde la perspectiva platónica, aristotélica y estoica, la razón de la dignidad o de la excelencia humana se entiende a partir del hecho de que el ser humano está dotado de un alma racional. Esta forma de argumentar que, a lo largo de la historia de Occidente, se 40 detecta en muchos autores y corrientes de pensamiento presupone dos tesis latentes que Peter Singer, junto con otros bioeticistas, pondrá en tela de juicio. La primera de ellas es la existencia del alma. Según la perspectiva griega, tanto platónica como aristotélica o estoica, el alma, en tanto que principio vital, es algo cuya existencia se da por supuesto, a pesar de que no puede ser contrastada empíricamente, ni demostrada científicamente. Desde determinados planteamientos materialistas, positivistas, utilitaristas y cientistas, la afirmación del alma ya es, en sí misma, cuestionable y, en algunos casos, rehusable. La segunda tesis parte de la idea de que el pensar es una actividad propia y exclusiva de la condición humana. Sin embargo, algunos autores del siglo XX, entre ellos Peter Singer y Tom Regan, y muchos otros, muestran su disconformidad respecto a esta particular tesis. Según sus puntos de vista, la diferencia entre el ser humano y el animal no reside en el acto de pensar, sino en el modo de desarrollar esta actividad, pues el pensar no es, a su juicio, propio y exclusivo del anthropos, sino una actividad que también se da en algunos animales superiores, aunque de un modo distinto. La idea de dignidad en el universo griego se sostiene sobre estas dos tesis que, si no resisten las críticas que han sido formuladas en el último tramo del siglo XX, difícilmente pueden mantenerse intelectualmente. En la comprensión aristotélica del ser humano, el hombre es un animal capaz de pensar, porque tiene alma racional, y capaz de vivir en la polis, porque es, por naturaleza, un ser social que se abre constitutivamente a los otros y crea comunidades. Lo que debemos indagar es si estos dos rasgos son razones suficientes para sostener una jerarquía ontológica en el orden del ser o, por otro lado, ya no hay argumentos de peso para defender una asimetría ontológica, ética y jurídica entre el ser humano y el resto de los animales. 4.2. La dignidad del homo. Santo Tomás de Aquino. La comprensión de la persona como centro de los valores morales pertenece a la cosmovisión bíblica y a la tradición teológica. Como botón de muestra, basta rememorar aquí la doctrina formulada con toda nitidez por santo Tomás de Aquino en el capítulo 112 del libro tercero de la Suma contra los gentiles: «Las criaturas racionales son gobernadas por ellas, y las demás para ellas». En este capítulo, santo Tomás hace las siguientes afirmaciones de tipo axiológico: «Dios ha dispuesto las criaturas racionales como para atenderlas por ellas mismas, y las demás como ordenadas a ellas». También afirma el Aquinate que «únicamente la criatura intelectual es buscada por ella misma, y las demás para ella». Igualmente afirma que «es evidente que las partes se ordenan en su totalidad a la perfección del todo; porque no es el todo para las partes, sino éstas para él. Ahora bien, las naturalezas intelectuales tienen mayor afinidad con el todo que las restantes naturalezas, porque cualquier sustancia intelectual es, de alguna manera, todo (est quomodo omnia), ya que con su entendimiento abarca la totalidad del ser». También afirma: «Si faltara lo que la sustancia intelectual requiere para su perfección, el universo no sería completo». 41 Esta doctrina de santo Tomás, que coloca a la persona como centro del universo y como lugar de los valores morales, puede ser la concreción del significado que encierra la comprensión del hombre como ser personal al ser utilizada como categoría moral para asumir la dimensión ética de la persona. No se puede dejar de ver en la obra de santo Tomás de Aquino una gran sensibilidad hacia la dignidad humana, fundada en la condición de imagen de Dios, expresada en el principio interior de la acción responsable y culminada mediante la consecución del fin último. La comprensión teológica del hombre es, al mismo tiempo, el punto de arranque, el contenido y la meta de la reflexión tomista sobre la dimensión moral de la existencia humana. Con sensibilidad bíblica y con fidelidad a la tradición patrística, el Aquinate enraíza la teología moral en el hombre entendido con la categoría bíblico-teológica de «imagen» de Dios. Partiendo del esquema aristotélico que había aprendido de su maestro san Alberto Magno, santo Tomás va más allá de las bases aristotélicas y desarrolla una visión del ser humano teniendo en cuenta las aportaciones de la Revelación histórica de Dios. Aristóteles no afirma, en ningún lugar de su obra, que el ser humano es imagen y semejanza de Dios, sin embargo, santo Tomás, a partir del dato bíblico, trata de unir sintéticamente las aportaciones de la antropología aristotélica y las afirmaciones de la antropología teológica que están latentes en el texto revelado. Ello tiene como resultado una elaboración nueva, singular en aquel momento histórico, que trasciende el marco genuinamente griego. En el prólogo de su teología moral, afirma: «Como escribe el Damasceno, el hombre se dice hecho a imagen de Dios, en cuanto significa “un ser intelectual, con libre albedrío y potestad propia”. Por eso, después de haber tratado del ejemplar, a saber, de Dios y de las cosas que el poder divino produjo según su voluntad, resta que estudiemos su imagen, que es el hombre en cuanto es principio de sus obras por estar dotado de libre albedrío sobre sus actos».61 Santo Tomás afirma que Dios ha dado a los humanos la razón que es el instrumento que les permite discernir y seguir las leyes naturales y universales, es lo que les confiere un estatuto particular en el conjunto de las criaturas de Dios y una situación superior a la de los animales. Según esta tradición cristiana, el amor de Dios se extiende a todos los seres humanos, entendido individualmente, a pesar de su comportamiento a menudo corrompido por el pecado. El valor que Dios les confiere es un don, y no algo que sea fruto del mérito. Esta doctrina de santo Tomás sobre la persona ha tenido un influjo decisivo en la historia de la teología moral y, en particular, en el magisterio de la Iglesia desde León XIII hasta el pontificado actual. La tesis de la dignidad de la persona se sustenta en un diálogo abierto entre fe y razón. El Aquinate afirma que la persona es lo más perfecto que subsiste en la creación y esta afirmación no es una pura tesis fideísta, sino que se sustenta en un conjunto de razones fundadas en el conocimiento de la naturaleza humana. También afirma, siguiendo el Génesis, que la persona es imagen y semejanza de Dios y que, por lo tanto, ocupa un lugar privilegiado, desde el punto de vista 42 honorable, que otro debe reconocer y que impone ciertas actitudes y un comportamiento adecuado hacia las personas que gozan de este estado. En las sociedades europeas aristocráticas y socialmente estratificadas, la dignidad era habitualmente reconocida a los individuos en virtud de la función pública que desarrollaban, por causa de su pertenencia a la nobleza o su rango eclesiástico. Sin negar que pueda ser apropiado, en ciertas circunstancias y dentro de ciertos límites, tener esta alta estima por una posición social particular, Kant sostiene que cada ser humano está dotado de dignidad (Würde) en virtud de su naturaleza racional.64 A pesar de que Kant no es el primero en formular esta idea, el autor de la Crítica de la razón pura (1781) la sitúa en el corazón de su teoría política y moral, defiende su carácter racional e independiente del poder religioso, y contribuye a hacer respetar la noción de dignidad, limitando seriamente el pensamiento consecuencialista. Kant elabora esta concepción de dignidad inspirándose en muchas fuentes, entre las que deben destacarse el pensamiento estoico, el cristiano y la obra de Jean Jacques Rousseau. Independientemente de los factores externos, el hombre puede y debe siempre llevar una vida digna y de dominio de sí mismo, una vida digna de su situación de ser humano viviente en un universo natural. La dignidad es un ideal y no algo dado, pero es un ideal que trasciende las distinciones sociales convencionales. La doctrina kantiana de la dignidad se inscribe dentro de la tradición cristiana que atribuye a cada ser humano un valor primordial, independientemente de sus méritos individuales y de su posición social; pero Kant trata de fundamentar esta idea de forma que no tenga ya presupuestos teológicos. Kant sostiene que la fe religiosa debe basarse en el conocimiento moral y no a la inversa. En los Fundamentos de la metafísica de las costumbres, el filósofo de Königsberg afirma que la dignidad descansa sobre la autonomía. A pesar de que esta afirmación está sujeta a múltiples controversias, implica, como mínimo, que la dignidad supone la presencia de una voluntad legalizadora o de una consciencia. Esto significa que la dignidad exige que uno se pueda considerar a sí mismo como sometido a exigencias morales que sean razonables para todos y que sean sentidas interiormente. En ciertos párrafos, Kant parece sugerir que sólo una persona dotada de una buena voluntad puede tener dignidad, pero el punto de vista que domina la mayor parte de los escritos éticos kantianos preside la idea de que la dignidad debe atribuirse a todos los agentes morales, inclusive a aquéllos que cometen acciones indignas. Según Kant, cada individuo considera necesariamente que su existencia en tanto que agente racional es un fin en sí misma. «Si suponemos –dice Kant– que hay algo cuya existencia en sí misma posee un valor absoluto, algo que como fin en sí mismo puede ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de una ley práctica. Ahora, yo digo que el hombre y, en general, todo ser racional existe como fin en sí mismo y no sólo como medio para cualesquiera usos de esta o aquella voluntad… Los seres racionales se llaman personas, porque su naturaleza los distingue como fines en sí mismos, o sea, como algo que no puede ser usado 45 meramente como medio.»65 Kant opone el valor especial de este fin en sí mismo que denomina dignidad al valor común de fines relativos que denomina precio. La dignidad es un tipo de valor invariable atribuido a las personas o a la «humanidad realizada en las personas».66 El precio es un tipo de valor fluctuante que se atribuye a objectos materiales, mientras que la dignidad es un «valor incondicional e incomparable». El precio es un valor condicionado y comparativo. Esto implica, por ejemplo, que la dignidad de una persona es independiente de su status social, de su popularidad y de su «utilidad» social, puesto que estos factores pueden variar si las circunstancias cambian. Por el hecho de que la dignidad es incomparable, no se puede decir que una persona tiene más dignidad humana que otra, como por ejemplo se puede decir del precio. El valor de lo que tiene dignidad es superior a todo lo que tiene precio. Kant sostiene que la dignidad no admite paralelo; deja entender que lo que está dotado de dignidad no puede ser intercambiado o sacrificado bajo el pretexto de que será reemplazado por un bien de una dignidad igual o superior. Esto implica que, contrariamente a lo que tiene precio, la dignidad no puede ser entendida en términos cuantitativos. Las cosas que están dotadas de ella son irreemplazables y no tienen precio, tienen un valor inconmensurable en el sentido de que no se puede valorar su excelencia. En su Metafísica de las Costumbres, Kant atribuye un rol determinante a la noción de dignidad humana o de humanidad, entendida como fin en sí. Por ejemplo, aunque él afirma que una persona puede perder su estatuto cívico o su dignidad de ciudadano cometiendo delitos graves, Kant sostiene que esta dignidad no puede privarse a ningún ser humano. Añade que practicando la mentira y la calumnia la persona obra de tal modo que ofende la dignidad de los otros.67 La forma de respeto moral más fundamental consiste, según Kant, en el respeto a la ley moral. El respeto moral de los individuos es, pues, una forma de respeto de la moral. Respetamos a los individuos cuando reconocemos adecuadamente sus derechos y responsabilidades en tanto que agentes morales dotados de dignidad. Kant distingue dos componentes del respeto fundamental: el reconocimiento racional de la autoridad de la ley moral y un sentimiento de reverencia y de humildad que nos inspira inevitablemente este reconocimiento. El deber consiste en obrar en cualquier circunstancia conforme a lo que exige este respeto fundamental. En efecto, la exigencia moral consiste en regular la propia conducta por el reconocimiento completo y consecuente de la dignidad humana, lo que es un ideal y que nosotros, en calidad de agentes morales racionales, debemos respetar. Según Kant, el ser humano es insustituible. Tiene un valor interior, porque, además de formar parte del mundo sensible, vive en el mundo moral. Peter Kemp sintetiza la propuesta kantiana en torno a la idea de dignidad de este modo: «La dignidad humana consiste en reconocer que cada hombre es irreemplazable».68 La dignidad del hombre radica en el hecho de que es el maestro de la naturaleza. El hombre es y debe ser tratado siempre como un fin y nunca únicamente como un 46 medio. La ética kantiana descansa sobre esta consideración axiológica del hombre. Para Kant, la bondad moral reside en la actitud coherente con la realidad de la persona. Ahora bien, esa actitud se expresa con la categoría de fin/medio. En efecto, la segunda fórmula del imperativo categórico suena de este modo: «Obra de tal modo que siempre tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, como fin y nunca únicamente como puro medio». El hombre es, según esta perspectiva, una realidad absoluta y no relativa. La persona tiene una dimensión moral, porque no es un ser que se constituya en cuanto tal por referencia a otro ser, es como un universo de carácter absoluto. Lo que genera la condición para que algo sea fin en sí mismo no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad. En la ética de Kant, la dignidad humana descansa en la autonomía, es decir, en la capacidad de dominio moral del ser humano y ocupa un lugar central. El concepto moderno de la dignidad humana está estrechamente unido a Kant y a su filosofía. Según ésta, la imagen del hombre está caracterizada por la idea de su autonomía moral y de su calidad como sujeto, destacando aquí la unicidad y la no- repetibilidad de cada individuo. La libertad humana se manifiesta en la capacidad de la voluntad de adherirse exclusivamente a la idea de razón pura. Según ésta, la autonomía de la voluntad como fundamento de la dignidad de la naturaleza humana o de cualquier otra naturaleza racional se basa en la facultad de la voluntad de darse a sí misma las reglas, independientemente de argumentos prescriptivos empíricos. Kant traslada lo objetivamente correcto a la no contradicción formal de una voluntad subjetiva, apta para ser generalizada. El ser humano es, por su naturaleza, persona y posee un valor absoluto. Esta naturaleza como persona lo diferencia a la vez de los seres sin razón, a los cuales, por ser semejantes a objetos, «sólo les corresponde un valor mínimo». En la obra de Kant, la dignidad no significa valorabilidad, sino que es el criterio de todas las valoraciones singulares. Esta clase de dignidad ha de ser entendida de manera trascendental, o sea, no vinculada a las cualidades empíricas. Por eso dice una fórmula kantiana: «Respeta la humanidad de cada hombre». Es decir, dignidad es un concepto de humanidad. Allí donde alguien pertenece a la humanidad, por ser un ser vivo humano, allí está presente esta dignidad. También Jürgen Habermas se refiere a una ética del género humano. Según su punto de vista, la pertenencia al género del hombre cae desde el principio bajo el concepto de dignidad. Según el teólogo alemán Dietmar Mieth, esta comprensión kantiana de la dignidad ha quedado expresada en la constitución alemana.69 En ella, la dignidad es entendida como una cualidad trascendental, es decir, como un atributo aplicable a cada miembro del género humano, independientemente de condiciones empíricas. Los autores abordados en este ensayo, Peter Singer, Hugo Tristram Engelhardt y John Harris discuten el planteamiento kantiano por distintos motivos que, posteriormente, tendremos ocasión de ver. En términos generales, no aceptan la distinción entre el hombre nouménico y el hombre fenoménico, ni tampoco la argumentación kantiana según la cual el ser humano es un fin en sí mismo, mientras que todos los otros seres, 47 espíritu y la expresión de la libertad del espíritu en el fenómeno que se llama dignidad.»76 El autor de Guillermo Tell considera esta segunda dimensión: la dignidad existencial. También relaciona íntimamente el concepto de dignidad con la idea de libertad. La libertad, en la filosofía romántica de Schiller, no puede identificarse con el libre albedrío, con la capacidad de optar entre dos o más alternativas, sino con la posibilidad de liberarse de esas barreras que hay en la naturaleza humana. El ser humano puede elevarse al reino divino, al ámbito de la gracia, a través de sus obras, de sus creaciones, de la música, del arte, de la poesía, pero también puede vivir como una bestia, bajo la esclavitud de los sentidos más elementales. La dignidad es la libertad que confiere el espíritu, es el dominio sobre los instintos. Según Schiller, la dignidad se exige y se demuestra en el padecer (pathos). En este punto, el pensador romántico no sólo se aproxima a la filosofía moral de Kant, sino también a la propuesta ética de los estoicos. «La dignidad –dice– es expresión de la resistencia que el espíritu autónomo ofrece al instinto natural.»77 A lo largo de su ensayo, Schiller distingue diferentes gradaciones de dignidad. Para Schiller, la dignidad no es un atributo que se diga intrínseco de todo ser humano, no tiene un valor ontológico, sino que es algo que se conquista a través del obrar y, por lo tanto, que está sujeto al mérito. «La dignidad –dice– tiene sus distintas gradaciones.»78 En el grado supremo está lo majestuoso, que se puede decir de aquel ser humano capaz de controlar sus actos involuntarios, de padecer con serenidad, de elevarse por encima del reino de la necesidad y de las inclinaciones. 4.6. La dignidad como orden y relación. Johan Gottlieb Fichte Uno de los autores que junto con Friederich Schiller explora el concepto de dignidad humana siguiendo, en parte, la herencia kantiana es Johan Gottlieb Fichte. En la historia del concepto de dignidad se olvida, con frecuencia, su aportación, así como también la de Schiller. Fichte es, sin lugar a dudas, uno de los más grandes hitos del Idealismo alemán. En una alocución que llevó a cabo al final de su Curso filosófico de 1794, titulada Sobre la dignidad del hombre, Fichte expone, de un modo claro y bello a la vez, su visión del hombre y las razones de su dignidad en el conjunto de la naturaleza. Su concepción de la dignidad humana está íntimamente relacionada con su filosofía del yo (Ich). El yo es el auténtico principio de todo. El yo no es simplemente un observador de la realidad (el no-yo), sino un actor. Lo que dignifica al ser humano es el actuar en el mundo. A juicio de Fichte, el peor de los males es la inactividad o la inercia, de la que proceden los demás vicios, como, por ejemplo, la vileza o la falsedad. La inactividad hace que el hombre quede en el plano de la cosa, de la naturaleza, del «no-yo», y por lo tanto en cierto sentido constituye una negación de la esencia y del destino del hombre mismo. Según el pensador alemán, el hombre realiza en plenitud su dignidad cuando entra en 50 relación con los demás hombres. Para convertirse plenamente en hombre, cada individuo necesita de las demás personas. La necesidad de que existan otros se basa, según Fichte, en la consideración de que el hombre tiene el deber de ser plenamente hombre, y esto sólo se realiza si existen otros hombres. La multiplicidad de individuos también implica el surgimiento del derecho y del Estado. En la medida en que el hombre no está solo, sino que forma parte de una comunidad, es un ser libre junto a otros seres libres también y, en consecuencia, debe limitar su propia libertad a través del reconocimiento de la libertad de los otros. De manera más específica, cada hombre debe limitar su propia libertad de modo que todos y cada uno puedan ejercer igualmente la libertad que les es propia. El yo es, pues, según Fichte, el fundamento de la dignidad humana, lo que convierte al ser humano en un ser radicalmente distinto de la naturaleza, de lo que Fichte denomina el «no-yo». Dice en la citada alocución: «Sólo a través del Yo se produce orden y armonía en la masa muerta y sin forma. Sólo a partir del hombre se expande regularidad en torno a él hasta el límite de su observación». Según Fichte, el yo introduce orden, regularidad y armonía en la naturaleza, introduce unidad en la infinita pluralidad de los seres. En el «yo hay la garantía segura de que orden y armonía se difundirán a partir de él hasta el infinito». En definitiva, «todo lo que ahora es todavía amorfo y sin orden se disolverá gracias al hombre en un orden más bello, y lo que ahora ya es armónico llegará a ser todavía más armónico, según leyes no desarrolladas hasta ahora». Para Fichte, el hombre introduce orden en el caos y un plan en la destrucción general. Gracias a su intervención activa, la descomposición dará forma y la muerte llamará a una nueva vida llena de esplendor. Según Fichte, el hombre es el ser más espiritualizado de la creación. «Su cuerpo –dice– es el más espiritualizado que podía formarse de la materia que le rodea; en su entorno el aire es más dulce, el clima más suave, y la naturaleza se alegra por la esperanza de ser transformada por él en un lugar habitado y en una protectora de los seres vivos.» Según Fichte, el hombre actúa en el mundo como demiurgo, es decir, como un principio ordenador y ahí es donde reside, precisamente, su dignidad especial en el conjunto del cosmos. Su intervención tiene beneficios para la naturaleza. «En su entorno se ennoblecen los animales, bajo su mirada de temor abandonan el estado salvaje y reciben una alimentación más sana de la mano de su señor.» El hombre, según el filósofo idealista, es totalmente independiente de la naturaleza, «él es simplemente para sí mismo». El ser humano subsiste más allá de la materia, tiene un principio de eternidad. «Es eternamente, gracias a sí mismo y a su propia fuerza.» En sus últimos textos, Fichte concibe al ser humano como expresión de la razón eterna, como vida y voluntad eterna. En Misión del hombre, afirma: «Sólo la razón existe; la infinita, en sí misma, y la finita, en ésta y mediante ésta. Ella es la única que crea un mundo en nuestros ánimos, o por lo menos crea aquello de lo cual lo desarrollamos y aquello a través de lo cual lo desarrollamos: la llamada del deber; y crea además sentimientos coincidentes, intuición y leyes del pensamiento. Mediante su luz captamos su luz y todo lo que se nos muestra con esta luz. Ella realiza este mundo en nuestro 51 ánimos y penetra en él, en la medida en que penetra en nuestros ánimos con la llamada del deber, apenas otro ser libre modifica alguna cosa de él. Ella mantiene en nuestro ánimos ese mundo y, de este modo, nuestra existencia finita, la única de la que somos capaces, en la medida en que hace surgir continuamente otros estados de nuestros estados. Después de habernos probado, de habernos probado hasta la saciedad para la que será nuestra próxima misión, siguiendo su objetivo supremo, y después de que nos hayamos preparado para dicha misión, destruirá nuestra existencia mediante lo que llamamos muerte y nos introducirá en una nueva misión que será producto de nuestro actuar conforme al deber en la presente existencia. Toda nuestra vida es su vida. Estamos en sus manos y allí permanecemos, y nadie puede arrancarnos de allí. Somos eternos porque ella es eterna». 4.7. Dignidad humana y biotecnología. Habermas frente a Slöterdijk Uno de los filósofos actuales que más ha ahondado en el concepto de dignidad es el conocido filósofo alemán Jürgen Habermas,79 el autor de la Teoría de la acción comunicativa (1981). No es pertinente, en este espacio, recorrer la extensa obra de Habermas, pero sí, cuando menos, resaltar algunos de sus pensamientos más significativos en torno a la dignidad humana. El planteamiento de Habermas puede calificarse de racional, pragmático y procedimental. Rehúye el pensamiento metafísico y se ubica en el plano de la razón dialógica. Su modo de entender la dignidad se aleja de posturas teológico-religiosas y se aproxima a la noción de autonomía tal y como la manifiesta Immanuel Kant. El filósofo alemán parte de la idea de que es la comunidad de diálogo la que debe discernir el valor o la dignidad que tienen los seres humanos, los animales y las plantas. No parte de una visión de la dignidad como un atributo intrínseco u ontológico, como algo que se diga del ser, sino como un valor que se atribuye a una vida en particular por determinadas razones. Admite que la discusión en torno a la dignidad humana es una discusión abierta, donde no hay consenso explícito, pero, desde su punto de vista, toda vida humana, tanto la emergente como la gravemente dañada o erosionada, es merecedora de respeto, es acreedora de dignidad. En su libro El futuro de la naturaleza humana, el filósofo alemán se adentra en la cuestión de la manipulación genética y de los retos que puede conllevar esta posibilidad tecnológica en un futuro inmediato y lejano. Desde una perspectiva originariamente kantiana, pero fundada en la idea de la comunidad de diálogo, Habermas se manifiesta muy crítico respecto de la tesis del filósofo alemán Peter Sloterdijk. Ambos pensadores defienden ideas de dignidad humana distintas. Para Sloterdijk la dignidad humana está amenazada por los medios de comunicación social que embrutecen al hombre y por la incapacidad de domesticar que padecen los maestros, los sabios y los educadores. Habermas plantea la cuestión desde otra perspectiva. Se muestra muy cauto y prudente respecto al valor que se debe otorgar a toda vida humana y, contrariamente a las tesis del 52 5. TRES SENTIDOS DE DIGNIDAD Algunos modos de entender la dignidad que se recogen en este capítulo fueron ya definidos en nuestra Antropología del cuidar (1998).86 En términos generales, se puede distinguir tres ideas de dignidad que son las que aparecen implícitamente en las discusiones bioéticas: la dignidad ontológica, la ética y la teológica. Muy frecuentemente, los debates bioéticos no llegan a buen término, porque no se explicitan claramente los significados latentes de la palabra dignidad, y ello tiene como consecuencia la opacidad comunicativa. Aunque se pueden distinguir otras acepciones de la palabra dignidad, recogemos en este capítulo las tres mencionadas porque tanto en las declaraciones europeas como en los documentos internacionales son las más empleadas. 5.1. Dignidad ontológica Desde esta perspectiva, dignidad significa, dentro de la variedad y heterogeneidad del ser, la determinada categoría objetiva de un ser que reclama –ante sí y ante los otros– estima, custodia y realización. En último término, se identifica objetivamente con el ser de un ser, entendido éste como algo necesariamente dado en su estructura esencial metafísica y, a la vez, como algo que se tiene el encargo de realizar. Se entiende aquí por estructura esencial todo lo que el hombre es y necesariamente tiene que ser, ya se trate – cada aspecto en sí considerado– de la esencia (naturaleza) o bien referido a una estructura fundamental del hombre. «La dignidad ontológica, –dice Roberto Andorno– es una cualidad inseparablemente unida al ser mismo del hombre, siendo por tanto la misma para todos. Esta noción nos remite a la idea de incomunicabilidad, de unicidad, de imposibilidad de reducir a este hombre a un simple número. Es el valor que se descubre en el hombre por el sólo hecho de existir. En este sentido, todo hombre, aun el peor de los criminales, es un ser digno y, por tanto, no puede ser sometido a tratamientos degradantes, como la tortura u otros.»87 Esta noción de dignidad se funda en la idea de que es posible un acceso a la naturaleza metafísica del ser humano, a lo que subyace en él más allá de las apariencias. Desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, se debe mostrar de qué modo es posible este acceso, puesto que si no fuere realizable lo único que quedaría del ser humano sería un hecho biosocial y cultural que muta a lo largo del tiempo. Al referirse a la dignidad ontológica, uno se refiere directamente al ser de la persona, lo que supone que ese ser, que es considerado como una excelencia, puede ser conocido, o mínimamente atisbado a través de la razón. La dignidad ontológica radica en la idea de que el ser del ser humano es la perfección o la excelencia y que, indistintamente de la forma concreta que pueda tener en el marco de las apariencias, en tanto que ser humano, es sumamente digno de respeto y de honor por el ser que le anima y le sostiene. 55 La dignidad ontológica, pues, se funda en una filosofía del ser, según la cual el ente humano es muy digno de respeto por el ser que sostiene su naturaleza. Esto supone que, para poder defender correctamente la dignidad ontológica, se debe partir de una filosofía del ser y de un acceso cognoscitivo al ser de la persona, lo que, ciertamente, plantea algunos problemas en el orden del conocimiento. El ente es lo primero que capta el entendimiento, pero el ser que es el fundamento del ente no puede ser concebido por la mente humana. Como se desprende de la metafísica de santo Tomás, el acceso a este ser del ente es un acceso analógico, es decir, aproximativo, que parte del ente como punto de arranque. Desde determinadas perspectivas éticas modernas y contemporáneas, este acceso al ser más íntimo del ser humano, a lo más fundante que hay en él, no es posible desde el puro ejercicio racional, de lo que se deduce que tampoco tiene sentido afirmar una dignidad ontológica. Ese ser fundante permanece en el desconocimiento, con lo cual no se sostiene la idea de una dignidad ontológica, pues no se tiene acceso a ese ser que, supuestamente, es merecedor de respeto y honor. Desde otras corrientes filosóficas, se reduce al ser humano a un hecho puramente empírico, a un conjunto de elementos y sistemas, pero no se le contempla como a un ser metafísico, como a un ente que es sostenido y fundado en el ser. Desde esta perspectiva, la idea de la dignidad ontológica es absurda no sólo porque no haya posible acceso racional al ser más íntimo del ser humano, sino porque no hay ser, sino un puro fenómeno empírico. Deschamps, como Andorno, defiende la licitud de la dignidad ontológica. «La dignidad –afirma el pensador francés– es, por consiguiente, coextensiva a la naturaleza espiritual del hombre, universalmente porque vale para todos los hombres y particularmente porque lo distingue de todas las otras criaturas.»88 Pascal fundamenta esta dignidad ontológica en la capacidad de pensar propia del ser humano: «El hombre –dice– está hecho para pensar, ahí está toda su dignidad y todo su mérito».89 Patrick Verspieren también es un claro defensor de la idea de dignidad ontológica. En una conferencia pública que dictó en Barcelona el día 3 de diciembre de 2003 en la sede de la Fundació Joan Maragall, tuve ocasión de preguntarle si esta dignidad ontológica podía sostenerse filosóficamente, sin necesidad de recurrir a un gran relato religioso sobre el origen divino de la persona humana. En aquella ocasión, Verspieren respondió que se podría apelar a una ética de la memoria para fundamentar la dignidad inherente de toda persona humana. El recuerdo de determinados momentos de la historia donde la idea de dignidad ontológica ha sido cuestionada o simplemente negada ha tenido como consecuencia la caída en la sinrazón, la barbarie o el mal radical.90 Esta memoria, dice Verspieren, llama a la vigilancia. Aceptar la idea de un orden infrahumano conduce al desprecio de la dignidad de la persona humana. De ahí que considere necesario reconstruir esta dignidad ahí donde esta idea esté amenazada. La dignidad es entendida, de este modo, como una relación humana, producida por el reconocimiento del otro. 56 5.2. Dignidad ética La dignidad en sentido ético es el ser individual que se realiza y se expresa a sí mismo en tanto que entiende, quiere y ama; posee entonces algunas características que le hacen participar de una comunidad espiritual: consciencia de sí mismo, racionalidad, capacidad de distinguir lo verdadero de lo falso y el bien del mal, capacidad de decidir y de determinarse con motivaciones comprensibles para otros seres racionales, capacidad de entrar en relación de diálogo y de amor oblativo con otros seres personales. Este modo de comprender la dignidad es la que Patrick Verspieren denomina dignidad en un sentido moral.91 Es la dignidad que depende, en esencia, del mérito, del coraje, de la magnanimidad de un alma. En este sentido, la palabra dignidad está emparentada con los términos lucidez, coraje, aceptación de la realidad, ausencia de odio, pudor, discreción y decencia. «La dignidad ética –sostiene Roberto Andorno– hace referencia no al ser de la persona sino a su obrar. En este sentido, el hombre se hace él mismo mayormente digno cuando su conducta está de acuerdo con lo que él es, o mejor, con lo que él debe ser. Esta dignidad es el fruto de una vida conforme al bien, y no es poseída por todos del mismo modo. Se trata de una dignidad dinámica, en el sentido de que es construida por cada uno a través del ejercicio de su libertad.»92 J. M. Parent Jacquemin denomina a esta forma de comprender la dignidad dignidad existencial y la relaciona, siguiendo al profesor Gómez Pin, con el concepto de la decencia. Rastreando la etimología, Parent advierte que la palabra latina dignitas es la forma abstracta del adjetivo dignos o decnus, que tiene la raíz sánscrita dec, al igual que el verbo decet y sus derivados decor, decus, decorare, que significan decoro, que es una cualidad superior, la excelencia.93 «La decencia –afirma el profesor Gómez Pin– es no encubrir tal condición procediendo en conformidad a criterios que la subordinan y así la degradan.»94 La decencia se define, entonces, como la virtud de la manifestación o dignidad existencial de esta cualidad ontológica. Según este punto de vista, la dignidad existencial o ética existe a partir de la primera. Vivir dignamente es vivir conforme a la propia condición, consiste en ser lo que uno es, o más correctamente, ser lo que uno está llamado a ser desde su ser más íntimo. Desde esta perspectiva, la dignidad ontológica es la condición de posibilidad de la dignidad ética, pero la segunda requiere, además del ser, de un determinado modo de obrar. Cuando uno obra conforme a su consciencia, a sus principios y valores morales, actúa dignamente, es decir, actúa conforme a lo que ya es de por sí, un ser digno ontológicamente; pero, en cambio, cuando actúa contra su propia consciencia, contra sus valores e ideales, actúa indignamente, se niega a sí mismo, oculta su dignidad ontológica, su excelencia como ser humano que es. Según nuestro punto de vista, la dignidad ética se dice del obrar, mientras que la dignidad ontológica se dice del ser. La primera sólo tiene sentido si nos situamos frente a un ser libre que pueda obrar de modos distintos, que pueda tomar decisiones libres y 57 puede sencillamente cesar, dejar de existir, pero sí puede existir como algo a que se reniega y que es causa de juicio y condenación. En cuanto esa esencia proviene de Dios y se dirige a Dios, recibe de él y a él se abre, es de tal naturaleza que la dignidad que lleva consigo es a la vez lo más íntimo de ella y algo superior a ella; por tanto, participa de lo inaccesible, de lo misterioso e inefable de Dios, y sólo se revela plenamente en un diálogo del hombre con Dios (por consiguiente, fe y amor), y, por consiguiente, no se presenta nunca a manera de objeto tangible. A Dios sólo le conocemos en espejo y en símbolo; lo mismo se puede decir del hombre y de su destino, puesto que proviene de Dios y tiende a Dios.»98 Karl Rahner considera que la dignidad teológica del ser humano, aunque, como se ha dicho, está dada de antemano, es decir, a priori, está amenazada de dos maneras: del exterior y del interior. «El hombre –dice– como esencia corpórea, anteriormente a su decisión personal, está expuesto a un influjo de orden creado, independientemente de su decisión: influjo de fuerzas materiales y de otras personas creadas (hombres y poderes angélicos). Si bien una situación de perdición última y definitiva del hombre sólo puede originarse por una decisión interna y libre del hombre mismo, no obstante, tales influjos, que vienen de fuera y que afectan a la persona y a su dignidad personal y hasta sobrenatural en cuanto tal, son posibles y, por tanto, peligrosos. No hay ninguna zona de la persona que de antemano esté al abrigo de tales influjos de fuera; por ello, todo sucedido exterior puede tener su importancia y constituir una amenaza para la salvación última de la persona, que, en cuanto tal, puede quedar degradada por los influjos de fuera.»99 «Como el hombre que dispone libremente de sí mismo –dice Rahner– tiene en su mano su dignidad puede malograrse a sí mismo, juntamente con su dignidad, mediante alguna trasgresión contra sí mismo en alguna de sus dimensiones existenciales, dado que esta trasgresión afecta esencialmente al hombre entero. Aunque el hombre no puede suprimir o alterar a voluntad su dignidad esencial previamente dada, puede, no obstante, entenderla realmente de tal modo que en cuanto actuada se contradiga –ontológica y, por tanto, éticamente– a sí misma, en cuanto previamente dada por Dios. Él puede en este sentido –haciéndose culpable ante Dios– degradarla. Más aún: al hombre que hace uso de su libertad se le plantea irremisiblemente este dilema: o degrada su dignidad o la conserva en la gracia de Dios constituyéndola en algo efectivo, en dignidad realizada.»100 La dignidad teológica, pues, es algo dado al ser humano, una dádiva que, como gracia, le es otorgada por el hecho de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios. Pero este reconocimiento que exige la dignidad puede ser puesto entre paréntesis por distintos motivos. El ser humano está llamado a vivir conforme a esta dignidad, a hacerse mediante sus obras más digno y próximo a Dios. En este sentido, la libertad plena no es la libertad como libre albedrío, sino la libertad como liberación (libertas) de todo cuanto amenaza gravemente el reconocimiento de dicha dignidad. Desde la sensibilidad ética contemporánea no siempre se respeta esta idea de dignidad que se desprende de la tradición teológica. En algunos casos, se la considera un residuo del pasado, una especie de remilgo que subsiste inercial y marginal en nuestra cultura 60 secular, plural y postconvencional. Según el profesor Javier Sádaba, por ejemplo, en una sociedad laica y racional, la teología o lo que él denomina una «metafísica vaporosa», sustituta de la anterior, poca cabida tienen. «La dignidad autónoma de los seres humanos –dice– no depende ni de los dioses ni de aura alguna, ni es pepita de oro que, escondida, habitara dentro de nuestros corazones. La dignidad, producto humano, no se basa en teología o trascendencia alguna.»101 En este juicio valorativo subsiste la idea de que la teología como saber no pertenece, stricto sensu, al ámbito racional, lo cual, ciertamente es muy discutible. El hecho de que la teología tenga como objeto fundamental la hermenéutica de la Palabra de Dios no significa, ni mucho menos, que carezca de elemento racional, sino todo lo contrario. Esta interpretación, que es la teología, sólo es posible desarrollarla desde el logos. Es verdad que el discurso teológico tiene dificultades de aculturación y de comprensión en el seno de una sociedad postmetafísica y postcristiana y ello se debe, en parte, a la propia incapacidad de la teología para expresar su mensaje en un lenguaje significativamente moderno, pero de ahí no se puede llegar rápidamente a la conclusión de que no pueda aportar, más allá del estricto ámbito de la comunidad religiosa, una idea de dignidad, válida y oportuna para el mundo contemporáneo. Después de esta introducción histórica y temática a la noción de dignidad que ha ocupado el núcleo central de la introducción, nos disponemos, a continuación, a presentar ordenadamente los planteamientos bioéticos de Peter Singer, Hugo Tristram Engelhardt y John Harris, respectivamente. Cada exposición viene acompañada de unas consideraciones críticas en torno a los aprioris y al desarrollo de cada una de estas propuestas. En la última parte del libro, el autor aborda la idea de persona desde una metafísica del ser y la contrasta con la comprensión relacional del individuo. Finalmente se exponen sucintamente algunas nuevas articulaciones del concepto de persona en el conjunto de la filosofía hispánica y, particularmente, se presenta la obra de Xabier Zubiri, María Zambrano y Adela Cortina. 61 Capítulo II 62 2. SERES HUMANOS Y ANIMALES Peter Singer cuestiona seriamente la comprensión tradicionalmente occidental de la vida animal y plantea inquietantes interrogantes en torno a la diferencia clásica y tradicional entre el ser humano y el ser no humano. Sólo por ello, su obra ya resulta sugerente y no debe pasar desapercibida ni al antropólogo ni al moralista, ni, por supuesto, al bioeticista. La tradicional diferencia entre ser humano y ser no humano que se sustenta en la antropología filosófica occidental desde Platón hasta Max Scheler es puesta entre paréntesis por Peter Singer. El antropólogo debe considerar seriamente sus objeciones y responder, si es posible, a cada una de ellas. Pero las tesis singerianas no sólo constituyen un desafío para el antropólogo, sino también para el moralista que sostiene todo su edificio ético sobre el fundamentum de la eminente dignitas humana. A partir de sus estudios en torno a la vida animal y las comunidades de animales, Peter Singer cuestiona la idea de la sublime dignidad de la persona, tesis omnipresente en el pensamiento tradicional occidental. También se interroga por el fundamento de esta pretendida dignidad que, en muchos autores de dicha tradición, se articula a partir de la idea de espíritu. En la obra de Max Scheler, por ejemplo, lo que dota al ser humano de una dignidad superior al resto de los seres vivos, lo que le confiere un puesto especial y singular en el conjunto del cosmos radica en el hecho de ser espíritu (Geist). «La misma palabra hombre –dice Max Scheler en el prólogo a El puesto del hombre en el cosmos– designa en el lenguaje corriente y en todos los pueblos cultos algo tan totalmente distinto, que apenas se encontrará otra voz del lenguaje humano en que se dé análoga anfibología. La palabra hombre designa, en efecto, asimismo un conjunto de cosas que se oponen del modo más riguroso al concepto de “animal en general” y, por lo tanto, también a todos los mamíferos y vertebrados y a éstos, en el mismo sentido que, por ejemplo, al infusorio Stentor, aunque no es discutible que el ser vivo llamado hombre es, desde el punto de vista morfológico, fisiológico y psicológico, incomparablemente más parecido a un chimpancé que el hombre y el chimpancé a un infusorio.»103 Peter Singer cuestiona este rasgo fundamental y considera que resulta inconsistente para fundamentar a partir de él la diferencia cualitativa entre hombre y animal. Desde su perspectiva empirista y utilitarista, la idea de espíritu es un residuo del pasado que todavía está presente, inercialmente, en las antropologías modernas y contemporáneas, pero que no debe considerarse como un argumento filosófico. Desde su punto de vista que es coherente con sus presupuestos filosóficos, no hay modo posible de justificar empíricamente este rasgo y, por lo tanto, resulta inconsistente como argumento. Contra las deontologías clásicas, Peter Singer ofrece un marco teórico para la moral donde se redefine de manera radical la noción de portador de propiedades morales o persona. Según el filósofo australiano, la antropología occidental se ha fundado históricamente sobre la diferencia cualitativa entre el ser humano y el animal, pero ello 65 debe transformarse en el futuro. El pensador australiano detecta, en este modo de proceder, un claro sesgo antropocéntrico, es decir, una comprensión de lo humano desde «intereses creados». El autor de Liberación animal (1975) pone en tela de juicio la tesis de que realmente exista una diferencia sustantiva o cualitativa entre ambas esferas. A lo sumo, defiende una diferencia cuantitativa, pero siguiendo su lógica, esta distinción no puede convertirse en pretexto para determinar una diferencia sustancial de estatuto ético-jurídico entre seres humanos y seres no humanos. Siguiendo los estudios de determinados primatólogos y etólogos, constata que estas diferencias accidentales entre los seres humanos y los animales también se dan entre seres de la misma especie humana y, en ocasiones, son más profundas. De ahí deduce que, si se establecen diferencias entre el ser humano y el animal por determinados rasgos accidentales, también es lógico establecer distinciones éticas y jurídicas entre seres humanos que tienen características diversas. En este sentido, su filosofía se convierte en un desafío, en una práctica de la sospecha no sólo respecto al pensamiento de raíz judeocristiana, sino también respecto al pensamiento grecorromano y al pensamiento ilustrado, desde Immanuel Kant hasta Jürgen Habermas. A pesar de que las razones que se esgrimen para defender la superioridad ontológica, ética y jurídica del ser humano se transforman y se modifican a lo largo de la historia, la tesis se mantiene como un axioma del pensamiento occidental. Contra este axioma se orienta la filosofía de Peter Singer. En el planteamiento aristotélico, la raíz de la superioridad humana está, como se ha visto, en el hecho de que el ser humano tiene logos. Logos se traduce como razón y/o palabra. En el planteamiento judeocristiano, el ser humano es un ens capax amoris, un ente capaz de amar, de liberarse del ego, de abrirse gratuitamente al otro y de desafiar los imperativos de la especie. Desde los parámetros cristianos, la razón última de la dignidad sublime del ser humano radica en el hecho de que ha sido creado como imagen y semejanza de Dios, y esta particularidad es la que le convierte, precisamente, en eso que san Agustín denomina un ens capax Dei. En el planteamiento renacentista, el ser humano es superior al animal porque además de tener logos, tesis ya presente en la tradición grecorromana, es un ser que no está fijado, que es creado de tal modo que para él no existen límites, lo que significa que puede alcanzar lo que se proponga. En las antropologías modernas, también subsiste la diferencia cualitativa entre ser humano y animal. En la obra de Immanuel Kant, por ejemplo, el ser humano es, además de ciudadano del mundo físico (die physische Welt), ciudadano del mundo moral (die moralische Welt). Es capaz de vivir la experiencia del deber, de auscultar la llamada (Anruf ) del imperativo categórico. La diferencia entre anthropos y zoon, establecida ya en la gran filosofía griega (Sócrates, Platón y Aristóteles), se desarrolla igualmente durante el Medioevo con la distinción entre brutus y homo y persiste en la Modernidad a través primero de los renacentistas, como por ejemplo en Pico della Mirandola, y posteriormente, en la obra de René Descartes y su diferencia entre los hommes y los animaux. Todos defienden, aunque no exactamente por los mimos motivos, una distancia cualitativa entre el ser 66 humano y el animal. Según Peter Singer, «la existencia de una simple brecha entre los seres humanos y los animales es algo cuya verdad no se cuestionó durante la mayor parte de la historia de la civilización occidental»104 y que, según su punto de vista, resulta urgente y necesario cuestionarse. Contra este pensamiento hegemónico y unidimensional se orienta toda la filosofía singeriana. 67 4. PETER SINGER, CHARLES DARWIN Y TEILHARD DE CHARDIN Peter Singer, como John Harris, defiende una continuidad entre los seres humanos y los animales y pretende fundamentar esta idea a partir del pensamiento de Charles Darwin. Gracias a la lectura de El origen de las especies, Singer llega a la conclusión de que el ser humano es el resultado de una evolución de la materia viva desde formas más simples hasta formas más complejas.106 Según su punto de vista, hay una continuidad entre seres humanos y animales, sin embargo esta idea no es tan evidente en el planteamiento de Darwin. El hecho de que el ser humano sea el resultado de una cadena de eslabones evolutivos, no significa que no existan diferencias sustantivas entre él y los demás eslabones de la evolución. Para Darwin, el ser humano es el resultado de una evolución de la materia viva, es la culminación de este itinerario evolutivo, pero ello no significa que no exista una diferencia de dignidad entre el ser humano y los seres que le han precedido en la historia de la selección natural. Al final de El origen de las especies, puede leerse: «Así, la cosa más elevada que somos capaces de concebir, o sea, la producción de los animales superiores, resulta directamente de la guerra de la naturaleza, del hambre y de la muerte. Hay grandiosidad en esta concepción de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada por el Creador en un corto número de formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un principio tan sencillo, infinidad de formas más bellas y maravillosas».107 La alusión al Creador no es puramente accidental en la obra de Darwin. Desde el punto de vista canónicamente darwiniano, la evolución natural no es incompatible con la fe en un Dios, sino todo lo contrario. El ser es el último eslabón de la cadena, lo más perfecto de la historia natural, el ser que ha superado la lucha a muerte por la supervivencia. Charles Darwin no considera que su idea de la selección natural ponga en entredicho los fundamentos dogmáticos de la teología cristiana. Sin embargo, Peter Singer utiliza la obra de Darwin como argumento contra la visión tradicional del ser humano entendido como imagen y semejanza de Dios. El filósofo australiano critica la antropología latente en el Génesis y considera que la doctrina cristiana sigue teniendo influjo en muchos contextos actuales a pesar de su inverosimilitud. Desde su punto de vista, esta doctrina es incompatible con los desarrollos científicos de la paleontología, la biología y la paleoantropología, pero subsiste como un residuo milenario del pensamiento occidental. Darwin lo contempla desde otra perspectiva. «No veo ninguna razón válida –dice el autor de El origen de las especies– para que las opiniones expuestas en esta obra ofendan los sentimientos religiosos de nadie. Es suficiente, como demostración de lo pasajeras que son estas impresiones, recordar que el 70 mayor descubrimiento que jamás ha hecho el hombre, o sea, la ley de la atracción de la gravedad, fue también atacado por Leibniz “como subversiva de la religión natural y, por consiguiente, de la revelada”. Un famoso autor y teólogo me ha escrito que “gradualmente ha ido viendo que es una concepción igualmente noble de la divinidad creer que ella ha creado un corto número de formas primitivas capaces de transformarse por sí mismas en otras formas necesarias, como creer que ha necesitado un nuevo acto de creación para llenar los huecos causados por la acción de sus leyes”.»108 Autores muy relevantes en el pensamiento cristiano contemporáneo, como Teilhard de Chardin entre otros, integrarán la hipótesis del evolucionismo y las tesis de la Biblia, llegando a la conclusión de que entre el ser humano y los otros eslabones se da una diferencia sustantiva.109 Teilhard de Chardin, en El fenómeno humano, defiende la evolución de la vida e, igualmente, la diferencia sustantiva entre lo humano y lo animal. 110 A nuestro juicio, la recepción que Singer realiza de Darwin es discutible y se orienta, fundamentalmente, a justificar sus aprioris.111 La emergencia del sistema nervioso central en el ser humano es contemplada por algunos antropólogos como un hecho cualitativamente diferencial entre el ser humano y el animal. Evolución no significa, necesariamente, continuidad. «Esta creencia –afirma Singer– sigue ejerciendo todavía alguna influencia sobre nuestras actitudes frente a los animales no humanos, pese a haber sido tan absolutamente refutada por la teoría evolucionista como la doctrina del derecho divino de los reyes.»112 Contrariamente a lo que piensa Singer, la teoría evolucionista que, según el juicio de Karl Popper, no se debe calificar de teoría, sino más correctamente de hipótesis, no es una refutación de la doctrina del Génesis.113 Como se ha puesto de relieve en distintas obras filosóficas y teológicas, desde Teilhard de Chardin hasta nuestros días, la hipótesis científica de una evolución de la materia viva es conciliable con el relato del Génesis, que debe ser interpretado según la teoría de las formas literarias como un texto alegórico y simbólico, y no como un texto de carácter científico. Resulta un simplismo deslegitimar el valor del texto religioso a partir de una hipótesis científica, pues es un texto que obedece a una finalidad distinta de la de un texto científico. Sin embargo, Peter Singer parece no conocer estas interpretaciones alegóricas donde el relato del Génesis no se contempla como un libro de ciencias naturales, sino como un texto de carácter protológico. Según nuestro punto de vista, lo fundamental en el Génesis no es describir cómo se fraguó el mundo, sino qué sentido tiene el mundo, la creación y el ser humano en ella. «El pensamiento darwiniano –constata el pensador australiano– desafía concepciones aun más complejas sobre las diferencias entre los seres humanos y los animales. Tanto en El origen del hombre como en La expresión de las emociones en el hombre y en los animales, Darwin mostró con sumo detalle que hay continuidad entre los seres humanos y los animales, no sólo en lo relativo a la anatomía y la fisiología, sino también en la vida mental. Los animales, mostró, tienen capacidad de amar, de recordar, de sentir curiosidad, de razones y de compadecerse entre sí. Al derrivar los fundamentos 71 intelectuales de la idea de que somos una creación aparte de los animales y de una clase del todo distinta, el pensamiento darwiniano proporciona las bases para una revolución de nuestras actitudes entre los animales no humanos. Lamentablemente, esta revolución no ha ocurrido y, a pesar de algunos progresos recientes, no está ocurriendo todavía. Los pensadores políticos darwinianos deben sentirse más inclinados a reconocer las similitudes que identificamos entre los seres humanos y los animales no humanos, así como a basar su política en este reconocimiento.»114 A su juicio, el carácter cambiante de la naturaleza humana también hace imposible una justificación de la dignidad ontológica fundándose en una esencia humana que tiene expresiones distintas en cada ser humano concreto. Según Singer no es pertinente referirse a una presunta esencia del hombre al estilo platónico. Su postura es claramente antiesencialista. En sus parámetros intelectuales, no hay un eidos del hombre, sino que cada ser humano es una expresión de la especie humana que tiene su singularidad y que, naturalmente, comparte unos rasgos comunes con los otros ejemplares de la especie. La idea de irrepetibilidad y de individualidad tan recurrente, por ejemplo, en la antropología kierkegaardiana no está ni mucho menos presente en la visión singeriana del hombre.115 Según su punto de vista, cada ser humano es singular, pero también es singular cada chimpancé y cada delfín, lo que ocurre es que lo que singulariza a una entidad viva y a otra son elementos distintos. La singularidad no es, desde su punto de vista, una característica exclusivamente humana, sino un rasgo que puede extenderse a toda entidad viva. De ahí se deduce que no puede fundarse la sublime dignidad ontológica del ser humano en la tesis de la singularidad. En el planteamiento kierkegaardiano, cada ser humano es un individuo-frente-a-Dios (Enkelte-for-Gud), una singularidad en la historia, un proyecto único e irrepetible que se realiza en el tiempo.116 El yo autoconsciente es, desde su punto de vista, el rasgo diferencial entre el brutus y el homo. Para Singer, la naturaleza humana es cambiante y se transforma a lo largo de la historia. Se opone a visiones estáticas o fijistas de la naturaleza. De ahí deduce lo siguiente: si la naturaleza humana es cambiante, su supuesta dignidad ontológica, que depende del ser, también es cambiante, pues depende de un ser que no es inamovible, sino variable. «La teoría materialista de la historia –afirma Singer– implica que no existe una naturaleza fija. Se transforma con cada cambio del modo de producción. La naturaleza humana ha cambiado previamente en el pasado –entre el comunismo primitivo y el feudalismo, por ejemplo, o entre el feudalismo y el capitalismo– y puede volver a cambiar en el futuro.»117 La idea del cambio perpetuo hace imposible una fundamentación de tipo asimétrico. Esta idea del cambio también puede detectarse en otras antropologías, pero, a partir de ellas no se deduce la conclusión de Singer. Algunos filósofos, como por ejemplo Paul Ricoeur, se refieren a la identidad personal en términos de identidad narrativa.118 Desde esta perspectiva, la identidad humana no es algo estático y fijo en el tiempo, sino que se 72 esencial entre la persona y el animal está expresada en el Catecismo de la Iglesia Católica. El número 2415 afirma que «los animales, como las plantas y los seres inanimados, están naturalmente destinados al bien común de la humanidad pasada, presente y futura». Este dominio del hombre sobre los animales y sobre la creación no debe ser entendido como un poder absoluto. Si bien es posible servirse de los animales para responder a las necesidades humanas, es necesario respetarlos como criaturas de Dios. En el número 2415 se afirma que los animales pueden ser utilizados legítimamente para alimentar o vestir al hombre, así como para realizar experimentos médicos. En este último aspecto, se exige que se garantice unos límites razonables y que los experimentos contribuyan realmente con la curación o la salvación de vidas humanas. En el siguiente número, se advierte que se debe evitar hacer sufrir sin necesidad a los animales, pero también se afirma que no es bueno invertir en ellos sumas de dinero que podrían ser destinadas a aliviar la situación de los pobres. Además, se explica que «no se debe desviar hacia ellos el afecto debido únicamente a los seres humanos». Según la perspectiva de Singer, este planteamiento religioso es antropocéntrico y no se puede justificar racionalmente, representa una mentalidad anclada en el pasado, heredera de unos presupuestos antropológicos, teológicos y biológicos que son insostenibles a la luz de la ciencia actual. 75 6. RACIONALIDAD Y DIGNIDAD En el planteamiento de Singer, el fundamento de la dignidad de un ser debe hallarse en su racionalidad, pero la racionalidad, desde su perspectiva, no es patrimonio exclusivo de los seres humanos, sino que debe extenderse, también, a otros seres no humanos. En su esquema filosófico, distingue, en primer lugar, entre entidades vivas y entidades no vivas y, en segundo lugar, dentro del conjunto de las vivas, distingue entre las que carecen de racionalidad y las que disponen del instrumento racional. Según su esquema, las entidades vivas racionales son superiores a las entidades vivas que carecen de razón, en la medida en que aquéllas son capaces de proyectar libremente su futuro, de tomar decisiones, de dar permiso y de desarrollar una vida intelectual, mientras que las entidades vivas que carecen de razón no pueden obrar libre y responsablemente. Desde la perspectiva singeriana, la condición de posibilidad del acto libre radica en la racionalidad, pero la racionalidad no es un instrumento exclusivo de la condición humana, sino que se halla, de modos distintos, en otros seres vivos. Desde planteamientos radicalmente biocéntricos, esta jerarquía de los entes vivos que propone Singer es muy discutida, pues, según estos presupuestos, el elemento realmente unificador del cosmos radica en el hecho de tener vida y no en el hecho de la racionalidad. La jerarquía de entes vivos elaborada a partir del elemento de la racionalidad es criticada por fundarse en un criterio racionalista, en el fondo, humano- céntrico. A pesar de superar el esquema antropocéntrico occidental, los críticos de Singer consideran que esta jerarquía es también un modo de justificar la superioridad de los entes racionales. Singer no discute la superioridad de estas entidades vivas racionales respecto a las que no lo son, mientras que autores consideran que el nexo común debe ser la vida y que, por lo tanto, estas jerarquías no tienen sentido. Las entidades vivas racionales son los miembros de la especie humana, pero no sólo los hombres. Singer sostiene contra las tesis tradicionales la idea de que la racionalidad no es un instrumentum exclusivo de la especie humana, sino una facultad que trasciende las barreras de la misma. Pero igualmente pone de manifiesto que dentro del conjunto de los seres humanos existen entidades personales que son carentes de racionalidad, seres que por una indisposición de orden patológico, son incapaces de desarrollar las potencias de la racionalidad. Singer reconoce que la racionalidad es lo que ha permitido a la especie humana sobrevivir en la lucha de las especies y alcanzar una calidad de existencia que no se detecta en los otros animales. Critica, con razón, que esta calidad de existencia no se haya extendido al conjunto de la especie humana, sino que sólo una pequeña minoría puedan disfrutar realmente de ella. Denuncia un uso egocéntrico o partidista de la racionalidad humana. Según su punto de vista, los grandes problemas que azotan a la humanidad en los albores del siglo XXI pueden resolverse racionalmente, pero falta voluntad ética y política. El drama del hambre, el terrorismo, las guerras, la pobreza del Sur, la extensión de la ideología neoliberal los desastres de orden ecológico tienen, según 76 su punto de vista, una solución racional, pero los intereses de unos pocos prevalecen por encima de los intereses de las mayorías. El filósofo australiano es partidario de un ejercicio altruista y solidario de la racionalidad que beneficie a todos los seres vivos y racionales, pero no sólo a los humanos, sino a todos los que tienen intereses y pueden padecer. «Los seres humanos –afirma Peter Singer– carecen de la fuerza del gorila, los dientes afilados del león, la velocidad del guepardo. Nuestra característica distintiva es la capacidad cerebral. El cerebro es una herramienta para razonar y la capacidad de raciocinio nos ayuda a sobrevivir, a alimentarnos y proteger a nuestros hijos. Con ella hemos desarrollado máquinas que pueden levantar más peso que muchos gorilas, cuchillos más afilados que los dientes de cualquier león y medios de transporte mucho más veloces que el guepardo. Pero la capacidad de raciocinio es peculiar. A diferencia de los brazos robustos, los dientes afilados o las piernas veloces, puede llevarnos a conclusiones a las que no deseábamos llegar: la razón es como una escalera mecánica, que asciende y hace que no seamos visibles. Una vez montamos en ella no sabemos adónde nos llevará.»122 Para describir plásticamente su idea de razón, Singer utiliza el símil de la escalera mecánica. «Somos –dice– seres racionales. En otras obras he comparado la razón a una escalera mecánica, en el sentido de que, una vez hemos empezado a razonar, nos vemos obligados a seguir la cadena de razonamientos hasta una conclusión que es imprevisible al comienzo. La razón nos dota de la capacidad de reconocer que cada uno de nosotros no es más que un ser entre otros, todos los cuales tienen deseos y necesidades que les importan, lo mismo que a nosotros nos importan nuestras necesidades y deseos.»123 Parece deducirse de este texto que las tesis singerianas son consecuencia de una búsqueda racional y que no obedecen a fines previamente establecidos. Estamos de acuerdo con Singer cuando afirma que la razón es el instrumento fundamental del pensar y que cuando uno piensa, de verdad, no sabe, realmente, adónde le llevará la práctica del pensamiento. En el caso de que ya lo supiere de antemano, no pensaría, sino que, simplemente, se orientaría hacia unas metas preestablecidas y utilizaría la razón para llevar el agua a su molino. Singer viene a decirnos que sus ideas no son fruto de la imaginación, ni obedecen a la voluntad de provocar, sino que son consecuencia del acto de pensar. Cuando la escalera mecánica empieza a rodar, no se sabe exactamente hasta dónde nos llevará. «La capacidad de la razón –dice el filósofo de Melbourne– para llevarnos a donde no esperábamos ir podría también conducirnos a una curiosa desviación del camino recto de la evolución. Hemos desarrollado la capacidad de razonar porque nos ayuda a sobrevivir y reproducirnos. Pero si la razón es una escalera mecánica, aunque la primera parte de la travesía pueda ayudarnos a sobrevivir y reproducirnos, podemos ir más lejos de lo necesario para satisfacer ese propósito concreto. Podemos incluso terminar en algún lugar que provoque tensión con otros aspectos de nuestra naturaleza.»124 Según su punto de vista, la racionalidad no puede considerarse un elemento exclusivo de los seres humanos. Argumentar a favor de la eminente dignidad ontológica del ser 77 medios son «la razón y la ley». A su juicio, la ley correcta producirá la felicidad, y la ley es la que está de acuerdo con la razón. En la Introducción afirma que por utilidad entiende esa propiedad que tiene cualquier objeto por la cual tiende a producir beneficio, ventaja, placer, bien o felicidad y a prevenir la ocurrencia de daño, dolor, mal o infelicidad. La corrección de las acciones depende de su utilidad; y la utilidad es medida por las consecuencias que las acciones tienden a producir. El bien, para Bentham, es la maximización del placer y la minimización del dolor. El principio de utilidad, interpretado en términos de placer y dolor, es para Bentham la única medida apropiada del valor, porque es la única comprensible. El objetivo de aumentar la felicidad es un objetivo práctico, y Bentham presentó muchas propuestas puramente prácticas, como los coches de línea entre Londres y Edimburgo, el canal de Panamá o la congelación de los guisantes, pero la más famosa de estas singulares propuestas prácticas fue la de una prisión a la que llamó el «panóptico». Iba a ser circular a fin de que los guardianes sentados en el centro pudieran observar a los prisioneros. También habría de ser gestionada privadamente, mediante un contrato administrativo con Bentham como director. Así, pues, Bentham no sólo pretendía construir lo que él llamaba «un molino para triturar a los pícaros y hacerlos honestos», sino también obtener dinero en el proceso. Para Bentham, resulta evidente que el hombre decide y actúa siempre por el placer o para evitar el dolor. Por tanto, una moral racional habrá de llevar al hombre a la mayor cantidad posible de placer dentro del menor dolor inevitable. La moral tradicional fundada en el sacrificio y la represión interna es una falsa moral que consagra las antinomias y el irracional del Universo. Sobre esta base e inspirado siempre por una concepción asociacionista de la vida psíquica, construye Bentham su famosa aritmética de los placeres. El hombre moral, a la vez que eficaz, calibra los placeres aplicándoles unas categorías o normas a través de las cuales se objetivan, es decir, dejan de ser un mero estado subjetivo para convertirse en un fin concreto y de todos deseable. Esos criterios de objetivación del placer son siete, cuatro de ellos en consideración aislada de cada placer: su intensidad, su duración, su certidumbre y su distancia. Otros tres para relacionar entre sí esas situaciones: su fecundidad, o posibilidad de engendrar nuevos placeres, su pureza, o posibilidad de que provoquen su contrario, su extensión o realidad vital, que cubrirá el placer. La prudencia será, para Bentham, la virtud fundamental. Sin embargo, surge la objeción de que, si todos los hombres coinciden, más o menos, en unos mismos objetivos placenteros, si sus prudentes cálculos les conducen a análogas decisiones, se producirá un choque general de intereses, causa de mayor dolor para todos. Bentham lo resuelve de un modo optimista añadiendo a la virtud de la prudencia la de la benevolencia, por la cual el goce de los demás constituye un natural placer para el hombre. De ahí que el placer buscado racionalmente conduzca, de suyo, a la armonía general. En Ética práctica, Singer cita un fragmento de Bentham donde este filósofo afirma: «Es probable que llegue un día en que el resto de la creación animal pueda adquirir aquellos derechos que jamás se les podrían haber negado a no ser por obra de la tiranía. 80 Los franceses han descubierto ya que la negrura de la piel no es razón para que un ser humano haya de ser abandonado sin remisión al capricho del torturador. Quizá un día se llegue a reconocer que el número de patas, la vellosidad de la piel o la terminación del os sacrum son razones igualmente insuficientes para dejar abandonado al mismo destino a un ser sensible. ¿Qué ha de ser, sino, lo que trace el límite insuperable? ¿Es la facultad de la razón, o quizá la del discurso? Pero un caballo o un perro adulto es, más allá de toda comparación, un animal más racional, y con el cual es más posible comunicarse, que un niño de un día, de una semana, e incluso de un mes. Y aun suponiendo que fuese de otra manera, ¿qué significaría eso? La cuestión no es si pueden razonar, o si pueden hablar, sino: ¿Pueden sufrir?».126 Aunque Peter Singer cita a Jeremy Bentham en más ocasiones, el texto que precede le resulta particularmente idóneo para explicar sus intenciones y para situar su reflexión moral en la línea del utilitarismo en general. Según el filósofo australiano, el imperativo fundamental de la ética consiste en reducir el sufrimiento ajeno. Por ello, se puede calificar su ética de patocéntica, pues, según su razonamiento, la primera exigencia moral consiste en paliar ese sufrimiento. La experiencia ética, según Singer, es una experiencia de sensibilidad frente al dolor del otro, de pura compasión, de interiorización del sufrimiento ajeno. Frente al padecimiento del otro, me siento llamado a hacer todo cuanto pueda para aliviar su sufrimiento. Se trata de una experiencia que supera los márgenes del yo, la cerrazón solipsista y el mero interés egoísta. El sufriente me convoca, me suplica ayuda y no puedo mantenerme indiferente a su llamada. Lo natural consiste en que cada cual evite su dolor y busque el placer, pero la experiencia ética me exige no sólo buscar mi placer, sino aliviar también el sufrimiento del otro. Todo ser susceptible de sufrimiento merece nuestra atención, todo ser capaz de sufrir entra dentro del campo de actuación, porque el imperativo general de la ética singeriana consiste en reducir el sufrimiento de todo ser capaz de sufrir, y eso incluye a los miembros de la especie humana, pero también a otros seres dotados de sensibilidad. Singer relaciona estrechamente el hecho de poder sufrir con el hecho de tener intereses. Todo ser que pueda sufrir tiene intereses, aunque él no sea consciente de esos intereses que le mueven en el obrar. El interés fundamental de un ser que puede sufrir es evitar el sufrimiento y buscar el máximo placer. También puede tener el interés ético de beneficiar a los otros, de reducir su vulnerabilidad a través de la intervención. A partir de esta distinción, heredada de Bentham, Singer traza una frontera entre dos tipos de seres: los seres capaces de sufrir (los que tienen intereses) y los seres incapaces de sufrir (los que no tienen intereses). La exigencia ética se manifiesta en relación con los primeros seres que incluyen desde el reptil hasta el ser humano. Esta clasificación, unida a la anterior, nos permite comprender el universo ético de Singer. En aquélla, distinguía entre entes vivos y no vivos y, dentro del primer conjunto, separaba a los racionales de los no racionales. El pensador australiano constata que un ente vivo racional es capaz de actuar libremente en la vida, mientras que uno carente de razón no puede hacerlo. Pero la ética singeriana no se funda en esta distinción, sino en la 81 que hemos mentado en el párrafo anterior. La exigencia moral fundamental consiste, según él, en reducir el sufrimiento ajeno, y el sufrimiento no sólo se da en los seres vivos racionales, sino también en los que carecen de razón, pero tienen intereses. Su ética, por lo tanto, trasciende los parámetros antropocéntricos y racionalistas, pero no se proyecta hacia todo ser vivo, sino sólo hacia aquéllos que pueden padecer (es decir, que tengan intereses). «Una piedra –afirma Singer– no tiene intereses porque no puede sufrir. No podemos hacerle nada que afecte de alguna manera a su bienestar. Un ratón, por otra parte, sí tiene interés en que no lo atormenten, porque el tormento le haría sufrir.»127 La piedra es un ente carente de vida, mientras que el ratón es un ente vivo y además capaz de sufrir. La ética nos exige velar por su bienestar, aliviar su sufrimiento. La indiferencia frente a este sufrimiento, desde este enfoque moral, es un modo de existir indigno del ser humano. «Si un ser sufre –dice Singer–, no puede haber justificación moral alguna para la negativa a tener en cuenta su sufrimiento. No importa cuál sea su naturaleza, el principio de igualdad exige que el sufrimiento de ese ser sea equiparado con un sufrimiento semejante al de cualquier otro ser. Si un ser no es capaz de sufrir, ni de experimentar goce o felicidad, no hay nada que tener en cuenta.»128 El imperativo fundamental de la ética singeriana se puede expresar, pues, en estos términos: se debe reducir toda forma de dolor ahí donde se encuentre. Esto, naturalmente, atañe a la condición humana, pero también a los animales no humanos capaces de padecer alguna forma de sufrimiento, aunque éste no fuere de carácter físico. La cuestión del sufrimiento ocupa, pues, un lugar central en la propuesta ética de Singer. Pero, ¿cómo sabemos que los demás sufren? No podemos experimentar directamente el sufrimiento del otro, ni de un ser humano próximo, ni de un perro abandonado. El sufrimiento que es una clara expresión de la vulnerabilidad del ser viviente sensible, nunca puede ser observado desde dentro por la persona ajena. Comportamientos como retorcerse, gritar o retirar la mano del cigarro encendido no pueden identificarse con el sufrimiento en sí mismo, sino que son expresiones gestuales, escénicas del sufrimiento que padecemos a título individual. El sufrimiento es algo que sentimos, y sólo podemos deducir que otros lo están sintiendo por varias indicaciones externas. Casi todos los signos que nos llevan a deducir el sufrimiento en otros seres humanos pueden ser vistos en otras especies, especialmente, en las más cercanas a nosotros –las especies de mamíferos y aves. Las señales de comportamiento son retorcerse, contorsiones faciales, quejas, alaridos u otras formas de grito, intentos de evitar la fuente de dolor y apariencia de miedo ante la perspectiva de su repetición. Sabemos que los animales de los grupos citados tienen sistemas nerviosos prácticamente iguales a los nuestros, que responden psicológicamente de forma similar cuando se hallan en circunstancias en las que nosotros sentiríamos dolor: una elevación inicial de la presión en la sangre, pupilas dilatadas, transpiración, pulso agitado y, si el estímulo continúa, una caída de la presión sanguínea. 82 aunque él mismo no sea capaz de reconocerla. Para Singer, el ejercicio de la compasión es una de las formas más gratas y bellas de dar sentido a la existencia humana. La persona que viva de esta manera «no sentirá que su vida es aburrida o carece de plenitud. Y, aun más importante, sabrá que no ha vivido y muerto para nada, porque habrá pasado a formar parte de la gran tradición de aquellos que han reaccionado ante la gran cantidad de dolor y sufrimiento que hay en el mundo y han intentado convertirlo en un lugar mejor».134 85 8. EL RACISMO Y LOS INTERESES DE ESPECIE Peter Singer considera que el principio de igualdad que se aplica entre los seres humanos debería extenderse también a otras especies. Según su punto de vista, no hay motivos lógicos para considerar que los seres humanos deben ser tratados equitativamente, pero los animales no merecen el mismo trato. «El principio básico de la igualdad –afirma– no exige un tratamiento igual o idéntico, sino una misma consideración. Considerar de la misma manera a seres diferentes puede llevar a diferentes tratamientos y derechos.»135 En efecto, el trato equitativo no significa, necesariamente, el trato homogéneo, sino el hecho de tener la misma consideración moral. Singer no afirma que se deba tratar al ser humano como a un animal, ni que se deba tratar al animal como a un ser humano, sino que lo que sostiene es que debemos tener igual consideración moral por el sufrimiento de un ser humano que por el sufrimiento de un ser no humano, porque el imperativo básico de la ética exige la reducción del sufrimiento de todo ser capaz de experimentarlo. El sufrimiento humano tiene unas formas que no son exactamente iguales a las del sufrimiento animal, pero ello no significa que podamos prescindir de su padecimiento. Se debe atender a todo ser capaz de sufrimiento según la forma que tenga su naturaleza. El ser humano, dada su naturaleza racional, es capaz de unas formas de sufrimiento que trascienden el plano sensitivo y que requieren de una asistencia específica. El sufrimiento moral, la culpabilidad, el resentimiento, el complejo de inferioridad, la crisis religiosa, la caída en el nihilismo, la humillación, la desesperación, la sed de venganza y otras formas de padecimiento, intrínsecamente humanas, merecen una atención particular, pero ello no significa que el sufrimiento de los seres humanos nos pueda ser indiferente. Lo que defiende Singer es que debemos explorar las formas de sufrimiento en estos seres y hacer todo cuanto sea posible para paliarlas. «La igualdad –afirma Singer– es una idea moral, no la afirmación de un hecho. No existe ninguna razón lógicamente persuasiva para asumir que una diferencia real de aptitudes entre dos personas deba justificar una diferencia en la consideración que concedemos a sus necesidades e intereses. El principio de igualdad de los seres humanos no es una descripción de una supuesta igualdad real entre ellos: es una norma relativa a cómo deberíamos tratar a los seres humanos.»136 La mayoría de los seres humanos, sostiene Peter Singer, tienen el prejuicio de la especie. En general, partimos de la idea de que nuestro dolor, el dolor humano, es más doloroso que el del animal, pero, según el filósofo australiano, no hay pruebas empíricas, ni posible verificación de esta afirmación. De hecho, es imposible ponerse en la perspectiva interior de otro ser vivo. No sabemos exactamente cómo padece un perro, ni qué siente cuando se queja. Podemos inferir que sufre en virtud de una serie de variables, pero no sabemos exactamente lo que ocurre en su interior. De hecho, esta dificultad, aunque en un sentido menor, ya es perceptible entre los miembros de una 86 misma especie. Cuando otro ser humano dice que sufre dolor de muelas, no sabemos exactamente lo que está sufriendo, pero podemos imaginarlo si nosotros hemos padecido un dolor similar. Resulta difícil comprender el sufrimiento ajeno, cuando se trata de algo desconocido, de una experiencia que no podemos imaginar. Peter Singer, a lo largo de sus obras, critica intensa y extensamente el especieísmo que, según él, consiste en afirmar que existe una frontera entre los animales y los humanos y que esta frontera es infranqueable cuando hacemos consideraciones morales sobre los humanos. Define el especieísmo como «un prejuicio o actitud parcial favorable a los intereses de los miembros de nuestra propia especie y en contra de los de otras».137 En tanto que prejuicio, el especieísmo sólo puede ser superado a través de la educación, pero no de cualquier educación, puesto que hay formas de educar que, en lugar de liberar, acrecientan los prejuicios y se convierten en sistemas de adoctrinamiento. Peter Singer, como Karl Popper y antes que él John Stuart Mill, es partidario de una educación liberal, crítica y democrática, capaz de superar los prejuicios heredados de la tradición occidental. Combatir ese prejuicio de especie constituye una tarea que, en la obra de Peter Singer, no sólo se mueve en el plano intelectual, sino también en el plano político. Su proyecto Gran Simio tiene una íntima relación con esta voluntad de defensa activa de los derechos de los animales.138 De hecho, su libro mundialmente conocido, Liberación animal (1975), supera los cauces estrictamente filosóficos y académicos y es considerado por muchos promotores de la defensa de los animales como una especie de manifiesto fundacional. El tono combativo y el estilo claro y ameno del texto en cuestión obedecen, claramente, a esta finalidad… Puede afirmarse, sin temor a la hipérbole, que Peter Singer es uno de los filósofos que, en la actualidad, tiene mayor influjo y presencia en todo el planeta, y no sólo en el mundo europeo. Su lucha en defensa de la equidad entre hombres y animales, su ética de la compasión universal y su utilitarismo de base explican su buena recepción. Peter Singer considera que la práctica de la liberación no ha alcanzado su apogeo. En el siglo XIX, los grandes utopistas sociales, Karl Marx entre ellos, sentaron las bases filosóficas y políticas para una liberación de la clase proletaria de la esclavitud del liberalismo y de la industrialización. En el siglo XX, las sufragistas inglesas y, posteriormente, las feministas francesas, Simone de Beauvoir entre ellas, reivindicaron los derechos de las mujeres y su dignidad, promoviendo la liberación de la condición femenina del yugo machista tan profundamente arraigado a la cultura occidental.139 Sigmund Freud y después de él Herbert Marcuse y otros sentaron las bases de la liberación sexual, la destabuización de la naturaleza sexuada del ser humano y su tratamiento público en el mundo social, literario y audiovisual. Los teólogos de la liberación, siguiendo, sin complejos, las doctrinas de Jesús de Nazaret en el marco conceptual de la filosofía marxiana más genuina, sentaron las bases para una liberación de los pueblos oprimidos, de los pueblos indígenas y de las minorías étnicas explotadas por los grandes monopolios. El pensador australiano pretende situarse en esta cadena de liberaciones, proclamando la liberación animal, es decir, la igual consideración de derechos de los entes vivos capaces de sufrir. 87 El autor de Liberación animal se muestra muy crítico con toda forma de particularismo. Como se ha dicho anteriormente, su pensamiento tiene una dimensión universal. En el plano político, critica intensamente la política exterior norteamericana de la Administración Bush y, en su libro One world (2002),146 considera que la reducción de sufrimiento es un imperativo que tiene que afectar a todo ser humano, y ello significa que no se debe considerar sólo el sufrimiento de los propios y olvidar el de los extraños. Se muestra muy contrario a toda forma de imperialismo y al tratamiento desigual del sufrimiento ajeno. Las víctimas deben ser atendidas por el hecho de ser víctimas, no por el hecho de ser de una comunidad nacional o de un determinado Estado. El sufrimiento no conoce fronteras y la exigencia ética cruza cualquier consideración de orden tribal. Tal y como lo expresa en el ensayo mentado en el párrafo anterior, los terroristas que destruyeron las torres gemelas el 11-S y los propietarios de coches deportivos que producen gases tienen que ser juzgados con igual rigor, porque los primeros matan a personas instantáneamente, mientras que los otros matan a más gente, pero a largo plazo. En el aspecto político, introduce el concepto de ciudadanía mundial y sostiene que se debe cambiar la idea de comunidad y superar determinados tics etnocéntricos desde donde se separan propios y extraños. Para Singer, el ser humano que vive en el Afganistán resulta tan importante y respetable como el que vive en Manhattan, de igual modo que el sufrimiento de un chimpancé y el de un niño recién nacido son igualmente dignos de consideración, aunque requieren de prácticas paliativas distintas. En este libro, One World, como en Una izquierda darwiniana (1999), Singer expone sus tesis políticas que están íntimamente conectadas con su visión de los animales y con la voluntad de reducir el sufrimiento del mundo. Según Singer, la cooperación mundial constituye una exigencia ética y es la única forma de realización global. La idea de «América primero » y de poner los intereses americanos en primer lugar resulta insostenible desde sus tesis del igualitarismo de derechos. Siguiendo la terminología de Timothy Garton Ash, Peter Singer considera que esta tesis responde a un «código moral perverso». Una de las preocupaciones más reiteradamente expresada en la obra de Singer tiene que ver con el inmenso problema del hambre en el mundo. El autor de Liberación animal (1975) considera que el único modo de cambiar esta situación consiste en que el ciudadano rico regale al ciudadano pobre todo lo que no sea imprescindible para él. En este tema en particular, recoge algunas ideas de origen marxista y cristiano (muy a pesar suyo). Desde su punto de vista, una política real no puede desarrollarse sin considerar las condiciones para una reducción global del sufrimiento. 90 9. LA EXPERIMENTACIÓN: ANIMALES HUMANOS Y NO HUMANOS La reflexión sobre los criterios que deben tenerse en cuenta en la experimentación con seres humanos constituye un capítulo central de la ética médica y de la bioética clínica en general. Desde la formulación del conocido Código de Nüremberg (1946), elaborado con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), hasta las últimas declaraciones a propósito de la experimentación con células-madre de embriones sobrantes, la experimentación constituye un tema problemático en bioética.147 A pesar de que no hay un consenso total en determinados ámbitos de experimentación, como, por ejemplo, el que atañe a la vida humana en sus estados incipientes, la comunidad internacional ha ido elaborando una serie de documentos y de declaraciones que forman un poso ético y constituyen un criterio común a la hora de discernir qué es lícito y qué no es lícito cuando se experimenta con seres humanos. En estos documentos, se alude también al modo de experimentar con la vida no humana, pero en unos parámetros distintos a los que se tienen en cuenta con miembros de la especie humana. Peter Singer aborda esta temática desde su ética patocéntrica y desde su principio de igual consideración de los intereses. Sus reflexiones sobre la experimentación humana y animal pueden resultar sorprendentes y hasta provocativas en determinados contextos, pero son una consecuencia lógica de sus premisas. Singer considera que, en estos grandes documentos consensuados por la comunidad internacional, prevalece el racismo de especie y, como consecuencia de ello, se juzga diferentemente la experimentación con seres humanos que con animales. Singer no entiende por qué razones la experimentación con seres capaces de sufrimiento debe tener en cuenta el criterio de especie. No cabe ninguna duda que la experimentación es una praxis necesaria para el desarrollo de las ciencias médicas, pero ésta no puede efectuarse sin el respeto a unos determinados principios éticos. El pensador australiano aplica sus criterios utilitaristas a la experimentación. Desde su punto de vista, una experimentación es lícita si busca el máximo bien para el máximo número de personas (principio de maximización del placer), o bien si es una experimentación que busca paliar el mal para el mayor número de personas. Además de ello, la experimentación debe cumplir otro requisito: debe evitar generar sufrimiento. De ahí que el modo de ejercerla sea muy importante en la perspectiva singeriana, pues aunque los fines de la experimentación fueran el máximo bien para el máximo número de personas, la forma que debe tener ésta debe evitar causar sufrimiento a todo ser capaz de ello, ya sea ente humano o no humano. Según el pensador australiano, no existen criterios racionales para que tengamos en consideración el sufrimiento de los seres humanos y no consideremos el sufrimiento de los animales capaces de sufrir. La idea de que primero deben ser utilizados los animales como material de experimentación constituye una tesis muy asumida por la comunidad internacional y, sin embargo, Peter Singer, consecuente con sus presupuestos, la rehúye. 91 Cree que, en el fondo, el único motivo para considerar que el sufrimiento de un niño recién nacido o de un oligofrénico profundo debe ser más digno de protección que el de un gorila o un delfín es de carácter especieísta. A su juicio, se le considera preferentemente porque es padecido por un miembro de la especie humana, pero no porque haya razones objetivas para ello. «Si los experimentadores –dice– no están dispuestos a usar huérfanos humanos con daños cerebrales graves e irreversibles, cabe pensar que su disposición a usar animales no humanos es discriminatoria sobre la base exclusiva de la especie, ya que simios, monos, perros, gatos e incluso ratas y ratones son más inteligentes, se percatan más de qué es lo que les está sucediendo, son más sensibles al dolor, etcétera, que muchos humanos con lesiones cerebrales que apenas se limitan a sobrevivir en hospitales y otras instituciones. No parece que haya ninguna característica moralmente relevante que se observe en tales humanos, y de la que carezcan los animales no humanos.»148 Por ello, concluye Singer: «Los experimentadores muestran, pues, un prejuicio a favor de su propia especie toda vez que llevan a cabo experimentos con animales no humanos con fines que no les parecerían justificados si para lograrlos hubieran de usar seres humanos de igual o inferior nivel de sensibilidad, consciencia, percatación… Si este prejuicio fuera eliminado, se reduciría sensiblemente el número de experimentos practicados con animales».149 Peter Singer considera que el especieísmo tiene como consecuencia una práctica de la experimentación que discrimina a los animales no humanos. «La práctica de la experimentación con animales no humanos tal como se está extendiendo hoy en todo el mundo –afirma Singer– revela las consecuencias del especieísmo.»150 Critica, con ímpetu, el modo de experimentar con animales tal y como se lleva a cabo en determinados laboratorios científicos de universidades europeas y norteamericanas. Cita muchos ejemplos reales de crueldad tolerada, de insensibilidad frente al sufrimiento ajeno, de falta de pericia y de sentido de dignidad. Alude a que determinadas medidas para reducir el sufrimiento animal tienen consecuencias de orden económico que los laboratorios quieren ahorrarse para poder rentabilizar mejor sus inversiones económicas. «Toleramos –dice Singer– crueldades con miembros de otras especies que nos enfurecerían si se hicieran con miembros de la nuestra. El especieísmo hace que los investigadores consideren a los animales con los que experimentan como una parte más del instrumental, útiles de laboratorio y no criaturas vivas que sufren.»151 Cabe decir que en las citadas declaraciones, se impone la necesidad de evitar el sufrimiento al animal y de paliar su dolor durante el proceso de experimentación, lo que significa que una cierta sensibilidad hacia los miembros de otras especies es patente en aquellos textos. Otra cosa es la realidad y los intereses económicos que hay en juego. En cualquier caso, la propuesta singeriana es igualitarista y, en este sentido, es desafiante. «La explotación de los animales de laboratorio –constata Singer– es parte del más amplio problema del especieísmo y es poco probable que se elimine del todo mientras no eliminemos el propio especieísmo. Seguramente algún día los hijos de nuestros hijos, al 92 esta consideración moral superior. Según Fletcher, los indicadores de la vida humana son: la consciencia de sí, el dominio de sí, el sentido del futuro, el sentido del pasado y la capacidad de relacionarse con otros, de preocuparse por otros, de comunicación y de curiosidad. Singer critica las categorías de Fletcher. En primer lugar, cuestiona que estas categorías sean exclusivamente humanas y, en segundo lugar, pone de manifiesto que muchos miembros de la especie humana no son poseedores de estos rasgos diferenciales. Existen seres humanos que, por carencias constitutivas de su naturaleza, por ser víctimas de patologías mentales muy severas o, simplemente, por tener un grado de desarrollo muy elemental, no son capaces de tener consciencia de sí, dominio de sí, sentido del futuro, sentido del pasado o de relacionarse con los otros. A partir de ahí, Singer llega a la conclusión de que estos criterios no son viables para delimitar una diferencia de dignidad ontológica y axiológica entre la vida humana y la no humana. «El feto, el vegetal humano gravemente retardado e incluso el recién nacido –dice Singer– son todos indiscutiblemente miembros de la especie homo sapiens, pero ninguno de ellos tiene consciencia de sí, ni sentido del futuro, ni la capacidad de relacionarse con otros.»155 Singer llega a la conclusión de que es necesario desacralizar la vida humana, considerarla como una manifestación de la vida que, en tanto que susceptible de sufrimiento, debe ser respetada y atendida, pero no en mayor grado que a otros entes vivos y sensibles. La idea de la sacralidad de la vida humana preserva a ésta de la destrucción. Frente a ello, Singer reivindica el respeto hacia toda forma de vida y considera que debemos vivir haciendo el menor mal posible. La opción por la alimentación vegetariana, que él mismo defiende en su vida personal, obedece, probablemente, a este fin. Según la interpretación singeriana de la teología cristiana, interpretación que, posteriormente, será objeto de una minuciosa crítica, sólo la vida humana puede considerarse sagrada, mientras que las otras formas de vida son profanas y están creadas para servir al ser humano. De ahí se desprende, naturalmente, que matar a un animal no humano es matar a un ser que Dios ha dispuesto para este fin. Es como matar una cosa, un objeto material, un ser que ni siquiera es consciente, no un sujeto de derechos. El pensador australiano critica, igualmente, la ética de Jesús de Nazaret por considerarla poco respetuosa hacia la vida no humana, pero, en cambio, salva las tradiciones orientales y, en particular, el budismo. No cabe duda que esta hermenéutica de la ética cristiana es muy discutida por los teólogos. La idea de fraternidad cósmica, que está latente en el mensaje liberador de Jesús de Nazaret, es consustancial a la ética cristiana y se halla manifiesta en algunos hitos de la historia de la tradición cristiana, como, por ejemplo, en la vida, la espiritualidad y la obra de san Francisco de Asís. Peter Singer considera que il poverello de Asís constituye una excepción, una rara avis en el conjunto de la tradición cristiana que califica de hegemónicamente antropocéntrica. Según el teólogo protestante Jürgen Moltmann, mientras la dignidad especial del 95 hombre se defina mediante su delimitación respecto al animal y por contraposición a los otros seres vivientes, ese concepto favorece el dominio del hombre sobre los otros seres vivos y actúa como enemigo de la vida. A su juicio, «sólo la definición teológica de la dignidad del hombre a partir de su semejanza con Dios, y por tanto, de la relación en la que Dios se pone con el hombre puede superar el antropocentrismo hostil a la naturaleza, porque puede renunciar a delimitaciones y separaciones».156 Aunque en sentido estricto, la expresión sacralidad de vida no se identifica, necesariamente, con la expresión santidad de vida, Singer utiliza indistintamente ambas expresiones para referirse a la idea cristiana de vida humana. Sin embargo, desde la perspectiva cristiana, la vida humana, aunque fuera sagrada por su origen, por su fin y por ser expresión análoga de la belleza, bondad y unidad de Dios, podría no ser santa, porque la santidad no es algo que se diga per se, sino algo que se conquista a lo largo de una vida y que depende esencialmente de la gracia del Espíritu y de la obediencia incondicional a Dios. A lo largo de su obra, Peter Singer contrapone conceptualmente estas dos expresiones: la calidad de vida (quality of life) y la santidad de vida (sanctity of life). Desde su punto de vista, ambas expresiones son antinómicas. Si se parte de la concepción de la vida humana como algo sagrado, se llega a unas conclusiones radicalmente opuestas a si se parte de la noción de calidad de vida.157 Desde la primera acepción, la vida humana es, en sí misma, un don de Dios, algo que, en cuanto tal, no pertenece en sentido propio al ser humano, sino que le es dado gratuitamente por Dios. Desde esta perspectiva, el ser humano no es el soberano de su vida, no puede decidir entre vivir o no vivir, sino que, como dice Peter Singer, está obligado a vivir, a pesar de que esa vida ya no tenga una mínima calidad desde sus parámetros personales. La expresión calidad de vida, tal y como la interpreta Peter Singer, se opone a la concepción de la vida como algo sagrado. La determinación de la calidad que debe tener una vida para ser vivida depende de una evaluación individual. Esta evaluación tiene en cuenta muchos factores sociales, económicos, afectivos, religiosos y biológicos, entre otros. Según Singer, cada cual debe evaluar si merece o no la pena vivir. Existen seres humanos que, por la razón que fuere, no pueden evaluar las razones de su existencia. Singer reconoce que estos sujetos no tienen capacidad de decidir, pero quienes les cuidan y tienen una responsabilidad civil sobre ellos pueden decidir poner punto final a su existencia si consideran que el cómputo de males y beneficios resulta negativo. Según la ética singeriana, nadie está obligado a vivir por imperativo divino, sino que cada cual tiene el derecho de disponer de su propia vida. En principio, no se puede disponer de la vida de otro ser humano, pero sí se puede disponer de la propia vida. Cuando el cómputo de sufrimientos y de bienes que uno es capaz de evaluar resulta negativo o desfavorable para el sujeto, Singer considera que no hay ninguna razón para que deba permanecer en la existencia. Para el pensador australiano, la expresión santidad de vida resulta, en el fondo, 96 privativa de libertad. Según él, cuando se apela a esta expresión, el sujeto pierde libertad de movimientos. Por ello, desde su perspectiva eminentemente liberal y utilitarista, se condena esta expresión, por considerarse un anacronismo, un residuo del pasado. A su juicio, no debe ser utilizada en las discusiones bioéticas en un marco secular, postmoderno y plural. Otros filósofos como Norbert Hoerster defiende una tesis similar a la de Peter Singer. Según Hoerster, por ejemplo, el valor que una determinada vida posee, considerado de un modo realista, no es más que el conjunto de valoraciones o de estimaciones que van asociadas al transcurso de ella. En este sentido, puede distinguirse entre el valor extrínseco de una vida (valoraciones asumidas desde el punto de vista de otro o de la misma sociedad) y su valor propio (valoraciones asumidas según el propio criterio de su portador). Peter Singer, como Georg Meggle, Norbert Hoerster y John Harris, considera que la vida humana no es, en modo alguno, sagrada. La tesis de la sacralidad o de la indisponibilidad fundamental de la vida humana constituye, desde su punto de vista, un prejuicio carente de sentido crítico. Según su prisma intelectual, la pretensión de salvaguardar la vida humana presupone que ésta posee facultades que justifican tal pretensión. Desde este ángulo de miras, si una persona considera que, por las razones que fuere, su vida ya no tiene una mínima calidad para ser vivida o es capaz de anticipar que su vida, a corto o a largo plazo, dejará de tener la calidad suficiente para que merezca ser vivida, tiene derecho a decidir poner punto final a la misma, pues la vida le pertenece. «Esta postura –constata Singer– se da de bruces con la doctrina convencional sobre la santidad de la vida humana, pero hay dificultades bien conocidas a la hora de defenderla en términos seculares, sin sus tradicionales sustentos religiosos. (¿Por qué, por ejemplo, si no es por estar hechos los seres humanos a imagen de Dios, debe la frontera de la vida sacrosanta coincidir con el límite de nuestra especie?).»158 Esta contraposición semántica entre calidad de vida y santidad de vida tiene una cierta tradición en la bioética de corte angloamericano,159 sin embargo, no siempre es planteada de modo antinómico. Algunos teólogos protestantes y católicos consideran que el hecho de que la vida humana sea sagrada no significa que carezca de libertad, sino que precisamente la libertad constituye su rasgo más divino, a pesar de que puede ser empleada de modos negativos. La búsqueda de la calidad de vida constituye un imperativo desde la ética cristiana, lo que significa que no deben comprenderse como expresiones excluyentes. El argumento que aportan los teólogos es el siguiente: dado que la vida humana es sagrada, constituye un deber fundamental velar por su calidad en todos los sentidos y en todas las dimensiones (biológicas, sociales, psicológicas, espirituales, económicas y afectivas). Desde esta perspectiva, el deseo de morir, la obsesión por poner punto final a la propia existencia es, muy frecuentemente, aunque no siempre, consecuencia de no haber ofrecido una mínima calidad de vida a las personas que padecen. Lo expresa Francesc Abel en un artículo publicado en la prensa catalana: «No creo que 97
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