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Breve historia de la literatura española, Appunti di Letteratura Spagnola

Riassunto libro "Manual de historia de la literatura española. 2. Siglos XVII al XX". Il riassunto inizia dal XVIII sec. fino al XX sec. (compreso)

Tipologia: Appunti

2019/2020

Caricato il 27/03/2022

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Scarica Breve historia de la literatura española e più Appunti in PDF di Letteratura Spagnola solo su Docsity! Letteratura spagnola 3: breve historia de la literatura española. 1. la Edad Contemporánea- El siglo XVIII El crecimiento que trajo el siglo XVIII no empezó en 1701: el movimiento de renovación intelectual se inició en pleno reinado de Carlos II, “el Hechizado”. En algunas de sus universidades y hospitales trabajaron el físico y astrónomo Juan Bautista Corachán, el matemático José de Zaragoza, los médicos José Lucas Casalete y Juan de Cabriada, y serían llamados “novatores” (innovadores) por el reaccionario obispo de Jaén, Francisco Palanco. El nombre no solamente concierne a científicos, sino a quienes renovaron la historiografía, desechando leyendas y supercherías y apoyando sus afirmaciones en documentos fiables, monedas, inscripciones y pesquisas bibliográficas (pasión de los novatores por la autonomía de la ciencia y por la precisión de la historia). Buena parte de los humanistas novatores se sintieron continuadores del humanismo renacentista. El ejemplo más notable es el de Gregorio Mayans y Siscar, un valenciano que estudió en la Universidad de Salamanca. Sus primeros trabajos significativos fueron una “Oración en defensa de las eloqüentísimas obras de don Diego Saavedra Fajardo” (1725) y una “Oración que exhorta a seguir la verdadera idea de la eloqüencia española” (1727). Como valenciano, Mayans mantuvo un tono matizadamente foralista frente a la centralización; como regalista no se llevó muy bien ni con las autoridades eclesiales ni con los jesuitas; como partidario de una religiosidad más rigurosa, su obra “El orador cristiano ideado en tres diálogos” (1733), fue una de las más significativas muestras de una retórica moderna y un serio ataque a la oratoria religiosa convencional que no gustó nada a los clérigos conservadores. En tal sentido, Mayans fue un ejemplo meridiano de la continuidad cultural entre la reforma humanística y las posteriores ideas ilustradas, así como de los dos principales esfuerzos del siglo: conciliar las innovaciones internacionales con el talante y la tradición española, y propiciar los términos de una reforma controlada antes que una revolución impredecible. Cuando se habla del “siglo ilustrado” o de “siglo de la enciclopedia”, se mezclan en ello cosas muy distintas. El regalismo fue muy temprano porque estaba vinculado a la misma tradición gobernante de los Borbones. Se ha dicho que la existencia de la prensa (los “papeles periódicos”) refleja de forma unitaria y reveladora la voluntad reformista y divulgadora de todo el siglo. Pero también hay diferencias entre ellos: no son lo mismo los siete tomitos que llegó a tener el “Diario de los literatos de España”, que los siete volúmenes mucho más críticos de “El pensador”. Cuando se dice que el siglo XVIII fue el siglo de las academias se formula una verdad que debe ser aceptada con reservas. Las de fundación real son las más conocidas: la de la Lengua fue aprobada en noviembre de 1713 y ya en 1726 iniciaba la publicación de su benemérito “Diccionario de la lengua castellana”. La Real Academia de la Historia empezó sus actividades en 1736 “para purificar y limpiar la historia de nuestra España de las fábulas que la deslucen”. Varias veces se intentó refundir las academias existentes y se pensó añadir alguna otra como la de Ciencias. Pero no fue éste el único caso en que el proyecto de una Academia fracasó por recelos políticos: éstos hundieron a la Academia Valenciana de Mayans, que solo sobrevivió hasta 1743. Surgió en 1765 la Sociedad Vascongada de Amigos del País, modelo de otras muchas. El objetivo principal de las Sociedades Económicas era el de promover las reformas tecnológicas en la agricultura y la buena disposición de propietarios y campesinos en unos años que fueron de incremento demográfico y de crecimiento productivo. Quienes protagonizaban ese esfuerzo no eran “burgueses” en el sentido moderno de la palabra, sino clérigos seculares de ideas avanzadas, funcionarios reales, nobles e hidalgos progresistas. Por eso y por otras razones, acabaron por ser un fracaso. Las instituciones ya existentes pusieron muchas trabas a las reformas y fueron bastión de un tradicionalismo que el siglo XVIII inventó y patentó como fórmula intelectual. El gran enemigo y obsesión de los renovadores era la filosofía aristotélica que encarcelaba a la autonomía de las ciencias y la solidez de la argumentación en la espesa práctica de la deducción y en la ridícula lógica del silogismo. La rebelión contra el aristotelismo empezó pronto en 1771: Francisco Pérez Bayer, un discípulo de Mayans, entregaba su “Memorial por la libertad de la literatura española” que es una requisitoria por la reforma de los estudios de la universidad. El siglo XVIII español fue también el siglo que vio nacer el toreo a pie como espectáculo popular, que aplaudió “polos” y “tiranas”, inventó el señoritismo populachero, y la mayoría de las devociones populares aletadas sobre todo por aquellas órdenes religiosas que los ilustrados libertinos satirizaron con crueldad. No cabe olvidar que la polémica prohibición de los “autos sacramentales” en 1765 no obedeció a criterios literarios ni mucho menos a aversión alguna por la religión, sino a razonamientos de índole moral inspirados por la piedad. La prohibición de los autos sacramentales por el gobierno fue uno de los episodios más significativos de la vinculación de la literatura dieciochesca al poder político. En 1752 se dictará un decreto trascendental (“el auto de Curiel”), por el que se prohibía la importación de libros escritos en español y publicados en el extranjero. En el inicio mismo del XIX, Leandro Fernández de Moratín intentaría conseguir para el teatro un estatuto de bien público protegido y su enfrentamiento literario con Quintana y sus amigos transparentó las líneas de una de los vicios habituales: la vanidad, la imprevisión, la prisa. Pero no faltan las parábolas políticas sobre las necesidades del esfuerzo colectivo o los elogios de la superioridad de la razón sobre lo libresco. José de Cadalso fue el enlace de los primeros pasos clasicistas con la madurez de la llamada “escuela poética salmantina”. En 1773 recogió sus poesías con el título “Ocios de mi juventud”. Más explícitamente comprometido con los ideales de reforma, se mostró cadalso en su teatro: contribuyó al proyecto del Conde de Aranda de crear una tragedia nacional con “Don Sancho García”, que no carece de vigor y fuerza moral en su presentación de conflicto entre el amor y la razón de Estado. En el propicio marco intelectual de la tertulia de la condesa-duquesa de Benavente, debieron de conciliarse y leerse las “Cartas marruecas”. Algún tiempo antes, Cadalso había escrito un folletito contra la visión española de las “Lettres persannes” de Montesquieu, lo que quiere decir era que albergaba ya idea de elaborar una crítica constructiva de su país. Y lo consiguió en las Marruecas al crear el intercambio epistolar de tres temperamentos- el español Nuño y los moros Gazel y Ben Beley- que comentaron el estado del país con el pesimismo del desengaño un tanto misántropo, la inocencia de viajero y la reflexión del filósofo experimentado. Junto a cadalso, la figura del asturiano Gaspar Melchor de Jovellanos, parece resumir lo mejor del siglo ilustrado español. En 1788 pronunció en la Sociedad Económica un “Elogio de Carlos III”, que viene a ser un manifiesto de la política de su grupo ilustrado, pero en 1790 fue desterrado por Godoy a su Asturias natal como consecuencia de su lealtad para el Conde de Cabarrús. En Gijón fundó el Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía (1794). No tardó en regresar a Madrid, donde dio a conocer a dos sólidos trabajos encargados: “El informe sobre la ley agraria” (1794) y la “Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas y sobre su origen en España” (1796). En 1800, la versatilidad de Godoy le llevó del Ministerio de Gracia y Justicia al destierro en Mallorca, donde dedicó buena parte de sus ocios forzados a redactar unas “Memorias histórico-artísticas de arquitectura”. Sus obras poéticas permiten un buen acercamiento a su condición personal emotiva y rigorista a la vez: en sus letrillas, romances, idilios u odas sáficas, aparece la convención anacreóntica, pero también el firme sentimiento de la amistad y la búsqueda del sosiego. Juan Pablo Forner, nacido en 1756, fue godoyista y centro general de aborrecimiento por su carácter. La actitud de antiaristotélica y los elogios a Carlos III se mezclan con ataques a las ficciones sistemáticas del pensamiento extranjero y con una desmesurada defensa de la filosofía moral sobre la indagación científica. Ese patriotismo se advierte mejor en las “Exequias de la lengua castellana”, sátira menipea (mezcla de prosa y verso) que elogia Mayans frente a Feijoo, aprueba el empeño de Padre Isla, se burla de la discreción del XVII y traza un buen retablo de la literatura española del XVI. Otra figura que fue prisionera de la pugna interior entre el reaccionarismo y la ilustración fue el catalán Antonio de Capmany, nacido en 1742 y funcionario real. Sus “Memorias históricas sobre la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona” es reputada como la primera historia económica que se escribe en Europa y su “Discurso económico-político de defensa del trabajo mecánico de los menestrales” tuvo una importante parte en la constitución de la conciencia productiva ilustrada. El mismo dilema entre reaccionarismo e ilustración afectó a los jesuitas expulsados en 1767. Fueron lógicamente anti jansenistas y anti enciclopedistas, pero buscaron proporcionar a la tradición española un ropaje erudito y universal que nunca había tenido. El cultivo de la poesía lírica fue una pasión de los escritores ilustrados del XVIII, y más de un crítico se ha asombrado del contraste entre ese entusiasmo y la modestia de los resultados estéticos. En estas composiciones se plasmaba la dimensión emocional que se sentía como inseparable de la construcción de una personalidad valiosa. Hacer poesía era un reconocimiento de la belleza y la complejidad de un mundo que cada vez veían más estrechamente ligado a la “gran cadena del ser”. Y, por otro lado, la más nimia composición se regía por el principio horaciano de mezclar lo útil a lo dulce, con lo que moral y placer estético se reunían en un mismo acto creativo. Pero en ese ámbito surgieron también sentimientos nuevos: el bucolismo se transformó en sensualidad, la contemplación del paisaje artificioso se trocó en percepción de la naturaleza como referente de la vida humana, y la observación de los vicios y las virtudes se cambió en reflexión filosófica o política. A propósito de la poesía del siglo XVIII, se ha hablado de “poesía burguesa”, “poesía filosófica” o “poesía ilustrada”, cosas que están emparentadas; otros han querido ver una primera etapa de decorativismo “rococó”, a la que siguió otra de restauración clasicista y, en medio de ella, una corriente que se ha llamado erróneamente “prerromántica”, y ahora se quiere denominar “romántica”, aunque conviene no confundir con el romanticismo de 1830. La figura más admirada fue Juan Meléndez Valdés, que había recibido la influencia de Cadalso y Jovellanos. Publicó sus poemas en 1785, 1797 y 1815; de sus epístolas son muy significativas “El filósofo en el campo”, por sus ideas fisiocráticas, y “La mendiguez” o “La beneficencia”, por su tono de humanitarismo ferviente. A lado de Meléndez es obligado citar otros poetas de la llamada “escuela salmantina”: fray Diego Tadeo González y José Iglesias de la Casa. En cambio, Nicasio Álvarez Cienfuegos conoció a Meléndez, pero no puede ser considerado miembro de la escuela. Manuel o José a Quintana, nacido en 1772, dedicó sus “Poesías” de 1813 a Cienfuegos, elogiando su valor cívico en 1808, pero también escribió una biografía del afrancesado Meléndez y una nota edición póstuma de sus versos en 1820, donde invocó con emoción su memoria y entendió con generosidad su decisión política de 1808. El patriotismo progresista fue el gran motor de la vida y de la lírica de Quintana, cuyos poemas cantaron acontecimientos como el combate de Trafalgar. Esa línea de pedagogía histórica popular se manifestaba en sus nueve “Vidas de españoles célebres”, que versan sobre héroes levantiscos e incomprendidos por el poder, como el Cid, Pizarro, y Bartolomé de las Casas. El tono heroico estuvo también presente en Juan Nicasio Gallego, otro poeta de vinculación salmantina y cantor del 2 de mayo y de la defensa de Buenos Aires contra los ingleses. Quintana fue uno de los dictadores del gusto poético español en la turbulenta época de Carlos IV, y esa misma época vio del surgimiento de otro interesante grupo de poetas sevillanos que se agruparon en torno a la Academia de Letras Humanas y la Academia Particular de Ciencias Humanas, profesando una devoción local por Fray Luis de León. Entre ellos se contaban Manuel María de Arjona, Félix José Reinoso, y dos interesantes personajes que se exclaustraron y tuvieron una agitable y notable vida: José Marchena se afrancesó, y José María Blanco White se estableció en Inglaterra, escribió en inglés y se convirtió al protestantismo. El teatro del XVIII nació bajo el signo de Calderón, que fue hasta 1770, el autor más representado en aquellos coliseos madrileños que habían dejado de ser los viejos “Corrales de comedias” áureos para pasar a ser teatros a la italiana. El favor del público se debía a lo llamativo de las tramas, la espectacularidad de las representaciones y a la afectación de los actores. El contexto de aquel teatro fueron también las exhibiciones de volantinería, prestidigitación, animales exóticos y aerostación, a la vez que la presencia de la música en el teatro trajo sugestivas novedades: en los años sesenta la tonadilla escénica (breve pieza cantada) comenzó a desplazar el entremés y los sainetes líricos incluyeron cantables. No ha de extrañarnos que la intervención del Estado en el teatro tuviera tanta importancia en el XVIII: se trataría no solamente de una intervención preventiva sobre las diversiones públicas, sino de un firme deseo de introducir en la escena los preceptos clásicos, y de acomodar el género dramático al principio general de agradable mezcla de utilidad moral y placer estético. Con todo, el más decisivo apoyo a la hegemonía de las nuevas formas vino del grupo intelectual en torno al conde de Aranda y de la búsqueda de una tragedia de tema español ajustada a las reglas: observancia de las unidades, regularidad métrica frente a la polimetría, y eliminación de personajes graciosos y de otro contraste que forzaran el decoro. A fines de siglo, la tragedia incorporó elementos de corte más una poco memorable “Las ruinas de Santa Engracia o el sitio de Zaragoza”. La cronología del nuevo teatro comenzó con las refundaciones de las comedias del siglo XVII, que fueron popularísimas entre 1800 y 1830. El 4 de abril de 1835 se produjo el estreno de “Don Álvaro o la fuerza del sino” de Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, que fue el primer gran drama romántico. Lo principal de su crédito sigue unido al “Don Álvaro”, que es un drama espléndido: 5 actos, 55 personajes, escenarios diversos y propicios a la evocación, mezcla de la prosa y de un verso muy brioso y una escena final con suicidio, tormenta entre las peñas y canto del Miserere a cargo de unos frailes, fueron elementos que muchos dramas posteriores incorporaron. El argumento es una mezcla de fatalismo, de cristianismo estético y hasta de folclore legendario. La obra no se ambienta, como quizás se esperaría, en la Edad Media o el siglo XVI, sino en el todavía cercano XVIII. El último estreno significativo de la brillante galería dramática fue “El zapatero y el rey” (en dos partes, 1841 y 1842) de José Zorrilla. De sus dramas, “El zapatero y el rey” es muy brioso y significativo por su abierta simpatía hacia el rey Pedro el Cruel, arbitrario y populista. Largamente famosas fueron obras como “El puñal del godo” y “Traidor, inconfeso y mártir”. Pero su aportación más famosa a la escena fue el drama religioso- fantástico “Don Juan Tenorio” de 1844. La poesía fue el género romántico que tardó más en congregarse. Pero el año de 1840 registró una cosecha espléndida: fue el de “Poesías líricas” de Espronceda. No fue peor 1841, que contó con los “Cantos del trovador” de Zorrilla, los “Romances históricos” del Duque de Rivas y sendos volúmenes de “Poesías” de Gertrudis Gómez de Avellaneda y Josepa Massanés. El gran poeta de esta época fue José de Espronceda. Sus poemas políticos conocieron enorme éxito (tuvo una formación clásica). Esa huella clásica y las lecturas de poetas áureos perseveraron incluso cuando sus viajes le trajeron nuevos temas y formas: “La entrada del invierno en Londres” (1827) es un poema meditativo de factura dieciochesca, pero de temblor político moderno; de algo más adelante son las rítmicas composiciones “La cautiva”, “La canción del pirata” y “El mendigo”. La lección de esa galería de héroes orgullosos y marginados se expresa en estribillos inolvidables, y los efectos sonoros realzan un contenido donde dominan los adjetivos inquietantes, los ruidos, e incluso términos un poco a ojo, pero de indiscutible capacidad evocadora. De esa guisa de sujetos fue también el héroe don Félix de Montemar, de “El estudiante de Salamanca”, cuya publicación se inició en “El artista” (1835): es un burlador que asiste a su propio entierro, y en el que debió de pensar Zorrilla al componer su “Don Juan”. En otros lugares, la rebeldía esproncediana cobre vuelo político: la “Oda al 2 de mayo” es un manifiesto del poder popular. Pero su obra mayor fue “El diablo mundo”, que comenzó en 1839 y que consta en su estado actual (incompleto) de una introducción y seis cantos, más fragmentos de un séptimo. El poema es muy byroniano, con su diseño largo y digresivo, la presencia de un humor agrio, las constantes irrupciones del narrador, etc. No es fácil delimitar su tema, que tiene algo de racionalista y volteriano y mucho de romántico: habla de la juventud perdida, de la búsqueda de la inocencia y de la fuerza primigenia, del hastío de la inteligencia, de los abismos de diferencias sociales que se abría en la nueva sociedad. Tiene que ver con el tema del “Fausto” de Goethe, pero también se parece en su movimiento a la “Sinfonía fantástica Op. 14” de Berlioz con su carrusel de imágenes y su arrebatado final. El realismo era necesario el alma romántica, amiga de los contrastes violentos, el costumbrismo fue un fenómeno romántico, aunque muy a menudo se burlara del romanticismo. En parte estaba ya anticipado por las formas satíricas cultivadas en el periodo ilustrado, pero no suele tener la pretensión reformadora que tenían aquéllas. El costumbrista del romanticismo se siente ganado en buena parte por la costumbre que describe, por la tipicidad y el pintoresquismo que advierte en ella, y por la certeza de que esa práctica social está llamada a desaparecer: tipo y costumbre son dos concepciones románticas, y pintoresco fue una apreciación estimativa que no quería decir ni bello ni feo, ni conveniente ni impropio, sino digno de ser perpetuado antes de que lo barriera un hábito distinto. Los textos costumbristas utilicen tan a menudo la referencia de la pintura, y se titulen “retratos”, “cuadros”, etc. y se presenten como “pintados por”. También fue costumbrismo la noticia y descripción de un monumento, las anotaciones de un viaje, las evocaciones de momentos históricos del pasado, los cuentos de leyendas o tradiciones. El país se lleva conociendo a sí mismo por obra de una sociedad más permeable, de unas comunicaciones más eficaces. Pero hay otra característica del costumbrismo: su asiento natural fue el periódico y esta condición de comunicación fija con su lector contribuyó a configurar una imagen del escritor de costumbres: el costumbrista es un testigo de su relato. La revista ”Cartas españolas” de Carnerero fue el primer ámbito de encuentro de los costumbristas españoles y allí se publicó la primera “escena” del “Panorama matritense” de Ramón de Masonero Romanos. En 1836 fundó el “Semanario Pintoresco Español” y en 1842 inició en sus páginas la nueva serie de “Escenas matritenses”. Fue un buen burgués, pero cultivó la nostalgia del tiempo cercano: su época dorada fue el final del reinado de Fernando VII. En cambio, Serafín Estébanez Calderón, “el solitario”, contribuyó a la fijación del estereotipo meridional con su “Escenas andaluzas”. Una de ellas se llama “Fisiología y chistes de cigarro”, y ese curioso término científico de “fisiología” acabó por ser la denominación preferida para los artículos que pretendían ser fidelísimo retrato crítico de un tipo humano o de una costumbre. Lo más típica colección de “fisiologías” fue “Los españoles pintados por sí mismo”, editada por Boix en 1843-1844. Por esos años conocieron también sus éxitos Antonio María Segovia, Antonio flores, y Modesto Lafuente, que firmó como “Fray Gerundio” y escribió un divertido “Teatro social del siglo XIX” (1846). La modernización fue el tema profundo de Mariano José de Larra, quien fue uno de los mayores escritores de su siglo. Desde que se emancipó en 1826, buscó gloria y dinero. Todavía en tiempos de la monarquía absoluta de Fernando VII, se afilió a los “Voluntarios Realistas” y escribió una “Oda a la primera exposición de las artes españolas”: tales decisiones responden al oportunismo y han de entenderse como un voto de confianza al discutible reformismo fernandino y a los progresos materiales del país. Larra más que costumbrista es, y será siempre, un satírico, como revela desde 1832. y con horizontes políticos algo más despejados, la serie “El pobrecito hablador”. Su visión política era perspicaz e insolente: “Cuasi” es un análisis panorámico de la decepción europea después de la revolución liberal de julio de 1830, mientras que “Los tres no son más que dos” es una condena del moderantismo político y en coscorrón a los radicales. El relativo progresismo de Larra se convirtió en reaccionarismo católico en la obra de Cecilia Bohl de Faber, que firmó con el seudónimo de Fernán Caballero, a la que corresponde la fundación de la novela moderna española. Tenía una educación excelente y tuvo muy mala suerte en sus dos matrimonios. Algo de esto refleja su visión siempre sombría de los destinos familiares y la mala suerte de sus heroínas. “La gaviota” es la historia de una muchacha que defrauda a su marido y ve morir a su amante, para acabar perdiendo loa voz de soprano que la ha hecho célebre; mientras que, “Elia o la España treinta años ha” concluye con la profesión religiosa de la heroína y la destrucción de la familia enfrentada entre sí en la guerra carlista. Fernán Caballero publicó sus obras en el período político que se llamó “década moderada” (1844-1854). Esta etapa y la siguiente, hasta la revolución de 1868, tuvieron muy escaso interés literario. El romanticismo de edulcoró y Espronceda empezó a parecer un peligroso sujeto en un tiempo que vio fundar la Guardia Civil y las Conferencias de San Vicente de Paúl. Paulatinamente, llegó la “alta comedia” atildada y moralista que se identifica con el progresista Adelardo López de Ayala, quien hizo también dramas históricos como “Un hombre de Estado” y “Rioja”. También surgió en estos años una literatura democrática, presente en sátiras políticas y periodismo de combate que todavía conocemos mal. El año de 1854 trajo las “tormentas de julio” y dos hechos de desigual pero significativa importancia para el futuro. Un profesor de filosofía de restauración, un vuelo tan corraluno. Cuando Leopoldo Alas analizó en 1881 las consecuencias intelectuales de la revolución de septiembre de 1868, dio por sentado que aquella conmoción tuvo consecuencias que no se habían producido ni en 1820 y 1834 con el regreso del liberalismo, ni en 1836 de 1854 bajo sendas experiencias de revolución radical. Claro está, que dentro y fuera de España todo invitaba al cambio: el romanticismo ya no sería un tafetán sentimental, ni la pintura volvería a ser una disciplina académica después de la aparición del impresionismo. En su artículo de 1881, el crítico advertía que el escepticismo de Campoamor y los temas candentes del teatro de Echegaray encarnaban los compromisos y los cambios de mentalidad de la nueva época y advertía que la presencia activa de revistas de contenido intelectual reflejaba el papel esencial de las ideologías en la construcción de una sociedad distinta. Pero, sobre todo, escribía, era la novela “el vehículo que las letras escogen en nuestro tiempo para llevar al pensamiento general, a la cultura común, al germen fecundo de la vida contemporánea”. La conquista y ocupación de la novela significaron un encuentro y una búsqueda trascendentales: el hallazgo de una temática y el intento de conseguir un arte de narrar. Por lo que hace a lo primero, el terreno social era más que propicio y Galdós lo había acotado al fijar su mirada en las anchas capas urbanas que se dilataban entre la aristocracia aburguesada y la clase media baja; advirtió una fractura novelable: la libertad de relaciones amorosas y la situación peculiar de la casada joven. La elección no se debió solo al deseo de atraer lectores mediante el señuelo de tramas escabrosas; la libre elección de pareja y el impacto social del adulterio eran la clave de la vida familiar y ésta, a su vez, del orden social burgués basada en la herencia de los descendientes legítimos y en la fuerza del vínculo conyugal. Paralelamente, surgieron temas como el celibato eclesiástico roto, las consecuencias de seguir el instinto por encima de la norma, los resultados de la mezcla de clases. La base preceptiva de la novela moderna era muy vaga y elástica, pero descansaba en la presidencia de un narrador omnisciente, dueño y señor del relato, que comentaba sus episodios. Pronto, sin embargo, pareció más eficaz cierta impersonalidad narrativa y dejar más espacio el pensamiento y la voz de los personajes. Y, por último, los escenarios de la acción fueron cobrando una dimensión caracterizadora, incluso simbólica, más allá de la función de ser un mero decorado reconocible. Así como Larra escribió que el costumbrismo respondía a “un movimiento real que se había acumulado en las capitales”, también los novelistas creyeron que la novela era un asunto fundamentalmente urbano, de la capital o de las provincias. Los modelos del nuevo relato fueron originariamente extranjeros. Galdós consiguió que descubrió la novela leyendo a Balzac, pero también tradujo a Dickens. Pero siempre tuvieron el prurito nacional de recordar que eran hijos de Cervantes y de la novela picaresca: adoptaron giros de prosa cervantina y configuraron muchos personajes sobre el modelo ideal de Alonso Quijano. Clarín observó que el éxito de la novela como forma de expresión de los conflictos de la nueva sociedad había obligado a aceptar su utilidad, incluso a quienes eran enemigos de todo cambio. Ése fue el caso de Pedro Antonio de Alarcón, que quiso hacer carrera en Madrid con otra continuación de “El diablo mundo”. Se mantuvo en la órbita liberal hasta 1873, cuando su libro “La Alpujarra” dejó ver un neocatolicismo del que está libre la novela corta “El sombrero de tres picos”. El mérito auténtico de Alarcón estaba en un modo de narrar que halló mejor acomodo en el relato breve. Fue el primer escritor español que supo apreciar a E. A. Poe, y había iniciado su carrera con una novela, “El final de Norma” (1855), donde mezcló el misterio, los viajes y la ópera. Si Alarcón fue un periodista y escritor apasionado y ambicioso, José María de Pereda dio siempre la imagen de un rentista y un escritor aficionado. Sus primeros trabajos fueron relatos de costumbres santanderinas en la línea de los de Trueba: “Escenas montañesas” (1864), “Tipos y paisajes” (1871). Pero sus primeras novelas moralizantes valen poco, incluso “e tal palo, tal astilla” (1880), con la que quiso contestar a “Gloria” de su amigo Galdós. Pero volvió a lo suyo con “Sotileza” (1885), que es una evocación de la ciudad marinera y popular de algunos años antes. “Peñas arriba” fue la última novela importante de Pereda: es un emotivo reencuentro con el paisaje y la vida arcádica, pero también es un canto y una elegía a la transmisión de la tutela patriarcal desempeñada por los itálicos de aldea. Juan Valera fue un temprano crítico del romanticismo exaltado y heredero del criticismo de la ilustración. Fue todo menos vulgar, y optó literalmente por un andalucismo estilizado que supo llevar a relatos tersos y amenos, algo bromista y superficiales, pero que nunca dejan de adelantar inquietudes más turbulentas. Ése es el caso de la novela epistolar “Pepita Jiménez” (1874) cuyo juego de perspectivas en la primera parte narra la seducción de un joven seminarista por la novia de su proprio padre. Valera nos hace asistir al triunfo del atractivo sexual, de la tentación epicúrea y de la hombría sobre un misticismo cristiano que también tuvo su parte en “Doña Luz”. Casi siempre usó en sus novelas de una ambientación cordobesa, el imaginario pueblo de Villabermeja, y de un narrador interpuesto, don Juan Fresco. Valera escribió también cuentos deliciosos, antólogo la poesía del XIX y los chascarrillos andaluces y fue crítico. Disertó con garbo y digresivamente de todo lo divino y lo humano, convencido en el fondo de que la literatura era el sucedáneo de la conversación inteligente. Benito Pérez Galdós fue el novelista de esta promoción que dio mejores frutos en los años ochenta. Quiso ser dramaturgo y tentó las dos vías del momento, el drama histórico con “La expulsión de los moriscos” y la alta comedia con “Un joven de provecho”, pero pronto dio en la novela y empezó con dos relatos de historia reciente que tienen algo de la intriga y el ritmo del folletín: “La fontana de Oro” (1870) y “El audaz” (1871). “Doña Perfecta” (1876) fue la primera de sus “Novelas contemporáneas”; con ella se inicia un ciclo de relatos de tendencia en los que el matrimonio impedido por la intolerancia o amargado por la incomprensión mutua vino a ser una oportunidad, metáfora de las resistencias de la sociedad española a su modernización liberal: “Gloria”(1877) y “La familia de León Roch” (1878) son algo más que los problemas conyugales de un judío y una comprensiva cristiana y de un krausista y una católica intransigente. De estos años fue también la publicación de los “Episodios nacionales” con los que Galdós quiso explicar los orígenes de la nación española contemporánea. En 1881, “La desheredada” abrió una etapa relacionada con el naturalismo donde comparecieron los elementos novelescos más caros a Galdós: la locura generosa y abnegada, la debilidad sentimental femenina, el egoísmo masculino, la exploración de la inquietud romántica y el análisis de la dureza pragmática. El logro de más envergadura es “Fortunata y Jacinta” (1886-1887), “dos historias de casadas (como reza el subtítulo): La una burguesa, estéril y abnegada, la otra popular, fecunda, generosa. La intención galdosiana de trazar una parábola social se impone desde un principio: pocas veces ha sido el autor tan detallado en la descripción de la vida madrileña y sus objetos, y casi ninguna tan preciso en la asociación de fechas históricas a los acontecimientos de aquellas vidas privadas; toda la novela transpira la lucha del instinto frente a la hipocresía, de la ley natural frente a la ley de los jueces. “Fortunata y Jacinta” trata del profundo misterio de las relaciones humanas de posesión y amor, pero también del abismo abierto entre las clases sociales. Y, a su lado, hay un vitalísimo friso de personajes y niveles: uno de los atractivos de este relato es que cada personaje actúa de filtro presentativo de los otros: los conocemos por ellos mismos y por los demás, y por eso los apodos familiares tienen tanta importancia en el curso de la acción. Como otros escritores de su tiempo, Galdós descubrió el teatro, pero nunca tuvo mucho éxito. Su primer intento fue muy revelador de lo que buscaba en la escena: convirtió una novela epistolar de adulterio en novela dialogada y luego en drama, en los dos casos bajo el título de “Realidad”, queriendo que la voz y el diálogo expresaran la confusión y el dolor de un ménage a trois donde todos sufren y conservan su dignidad. Sus otros trabajos tienen reflexiones regeneracionistas sobre el valor redentor del trabajo y del dinero, sobre la necesidad de una aristocracia espiritual, sobre la grandeza del directa. Azorín tendió el mundo como una sucesión de fragmentos estáticos, Baroja refirió siempre las cuestiones de estilo y composición a problemas de melodía, y se definió como kantiano absoluto en lo que tocaba la epistemología: no había más realidad que la subjetivamente percibirá por el observador. En rigor, la crisis española de 1898 tuvo caracteres muy universales. En todos los países se desprestigiaron los partidos, se agudizaron las luchas sociales. La profesión artística vio dos nuevas formas de inserción en una vida social cada vez más compleja: la actitud bohemia y la presencia intelectual. Los bohemios de 1900 despreciaban al público burgués de quien, por otro lado, esperaban el éxito y el dinero. Pero, a la vez, la bohemia se vivió como un momento de fraternidad entre los señalados por el arte y los estigmatizados por la dureza de la vida: los obreros, los marginados. No conviene, sin embargo, pensar que la alternativa bohemio-intelectual significa una nueva entronización de la envejecida dicotomía modernismo-generación del 98. La prensa periódica, desde comienzos de los años ochenta, había experimentado cambios muy notables: unos fueron financieros, otros técnicos. Los nuevos escritores creyeron haber roto el maleficio que, a lo largo de la Restauración, había atado al escritor a un público limitado pero fiel. Muchos vieron en el fin de siglo y en el modernismo un reencuentro con lo romántico y puede sorprender que los críticos apelaran a la sencillez y al sentimentalismo como formas del nuevo lenguaje, mientras los más reacios se afanaban por caricaturizar como neuróticos y retorcidos a los jóvenes escritores. En no pocos de ellos aparece una queja contra la civilización industrial y uniformadora y quizá esta dimensión sea el lugar donde encaje Ángel Ganivet. Fue un excéntrico que abominaba de lo moderno y que buscó articular de modo arbitrario un nacionalismo entre espiritualista y pragmático, cuyas tesis neoestoicas hay que remontar a su curiosa tesis doctoral “España filosófica contemporánea” (1890), donde exigió a la formulación de un pensamiento español independiente y castizo. No debe olvidarse que fraguaron el catalanismo, el vasquismo y el galleguismo como movimientos políticos sociológicamente “transversales”: más conservador e historicista el primero, ultramontano y bastante racista el segundo, progresista y vagamente internacionalista el último. Los modelos novelísticos tampoco cambiaron mucho en el molde común del naturalismo. A final de siglo parece afianzarse un paradigma narrativo bronco y directo, que no excluye el gusto por la violencia. Lo representó Vicente Blasco Ibáñez, quien constituyó en la Valencia del fin de siglo uno de los más atractivos mitos populares: el blasquismo fue una suerte de religión laica cuyo sacramento era la lectura del periódico “El Pueblo” y cuyos rasgos eran el anticlericalismo, el republicanismo y cierta dosis de utopismo pequeñoburgués. En aquel periódico se publicaron las primeras novelas en que el autor retrató con auténtico genio la realidad social del momento levantino: “Arroz y tartana” (1894) es el relato de la ciudad mercantil, “La barraca” (1898) reflejó la lucha del minifundista con el usurero y de los pequeños propietarios entra sí. El remoquete de “noventayocho menor” ha recaído en estos y otros narradores del momento que se atuvieron a una línea de descripción y denuncia de la “España negra”: todos fueron una suerte de proletariado de la pluma, no muy cultivado pero muy combativo. Más complejo fue Manuel Ciges Aparicio que radiografió la crisis de desmoralización de un hombre de principios de siglo a lo largo de cuatro volúmenes de corte autobiográfico que son una de las obras maestras de su tiempo: “Del cautiverio” (1903), “Del cuartel y de la guerra” (1906), “Del periódico y de la política” (1907). A su lado, José López Pinillos fue un periodista y un dramaturgo que se especializó en los “dramas rurales” como “Esclavitud” (1918). Pero son mejores sus novelas: entre las cortas destaca “La sangre de Cristo” y “Cintas rojas”. Por muy representativos que sean estos escritores, los auténticamente importantes son otros que fueron reconocidos como tales muy precozmente. Sus temas no fueron, a menudo, muy dispares de los vistos pues también sintieron la repugnancia y el atractivo de la vida española, los deseos de ruptura moral y los pujos de radicalismo, pero elaboraron estas y otras instancias con una perspectiva más rica. Ellos fueron Unamuno, Valle-Inclán, Baroja, Azorín y Antonio Machado, un elenco de escritores que encarnaron la construcción de la modernidad literaria en España. Quizá en tal sentido podría acogerlos el rótulo de modernista tanto en el sentido hispánico, como en la acepción anglosajona del término. Los nombres aducidos han modificado para siempre el idioma literario español: Unamuno fue un obseso de la etimología y de sus implicaciones semánticas, pero también un defensor del neologismo y del arcaísmo, de la simplicidad y de la paradoja; Valle-Inclán elevó el idioma al rango de exorcismo expresivo y defendió la condición taumatúrgica del escritor; en la aparente grisura de Baroja es fácil reconocer la vocación musical de quien reconocía haber aprendido a escribir prosa en los versos de Verlaine; Azorín fue el inventor de la descripción impresionista y Antonio Machado supo dar increíble precisión a los adjetivos de color y aire de modernidad a los giros populares. En punto a los géneros literarios convencionales fueron todos resueltamente iconoclastas. Unamuno inventó la nivola como un intento de superar las pautas descriptivas del relato tradicional y afirmó que la invención narrativa y la realidad histórica no eran cosas distintas. Valle-Inclán fusionó teatro y novela en una unidad inextricable de naturaleza escénica, mientras que Azorín cultivó todos los géneros, menos la poesía, sembrando en todos las mismas semillas de quietismo descriptivo y vaga sensación de inminencias. Y todos convirtieron el artículo de periódico en una manera de ensayo donde la opinión y la confesión, la apelación al lector y el reflejo del alma propia se fusionan una fórmula reveladora donde las haya. Y el ensayo fue un lugar privilegiado de lo que se ha llamado “modulación del yo”: en el caso de Unamuno este “yo” se expresó en la cercanía afectiva de los románticos; Machado prefirió diluirlo en sus escritores apócrifos que recorrieron en su nombre tapas y perplejidades de su pensamiento filosófico; Valle-Inclán optó por la máscara de un creador que solamente tiene existencia real como alquimista del lenguaje; Baroja osciló siempre entre lo elusivo y lo confesional: sus relatos suelen presentar tramas vertiginosas que parecen huir de la vida interior y, sin embargo, remiten a la intensa y desazonada intimidad de su inventor. Miguel de Unamuno fue inicialmente fuerista y bastante temprano abandonó sus creencias y militó en el Partido Socialista. Esa ampliación de sus puntos de vista dejó huella en sus primeras obras importantes. “En torno al casticismo” fue una reflexión sobre el porvenir del nacionalismo español, entre la inercia casticista y la fe voluntarista de regeneración de la que surgió su idea de “intrahistoria” (populista y colectiva) frente a la de “historia” (oficial y retórica). La crisis espiritual de 1897 modificó sus presupuestos: abandonó el socialismo y regresó a una fe voluntarista. Para entonces ya había descubierto que la novela ofrecía el mismo juego de la vida y de la historia: la angustiosa apuesta por la construcción del individuo. En 1902 publicó “Amor y pedagogía”, que dio paso a “Niebla” (1914), manifestación de su personaje autónomo capaz de pedir gracia a su creador Unamuno para no morir. Todos sus personajes viven hasta la náusea la necesidad de sobreponerse a sí mismos, y también la fatiga y la conciencia de ficción que ese esfuerzo significa. Unamuno fue partidario de eliminar de sus novelas toda ambientación que distrajera de la acción, pero la importancia del paisaje en su obra se advierte en momentos de rico simbolismo en cualquiera de sus novelas. Y ese mismo paisajismo simbólico, convertido en “estado de alma”, se explayó por entero en libros de artículos como “Por tierras de Portugal y España” y “Andanzas y visiones españolas”. Su primer libro, “Poesías” (1907), contiene un credo poético cuyo primer verso es muy revelador del alcance de su lírica: “piensa el sentimiento, siente el pensamiento”. Pero sus mejores logros están en el diario poético que llevó desde 1928 y que solamente se publicó en 1953 con el título de “Cancionero”. Su último poema es un soneto de 28 de diciembre de 1936: vuelve a aparecer en sus versos el eterno dilema de si la vida es cierta o es sueño. Ramón del Valle-Inclán nació para la literatura de un modo bastante más convencional: sus primeros cuentos, “Femeninas” (1896), reflejan el En las “Confesiones de un pequeño filósofo” (1906), Azorín se ha dado la espalda al progresismo y se ha hecho “reaccionario por asco de la greña jacobina”. Esta nueva etapa se resolvió estéticamente en un redescubrimiento del paisaje como emoción de la memoria y en la visión de la literatura española como una relectura caprichosa e impresionista. Paisaje y literatura conformaron los dos cimientos de su estética nacional impregnada de regeneracionismo. El nuevo programa compareció en dos obras maestras en 1912: “Castilla”, por lo que hace a la evocación de ese territorio que enlaza pasado y presente, y “Lecturas españolas”, por lo que toca a su revisión de las letras nacionales. (Para Azorín no existe tiempo cronológico y le complace lo estático y lo repetitivo, el eterno retorno de los hechos y las cosas). Antonio Machado no se consideró nunca parte de la presunta “generación del 98”. Se inició con la publicación de un poemario modernista, “Soledades” (1903); años después refundió aquel poemario inicial como “Soledades. Galerías. Otros poemas” (1907), donde ya aparece configurada la topografía de su mundo interior: el deterioro de las ilusiones, el poder de la memoria y el sueño, la infancia como tiempo milagroso. En 1912 “Campos de Castilla” fue un intento de poesía civil, derivada de Rubén Darío y en la línea de un regeneracionismo moral y bastante crítico. Pero también en 1912 murió su esposa, Leonor, y decidió abandonar el instituto de Soria. El cambio de territorio y el dolor de la pérdida se reflejaron en una larga cola de poemas que añadió a “Campos de Castilla” en la edición de “Poesías completas” de 1917: hay entre ellos una elegía continuada donde la imagen de su esposa se mezcla al recuerdo del paisaje castellano, poemas políticos, notas personales de ironía y algunos retratos de escritores que reflejan su interés por interpretar a su manera un momento capital del pensamiento español. En 1923 su último libro de versos, “Nuevas canciones”, dio cuenta de algunos de los senderos explorados con mejor fruto: las coplas populares sentimentales o paisajísticas, los aforismos filosóficos, nuevos retratos de escritores y regresos al intimismo anterior, pero con una mayor tensión simbólica, y al borde del nihilismo que planea sobre todo este libro. Manuel Machado colaboró con su hermano en el teatro para hacer unas comedias en verso, un tanto arcaicas y convencionales de factura, pero que intentaron renovar temas y planteamientos de aquella fórmula: “Juan de Mañara” (1926) fue una visión moralista del tema histórico del burlador de mujeres arrepentido, “La primera Fernanda” (1931) fue una comedia de aire benaventino, pero políticamente avanzada. Su obra poética tiene más de un punto en común con la de su hermano: comenzó en un modernismo asordinado en el que destaca su nota fatalista y algo cínica, que más adelante brilló por sí misma en “El mal poema” (1909), ejercicio de una poética vulgar y confesional, con toques canallas. Pero el modernismo poético español no se agota en los dos hermanos Machado. A fines del siglo XIX, ya se señaló la presencia de un tono de vaguedad evocativa, que suele conciliarse con la búsqueda de suntuosidad en poeta como Ricardo Gil y Manuel Reina, usualmente tildados a de “premodernistas”. Sin embargo, no es fácil resolver el viejo pleito de si el modernismo fue un descubrimiento autóctono o si hizo falta la visita de Rubén Darío a España. Lo que sí resulta evidente es comprobar la superioridad de Rubén sobre quienes iniciaron su misma andadura: Salvador Rueda, Francisco Villaespesa. La madurez del modernismo español fue lenta y no dio obras decisivas hasta los pocos años que corren entre 1907 y 1910, pero ya es un modernismo veteado de cierta ironía, más inclinado a la melancólica observación de lo provinciano que a las fantasías neorrománticas y que enlaza directamente con lo que se ha querido llamar post-modernismo: a estos años dorados contribuyeron Juan Ramón Jiménez, Gregorio Martínez Sierra, Fernando Fortún, Andrés González Blanco y Tomás Morales. La plenitud del post-modernismo recoge poetas de temática deliberadamente localista, teñida de cierta ironía melancólica y que prefieran a las formas vagas, los rasgos más expresionistas y a los colores difuminados del simbolismo, los tonos más fauves: ejemplo típico fue el poeta José del Río Sainz, siempre fiel a los temas marítimos, el grancanario Saulo Torón, e incluso el bilbaíno Ramón de Basterra. El mejor poeta fue Rafael Romero, “Alonso Quesada”, que reflejó con compleja sencillez un mundo cotidiano e insular, transido, sin embargo, por la imagen de la muerte en “El lino de los sueños” (1915) y en el póstumo “Los caminos dispersos” (1924). En cambio, Enrique de Mesa fue más tradicionalista en la forma y en el contenido, mientras Fernando Villalón, con sus romances evocadores del ochocientos y sus exaltaciones clasicistas del mundo de los toros, suele extraviarse en la nómina de los poetas de 1927. La mejor expresión de este posible post- modernismo vino, sin embargo, en libros de versos de Antonio Machado (“Nuevas canciones”) y Ramón del Valle Inclán (“La pipa de kif”). El teatro no dio ninguna figura de tal magnitud. En 1894 comenzó su carrera Jacinto Benavente, dramaturgo: “El nido ajeno” (1894) fue un drama naturalista resuelto con sencillez, con un diálogo a media voz y con personajes agudamente descritos, y el acierto se repitió en “Gente conocida” y “La comida de las fieras”, que fueron un tour de force por su aparente ausencia de trama, la multiplicidad de escenas y personajes y la naturalidad de los diálogos que parecían la viva impresión de ser los escuchados en una fiesta aristocrática o en la almoneda de los bienes de una casa ducal. Su mejor logro sigue siendo “Los intereses creados“ (1906), que supo jugar con la fantasía escénica de la vieja “comedia del arte”, el juego del “teatro en el teatro” y con la dialéctica de una reflexión algo cínica sobre la vanidad y el egoísmo como motores del comportamiento humano. Benavente dominó la escena española en un tiempo en que Unamuno apenas estrenó y Valle-Inclán dejó el teatro comercial en 1911 para no regresar, sino con una tardía representación de “Divinas palabras” en 1932. No conoció estas dificultades Manuel Linares Rivas, ni los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, que brillaron en las piezas breves de tema andaluz, humor benevolente y moralina trivial. Otros benaventino, Gregorio Martínez Sierra, destacó más como director editorial y director de escena, ya que en la mayor parte de sus obras fueron escritas por su esposa. Muy alejado de ellos fue Jacinto Grau. Su teatro simbólico e inquieto mereció mejor fortuna: su obra más lograda, “El señor de Pigmalión” (1921), es una atractiva farsa trágica de un creador y sus muñecos y fue representada en París y Praga, antes de que en España fuera estrenada en 1928. Pero en estos años, dos géneros adquieren una importancia preponderante: el “teatro poético” y el teatro de humor. El primero fue el teatro modernista en verso, que duró poco y cuyo origen anda en el triunfal estreno de “Cyrano de Bergerac” por Edmond Rostand. Lo cultivó Eduardo Marquina, un catalán que destacó como poeta cívico y que logró su primer éxito con “Las hijas del Cid” (1908). Lo cómico teatral se convirtió en una costumbre urbana desde que el tiempo de la Restauración conoció el éxito madrileño de los Bufos de Arderíus y el apogeo del “teatro por horas”: las largas sesiones de esta modalidad escénica devoraban ingentes cantidades de parodias de obras conocidas, juguetes cómicos en un acto, revisiones satíricas de la actualidad divididas en cuadros, sainetes madrileños con o sin cantables. Dentro del auténtico proletariado de la pluma que abastecía la voracidad de las “casas editoriales”, surgió a Carlos Arniches, el mejor sainetero madrileño de principios de siglo y quien plasmó el inamovible canon de figuras que se mueven en obras como “El santo de la Isidra” y “El amigo Melquiades”. Más tarde fue comediógrafo de más empeño en las tragedias grotescas, donde aplicó su humor de siempre a temas de raigambre regeneracionista: “¡Qué viene mi marido!”, “Los caciques”, “¡Es mi hombre!”, etc. Mucho más tosco y menos crítico fue Pedro Muñoz Seca, inventor del “fresco” como personaje y de la “astracanada” como género. Lo que se buscaba conquistar desde principios de siglo, ya lo estaba a la altura de 1910: un público extenso y diversificado, que integraba en el ya captado desde 1875 a la clase media baja y algún sector popular urbano. En 1907, la novela se incorporó también a la edición periódica: Eduardo Zamacois decidió ofrecer con periodicidad semanal una novela corta de autor conocido. El título elegido para la invención, “El cuento semanal”, dice mucho de la falta de aclimatación y la novedad del género escogido, pero muy pronto en una “Segunda antolojía poética”. El exilio político de 1936-1939 le llevó a América de nuevo y comenzó un ciclo poético de muy alto valor: escribió poemas simples sobre su experiencia, un prodigioso oratorio lírico que junta autobiografía y metapoesía y abordó un proyecto que unas veces se llama “Animal de fondo” y otras “Dios deseado y deseante”. El verso libre se convierte en una playa de hallazgos y se acerca a la linealidad indefinida de la prosa, que al final fue la forma de expresión poética preferida. “Automoribundia” (1949) encierra el más característico tránsito del modernismo internacionalista y decadente al “modernism” vanguardista. Las páginas de su revista “Prometeo” (1908- 1912) atesoraron esos pasos, pues la llenó con sus colaboraciones: allí está “El libro mudo” con su nietzscheanismo y su iconoclastia, allí está “El concepto de la nueva literatura” donde postula el “monismo literario” como síntesis del naturalismo más feroz y del intuitivismo más directo y, por último, los textos que luego formaron a “Tapices”. En “Tapices” publicó también las primeras greguerías que fueron sus grandes aportaciones a la gnoseología vanguardista: son una suerte de metáfora o asociación de ideas explicada que surge de la intención personal o colectiva y que puede romper un tabú de conocimiento o la confianza en una certeza. Normalmente son breves como un aforismo, pero en algún libro crecen hasta conformar pequeñas historias, y éstas se asocian temáticamente para configurar volúmenes como el “Rastro”, “Seno” y “El circo”. Un elenco que delimita sus obsesiones y, como fue el caso de ”Ramonismo” (1923), la obstinada voluntad de referirlo todo a su personal percepción. Pero el tal “ramonismo” fue uno más de los “Ismos” (1931) que veía como característicos del arte contemporáneo, al lado del botellismo, negrismo, cubismo, picassismo y futurismo: el arte para Ramón era libertad y búsqueda de lo otro a través de los laberintos de un yo que saludó con entusiasmo las exploraciones freudianas. También dio libertad a los géneros. Había cultivado el teatro y una ópera, pero su excursión más conseguida fue la novela. Las más significativas componen el ciclo de “novelas de la nebulosa”, pero le fascinó también indagar en mundos falsos literaturizados: así sucede en “Cinelandia” (1923), “El torero Caracho” (1926) y en las “Seis falsas novelas” (1927). Pero sus novelas realistas y españolas no fueron menos falsas en lo que tienen de explosión imaginativa: “La viuda blanca y negra” reelabora un idilio en el calor de Madrid. Durante mucho tiempo, el término de “generación de 1927” ha venido ocultando una realidad más amplia y vivaz que es la del vanguardismo español y de la continuidad y expansión de la modernidad española. En enero de 1927, la revista “Verso y prosa” publicó una “Nómina incompleta de la joven literatura” donde Melchor Fernández Almagro acertó casi con el elenco más duradero de futura promoción. Y ese mismo año sus componentes se encontraron en los actos y en las revistas que celebraban el centenario de Góngora. Pero la cronología de la vanguardia en España hay que empezarla bastantes años antes. El manifiesto futurista de Marinetti se tradujo al español en 1909 en la revista ramoniana “Prometeo”, y en 1912 Barcelona presenció en las galerías Dalmau la primera exposición de pintura cubista. Como el romanticismo, el vanguardismo fue más una actitud que un programa. Fue la consagración de la libertad en la búsqueda artística, por más que Picasso prefiriera decir “yo no busco; encuentro”. Pero hallazgo o indagación, el camino inicial era la alegría creadora que, en los comienzos de la vanguardia, habían traído creadores a como Erik Satie y Alfred Jarry. Para la vanguardia, la provocación fue un elemento más de la práctica artística: en 1913, Marcel Duchamp realizó su primer ready- made; en 1916 se iniciaron en Zurich las reuniones del grupo Dadá que llevó a su límite la noción de creatividad como espontaneidad y la ruptura con cualquier pretensión de contenido racional en el producto artístico. Otro sector de la vanguardia parecía más interesado en entronizar una nueva densidad expresiva que tenía poco que ver con la deshumanización que Ortega creía advertir en 1925. Por ejemplo, en el conjunto de manifestaciones que llamamos expresionismo, hay un deseo de privilegiar lo intencional sobre lo físico, la intensidad sobre la objetividad, la conmoción emotiva sobre lo racional. En el marco de las vanguardias históricas, nunca es fácil establecer fronteras entre lo que fue la deliberada disgregación de la percepción y la voluntad de reconstrucción de una nueva forma, de lo que fue renuncia a cualquier norma compositiva y obediencia a lo geométrico, preciso y funcional. Lo único cierto es que el arte contemporáneo se define por su variedad y su inestabilidad de doctrinas y también por su progresivo compromiso con la realidad contemporánea de unos años de dramáticas expectativas. Pero ni siquiera la política del arte de entreguerras fue unitaria: muchos futuristas italianos se hicieron fascistas, los surrealistas se pusieron en 1928 “al servicio de la revolución”. En España estuvo presente todo esto: entre 1914 y 1918 su neutralidad la hizo refugio propicio de náufragos europeos y la Guerra Civil la convirtió en piedra de escándalo y banderín de enganche emocional de todos los compromisos del mundo. A la vista de la presunta exclusividad de la llamada “Generación del 27”, podría hablarse de un panorama homogéneo presidido por la adopción a de lo que se llamó “poesía pura”. El más atractivo dilema de la vanguardia española anidó en la latente contradicción entre la vocación internacionalista consustancial al movimiento y su deuda afectiva con España y con toda una tradición cercana de nacionalismo estético. Que la historia del arte nuevo español pasará por la celebración de Jubileo centenarios, hubiera sido algo impensable en parámetros europeos: primero fue el de Góngora (1927), visto como una aprobación de la libertad creativa y de la identificación de metáfora y poesía; luego vino el de Goya (1928), más atento a lo vital y racial, y después, el de Lope de Vega (1935), reclamo de un arte popularista, y lo de Garcilaso y del romanticismo, ambos en 1936. Pese a que, la hegemonía de los poetas ha deformado el panorama de la creación literaria entre 1925 y 1936, cumple reconocer que pocas veces en la lírica europea del siglo XX se ha dado una promoción de tan compacta calidad e importancia. No es fácil agruparlos convencionalmente, aunque el neofolclorismo juvenil parezca poder reunir a Lorca y Alberti, la poesía pura a Guillén y Salinas, el surrealismo a Cernuda y Aleixandre. Pero todos ellos cambiaron alguna vez de registros. Por razón de edad, el primero fue Pedro Salinas, nacido en 1891, que publicó versos adolescentes en “Prometeo” y que fue el más representativo de los que Juan Ramón Jiménez llamó “poetas profesores”. La obra de Salinas está marcada por su condición de experiencia emocional intelectual, que suele generar unas formas muy simples y accesibles: versos cortos, sin rima, enlazados en hábiles encabalgamientos que les dan un cierto aire de prosa hablada, metáforas deslumbrantes y a veces más ingeniosas que ardientes, tono metafísico rebajado con alguna punta de ironía. La poesía inicial de Salinas deriva de la lírica pura de Juan Ramón, pero tocada de un cierto cotidianeísmo propio: así en “Presagios” (1923), y sobre todo en “Fábula y signo” (1931), que incluye lo moderno (máquinas de escribir, cinematógrafo, automóviles..). Los tres últimos libros de Salinas- “El contemplado” (1946), “Todo más claro” (1949) y “Confianza” (1955)- incorporan a su poesía la reflexión moral, la preocupación por el porvenir de la humanidad y la búsqueda personal de la paz del espíritu a través de la vivencia de la natural. Salina fue, de otro lado, uno de los mejores epistológrafos españoles, como demuestra la “Correspondencia” (1923- 1951) intercambiada con Jorge Guillén, publicada en 1992. Esas mismas cartas reflejan las diferencias de personalidades de los dos amigos: la vivacidad, la sociabilidad y la iniciativa de Salinas contrastan con el talante más sosegados, meticuloso y absorto de Guillén. El estilo nervioso y movido del verso del primero se convierte en unidades precisas de forma exclamativa a menudo, adjetivos rotundos y metáforas totales. Desde un primer momento Guillén concibió su obra poética como un libro único y total. Esta obra única, que se inició en 1919, se concluyó en 1968 bajo el nombre de “Aire nuestro”, cuyo título deja en deliberada ambigüedad si “aire” vale por atmósfera, inspiración o aspecto, y si “nuestro” es colectivo o forma mayestática de “mío”. El libro se compone de tres unidades previas: “Cántico”, “Clamor” y “Homenaje”. Los subtítulos de cada una de estas partes revelan la intención sostenida del proyecto. “Fe de vida” como lema de Cántico, define la poesía más temática de “Sobre los ángeles” (1929), mientras que “El adefesio” (1944) y “La Gallarda” (1944-45) enlazan con la dramaturgia lorquiana. Dos volúmenes de memorias, “La arboleda perdida” (1959 y 1987), dan muy bien la tónica de este escritor entre público y privado, entre extrovertido e intimista, entre fácil e intenso. Luis Cernuda organizó su obra en un libro único como el Jorge Guillén, pero el propósito del poeta sevillano fue distinto, ya que la unidad de “La realidad y el deseo” (primera edición en 1936 y definitiva en 1964) consiste en integrar una trayectoria lineal sobre el hilo conductor de una biografía moral: un mismo talante y diversas formas unifican el dibujo interior de una dialéctica permanente entre los dos términos de ese fascinante título general, realidad (mundo) y deseo (poeta): allí se integra la composición clasicista, el surrealismo, el neorromanticismo y la meditación metaliteraria y autobiográficas. Hubo otros poetas de interés, y el más ambicioso que la mayoría fue Juan Larrea, compañero de Gerardo Diego en su acercamiento al creacionismo y que desarrolló toda su obra en francés, idioma que acogía muy bien la extraterritorialidad que buscaba para su experiencia poética (que no en vano se recogió en un breve libro titulado “Versión celeste”). Simultáneamente, escribió un diario en prosa, “Orbe”, que se dio a conocer parcialmente en 1990 y que está muy cercano al surrealismo. Allí aparecen sus primeras alusiones al mundo de la América precolombina que, cuando se exilió, se convirtió en su hogar y en el horizonte de su utopía. Más limitado de horizontes, Emilio Prados vivió en la Residencia de Estudiantes. Con esa militancia coincidió una etapa surrealista que ya en México desembocó en una poética meditativa, de ámbito temático y figural reducido, de cierta intensidad cercana a una mística laica. Manuel Altolaguirre fundó la revista “Litoral” y fue el editor e impresor inveterado de los poetas de su tiempo. Como autor, lo es de un libro unitario, “Las islas inventadas” (1926 y 1936), de delicada factura en los poemas amorosos y cosmológicos, y de unas interesantes memorias, “Caballo griego para la poesía”. La filiación juanramoniana se advierte, en cambio, en Ernestina de Champourcin y la herencia del Alberti juguetón en los primeros versos de Concha Méndez y Josefina de la Torre. Pero en estos años no faltan los poetas que alcanzaban a acertar en las líneas distintas de una poética cada vez más madura: Eugenio Frutos en la poesía pura, Basilio Fernández y Luis Piñer en la de abolengo creacionista, Joaquín Romero Murube en las formas neoandalucistas… De todos los jóvenes que soñaban con la gloria, el que llegó a ser más conocido fue Miguel Hernández. Su capacidad mimética le inspiró un pastiche neogongorino, “Perito en lunas” (1933), que poco más adelante trocó en el ruralismo exaltado de “El rayo que no cesa” (1936). Su compromiso en la guerra le convirtió en el poeta heroico y popular de “Viento del pueblo” (1937) y en “El hombre acecha” (1939); Después, el sufrimiento y la cárcel le dieron la intensidad en el póstumo “Cancionero y romancero de ausencias”, escrito entre 1938 y 1941. Para las tablas, escribió un auto sacramental, “Quien te ha visto y quien te ve y sombra de lo que eras”, y una tragedia española, “El torero más valiente”, ambas escritas en versos. Suele decirse que fue una etapa poco feliz para la novela porque gravitó sobre todos los jóvenes el interdicto que Ortega había impuesto a la novela realista. Benjamín Jarnés fue el quien mejor representó una nueva narrativa que es muy injusto llamar “deshumanizada”. No fue muy rica en tramas, pero reflejó la búsqueda de la serenidad, del amor y de la plenitud vital en libros que tienen mucho de transmutación de su difícil trayectoria personal y que están escritos y dominados en una admirable y vivaz lengua poética: así sucede en “El profesor inútil” (1926), en “El convidado de papel” (1928) y en “Lo rojo y lo azul” (1932), que narran la vida que conoció en un seminario y en un cuartel, respectivamente le apasionó la relación maestro-discípulo ya desde su primer relato, como “Viviana y Merlín” (1930), “San Alejo” (1934) y “Libro de Esther” (1935). Aquella modalidad de relato fue de amplio cultivo aunque, en la mayoría de los casos, se orientó a formas más humorísticas y propiamente vanguardista: fue el caso de narraciones de José López Rubio, Antonio Espina, Claudio de la Torre y Samuel Ros. Lo que se ha llamado “novela social de preguerra” o “novela de avanzada”, no es un modelo tan homogéneo como el de la narrativa lírica. Entran en él escritores de formación modernista y arcaizante (como Joaquín Arderíus o Ángel Samblancat), líderes obreros que escriben relatos testimoniales, algún narrador autodidacto que toma el modelo barojiano (como Andrés Carranque de Ríos) y vanguardistas que pasan al compromiso político-social (como César M. Arconada). Procedencia parecida tuvo José Díaz Fernández, que acertó a señalar en un ensayito el nuevo rumbo de la época- “El nuevo romanticismo” (1930)-, publicó unos relatos sobre la guerra de África y una novela sobre el ambiente artístico en el Madrid de la dictadura. Pero es más atractivo y valioso de los escritores de este registro fue Ramón J. Sender, que dio con “Imán” (1930) la mejor novela de la guerra de Marruecos, y con “Siete domingos rojos” (1932) el mejor fresco de la vivencia anarquista de la crisis de la época, además de reunir en sus ensayos “Proclamación de la sonrisa” (1935) la más completa panorámica de las inquietudes y azares de un mundo brillante y crepuscular en el que nadie confiaba ya. Por eso, conviene recordar que la “novela social” no fue solamente “novela proletaria”: la misma denuncia del estado de cosas se advierte en novelas fascistoides como la “deshumanizada” “Hermes en la vía pública” de Antonio de Obregón y “Bajo la luna nueva” de Guillén Salaya o en visiones expresionistas de la crisis del intelectual como “Un intelectual y su carcoma” de Mario Verdaguer. Los años republicanos vieron algunas novedades en el teatro: en el teatro de humor se confirmó el nombre de Enrique Jardiel Poncela, cuya comicidad inteligente y algo absurda desconcertó a públicos y críticos. Alejandro Rodríguez Álvarez (Alejandro Casona) se dio a conocer con “La sirena varada” (1934), inicio de una comedia que usa de la apariencia fantástica (inventada por los propios personajes) para redescubrir en la realidad las fuentes de conformidad y felicidad, ya sea al evocar el mundo estudiantil de los años treinta y los casos de un pretendido sanatorio de suicidas, o al jugar con las premoniciones y la realidad de la muerte. El ensayo fue en este tiempo un género artístico de primera magnitud: menos confesional de lo que lo era a fin de siglo, más próximo a la alacre objetividad poética de Ortega, y enriquecido con recursos, metáforas y bromas del vanguardismo. La “Revista de Occidente”, creada por Ortega en 1923, concitó un elenco de reseñistas jóvenes entre los que estaba Jarnés, Melchor Fernández Almagro, Antonio Marichalar y Fernando vela. Pero los dos ensayistas más influyentes del momento son las Giménez Caballero y Bergamín, nada más opuestos: protofascista y fascista el primero, católico progresista y compañero de viaje revolucionario el segundo, pero les unió una misma pasión por la función admonitoria de la literatura. Giménez se instituyó en albacea de la tradición liberal-nacionalista española que quiso fascistizar en libros descabellados, irritantes y siempre imaginativos; Bergamín cultivó el aforismo y la paradoja, y sus indagaciones sobre el toreo. La Guerra Civil de 1936-1939 constituyó una catástrofe colectiva inmensa en la vida nacional, pero tuvo muchas menos consecuencias literarias de las que cabría atribuirle y no se puede considerar como un hilo divisorio en la historia de las letras españolas. Hubo una literatura combatiente movilizada por las circunstancias y cuyo valor nunca fue muy alto: de ella cabe retener el registro nacionalista y comprometido de una revista republicana, “Hora de España”, y el atrevimiento belicoso y popularista de “El Mono Azul”. Los versos, los dramas y las novelas se convirtieron en armas de combate y, a menudo, se gastaron en empresas muy similares: los romances de Federico de Urrutia, “Poemas de la Falange eterna” (1939), usan del mismo troquel neopopularista con el que los grandes poetas contribuyeron al republicano “Romancero de la guerra de España”. Concluida la guerra con la victoria de los sublevados, la ruptura cultural se cifraba en bastantes millares de exiliados, entre los que se contaba lo más reconocido y lo más prometedor de la vida intelectual española que hubieron de reanudar su trabajo al margen de su público natural. Pero la ruptura de paradigmas estéticos apenas se había producido, salvo en el terreno de una censura férrea y múltiple: la ejercía el Estado franquista a través de organismos copiados de las legislaciones diferenciación de la poética del exilio y la del interior. En ambas hubo una búsqueda de “rehumanización” temática y de formas clasicistas que, por un lado, habían comenzado ya antes de la Guerra Civil y, por otro, fueron generales e incluso perceptibles en poetas de mayor edad. Lógicamente los escritores se conocían entre sí y perdieron todo contacto. Luis Felipe Vivanco se había movido en el grupo de la “Escuela de Vallecas”; afín a una poética meditativa de raíz machadiana, su libro “Tiempo de dolor” (1940) traza la continuidad de sus formas y temas desde principios de los años treinta. La poética de Leopoldo Panero revela el poso de la metáfora vanguardista, la sensibilidad ante el paisaje, un cierto fatalismo confiado y una capacidad de emoción a veces algo trivial, pero siempre efusiva. Más inquieto y activo, Dionisio Ridruejo fue el único que rompió explícitamente con el régimen franquista, lo que ya se advierte en sus cuadernos de “Poesía en armas” (1944). A la vista de los versos no resultaría nada fácil para un lector imparcial y poco informado de los antecedentes decir quiénes habían sido vencedores y quiénes vencidos en la Guerra Civil. José Luis Cano, sin embargo, contaba entre las filas de los vencidos y sus “Sonetos de la bahía” (1942) se apuntan a la forma clasista y a la emoción embridada que tienen también los poemas de José García Nieto, que fue vencedor y por mucho tiempo tenido como culpable del formalismo vacuo de la revista “Garcilaso” (1943) y de su “juventud creadora”. La misma situación de escritores a contrapelo del Régimen franquista, lo tuvieron otros muchos y el uso de seudónimos los delata. Fue el caso de Leopoldo de Luis o Ramón de Garciasol, en el canario Pedro García Cabrera el humanitarismo tiene tintes popularistas y se proyecta en una visión muy rica del localismo. A esa misma línea pertenece Manuel Pinillos, en quien temas frecuentados por otros poetas (la soledad, la esposa, la ciudad de provincias) cobran efusiva convicción moral. Cualquiera hubiera dicho que la poesía se había hecho un fenómeno social de primera magnitud y en cierto modo, hacia 1950, cuando asomaban los primeros poetas que habían sido niños o adolescentes en la guerra, así era. Había premios, Juegos floreales, revistas de provincias, tertulias y un aparente clima de creatividad: de aquellas “alforjas para la poesía” no salió ni un poeta serio. Otra cosa fueron las revistas y los grupos locales: “Espadaña” sustentó una seria reflexión sobre la poesía comprometida, “Cántico” recogió la huella de la poesía de anteguerra, matizada por cierto tono neorromántico, en el que cuenta la sombra moral de Luis Cernuda. En una expresión que se hizo famosa, Dámaso Alonso había distinguido los “poetas arraigados” que, como Rosales o Panero, se aferraban a la estabilidad de los sentimientos o a una religiosidad confortable, y los “poetas desarraigados”, para quienes “el mundo no es un caos y una angustia […] y hemos gemido largamente en la noche”. Claro está que predominan los desarraigados: entre ellos, José Hierro en su primer libro maduro, “Quinta del 42” (1953), dio una poesía directa en la que la identidad personal, el paso del tiempo, la derrota, son temas fundamentales de los poemas que llamó a veces “reportajes” y que prosiguen en “Cuanto sé de mí” (1957). Los dos paradigmas de poetas “desarraigados” que citó Dámaso Alonso en su artículo fueron Gabriel Celaya y Blas de Otero. En rigor, el primero no lo fue, pero su lugar de arraigo estuvo en cosas y pensamientos que no tenían cabida en la España de postguerra: su libro “Tranquilamente hablando” (1947) fue toda una autodefinición de su poética de la sencillez y de la solidaridad humana, conducidas por un materialismo efusivo y una emoción de esperanza. Pero la poesía de Celaya no solamente estuvo dirigida por lo explícito y unitario, sino que, más de una vez, buscó terrenos experimentales. Blas de Otero hubo de desarraigarse con muchas más violencia del sentimiento religioso que inspiró “Cántico espiritual” (1942). La fuerza conceptuosa de las imágenes y la rotunda perfección retórica de los primeros poemas nunca desaparecieron en Otero, que ha sido con Lorca y Hernández el poeta español de más sentido verbal, pero halló otros caminos: la robustez de la sintaxis deja paso al aforístico y sentencioso, a transiciones abruptas, a coloquialismos intencionados, a elipsis y evocadores juegos de palabras con refranes, coplas populares o versos ajenos. Sus últimos trabajos de “Hojas de Madrid con La galerna” (2010, póstumos) son poemas más extensos frutos de un monólogo interior que se enfrentaba con marcada desesperanza a las desapacibles expectativas personales y colectivas de aquel momento de la historia. Como ya se señaló, la restauración de la novela pareció también una consigna traída por los nuevos tiempos. Se volvieron a leer los relatos del XIX, se tradujo la narrativa inglesa y francesa y, sobre todo, muchos escritores y nuevos editores participaron a la lotería de las letras. Se dijo que los premios literarios descubrían lectores y no autores, lo que solo es cierto a medias; novelistas importantes como Delibes, Laforet, Sánchez Ferlosio… fueron ganadores y no pocos aparecieron como más modestos accésit, pero tampoco fue pequeña la lista de premiados de quienes nunca más se supo. Pero también hacia 1955, un activo mercado literario se había establecido: todavía limitado, pero materia prima indiscutible para nuevas conquistas. Los primeros narradores importantes procedieron del mundo de los vencedores, sin apenas contribución de los vencidos. Juan Antonio de Zunzunegui escribió relatos humorísticos de temas bilbaíno y novelas algo toscas, de tono crítico y estilo agrio y directo que quiere insertarse en la línea barojiana. Sus libros empezaron en la serie narrativa de editorial Destino y acabaron en la más popular y heterogénea de Planeta, de José Manuel Lara, que fue, de siempre, el asiento de unos éxitos de venta que hicieron ricos a su autor, José María Gironella (él daría muy bien la imagen del novelista de éxito en la postguerra para un público no demasiado selectivo, pero su crédito se mermó mucho en el comienzo de los años ochenta). En otros especímenes, sin embargo, prevaleció la dimensión combatiente, como fue el caso de Rafael García Serrano, autor de briosas novelas de guerra y de muchos otros textos ofrendados a recuerdos de la matonería cuartelera y los días de bronca y gloria, cada vez más remotos. En cambio, Rafael Sánchez Mazas, fundador de Falange española, nunca dejó de ser un bilbaíno de clase alta: no publicó en vida su novela “Rosa Kruger”, que empezó a escribir durante la Guerra Civil y se imprimió en 1984, pero dio a conocer “La vida nueva de Pedrito de Andía” (1951). A Carmen Laforet le valió su insólita condición femenina y el raro encanto de su relato de adolescentes, romántico y tempestuoso, vinculado a la dureza de la de la alta postguerra y titulado “Nada” (1945). Esta y alguna otra novela hicieron bueno el término de “tremendismo”, un tanto exagerado a la vista de la realidad y que convivió a menudo con relatos de vocación psicológica y sensibilidad refinada. La imaginación fantástica ha sido la base principal de la literatura de Álvaro Cunqueiro, cuyas prosas desenfadadas gozan entremezclando evocaciones arbitrarias de la materia artúrica, la Grecia clásica y la Italia renacentista. Pero el paradigma del éxito literario con la postguerra ha sido, sin duda, el caso de Camilo José Cela, que fue el único escritor que vivió de su oficio. Nunca fue muy explícita su filiación política y consta su condición de excombatiente franquista, de candidato a policía político y de censor ejerciente; pero desde los años cincuenta habitó un conservadurismo liberal y algo misoneísta y a la voluntad de presentarse bajo esa advocación se debe un logro tan interesante como su revista “Papeles de Son Armadans” (1956-1979). Los más pacatos le reprochan con frecuencia su preferencia por la crueldad y la violencia y no ha de olvidarse que la palabra “tremendismo” surgió en los años cuarenta al hilo de sus primeras obras. Sus enemigos calificaron su estilo de amanerado y, en buena parte, lo es: sintaxis muy simple y mecánica, fáciles efectos iterativos, abuso de los retruécanos sobre los nombres propios, propensión a la oralidad… Pero la riqueza de su léxico, la brillantez de algunas metáforas, la musicalidad y el dominio del anticlímax con que sabe enfrentar la ternura y la violencia no son cosas tan fáciles de imitar. Se suele acusar a la obra de Cela de frecuentes altibajos, pero posee una notable homogeneidad en su aparente variedad. Como tantas otras cosas, hunde sus raíces en el pasado en torno a la revista “Laye”, principalmente Carlos Barral, prefirieron definirla como “correlato” creativo del pensamiento. Parecidas polémicas suscitó el reconocimiento de la abstracción pictórica iniciado por el grupo Altamira, y el paralelo regreso a moldes surrealistas e informalistas en el grupo catalán Dau al Set. De 1955 fueron las conversaciones de Salamanca sobre el cine que dictaminaron que el español era “políticamente ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico”. Los novelistas se lanzaron con ejemplar denuedo a esa tarea de dar “sentido el misterio de la vida” y, por más que lo hicieron en forma de novelas de corte objetivista, buscaron también “ordenar su intimidad”. Conviene tener presente la simultaneidad de esos dos motivos solidarios que eligieron como vehículo narrativo, el mismo que buena parte de la literatura europea de postguerra había elegido en 1945 o elegiría poco después: un realismo preciso y fotográfico que usó de personajes con representatividad colectiva, una preferencia de la novela panorámica y algo estática sobre la argumental y la búsqueda de una aparente impasibilidad del narrador-testigo. Pero debajo de esta superficie corrían ingredientes simbólicos de muy distinta naturaleza: que gente de procedencia burguesa escribiera así suponía el previo y doloroso descubrimiento de la auténtica realidad del país que la propaganda o la rutina celaban cuidadosamente. Se escribía, en suma, para acelerar ese cambio que requería, según la doctrina marxista elemental, una previa percepción por parte de los oprimidos: la toma de conciencia de la injusticia era el punto capital de esos relatos. Es significativa la austeridad casi espartana y la voluntad de objetivación de los títulos de muchas novelas: “Los bravos” de Jesús Fernández Santos, “La mina” de Armando López Salinas, “El Jarama” de Rafael Sánchez Ferlosio, “Con el viento solano” y “Gran Sol” de Ignacio Aldecoa, “Las afueras” de Luis Goytisolo..; apelaciones morales y significativas como “El fulgor y la sangre” de Aldecoa, “Ritmo lento” de Carmen Martín Gaite o el machadiano título “El mañana efímero” de la trilogía de Juan Goytisolo. A través de estas novelas desfiló el mundo aterido, desconcertado y a veces rebelde de la España del momento, pues los escritores buscaron con denuedo revelar cada rincón de la sociedad que habían descubierto finalmente. Aldecoa, cuyos admirables cuentos constituyen lo que llamó “épica de los pequeños oficios”, se fijó en el mundo de las casas-cuartel de la Guardia Civil o en los pescadores de altura; los narradores catalanes y García Hortelano se sintieron más atraídos por la decadencia inconsciente de la burguesía mientras que Carmen Martín Gaite se aventuró en la vida mesocrática de provincias o en el autismo moral de representantes de la clase media intelectual; Fernández Santos se movió entre lo rural de su primer relato y la dolorida peregrinación entre lo urbano y el campesino del segundo. El cuento fue un género que alcanzó notables cultivo y calidad en estos años. Concentraba a menudo la fuerza lírica que en la novela se diluía, favorecía la presentación más elíptica de temas y denuncias arriesgados, establecía el promedio preciso entre la objetividad y la ternura y se ajustaba a las medidas de espacio que le proporcionaban las revistas del momento. Fue una suerte de hipogénero de lo narrativo, como hizo muy visible la estructura del libro “Las afueras” de Luis Goytisolo y se patentizó en “Cabeza rapada” (1958), memorable colección de Jesús Fernández Santos, y fue el lugar donde más brilló la capacidad emotiva de Ignacio Aldecoa. El ciclo de la novela neorrealista concluyó por una suerte de consunción y por una seria crisis de conciencia de los escritores. Ésta atañía, por un lado, a la generalizada decepción por la inutilidad de su esfuerzo cívico: hacia 1964, cuando el país celebraba sus “25 años de Paz”, nada había cambiado y aparentemente el franquismo estaba más consolidado que nunca. Pero también concernía a los medios artísticos utilizados y a la renuncia expresa del estilo como herramienta propicia de interpretación de la realidad. Suele decirse que “Tiempo de silencio” (1962) de Luis Martín-Santos, fue el aviso premonitorio de la deserción, pero, en gran parte, esta novela tiene un tema típicamente social, un título que es toda una época, y su tratamiento debe tanto al “Ulises” de Joyce como a las bromas y chistes de una típica tertulia intelectual de entonces. Solemnemente representativa del nuevo horizonte, fue “Señas de identidad” (1965) de Juan Goytisolo, que debe mucho a “Tiempo de silencio” y más todavía a un ajuste de cuentos autobiográficos que buscaba dimensiones colectivas y cuyo patrón póstumo fue Luis Cernuda. Pero todos los narradores buscaron una u otra salida al eclipse del realismo convencional. El sarcasmo inspiró el apólogo sobre el compromiso social “Últimas tardes con Teresa” (1966) de Juan Marsé. Pero aquel sarcasmo tuvo también parte activa en “La oscura historia de la prima Montse” (1970) y en otras novelas inspiradas por acontecimientos políticos: “La muchacha de las bragas de oro” (1978) y “El amante bilingüe” (1990). También demostró un agudo sentido del humor derogatorio “El gran momento de Mary Tribune” (1972) de Juan García Hortelano. Un objetivismo radical y enigmático, apareció, a cambio, en la última y novela de Ignacio Aldecoa, “Parte de una historia” (1967), que recuerda a los relatos cinematográficos del primer Michelangelo Antonioni. Caballero Bonald, por su parte, prefirió inventar un mundo mítico hecho de corrosión y restos de tragedia en torno al paisaje familiar de las marismas andaluzas en “Ágata ojo de gato” (1974). Pero en ese terreno de la invención no se puede quitar a Juan Benet, que se dio a conocer con “Volverás a región” (1967), un texto de prosa precisa y dilatada, trama confusa y poderosa, e inolvidable capacidad de evocación física y moral. La poesía lírica vivió también su particular forma de compromiso. Si ya en la narrativa se señalaba la ligazón que el neorrealismo tenía con la vivencia subjetiva del narrador, en el territorio de lo poético esa dimensión estuvo mucho más presente: la poesía fue experiencia dolorosa de la realidad y el conocimiento de uno mismo a través de aquélla. A veces tuvo mucho de conocimiento colectivo pues si en la novela fue importante la conciencia común de los escritores, en la lírica los lazos de amistad y escuela fueron decisivos. Las voces son bastante distintas porque corresponden a poetas de fuerte personalidad. Ángel González publicó en “Colliure” “Sin esperanza, con convencimiento” (1961), que afianza el tono de descorazonamiento a la maestría formal; Carlos Barral es un poeta más cercano de lo metafísico, más eliotiano, y en el que la imagen casi barroca es muy importante; Algún poema de Jaime Gil de Biedma, como “Las afueras”, mostró esa sensación eliotiana de hacer corresponder un pensamiento profundo con un “correlato objetivo” de imágenes atrevidas, pero pronto prevaleció en él una poética moralista acompasada de ironía intelectual, un matizado tono de vocación personal y la voluntad de camuflar en lo antirretórico el excepcional cuidado de la forma y la elegancia de la expresión. Tras los “Poemas a Lázaro” , “La memoria y los signos” de José Ángel Valente fue su única ofrenda a la poética de la experiencia social. Pero ya “Siete representaciones” (1967), “Breves son” (1968) y “El inocente” (1970), iniciaron una reflexión sobre los alcances de la palabra poética y la misión del poeta. En sus últimos libros la lírica se hace fragmentaria, tensa e intenta a revelar estadios de conocimiento que tienen que ver con la intuición mística y con la corriente metafísica de la poesía contemporánea. José Manuel Caballero Bonald dejó pronto atrás la poesía cívica para abordar una expresión neobarroca en la que la belleza física, la memoria y el deseo gobiernan los versos. Los dramaturgos tuvieron menos suerte que los poetas y novelistas. Caso ejemplar fue el de Alfonso Sastre. En 1953 se había dado a conocer con un intenso drama de situación titulado “Escuadra hacia la muerte”, aunque el éxito de crítica no garantizó mucha continuidad a unas obras realistas y duras que metaforizaron con bastante explicitud temas políticos: la lucha por la verdad y el poder en “Guillermo Tell tienes los ojos tristes” (1955), la pugna por la sucesión en “La cornada” (1960) y la lucha clandestina en “La red” (1961). En esos años, Sastre acabó por romper toda relación con el teatro comercial y de sus cavilaciones sobre el porvenir de un teatro popular y crítico vino lo que llamó la “tragedia compleja”, mezcla del didactismo marxista, del teatro de Brecht, de la libertad imaginativa del expresionismo y de la burla corrosiva del esperpento de Valle-Inclán, narrar estaban cercanos a los intereses del público nuevo: los casos de Miguel Delibes y Carmen Martín Gaite o la carrera de José Luis Sampedro ilustrarían bien este apartado. Pero la demanda de accesibilidad y emociones no exclusivamente intelectual no quiere decir que se produjera un retorno generalizado a la novela más convencional. La de los nuevos escritores también plantea agudos problemas de identidad, ajustes y desajustes de cuentas con la memoria, crisis de relaciones sociales. “Visión del ahogado” (1977), de Juan José Millás, la primera novela importante de la llamada “transición”, tiene algo de todo eso: destinos equivocados, personalidades no resueltas, un pasado adolescente que vuelve como un vómito, el ejercicio del sexo como ocultación de otros problemas de relaciones y un cerco policial. Para José María Merino, la identidad más que enojosa resulta ser fugitiva y parece transmigrar a través de cuerpos y paisajes en “La orilla oscura” (1985), “El heredero” (2003) y “El río del Edén” (2012); Luis Mateo Díez ha llevado sus relatos de soledades provinciales entre poéticos y humorísticos, a la inquietud metafísica que irisa al mismo tema en “Camino de perdición” (1995). Y, Por otro lado, ha inventado un mundo rural bajo el nombre de “El reino de Celama” (2003). Cristina Fernández Cubas ha inventado también el cuento desasosegado, con preferencia por la primera persona narrativa, climas y perspectivas que reaparecieron en su novela breve “El columpio” (1995) e incluso en unas memorias, “Cosas que ya no existen” (2001). Tras dar sus primeros pasos en la narrativa experimental, José María Guelbenzu es quizá el novelista que mejor justifica el marbete de “generación de 1968”, ya que sus protagonistas suelen encarnar pasados y presentes donde entran en conflicto la libertad irrestricta y el orden de los demás, la espontaneidad y lo consabido. En “Esta pared de hielo” (2005) comparece una honda reflexión sobre la muerte y la responsabilidad, que tampoco es ajena a “Un amor verdadero” (2010); la misma preocupación ética inspira sus relatos de misterio, protagonizados todos por la jueza Mariana de Marco, que inició en “No acosen el asesino” (2001). Álvaro Pombo ha acotado como territorio preferente el descubrimiento del propio interior en personas tan pronto frágiles como egoístas. Pombo se dio a conocer algo tardíamente con unos cuentos, y es un maestro de la ambigüedad humorística y de la vivaz escritura de base oral en novelas que abordan las dificultades de la adolescencia, pero ha desarrollado también complejos mundos de interrelaciones familiares. Javier Marías desplegó su peculiar estilo minucioso y conversacional, de sintaxis relajada y rara precisión denominativa, para indagar en personajes que también descubren algo, su madurez habitualmente, pero sin demasiadas ganas de hacerlo. Es el novelista del egoísmo inquietado por el mundo exterior en relatos tan bien construidos e hipnóticos como “Todas las almas”, “Corazón tan blanco” y “Mañana en la batalla piensa en mí”. También suelen ser egoístas y ajenos, pero de vuelo más doméstico e irrisorio, los personajes de la novela de Luis Landero, que debe mucho de su fantasía coral a Cervantes y a García Márquez, y también a un sutil juegos autobiográfico. La recuperación apasionada de la memoria reciente, la generación artística de la república y los días de la Guerra Civil, fue el objeto del primer relato de Antonio Muñoz Molina, “Beatus ille” (1986), quien ha usado su prosa envolvente y brillante para narrar otro redescubrimiento de la Guerra Civil desde el presente en “El jinete polaco” (1992) y acercarse a una Inquisición intensa y exigente del pasado colectivo y, en otros casos, del desasosegante tiempo más reciente. Frente al poderoso auge de la narrativa en los años que siguieron a 1975, el teatro casi había desaparecido como género literario. El fenómeno más notable de los primeros ochenta fue el regreso una comedia que a veces rondaba el sainete de costumbres y que escribieron escritores que a menudo se iniciaron en el marco del “teatro independiente”: es el caso de José Luis Alonso de Santos, Fermín Cabal (con “Tú estás loco, Briones”, sobre el franquismo residual) y Sebastián Junyent (con “Hay que deshacer la casa”, que trata el conflicto de sensibilidades entre dos generaciones). Pero la endémica crisis del teatro no se resolvió y la iniciativa pública tampoco fue el mejor estímulo para promover nuevos autores: algunos que han destacado son autores y directores simultáneamente. La poesía registró desde principios de los años ochenta una pugna entre los llamados “poetas de la experiencia” (poetas de “la otra sentimentalidad” o “poetas figurativos” por oposición a los “abstractos”) que optan por unos versos personales, emocionalmente accesibles y no siempre autobiográficos, y aquellos que quisieran atenerse a formas más atrevidas, de trasfondo irracionalista o intelectual, que no renunciaban a la herencia vanguardista. El retorno a la rima no fue patrimonio exclusivo de los poetas de la “experiencia” como demuestra la trayectoria reciente de Jaime Siles, que ha sido un refinado constructor de poesía intelectual, siempre reminiscente de modelos clásicos o barrocos. La poesía de Joan Margarit alcanzó una madurez tardía, vinculado el uso de su lengua, el catalán, que traduce por sí mismo el castellano. Su concisión expresiva viene de la frecuentación de la poesía clásica latina; la construcción del poema y de su mundo interior devastado por el dolor, pero capaz de sobrevivirle, tiene sus referentes en la poética barcelonesa de Gil de Biedma o Gabriel Ferrater. Otro “novísimo”, Guillermo Carnero, salió de un largo silencio poético con “Verano inglés” (1999); poco después, “Espejo de gran niebla” (2002) regresó a su tema de siempre (la insuficiencia de la expresión, el afán de superarla) que confrontaba la lucidez de la experiencia cultural y la amargura de la certidumbre de la nada. Por más que el rumbo de la lírica desmienta las pugnas de escuelas y personalidades, es indiscutible que el don de la oportunidad histórica acompañó a los “poetas de la experiencia” que se agruparon bajo la advocación de algunos líricos de los años cincuenta y en las páginas de alguna revista. A finales de los ochenta, el heterogéneo grupo incluía a Felipe Benítez Reyes, Luis Alberto de Cuenca, Miguel d’Ors, Luis García Montero, Jon Juaristi, Carlos Marzal y Javier Salvago. E incluso, reconoce a escritores afines como Eloy Sánchez Rosillo, fiel a su línea que viene de Leopardi y Cernuda, y en la que recuerdo y naturaleza se entreveran. El paso de los años ha enriquecido y a la vez solidificado trayectorias: el obligado tributo a la melancolía ha aparecido ya en libros de García Montero; en la poesía de Jon Juaristi no se ha modificado la maestría formal, pero el humor provocativo se ha acercado a la sátira y la independencia roza alguna vez la misantropía; también ha evolucionado Luis Muñoz, más imaginativo y minimalista; en otros como Aurora Luque y Juan Antonio González Iglesias, la confesada deuda con el mundo clásico dio un tono diferente a la franqueza de su “poesía de la experiencia”. Pero, en rigor, escribir versos sobre la intimidad más tangible ha revestido formas muy diversas, algunas provocativas y otras muy directas y expresivas. Muchos de los escritores de los últimos treinta años han cultivado, como forma de enlace con el lector, el diario o el dietario en prosa, signo inequívoco de la necesidad de una comunicación privada y cómplice que se apoya en la emoción directa de la sensación, la opinión sobre lo cercano y una confianza en la “privatización de la literatura” que ha llegado después de su “colectivización” social primero e intelectual después. No es que el género carezca de antecedentes significativos: es indudable que carnets de notas personales son muchos libros de Rafael Sánchez Ferlosio; diarios fueron también las “Alcancías” de Rosa Chacel y cuaderno de notas fue “El cuento de nunca acabar” de Carmen Martín Gaite. Pero la boga actual del género personal debe mucho a los “Dietaris” que Pere Gimferrer escribió en catalán a fines de los setenta y que fueron traducidos en 1982, o al hecho de que Francisco Umbral publicara algunos de sus mejores artículos bajo el rótulo de “Diario de un snob” y escribiera habitualmente bajo esta forma. Pero quizá los mejores diarios son los que ha creado ex professo, como una interminable sucesión de reminiscencias y en un estilo de asombrosa nitidez, Andrés Trapiello. Trapiello también es un poeta al margen de modas, un asiduo ensayista y un novelista que ha escrito sobre la lucha de maquis urbano en Madrid, una meditada continuación del “Quijote” y un incisivo relato sobre las
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